CURSO DE HISTORIA DE LA CIVILIZACIÓN DE ESPAÑA, POR DON FERMÍN GONZALO MORÓN. (1)


La vida y la civilización, hablándose de los pueblos, son una misma cosa; por esta razón, civilizarse y vivir son palabras sinónimas, cuando se aplican a la humanidad, en el lenguaje de la filosofía. Los escritores antiguos, al escribir la relación de las batallas y de las acciones de los príncipes, recomendaban a la posteridad sus relaciones con el solo nombre de Historia: título bello por su sencillez y magnífico por la idea de lo universal y de lo absoluto que ofrece a la imaginación y que despierta en el entendimiento. Los escritores de nuestros días, al abarcar en sus investigaciones la vida entera de las sociedades, han dado a sus obras el nombre de Historia de la civilización, título despojado de aquel carácter augusto de universalidad, tan propio del genio artístico de los antiguos escritores, y de aquella belleza sencilla cuyos resplandores celestiales y serenos van apagándose en el mundo. ¡Historia de la civilización! Pues qué, ¿la civilización es, por ventura, solamente una de las muchas cosas que caen debajo del dominio de los historiadores? Pues qué, el que escoge a la civilización por asunto de sus investigaciones históricas, ¿deja fuera del círculo que se propone abarcar alguna cosa que pueda servir de asunto a las investigaciones humanas?

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Aquel divino madero,
iris de paz, que se puso
entre las iras del cielo
y los delitos del mundo.

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El cristianismo no ha destruido nada y ha mudado el semblante de todas las cosas. Al revés de las revoluciones, que comienzan por escribir las tablas de los derechos, ha escrito para todos el código de los deberes.

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La invasión sarracénica se extendió por todas partes. Para ponerse al abrigo de aquella grande inundación, las reliquias de los godos se recogieron en los montes, y en sus inaccesibles cumbres acometieron la fabulosa empresa de reconquistar el territorio herencia de sus hermanos, de restaurar la religión patrimonio de sus padres y de dar asiento a aquella grande y poderosa Monarquía que con sus glorias había de afrentar a la pasada. No sé que haya en la historia otro ejemplo de un propósito tan magnánimo, de un designio tan gigantesco y de una empresa tan arriesgada, seguida de tan dichoso remate. En ninguna otra época de nuestros anales se descubre tampoco, con tanta claridad como en la que vamos refiriendo, el carácter distintivo de la sociedad española. Juntos los pocos que se salvaron del naufragio, determinaron concertarse sobre la manera y forma con que habían de ser gobernados y regidos; y con sólo el hecho de juntarse para providenciar sobre tan breve materia, declararon que eran lo que habían sido antes: una sociedad democrática. Después de haberse concertado eligieron un rey, con lo cual se constituyeron en Monarquía, y levantaron una iglesia, con lo cual dieron bien a entender que pensaban combatir y vencer en nombre de su Dios, el Dios de sus mayores. Aquellos pocos que allí se juntaron era el pueblo español; aquella estrecha Monarquía era la Monarquía española; aquella pobre Iglesia, la Iglesia de España. Hecho esto, comenzaron a caminar todos juntos, como hermanos, de norte a mediodía, y dijeron: "Lleguemos hasta el Guadalete, y más allá todavía, si es posible, que allí yacen sin sepultura los huesos de nuestros padres" Y llegaron , y pasaron de allí, y llegaron desalentados y polvorosos hasta las puertas de Granada, su tierra de promisión, y entraron en la ciudad y convirtieron sus mezquitas en templos, y elevaron en sus almenas el estandarte de la cruz, y se reposaron luego de aquella jornada, que había durado ocho siglos. Hay algunos pueblos heroicos; el español es un pueblo épico; cuando apartando los ojos, humedecidos con lágrimas, de sus miserias presentes, los fijamos en los tiempos de su pasada grandeza, un santo y respetuoso pavor se pone en nuestros corazones, y humillando nuestra frentes al verle pasar, decimos: " Aquel que pasa por allí dejando detrás un surco tan luminoso es el pueblo de quien nosotros venimos; es el noble pueblo español, tan famoso por sus pasadas glorias como por sus presentes infortunios".

Las cosas de los árabes fueron en crecida, y la de los cristianos en baja fortuna, desde que se consumó la invasión hasta que comienza el siglo XI, es decir, cabalmente durante la prolongación de el período que el señor Morón abarca en las lecciones que ha publicado hasta ahora. En esta época oscurísima de nuestros anales, los conquistadores, apartándose de la obediencia de los califas de Damasco, hicieron de Córdoba la silla de su Imperio y se dilataron por nuestras provincias del Mediodía soberbios y pujantes. Maestros en el arte de pintar los afectos del alma con encendidísmos colores, levantaron en dondequiera templos a las musas; famosos en el arte de cultivar la tierra, sembraron nuestro suelo de jardines; voluptuosos y estragados, trajeron a España todos los deleites orientales; valientes en las lides, generosos en sus trato, esclavos de su palabra, cumplidos caballeros en materia de pundonores, y rendido s galanes en las zambras y en los saraos, plantaron en nuestro suelo, para aclimatarla después en toda Europa, la flor de la caballería, flor tan delicada que sólo pudo crecer acariciada por las suaves brisas del Oriente. Eran también los árabes profundos conocedores de las místicas y vapososas lucubraciones de los filósofos alejandrinos, con las que desfiguraron todos los sistemas filosóficos del Oriente y de la Grecia. Si a esto se agregan sus profundos conocimientos en las virtudes ocultas de las hierbas medicinales, se podrá formar el lector una idea, si no cabal, sí aproximada, de la civilización que nos vino del otro lado del Estrecho.
Esto en cuanto a los árabes; en cuanto a los cristianos, ignoraban de todo punto las artes de la civilización, aventajándose sólo en las artes de la guerra; pobres, desposeídos hasta de sus propios hogares, peregrinos en su patria, sus únicos tesoros eran la fe que levanta los llanos y abaja los montes, y la constancia que fatiga a la fortuna. Sobrios , esforzados y robustos, luchaban a un mismo tiempo con sus enemigos y con sus ásperas montañas: con los primeros, para desposeerlos de sus campos; con las segundas, para obligarlas a producir entre las rocas bravías el necesario sustento. Esta pobreza y esta ignorancia eran , sin embargo, fecundas, así como la cultura refinada y el maravillosos esplendor del Imperio árabe eran de todo punto estériles. Ni podía ser de otra manera si se advierte que los cristianos guardaban en su pobreza dos inmensos tesoros, la verdadera noticia de Dios y la doctrina del Evangelio, mientras que los árabes llevaban en sí mismos los dos estorbos mayores para adelantarse en el camino de la civilización, una noticia falsa de la Divinidad y una doctrina absurda: el fatalismo. Por eso los primeros alcanzaron la victoria y se solazaron, ocho siglos después, en los Cármenes de Granada; por eso los últimos fueron relegados al fin al otro lado del Estrecho; su falsa civilización no era en realidad sino la barbarie.


(1) Fermín Gonzalo Morón era un profesor de Historia que había dado sus lecciones de historia sobre la civilización de España en el Ateneo de Madrid y comenzaba ahora a publicarlas. Donoso hace de este artículo, aparecido en la Revista de Madrid, una reseña crítica de la primera parte de la obra, que luego tuvo hasta seis volúmenes. Acaso lo más interesante de la reseña de Donoso es la actitud decidida a favor del cristianismo, o mejor, del catolicismo, como civilización europea y en contraposición a las revoluciones: “El cristianismo no ha destruido nada y ha mudado el semblante de todas las cosas. Al revés de las revoluciones...” También es de mucho interés oírle perfilar la entraña política de la nación española con otros dos elementos: Monarquía y democracia. En adelante siempre que piensa en la verdadera España, piensa en catolicismo, Monarquía y democracia.

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