(Fue un alemán, Carl Schmitt, quien en 1922 llamó la atención sobre él(Juan Donoso Cortés). Hoy el interés que despierta es cada día mayor, sobre todo gracias a sus asombrosas predicciones que formuló, alguna con casi un siglo de antelación. Carl Schmitt escribió en su Glossarium. Aufzeichrungen der Jahre 1947-1951 estas palabras: “No me avergüenzo hoy, como sesentón, tras todas mis experiencias con hombres y libros, con discursos y situaciones, de afirmar que el gran discurso de Donoso sobre la Dictadura, de 4 de enero de 1849, es el más magnífico discurso de la literatura universal, sin exceptuar a Pericles y Demóstenes, ni a Cicerón, Mirabeau o Burke”.)
El largo discurso
que pronunció ayer el señor Cortina, y al que voy a contestar,
considerándole desde un punto de vista restringido, a pesar de sus largas
dimensiones, no fue más que un epílogo: el epílogo de los
errores del partido progresista, los cuales a su vez no son más que otro
epílogo: el epílogo de todos los errores que se han inventado
de tres siglos a esta parte, y que traen conturbados más o menos hoy
día todas las sociedades humanas.
El señor Cortina, al comenzar su discurso, manifestó con la buena
fe que a su señoría distingue, y que tanto realza su talento,
que él mismo algunas veces había llegado a sospechar si sus principios
serían falsos, si sus ideas serían desastrosas, al ver que nunca
estaban en el Poder y siempre oposición. Yo diré a su señoría
que, por poco que reflexione, sin duda se cambiará en certidumbre. Sus
ideas no están en el Poder y están en la oposición, cabalmente
porque son ideas de oposición y porque no son ideas de gobierno. Señores,
son ideas y infecundas, ideas estériles, idear desastrosas, que es necesario
combatir hasta que queden enterradas aquí, en su cementerio natural,
bajo estas bóvedas, al pie de esta tribuna.(Aplauso general en los bancos
de la mayoría.)
El señor Cortina, siguiendo las tradiciones del partido a quien capitanea
y representa, siguiendo, divo, las tradiciones de este partido desde la revolución
de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes que yo llamaré
inevitables. Primera, un elogio del partido, fundado en una relación
de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de sus agravios presentes.
Tercera. Un programa, o sea una relación de sus méritos futuros.
Señores de la mayoría: yo vengo aquí a defender vuestros
principios, pero no esperéis de mí ni un solo elogio; sois los
vencedores, y nada siente también en la frente del vencedor como una
corona de modestia.(¡bien, bien !)
No esperéis de mi, señores, que hable de vuestros agravios: no
tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos a la
sociedad y al Trono por los traidores a su reina y a su Patria. No hablaré
de vuestros relación de méritos.¿Para qué fin hablaría
de ellos?¿Para que la nación lo sepa? La nación se los
sabe de memoria (Risas.)
El señor Cortina dividió su discurso de dos partes, que desde
luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. Su señoría
trató de la política exterior del Gobierno, y llamó política
exterior, importante para España, a los acontecimientos ocurridos en
París, en Londres y en Roma. Los tocaré también estos cuestiones.
Después descendió su señoría a la política
interior, y la política interior, tal como la ha tratado y el Cortina,
se divide en dos partes: una, cuestión de principios, y otra, cuestión
de hechos; una, cuestión de sistema, y otra, cuestión de conducta.
A la cuestión de hechos, a la cuestión de conducta ya ha contestado
el Ministerio, que es a quien correspondía contestar, que es quien tiene
los datos para ello, por el órgano de los señores ministros de
Estado y de Gobernación, que han desempeñado este encargo con
la elocuencia que acostumbran. Me queda para mí casi intacta la cuestión
de principios; esta cuestión solamente abordaré, pero la abordaré,
si el Congreso me lo permite, de lleno. (Atención.)
Señores: ¿cuál es el principio del señor Cortina?
el principio de su historia, bien analizado su discurso, es el siguiente: en
la política interior, la legalidad: todo por la legalidad, todo para
la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la
legalidad en todas ocasiones; y yo, señores, que creo que las leyes se
han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes (¡Muy
bien, muy bien!?, digo: sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad;
la sociedad siempre, la sociedad en toda circunstancias, la sociedad en todas
ocasiones (2)(¡Bravo, bravo!)
Cuando la realidad vasta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta,
la dictadura (3). Señores, esta palabra tremenda (que tremenda es, aunque
no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de
todas)(Sensación.); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada
aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no sido hecho por cierto
de la manera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido
para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla.
Por eso (lo declaro aquí alta, noble y francamente) estoy incapacitado
de gobernar; no puedo aceptar el gobierno en conciencia; yo no podría
aceptarle sin poner la mitad de mí mismo en guerra con la otra mitad,
sin poner en guerra mi instinto contra mi razón, sin poner en tierra
ni mi razón contra mi instinto.(¡ Muy bien, muy bien!)
Por eso, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen,
ninguno puede levantarse, ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado
conmigo en el camino de la ambición, tan lleno de gentes (Aplausos.),ninguno.
Pero todos me encontrarán, todos me han encontrado en el camino modesto
de los buenos ciudadanos. Sólo aquí, señores, cuando mi
días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin
el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad bárbaramente
atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo y para mí insoportable
dolor de haber hecho mal a un hombre.
Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancia
dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo,
es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno;
es un gobierno racional, que puede defenderse la teoría, como puede defenderse
la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social.
La vida social, como la vida humana, se compone de la acción y de la
reacción, del flojo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas
fuerzas resistentes.
Esta es la vida social, así como ésta es también la vida
humana. Pues bien: las fuerzas invasoras, llamadas enfermedades en el cuerpo
humano y de otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma
cosa, tienen dos estados: hay uno en que están derramadas por toda la
sociedad, en que están representadas sólo por individuos; hay
otro estado agudísimo de enfermedad en que se reconcentran más
y están representadas por asociaciones políticas. Pues bien: yo
digo que no existiendo la fuerza resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que
en el cuerpo social, sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse
necesariamente a su estado. Cuando las fuerzas invasoras están derramadas
las resistentes los están también; lo están por el Gobierno,
por los autoridades, por los tribunales; en una palabra, por todo el cuerpo
social; pero cuando las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas,
entonces necesariamente, sin que nadie lo puede impedir, sin que nadie tenga
derecho a impedirlo, las fuerzas resistentes por sí mismas se reconcentran
en una mano. Esta es la teoría clara, luminosa, indestructible, de la
dictadura.
Y esta teoría, señores, que es una verdad en el orden racional,
es un hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que
no hayan tenido la dictadura, Citádmela. Ved sino qué pasaba en
la democrática Atenas, qué pasaba en la aristocrática Roma.
En Atenas ese poder omnipotente estaba en las manos del pueblo, y se llamada
ostracismo; en Roma a ese poder omnipotente estaba en manos del Senado, que
delegaba en un barón consular, y se llamaba, como entre nosotros, dictadura.(¡Bien,
bien !) Ved las sociedades modernas, señores; ved la Francia en todas
sus vicisitudes. No hablaré de la primera República, que es una
dictadura gigantesca, sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo de época
posterior. En la Carta de la Restauración, la dictadura se había
refugiado o buscado un asilo en el artículo 14; en la carta de 1930 se
encontró en el preámbulo. ¿Y en la República actual?
De ésta no digamos nada.¿Qué es sino la dictadura con el
mote de república? (Estrepitosos aplausos.)
Aquí se ha citado, y en mala hora, por el señor Gávez Cañero
la Constitución inglesa. Señores: la constitución inglesa
cabalmente en la única en el mundo (tan sabios son los ingleses) en que
la dictadura no es de derecho excepcional, sino de derecho común. Y la
cosa es clara: el Parlamento tienen en todas ocasiones, en todas época,
cuando quiere, el poder dictatorial; pues no tiene más límites
que el del todos los poderes humanos; la prudencia; tiene todas las facultades,
y éstas constituyen el poder dictatorial de hacer todo lo que no sea
hacer de una mujer un hombre o de un hombre una mujer, como dicen los jurisconsultos.
(Risas.) Tiene facultades para suspender el habeas corpus,para proscribir por
medio de un bill d´attainder; puede cambiar la Constitución, puede
variar hasta de dinastía, y no sólo de dinastía, sino hasta
de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra: lo puede todo.
¿Quién ha visto, señores, una dictadura más monstruosa?(¡Bien,bien)
He probado que la dictadura es una verdad en el orden teórico; que es
un hecho en el orden histórico. Pues ahora voy a decir más: la
dictadura pudiera decirse, si el respeto lo consintiera, que es otro hecho en
el orden divino.
Señores: Dios ha dejado hasta cierto punto a los hombres el gobierno
de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí exclusivamente el
gobierno del universo. El universo está gobernado por Dios, si pudiera
decirse así, y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones
del lenguaje parlamentario, constitucionalmente. (Grandes risas en los bancos
de la izquierda) Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad y
de la mayor evidencia. Está gobernado por ciertas leyes precisas, indispensables,
a que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes, sino
leyes análogas a las que se llaman fundamentales respecto a las sociedades
humanas?
Pues bien, señores, si, con respecto al mundo físico, Dios es
el legislador, con respecto a las sociedades humanas lo son los legisladores,
si bien de diferente manera, ¿gobierna Dios siempre con esas mismas leyes
que Él asimismo se impuso en su eterna sabiduría y a las que nos
sujetó a todos? No, señores, pues algunas veces, directa, clara
y explícitamente manifiesta su voluntad soberana quebrantando esas leyes
que Él mismo se impuso y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien,
señores, cuando obra así, ¿no podía decirse, si
el lenguaje humano pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obra dictatorialmente?
(Vuelven a repetirse las risas en los bancos de la izquierda.) (4)
Esto prueba, señores, cuán grande es el delirio de un partido
que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose así
propio el medio, algunas veces necesario, de la dictadura. Señores, siendo
esto así, la cuestión, reducida a sus verdaderos términos,
no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias
es buena; la cuestión consiste en averiguar si han llegado o pasado por
España estas circunstancias. Este es el punto más importante,
y es al que voy a contraerme exclusivamente ahora. Para esto tendré que
echar una ojeada(y en esto no haré más que seguir las pisadas
de todos los oradores que me han precedido), una ojeada por Europa y otra ojeada
por España(Atención profunda)
Señores: la revolución de febrero vino como viene la muerte: de
improviso. (Grandes aplausos) Dios, señores, había condenado a
la monarquía francesa. En vano esa institución se había
transformado hondamente para acomodarse a las circunstancias y a los tiempos;
ni aún esto le valió: su condenación fue inapelable, y
su pérdida infalible. La Monarquía de derecho divino concluyó
con Luis XVI en el cadalso; la Monarquía de la gloria concluyó
con Napoleón en una isla; la Monarquía hereditaria concluyó
con Carlos X en el destierro, y con Luis Felipe ha concluido la última
de todas las Monarquías posibles; la Monarquía de la prudencia(¡Bravo,
bravo!) ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de
una institución venerabilísima, antiquísima, gloriosísima,
a quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia,
ni la gloria. (Se repiten los aplausos)
Señores, cuando vino a España la grande nueva de esa grande revolución,
todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable a nuestro
asombro y a nuestra consternación, sino la consternación y el
asombro de la Monarquía vencida. Digo mal: había un asombro mayor,
una consternación más grande que la de la Monarquía vencida,
y era la República vencedora. (¡Bien, bien) Aun ahora mismo; diez
meses van pasados ya desde su triunfo; preguntadla cómo venció;
preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas
venció, y no sabrá qué responderos. Esto consiste en que
la República no venció: la República fue el instrumento
de un poder más alto. (Profunda sensación)
Ese poder, señores, cuando esté comenzada su obra, así
como fue fuerte para destruir la Monarquía con un escrúpulo de
República, será fuerte también, si necesario fuera y conveniente
a sus fines, para derribar la República con un escrúpulo de Imperio,
o con un escrúpulo de Monarquía.(5) Esta revolución, señores,
ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos, en todas
las tribunas de Europa, y entre otras, en la tribuna española. yo he
admirado aquí y allí la lamentable ligereza con que se trata de
las causas hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en
otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los gobiernos.
Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas,
son siempre providencial; porque, señores, no otros son los caracteres
que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres. (Ruidosos aplausos
en los bancos de la mayoría)
Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad seguros que vienen
del cielo, y que viene por culpa y para castigo de todos. ¿Queréis,
señores, sabed la verdad, y toda la verdad concerniente a las causas
de la revolución última francesa? Pues la verdad es que en febrero
llegó el día de la gran liquidación de todas las clases
de la sociedad por la Providencia, y que en ese día tremendo todas se
han encontrado fallidas. En ese día han venido a la liquidación
con la Providencia, y repito que todas en esa liquidación se han encontrado
fallidas. Digo más, señores, : la República el mismo día
de su victoria se declaró también en quiebra. La República
había dicho de sí que venía a sentar en el mundo la dominación
de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos tres dogmas que no vienen
de la República, sino que vienen del Calvario. (¡Bien, Bien!).
Y bien, señores, ¿qué ha hecho después? en nombre
de la libertad, ha hecho necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura;
en nombre de la igualdad, con el título de republicanos de la víspera,
de los republicanos del día siguiente, de republicanos de nacimiento,
ha inventado no sé qué especie de democracia aristocrática
y no sé qué género de ridículos blasones; en fin,
señores, en nombre de la fraternidad, ha restaurado la fraternidad pagana,
la fraternidad de Eteocles y Polinice, y los hermanos se han devorado unos a
otros en las calles de París, en la batalla más gigantesca que
dentro de los muros de una ciudad han presenciado los siglos. A esa República,
que se llamó de las tres verdades, yo la desmiento: es la República
de las tres blasfemias, es la República de las tres mentiras. (¡Bravo,
bravo!) (6).
Viniendo ahora a las causas de esta revolución, el partido progresista
tiene unas mismas causas para todo. El señor Cortina nos dijo ayer que
hay revoluciones porque hay irregularidades y porque el instinto de los pueblos
los levanta uniforme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos
había dicho el señor Ordax Avecilla: “¿Queréis
evitar las revoluciones? Dad de comer a los hambrientos.” Véase,
pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión:
las causas de la revolución son, por una parte, la miseria; por otra,
la tiranía. Señores, esa teoría es contraria, totalmente
contraria a la Historia. Yo pido que se me cite un ejemplo de una revolución
hecha y llevada a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones
son enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de
los pueblos libres. El mundo antiguo era un mundo en el que los esclavos componían
la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución
fue hecha por esos esclavos. (En los bancos de la izquierda: “La revolución
de Espartaco.”)
Lo que más pudieron fue fomentar algunas guerras civiles; pero las revoluciones
profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas.
No, señores; no está en la esclavitud, no está en la miseria
el germen de las revoluciones; el germen de las revoluciones está en
los deseos sobreescitados de las muchedumbres por los tribunos que la explotan
y benefician. (Bien, bien!) Y seréis como los ricos: ved aquí
la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias.
Y seréis como los noble: ved ahí la fórmula de las revoluciones
de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los
reyes: ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias
contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera
de dioses: ved ahí la fórmula de la primera rebelión del
hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde hasta Proudhon, el
último impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones.
(¡Muy bien, muy bien!)
El gobierno español, como es su deber, no quiso que esta fórmula
tuviese aplicación en España; tanto menos lo quiso, cuanto que
la situación interior o era la más lisonjera, y era menester prevenirse,
así contra las eventualidades del interior como contra las eventualidades
exteriores. Para no haberlo hecho así, era necesaria haber desconocido
de todo punto el poderío de esas corrientes magnéticas que se
desprenden de los focos de infección revolucionaria y que van inficionándolo
todo por el mundo. (¡Muy bien, muy bien!)
La situación interiore, en pocas palabras, era ésta: la cuestión
política no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto
resuelta; no se resuelven así tan fácilmente las cuestiones políticas
en sociedades tan soliviantadas por las pasiones. La cuestión dinástica
no estaba concluida, porque, aunque es verdad que en ella somos nosotros los
vencedores, no teníamos la resignación del vencido, que es el
complemento de la victoria. (¡Bravo!). La cuestión religiosa estaba
en muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos lo sabéis,
estaba exacerbada. Yo pregunto, señores: supuesto, como he probado ya,
que la dictadura sea e circunstancias dadas legítima, en circunstancias
dadas, provechosa, ¿estábamos o no estábamos en esas circunstancias?
Si no habían llegado, decidme cuáles otras más graves han
aparecido en el mundo. La experiencia vino a demostrar que los cálculos
del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido
infundados. Todos los sabéis, señores; yo en esto hablaré
muy de paso, porque todo lo que es alimentar pasiones lo detesto; no he nacido
para eso; todos sabéis que se proclamó la República a trabucazos
por las calles de Madrid; todos sabéis que se ganó parte de la
guarnición de Madrid y de Sevilla; todos sabéis que sin la resistencia
enérgica, activa, del Gobierno, toda España, desde las columnas
de Hércules al Pirineo, de un mar al otro mar, hubiera sido un lago de
sangre (7). Y no sólo España. ¿Sabéis qué
males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado
por el mundo? ¡Ah, señores! Cuando se piensa en estas cosas fuerza
es exclamar que el Ministerio que supo resistir y supo vencer, mereció
bien de su Patria. (Muy bien, muy bien!)
Esta cuestión vino a complicarse con la cuestión inglesa; antes
de entrar en ella (y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir
inmediatamente, porque así lo conceptúo conveniente y oportuno),
antes de entrar en ella, me permitirá el Congreso que exponga algunas
ideas generales que me parecen convenientes.
Señores: yo he creído siempre que la ceguedad es una señal,
así en los hombres, como en los gobiernos, como en las naciones, de perdición.
Yo he creído que Dios comienza por cegar siempre a los que quiere perder;
yo he creído que, para que no vean el abismo que pone a sus pies, comienza
por turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas a la política general,
seguida de algunos años a esta parte por Inglaterra y por la Francia,
señores, lo diré aquí, hace mucho que he predicho grandes
desventuras y catástrofes. Un hecho histórico, un hecho averiguado,
un hecho incontrovertible es que el encargo providencial de la Francia es ser
el instrumento de la Providencia en la propagación de las ideas nuevas,
así políticas como religiosas y sociales.
En los tiempos modernos tres grandes ideas han invadido la Europa: la idea católica,
la idea filosófica, la idea revolucionaria. Pues bien, señores:
en estos tres períodos, la Francia se ha hecho siempre hombre para propagar
esas ideas. Carlomagno fue la Francia hecha hombre para propagar la idea católica;
Voltaire fue la Francia hecha hombre para propagar la idea filosófica;
Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la idea revolucionaria.
(Aplausos generales.) Del mismo modo, creo que el encargo providencial de la
Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste
perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra del mar.(¡Muy
bien, muy bien!)
Suponed por el momento el flujo sin reflujo: los mares se extenderían
por todos los continentes; suponed el flujo sin el flujo: los mares desaparecerían
de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra: el mundo no se movería
sino en medio de convulsiones; cada día tendría una nueva Constitución.
Cada hora una nueva forma de gobierno. Suponed la Inglaterra sin la Francia;
el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin Tierra,
que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué
significa, pues, la coexistencia de estas dos naciones poderosas? Significa,
señores, el progreso por la estabilidad, la estabilidad vivificada por
el progreso. (¡Bien, bien!)
Pues bien, señores: de algunos años a esta parte, y apelo a la
historia contemporánea y a vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones
han perdido la memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial
en el mundo. La Francia, en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó
por todas partes el statu quo: estatu quo en Francia, statu quo en España,
statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra, en vez de
predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas: en España,
en Portugal, en Francia, en Italia y en Grecia. ¿Y qué resultó
de aquí? Lo que había de resultar forzosamente: que las dos naciones,
representando un papel que no había sido el suyo nunca, le han representado
pésimamente. La Francia quiso convertirse de diablo en predicador; la
Inglaterra de predicador en diablo. (Grandes y generales risas, acompañadas
de iguales aplausos en todos los bancos.)
Esto es, señores, la historia contemporánea; que hablando solamente
de la Inglaterra, porque es de la que me propongo hablar muy brevemente, diré
que yo podo al cielo, señores, que no vengan sobre ella, como han venido
sobre la Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque
nada es comparable al error de la Inglaterra de apoyar en todas partes a los
partidos revolucionarios. ¡Desgraciada! ¿No sabe que el día
del peligro esos partidos, con más instinto que ella, la habrán
de volver las espaldas? ¿No ha sucedido esto ya? Y ha debido suceder,
señores, porque todos los revolucionarios del mundo saben que cuando
las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se agrupan, que cuando los
horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben a los alto, el navío
de la revolución no tiene más piloto que la Francia. (Grandes
y vivos aplausos.)
Señores, ésta es la política seguida por la Inglaterra,
o por mejor decir, por su Gobierno y sus agentes, durante la última época.
Yo he dicho y repito que no quiero tratar esta cuestión; me mueven a
ello grandes consideraciones. Primero, la consideración del bien público,
porque debo declarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza más
íntima, la unión más completa entre la nación española
y la nación inglesa, a quien admiro y respeto como la nación quizá
más libre, más fuerte y más digna de serlo en la tierra.
No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión y no quisiera
tampoco perjudicar o embarazar ulteriores negociaciones. Hay otra consideración
que me mueve a no hablar de este asunto. Para hablar de él tendría
que hacerlo de un hombre de quien fui amigo, más amigo que el señor
Cortina; pero yo no puedo ayudarle hasta el punto que el señor Cortina
le ayudaba; la honra no me permite más ayuda que el silencio. (El nombre
de Bulwer se repite por los bancos de la mayoría.)(8).
El señor Cortina, al tratar esta cuestión, permítame que
se lo diga con franqueza, tuvo una especie de vahído, y se le olvidó
quién era, dónde estaba y quiénes somos. Su señoría
creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un orador del
Parlamento. Su señoría creyó que hablaba entre jueces,
y hablaba ante diputados. Su señoría creyó que hablaba
en un tribunal, y hablaba en una asamblea deliberante; creyó que hablaba
de un pleito, y hablaba de un asunto político grande, nacional, que,
si pleito era, era pleito entre dos naciones. Ahora bien, señores: ¿correspondía
al señor Cortina haber sido el abogado de la parte contraria a la nación
española? (Aplausos en los bancos de la mayoría.) ¡Y qué,
señores! ¿Es esto patriotismo por ventura? ¿Es eso ser
patriota? ¡Ah, no! ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser patriota,
señores, es amar, es aborrecer, es sentir como ama, como aborrece, como
siente nuestra Patria. (¡Bravo, bravo!)
Dije, señores, que pasaría muy de ligero por esta cuestión,
y ya he pasado.
El señor secretario. (Lafuente Alcántara): Pasadas las horas de
reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas
voces: Sí, sí.)
Se acordó afirmativamente.
El señor marqués de Valdegamas: Pero, señores, ni las circunstancias
interiores, que eran tan graves, ni las circunstancias exteriores, que eran
tan complicadas y peligrosas, son bastante para disminuir la opinión
en los señores que se sientan en aquellos bancos ¿Y la libertad?,
nos dicen. ¡Pues qué! La libertad, ¿no es sobre todo? Y
la libertad , a lo menos la individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La
libertad, señores! ¿Saben el principio que proclaman y el nombre
que pronuncian los que pronuncian esa palabra sagrada? ¿Saben los tiempos
en que viven? ¿No ha llegado hasta vosotros, señores, el ruido
de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿No sabéis
a esta hora que la libertad acabó? ¡Pues, qué! ¿No
habéis asistido, como he asistido yo, con los ojos de mi espíritu,
a su dolorosa pasión? ¡Pues, qué, señores! ¿No
habéis visto vejada, escarnecida, herida alevosamente por todos los demagogos
del mundo? ¿No la habéis visto llevar su angustia por las montañas
de la Suiza, por las calles del Sena, por las riberas del Rhin y del Danubio,
por las márgenes del Tíber? ¿No la habéis visto
subir al Quirinal, que ha sido su Calvario? (Estrepitosos aplausos.)
Señores, tremenda es la palabra, pero no debemos retraernos de pronunciar
palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto a decirla. ¡
La libertad acabó! (Sensación profunda.) No resucitará,
señores, ni al tercer día, ni al tercer año, ni al tercer
siglo quizá. ¿Os asusta, señores, la tiranía que
sufrimos? De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Y aquí
os ruego, señores, que guardéis en vuestra memoria mis palabras,
porque lo que voy a decir, los sucesos que voy a anunciar en un porvenir más
próximo o más lejano, pero muy lejano nunca, se han de cumplir
a la letra. (Grande atención.)
El fundamento, señores, de vuestros errores (dirigiéndose a los
bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección
de la civilización y del mundo. Vosotros creéis que la civilización
y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo,
señores, camina con pasos rapidísimos a la constitución
de un despotismo, el más gigantesco y asolador que hay memoria en los
hombres. A esto camina la civilización y a esto camina el mundo. Para
anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me basta considerar el conjunto
pavoroso de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista
verdadero: desde las alturas católicas.
Señores, no hay más que dos represiones
posibles: una interior y la otra exterior, la religiosa y la política.
Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está
subido, el termómetro de represión está bajo, y cuando
el termómetro religioso está bajo, el termómetro político,
la represión política, la tiranía, está alta. Esta
es una ley de la humanidad, una ley de la Historia. Y si no, señores,
ved lo que era el mundo, ved lo que era la sociedad que cae al otro lado de
la Cruz; decid lo que era cuando no había represión interior,
cuando no había represión religiosa. Entonces aquella era una
sociedad de tiranos y esclavos. Citadme un solo pueblo de aquella época
donde no hubiera esclavos y donde no hubiera tiranía. Este es un hecho
incontrovertible, este es un hecho incontrovertido, este es hecho evidente.
La libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos, no vino
al mundo sino con el Salvador del mundo. (¡Muy bien, muy bien!) Este también
es un hecho incontrovertido, es un hecho reconocido hasta por los mismos socialistas,
que lo confiesan. Los socialistas llaman a Jesús
un hombre divino, y los socialistas hacen más, se llaman sus continuadores.
¡Sus continuadores, santo Dios! ¡Ellos, los hombres de sangre y
de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer el bien,
del que no abrió la boca sino para bendecir, del que no hizo prodigios
sino para librar a los pecadores del pecado, a los muertos de la muerte; del
que en el espacio de tres años hizo la revolución más grande
que han presenciado los siglos y la llevó acabo sin haber derramado más
sangre que la suya! (Vivas y generales aplausos.)
Señores, os ruego que me prestéis atención; voy a poneros
en presencia del paralelismo más maravillosos que ofrece la Historia.
Vosotros habéis visto que en el mundo antiguo, cuando la represión
no podía bajar más, porque no existía ninguna, la represión
política subió hasta no poder más, porque subió
hasta la tiranía. Pues bien: con Jesucristo, donde nace la represión
religiosa, desaparece completamente la represión política. Es
esto tan cierto que, habiendo fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos,
fue aquella la única sociedad que ha existido sin gobierno. Entre Jesús
y sus discípulos no había más gobierno que el amor del
Maestro a los discípulos y al amor de los discípulos al Maestro.
Es decir, que, cuando la represión interior era completa, la libertad
era absoluta.
Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los extenderé,
porque así conviene ahora a mi propósito, desde los tiempos apostólicos
propiamente dichos hasta la subida del cristianismo al Capitolio en tiempos
de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión
cristiana, es decir, la represión religiosa interior, estaba en todo
su apogeo; pero aunque estaba en todo su apogeo, sucedió lo que sucede
en todas las sociedades compuestas de hombres: que comenzó a desarrollarse
un germen, nada más que un germen, la licencia y la libertad religiosa.
Pues bien, señores: observad el paralelismo; a este principio de descenso
en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro
político. No hay todavía gobierno, no es necesario el gobierno,
pero es necesario ya un germen de gobierno. Así en la sociedad cristiana
entonces no había de hecho verdaderos magistrados, sino jueces árbitros
y amigables componedores, que son el embrión del gobierno. Realmente
no había más que eso; los cristianos de los tiempos apostólicos
no tuvieron pleitos, no iban a los tribunales; decidían sus contiendas
por medio de árbitros. Obsérvese, señores, cómo
con la corrupción va creciendo el gobierno.
Llegan los tiempos feudales, y en éstos la religión se encuentra
todavía en su apogeo, pero hasta cierto punto viciada por las pasiones
humanas. ¿Qué es lo que sucede, señores, en este tiempo
en el mundo político? Que ya es necesario el gobierno real y efectivo,
pero que basta el más débil de todos, y así se establece
la monarquía feudal, la más débil de todas las monarquías.
Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este
siglo, con la gran reforma luterana, con ese gran escándalo político
y social, tanto como religioso; con este acto de emancipación intelectual
y moral de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones: en primer lugar,
en el instante las monarquías, de feudales se hacen absolutas. Vosotros
creeréis, señores, que más que absoluta no puede ser una
monarquía; un gobierno, ¿que puede ser más que absoluto?
Pero, es necesario, señores, que el termómetro de la represión
política subiera más, porque el termómetro religioso seguía
bajando; y, con efecto, subió más. ¿Y qué nueva
institución se creó? La de los ejércitos permanentes. ¿Y
sabéis, señores, lo que son los ejércitos permanentes?
Para saberlo basta saber qué es un soldado; un soldado es un esclavo
con uniforme. Así, pues, veis que, en el momento en que la represión
religiosa baja, la represión política sube al absolutismo, y pasa
más allá. No bastaba a los gobiernos ser absolutos; pidieron y
obtuvieron el privilegio de ser absolutos y tener un millón de brazos.
A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político
subiera más, porque le termómetro religioso seguía bajando;
y subió más. ¿Qué nueva institución , señores,
se creó entonces? Los gobiernos dijeron: “Tenemos un millón
de brazos, y no nos bastan; necesitamos más; necesitamos un millón
de ojos” Y tuvieron la policía, y con la policía un millón
de ojos. A pesar de esto, señores, todavía el termómetro
político y la represión política debían subir, porque,
a pesar de todo, el termómetro religioso seguía bajando; y subieron.
A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón
de brazos, no les bastó tener un millón de ojos; quisieron tener
un millón de oídos, y los tuvieron la centralización administrativa,
por la cual vienen a parar al gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.
Y bien, señores, nos les bastó esto, porque el termómetro
religioso siguió bajando, y era necesario que el termómetro político
subiera más...¡Señores, hasta dónde!...Pues subió
más.
Los gobiernos dijeron: “No me bastan, para reprimir, un millón
de brazos; no me bastan, para reprimir, un millón de ojos; no me bastan,
para reprimir, un millón de oídos; necesitamos más: necesitamos
tener el privilegio de hallarnos a un mismo tiempo en todas partes” Y
lo tuvieron, y se inventó el telégrafo. (Grandes aplausos.)
Señores, tal es el estado de Europa y del mundo cuando el primer estallido
de la última revolución vino a anunciarnos a todos que aún
no había bastante despotismo en el mundo, porque el termómetro
religioso estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos...
Yo he prometido y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza.
(Se redobla la atención.)
Pues bien, una de dos: o la reacción religiosa viene o no; si hay reacción
religiosa, ya veréis, señores, cómo, subiendo el termómetro
religioso, comienza a bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno
de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro
político, hasta señalar el día templado de la libertad
de los pueblos. (¡Bravo!) Pero, si por el contrario, señores, (y
esto es grave, no hay costumbre de llamar la atención de las asambleas
deliberantes sobre las cuestiones hacia donde yo he llamado hoy; pero la gravedad
de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que vuestra benevolencia
sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo
que, si el termómetro religioso continua bajando, no sé adónde
hemos de ir a parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo
pienso. Contemplad las analogías que he propuesto a vuestros ojos, y
si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario
gobierno ninguno, cuando la represión religiosa no exista no habrá
bastante con ningún género de gobierno; todos los despotismos
serán pocos. (profunda sensación.)
Señores, esto es poner el dedo en la llaga; ésta es la cuestión
de España, la cuestión de Europa, la cuestión de la humanidad,
la cuestión del mundo. (¡Cierto, cierto!)
Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue
feroz y asoladora, y, sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente,
porque todos los Estados eran pequeños y porque las relaciones internacionales
eran imposibles de todo punto; por consiguiente, en la antigüedad no pudo
haber tiranías en grande escala, sino una sola: la de roma. Pero ahora,
señores, ¡cuán mudadas están las cosas! Señores:
las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal,
universal, inmenso; todo está preparado para ello; señores, miradlo
bien; ya no hay resistencias, ni físicas ni morales; no hay resistencias
físicas, porque con los barcos de vapor y los caminos de hierro no hay
fronteras; no hay resistencias físicas, porque con el telégrafo
eléctrico no hay distancias, y no hay resistencias morales, porque todos
los ánimos están divididos y todos los patriotismos están
muertos. Decidme, pues, si tengo o no razón cuando me preocupo por el
porvenir próximo del mundo; decidme si, al tratar de esta cuestión,
no trato de la cuestión verdadera. (Sensación.) (10)
Una cosa puede evitar la catástrofe; una y nada más;
eso no se evita con dar más libertad, más garantías, nuevas
constituciones; eso se evita procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas
alcancen, provocar una reacción saludable, religiosa. Ahora bien, señores:
¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero ¿es probable?
Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la
creo probable. Yo he visto, señores , y conocido a muchos individuos
que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no
he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después
de haberla perdido.
Si aún me quedara alguna esperanza, la hubieran disipado, señores,
los últimos sucesos de Roma; y aquí voy a decir dos palabras sobre
esta cuestión, tratada también por el señor Cortina.
Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre. ¿Cómo
los llamaríais, señores? ¿Los llamaríais deplorables?
Deplorables, todos los que os he citado lo son; estos son mucho más.
¿Los llamaríais horribles? Señores, esos acontecimientos
son sobre todo horror.
Habían en Roma, ya no le hay, sobre le trono más eminente, el
varón más justo, el varón más evangélico
de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón evangélico,
de ese varón justo? ¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han
imperado los héroes, los Césares y los Pontífices? Ha trocado
el trono de los Pontífices por el trono de los demagogos. Rebelde a Dios,
ha caído bajo la idolatría del puñal. Eso ha hecho. El
puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal
sangriento, ése es hoy el ídolo de Roma. Ese es el ídolo
que ha derribado a Pío IX. Ése es el ídolo que pasean por
las calles tropas de caribes. ¿Dije caribes? Dije mal, que los caribes
son feroces, pero los caribes no son ingratos. (Ruidosos aplausos.)
Señores, me he propuesto hablar con toda franqueza, y hablaré.
Digo que es necesario que el rey de Roma vuelva a Roma o que no quede en Roma,
aunque pese al señor Cortina, piedra sobre piedra.(En los bancos de la
mayoría; “¡muy bien, muy bien!)
El mundo católico no puede consentir, y no consentirá, en la destrucción
virtual del cristianismo por una ciudad sola, entregada al frenesí de
la locura. La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá,
que se desplome, señores, la cúpula del edificio de la civilización
europea. El mundo, señores, no puede consentir, y no consentirá,
que en Roma, esa ciudad santa, se verifique el advenimiento al trono de una
nueva y extraña dinastía, la dinastía del crimen. (¡Bravo!)
Y no se diga, señores, como dice el señor Cortina, como dicen
en periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos
bancos (Dirigiéndose a los de la izquierda),que hay dos cuestiones allí,
una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido entre el
rey temporal y su pueblo; que el Pontífice existe todavía. Dos
palabras sobre esta cuestión: dos palabras, señores, lo explicarán
todo.
Sin duda ninguna, el poder espiritual es lo principal en el Papa; el temporal
es accesorio; pero ese accesorio es necesario. El mundo católico tiene
el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre
e independiente; el mundo católico no puede tener una ciencia cierta,
como se necesita de que es independiente y libre sino cuando es soberano, porque
sólo el soberano no depende de nadie. (¡Muy bien, muy bien!) Por
consiguiente, señores, la cuestión de soberanía, que es
una cuestión política en todas partes, es en Roma además
una cuestión religiosa; el pueblo, que puede ser soberano en todas partes,
no puede serlo en Roma; asambleas constituyentes que pueden existir en todas
partes, no pueden existir en Roma, en Roma no puede haber más poder constituyente
que el poder constituido. Roma, señores, los Estados pontificios no pertenecen
a Roma, no pertenecen al Papa; los Estados pontificios pertenecen al mundo católico;
el mundo católico se los ha reconocido al Papa para que fuera libre e
independiente; y el Papa mismo no puede despojarse de esa soberanía,
de esa independencia. (Generales aplausos.) (11)
Señores, voy a concluir, porque l Congreso está muy cansado, y
yo lo estoy también. (Varios señores: ¡No, no!) Señores,
francamente, tengo que declarar aquí que no puedo extenderme más,
porque tengo la boca mala, y ha sido un prodigio que yo pueda hablar; pero lo
principal que tenía que decir lo he dicho ya.
Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató
el señor Cortina, vuelvo, para concluir, a la interior. Señores,
desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutible si convenía
más el sistema de la resistencia o el sistema de las concesiones para
evitar las revoluciones y los trastornos, pero afortunadamente, señores,
ésa, que ha sido una cuestión desde el primer año de la
creación hasta el año 48, en el año de gracia del 48 ya
no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta; yo, señores,
si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haría una reseña
de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora que prueban esta aserción,
pero me contentaré con recordar dos: el de la Francia, señores;
allí la Monarquía, que no resistió, fue vencida por la
República, que apenas tenía fuerza para moverse, y la República,
que apenas tenía fuerza para moverse, porque resistió, venció
al socialismo.
En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido?
¿No estaba allí vuestro modelo? Decidme: si vosotros fuerais pintores
y quisierais pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo
que no fuera su original Pío IX? Señores, Pío IX quiso
ser, como su divino Maestro, magnífico y dadivoso; halló proscritos
en su país, y les tendió la mano y los devolvió a su patria;
había reformistas, señores, y les dio reformas; había liberales,
señores, y les hizo libres; cada palabra suya fue un beneficio; y ahora,
señores, decidme: ¿a sus beneficios no igualan, si no exceden
sus ignominias? Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las
concesiones no es una cosa resuelta? (¡Muy bien, muy bien!)
Señores, si aquí se tratara de elegir , de escoger entre la libertad,
por un lado, y la dictadura, por otro, aquí no habría disenso
ninguno; porque, ¿quién pudiendo abrazarse con la libertad, se
hinca de todillas ante la dictadura? Pero no es esa la cuestión. La libertad
no existe de hecho en Europa; los gobiernos constitucionales, que la representaban
años atrás, no son ya en casi todas partes, señores, sino
una armazón, un esqueleto sin vida. Recordad una cosa, recordad a Roma
imperial. En la Roma imperial existen todas las instituciones republicanas:
existen los omnipotentes dictadores, existen los inviolables tribunos, , existen
las familias senatoriales, existen los eminentes cónsules; todo esto,
señores, existe; no falta más que una cosa: sobra un hombre y
falta la República. (¡Muy bien, muy bien!)
Pues ésos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos constitucionales;
sin pensarlo, sin saberlo, el señor Cortina nos lo demostró el
otro día. ¿No nos decía su señoría que prefiere,
y con razón, lo que dice la Historia a lo que dicen las teorías?
A la Historia apelo. ¿Qué son, señor Cortina, esos gobiernos
con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las minorías
turbulentas; con sus ministros responsables, que de nada responden; con sus
reyes inviolables, siempre violados? Así, señores, la cuestión,
como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura, yo votaría
por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión
es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección
y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del
Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. (Aplausos en los bancos de la
mayoría.)
Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que
viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones
más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre
la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura
del sable, porque es más noble. (¡Bravo, bravo!) Señores,
al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos, seremos
consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis,
como siempre, lo más popular; nosotros, señores, como siempre,
votaremos lo más saludable.
(Una grande agitación sigue a este discurso. El orador recibe las felicitaciones
de casi todos los diputados del Congreso.)
(1) La revoluciones europeas había impresionado muy profundamente a Donoso. Había reflexionado mucho sobre ellas, y ahora desde el pensamiento teológico cristiano. A principios de 1.849 , los progresistas atacaban violentamente al general Narváez, presidente del Gobierno desde octubre de 1.847, porque había reprimido con energía y autoritarismo las intentonas de revolución de Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Más aún , les parecía intolerable que el Parlamento hubiera concedido al general plenos poderes en orden a mantener la paz. Esto sonaba a dictadura. El 3 de enero, pronunció Cortina, jefe de la oposición progresista, un discurso enel Parlamento. El 4 se levantó Donoso a contestarle con este discurso, que llevó al orador al primer plano de la política nacional y aun de la internacional, y que es una de las obras más logradas y más estudiadas de Donoso. Ha alcanzado la plena madurez de su pensamiento, la seguridad en sí mismo y en el camino que debe seguir; la seguridad y la valentía en aceptar las ideas católicas con todas sus consecuencias y en profesarlas públicamente. Ha logrado también, tras muchos años de estudio y observación, una penetración muy honda en la entraña europea y del liberalismo que la domina, sobre todo de ese germen corrosivo que llevaba consigo el liberalismo decimonónico, que era su naturalismo y su irreligiosidad. Un día –bien cercano – derivaría, como predice aquí Donoso, hacia el totalitarismo despótico bajo la forma del comunismo.
(2) He aquí la base y el punto de partida de todo el pensamiento político de la época de madurez de Donoso: el valor de la sociedad civil como absoluto.
(3) Es, pues, el valor absoluto de la sociedad lo que en casos necesarios legitima la dictadura. El desicionismo de Donoso es, por tanto, legítimo.
(4) El método de analogía entre los fenómenos religiosos y los fenómenos jurídicos es también de los tradicionalistas franceses, DE BONALD, DE MESTRE, Considégarion sur la France. Pero la comparación entre el milagro como fenómeno excepcional de la naturaleza y la dictadura como situación excepcional en el Estado es para Donoso más que una simple comparación; es una verdadera demostración de que puede haber decisiones excepcionales que se justifican por la necesidad misma de las circunstancias.
(5) Donoso acertó en su previsión, porque, elegido presidente de la República, el 10 de diciembre de 1.848, Luis Napoleón Bonaparte, tres años más tarde, proclamaba el Imperio. La segunda República, seguiría, pues, los mismos pasos que la primera.
(6) La crítica del liberalismo democrático es aquí muy certera y muy profunda, como lo es a continuación la crítica de los movimientos revolucionarios, aunque su afán de la paradoja le lleva demasiado lejos.
(7)
La revolución de febrero de 1.848 de Francia repercutió también
en España. En Madrid, Barcelona, Sevilla y Valencia hubo motines y revueltas,
que el Gobierno Narváez dominó con energía. Donoso no tenía
simpatía por Narváez, pero veía en él un baluarte
contra la revolución. Así le veían también las potencias
que hasta ahora no habían querido reconocer a Isabel II, y por ello la
reconocieron.
(8) El embajador de Inglaterra, Bulwer, había sido convicto de tomar parte activa en provocar las revueltas y motines de marzo y mayo de 1.848 en España. Narváez pidió el Gobierno inglés que le sustituyera. El primer ministro, Iord Palmerston, se niega a ello. Narváez entrega el pasaporte a Bulwer y le devuelve a Inglaterra. El Gobierno inglés expulsa entonces al emabador español, Istúriz, y comienza a alentar el carlismo y la causa de Montemolín. Las relaciones, pues, con Inglaterra eran muy tensas en el momento de discurso de Donoso.
(9) Las páginas siguientes son de las que más celebridad han dado a Donoso. En ellas aborda con seguridad y profundidad asmirables las relaciones básicas entre religión y política. Las presenta bajo el aspecto de represión religosa o política; pero en realidad lo que está descubriendo es la necesidad absoluta de que el hombre sea religioso, si la sociedad civil ha de cumplir con su finalidad humana. De otra manera caerá en la alineación de la tiranía política o en la del materialismo, que es otra manera de perder la libertad.
(10) La misma profundidad de su pensamiento y el radicalismo con que le lleva le impiden otras salida posibles al mundo técnico que comenzaba a construirse. Sin embargo, ha captado perfectamente el valor de la civilización de los nuevos descubrimientos.
(11) La cuestión del dominio temporal del Papa se veía en aquella época, y aún mucho después, como una condición necesaria para la autonomía e independencia del poder espiritual. Hasta que Pío IX y Mussolini encontraron en 1929 la solución actual del diminuto Estado vaticano, no se mitigó la tirantez entre el mundo católico y la terza Roma.