ITALIANOS Y ESPAÑOLES (1)

El Faro se propone publicar algunos artículos sobre las gravísimas cuestiones que se agitan en Italia, y que hoy llaman poderosamente la atención de todas las naciones; pero antes de entrar en materia será bueno explicar el singular privilegio de que la Italia goza, juntamente con España, de atraer hacia sí las miradas del mundo privilegiado. Ese gran privilegio en nuestro sentir, no tiene exclusivamente su origen en la gravedad y trascendencia de las cuestiones que se agitan en los dos pueblos peninsulares, sino que nace también, y aún principalmente de la grandeza de esos dos pueblos, que no consienten en los otros ni la indiferencia ni el olvido.
Y no se extrañen nuestros lectores que llamemos grande a la Italia y grande a la nación española, como quiera que hay pueblos en quienes la servidumbre no puede borrar la majestad, y que, aun siendo esclavos, son reyes.
Raras son en verdad estas razas poderosísimas de hombres que en toda la prolongación de los siglos, y así en los tiempos menguados como en los bonancibles, llevan impresas e indelebles las señales del imperio. Nosotros, sin embargo, sabemos de dos: la raza italiana y la raza española. De ellas, y de ellas solas, puede decirse con verdad, y sin temor de que vengan a desmentirlo los hechos, que su servidumbre ha sido siempre el castigo de sus discordias, y que, cuando no han estado divididas, han sido siempre razas reinantes.
Véase si no la historia de Roma: si hay algo que explique la contradicción que hay entre sus bajos principios y sus portentosos crecimientos, esa explicación está en que llegó a ser cabeza y vínculo de la Italia. Cuando la Italia fue una, cuando fue una sola su voluntad y uno su patriciado, la Italia señora de si misma lo fue también de la tierra: ella sola fue el mundo de la civilización; sus aledaños eran, por un lado, el mar, y por otros, los desiertos; y más allá de esos desiertos y más allá de ese mar no había sino otro mundo nebuloso, sólo de Dios conocido: el mundo de la barbarie.
Por lo que hace a nuestra España, ningún resplandor iguala el resplandor de su historia. Una provincia bastó para conquistar el Oriente: Cataluña. Una para conquistar a Nápoles: Aragón. Una para conquistar a América; Castilla. Cuando esas varias provincias, en su dichosa conjunción, y bajo el centro de los Reyes Católicos, dieron a luz a España, el mundo presenció un espectáculo que aún no habían presenciado las gentes: el espectáculo de tres grandes epopeyas, llevadas por unos mismos héroes y a un mismo tiempo a felicísimo remate: la expulsión de los agarenos, la conquista de América y la sujeción de la Italia. Entonces sucedió que el pueblo español, no cabiendo dentro de sus límites naturales, se derramó como conquistador por el mundo; como se había derramado por el mundo, como conquistador, el pueblo romano. Todas las naciones civilizadas nos rindieron vasallaje: la Italia fue vencida; la Francia humillada; la Alemania cayó bajo nuestro imperio; la Inglaterra, protegida por las tempestades, si no sujeta, quedó a lo menos turbada y temerosa. Los españoles pusieron sus fronteras en donde a civilización había levantado sus columnas.
Esto en los tiempos antiguos; por lo que hace a los modernos, vivos están todavía los héroes de aquella gloriosa lucha que sostuvimos con la Francia, cuando a la voz de la independencia hicimos cejar al hombre portentoso que, legislador y guerrero, había rodeado su frente, a un tiempo mismo, de todos los laureles militares y de todas las palmas civiles; que era Solón por la sabiduría, Mitrídates por los arranques violentos y por los grandes propósitos, Aníbal por las concepciones atrevidas y por los ímpetus sublimes; por la majestad Augusto y por la grandeza César.
Nuestro nombre entonces fue glorioso entre las gentes y temido de las naciones. Consistió esto en que el sentimiento de la independencia había dado unidad a la raza española y en que esta esforzadísima raza no puede mirar a todos sus hijos en un mimo campo juntos sin hacer su tributaria a la gloria; si se me permite un símil, diríamos que la gloria de es tan familiar a los españoles unidos como la luz a la pupila del ojo.
Si ponemos los ojos en la Italia moderna, en la Italia pontifical, observaremos el mismo fenómeno que en la Italia cesárea. El mundo no aparta los ojos de los Césares sino para ponerlos en los Pontífices romanos. Ellos son el escudo de la Italia contra los bárbaros del Norte. La cátedra de San Pedro comienza a hablar cuando el Capitolio está mudo. De Roma brotan los oráculos evangélicos cuando enmudecen los oráculos sibilinos. Roma no deja de ser legisladora del mundo sino para ser maestra de las gentes. Todos los pueblos bárbaros, unos después de otros, desfilan por la Italia, como si no hubiera en el mundo otra dispensadora de la gloria sino aquella tierra gloriosa. Los vencedores rinden homenaje a los vencidos; sus reyes vistan las vestiduras consulares. El torrente de la invasión vuelve a entrar en su cauce; sus aguas impetuosas comienzan a correr tranquilas y serenas. La Italia es la primera que alza la frente bañada con las aguas de aquel fecundísimo diluvio. Allí esta Venecia, reinad el Adriático, famosísima en el arte de la gobernación y depositaria de las tradiciones del patriciado de Roma; allí se alza Florencia, depositaria de las tradiciones tribunicias, ejemplar de democracias, palacio de las artes; allí está Génova, emporio del comercio opulentísima entre todas las naciones. Cuando todo es nebuloso en Europa todavía, todo es ya espléndido en Italia; allí florecen consumados políticos, grandes poetas, profundos historiadores; mientras que la Europa bárbara y la feudal desconocen de todo punto los altos arcanos de la política, los misterios sublimes de la poesía, la belleza ideal de las artes, las magnificencias de la historia, Constantinopla cae al ímpetu de los turcos, y Roma recibe en su seno la civilización del Oriente: Roma da la señal de la universal transformación, y todo se transforma, y todo se renueva en el mundo.
Tales son la raza nobilísima de los italianos y la potentísima de los españoles. Las naciones pueden oprimirlas, pero no pueden olvidarlas. Y véase por qué las naciones tienen siempre puestos ojos instintivamente en la raza italiana y en la raza española. Una y otra son grandes por sus infortunios, como han sido grandes por sus glorias. Dad unidad a la Italia, y la Italia volverá a ser lo que fuera ya, la primera de las naciones. Dad unidad a España, extinguid las discordias que enloquecen a sus hijos, y España volverá a ser lo que fue en la guerra de la independencia, lo que fue en tiempo de los Reyes Católicos, lo que fue en tiempos de Carlos I, lo que fue en tiempos de Felipe II. Dad unidad a España y tremolarán en Lisboa los pendones de Castilla, y de derramarán por el mar de ella conocido las naves castellanas, y ceñiremos con nuestros brazos al África, esa hija acariciada del sol que es esclava del francés y que debiera ser nuestra esposa.


(1)En la tarde del 16 de junio de 1.846 había sido elegido Papa el cardenal Juan María Mastai-Ferratti, que tomó el nombre de Pío IX. Su predecesor, Gregorio XVI, había sido intransigente con las tendencias liberales, que también por Italia se habían derramado, y se había opuesto enérgicamente a los conatos de independencia y unificación de la nación italiana. El nuevo Papa hizo concesiones que fueron muy mal vistas por algunos. Donoso Cortés salió en defensa del nuevo Papa y publica un artículo en septiembre de 1.847 en El Faro, el primer escrito público después de su conversión, en el que defiende las reformas del nuevo Papa. Aunque más adelante mostrará ciertas reservas a las medidas a las reformas liberales dAe la Iglesia.

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