EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO
Dr. D. Jaime Balmes
Tomo 4 cap 46 al 59
CAPITULO
XLVI..........................................................................................................................
3
Los jesuitas, su importancia en la historia de la civilización
europea. Causas del odio que se les ha profesado. Carácter de los jesuitas.
Contradicción de M. Guizot sobre este particular. Si es verdad lo que dice
M. Guizot que los jesuitas en España hayan perdido los pueblos. Hechos y fechas.
Injustas acusaciones contra la compañía de Jesús..................................................................................................................................................
3
CAPITULO XLVII......................................................................................................................
10
Estado actual de los institutos religiosos. Cuadro de
la sociedad. Impotencia de la industria Y del comercio para llenar el corazón
del hombre. Situación de los espíritus con respecto a la religión. Necesidad
de los institutos religiosos para salvar las sociedades actuales. A la organización
social le falta un resorte y un punto fijo. La marcha de las naciones europeas
ha sido falseada. No bastan medios materiales para enfrenar las masas. Se
necesitan medios morales. Los institutos religiosos pueden avenirse con el
porvenir de la sociedad......
10
CAPÍTULO XLVIII.....................................................................................................................
17
La religión y la libertad. Rousseau. Los protestantes.
Derecho divino. Origen del poder. Mala inteligencia del derecho divino. San
Juan Crisóstomo. Potestad patria. Sus relaciones con el origen del poder civil......
17
CAPÍTULO XLIX.......................................................................................................................
24
Doctrinas de los teólogos sobre el origen de la sociedad.
Carácter de los teólogos católicos comparado con el de los escritores modernos.
Santo Tomás, Belarmino, Suárez. San Liguori. El padre Concina. Billuart. El
compendio Salmaticense..........................................................................................................................
24
CAPÍTULO L.............................................................................................................................
36
Derecho divino. Origen divino del poder civil. Modo con
que Dios comunica este poder. Rousseau. Pactos.
Derecho de vida y muerte. Derecho de guerra Necesidad de que el poder dimane
de Dios. Puffendorf. Hobbes.
36
CAPÍTULO LI............................................................................................................................
44
Comunicación mediata e inmediata del poder civil. Bajo
ciertos aspectos la diferencia entre estas opiniones puede ser de importancia,
bajo otros no. Por qué los teólogos católicos sostuvieron con tanto tesón
la comunicación mediata................................................................................................................................................
44
CAPITULO LII...........................................................................................................................
51
Influencia de las doctrinas sobre la sociedad. Lisonjas
tributadas al poder. Sus peligros. Libertad con que se hablaba sobre este
punto en España en los últimos tres siglos. Mariana. Saavedra. Sin religión
y buena moral las doctrinas políticas más rigurosas no pueden salvar la sociedad.
Escuelas conservadoras modernas, por qué son impotentes. Séneca. Cicerón.
Hobbes. Belarmino.......................................................................................
51
CAPITULO LIII..........................................................................................................................
57
Facultades del poder civil. Calumnias de los enemigos
de la Iglesia. La ley según la definición de Santo Tomás. Razón general. Voluntad
general. El venerable Palafox. Hobbes. Grocio. Doctrinas de algunos protestantes
favorables al despotismo. Vindicación de la Iglesia católica.....................................................................
57
CAPITULO LIV..........................................................................................................................
65
Cuestión de resistencia al poder civil. Cotejo entre
el Protestantismo y el Catolicismo. La honrada e inútil timidez de ciertos
hombres. La actitud de las revoluciones. Fuerza de la convicción. Se recuerda
el principio enseñado por el Catolicismo sobre la obligación de obedecer a
las potestades legítimas. Se resuelven algunas cuestiones preliminares. Diferencia
de las dos potestades. Conducta del Catolicismo y del Protestantismo sobre
la separación de los poderes. La independencia del poder espiritual es una
garantía de libertad para los pueblos. Extremos que se tocan. Doctrinas de
Santo Tomás sobre la obediencia.......................................................................................
65
CAPITULO LV...........................................................................................................................
71
Gobiernos de solo hecho. Derecho de resistencia a esta
clase de gobiernos. Napoleón y el pueblo español. Falsedad de la teoría que
establece la obligación de obedecer a los gobiernos de solo hecho. Se sueltan
algunas dificultades. Hechos consumados. Cómo debe entenderse el respeto a
los hechos consumados..................
71
CAPÍTULO LVI..........................................................................................................................
78
Cuestiones sobre la resistencia al poder legítimo. Doctrina
del concilio de Constanza sobre la muerte del tirano. Reflexiones sobre la
inviolabilidad de los reyes. Caso extremo. Doctrinas de Santo Tomas de Aquino,
del cardenal Belarmino, Suárez y otros teólogos. Errores del abate de Lamennais.
Se rechaza la pretensión de éste de que su doctrina condenada por el Papa
sea la misma que la de Santo Tomas. Parangón entre las doctrinas de Santo
Tomás y de Lamennais. Una palabra sobre la potestad temporal de los papas.
Doctrinas antiguas sobre la resistencia al poder. Lo que decían los concelleres
de Barcelona. Doctrina de algunos teólogos sobre el caso en que el Sumo Pontífice
como persona particular cayese en herejía. Se explica por qué la Iglesia ha
sido calumniada ora de amiga del despotismo, ora de la anarquía.........................................................................................
78
CAPÍTULO LVII.........................................................................................................................
86
La Iglesia y las formas políticas. El Protestantismo
y la libertad. Palabras de Guizot. Se fija el estado de la cuestión. La Europa
a fines del siglo XV Movimiento social. Sus causas. Sus efectos y objeto.
Los tres elementos. Monarquía, Aristocracia, Democracia........................................................................................................
86
CAPITULO LVIII.......................................................................................................................
89
Monarquía. Su idea. Sus aplicaciones. Su diferencia del
despotismo. -Lo que era a principios del siglo XVI Sus relaciones con la Iglesia.........................................................................................................
89
CAPITULO LIX..........................................................................................................................
92
Aristocracia. La nobleza y el clero. Sus diferencias.
La nobleza y la monarquía. Sus diferencias. Clase intermedia entre el trono
y el pueblo. Causas de la decadencia de la nobleza.........................................
92
NOTAS DE 26 A 33...............................................................................................................
94
NOTA 26...............................................................................................................................
94
NOTA 27...............................................................................................................................
98
NOTA 28.............................................................................................................................
103
NOTA 29.............................................................................................................................
114
NOTA 30.............................................................................................................................
124
NOTA 31.............................................................................................................................
125
NOTA 32.............................................................................................................................
126
NOTA 33...................................................................................................
131
TRATÁNDOSE
de los institutos religiosos
no es posible dejar de recordar esa orden célebre, que a los pocos años de
su existencia había tomado ya tanto incremento, que se presentaba con las
formas de un coloso y desplegaba las fuerzas de un gigante; esa orden, que
pereció sin que antes sintiese el desfallecimiento, que no siguió el curso
regular de las demás, ni en su fundación ni desarrollo, ni tampoco en su caída;
de esa orden que, como se ha dicho con mucha verdad y exactitud, no tuvo infancia ni vejez: bien
se entiende que hablo de los jesuitas.
Este
solo nombre bastará para poner en alarma a cierta clase de lectores; por lo
mismo me apresuro a tranquilizarlos, advirtiéndoles que no me propongo escribir
aquí la apología de los jesuitas. Esta tarea no corresponde al carácter de
la obra: además, otros la han tomado a su cargo, y no debo repetir lo que
nadie ignora. Corno quiera, es imposible mentar los institutos religiosos,
ni dar una mirada a la historia religiosa, política y literaria de Europa
de tres siglos a esta parte, sin tropezar a menudo con los jesuitas: es imposible
viajar por tierras las más remotas, surcar mares desconocidos,
abordar a playas las más distantes, penetrar en los desiertos más espantosos,
sin que ocurra el recuerdo de los jesuitas; es imposible acercarse a ningún
estante de nuestras bibliotecas, sin que se ofrezcan a los ojos los escritos
de algún jesuita; y siendo esto así, bien pueden perdonar los lectores enemigos
de jesuitas el que se fije por algunos momentos la atención sobre un instituto
que ha llenado el mundo con la fama de su nombre.
422
Aun cuando se prescinda de su renacimiento y
se consideren como poco dignas de examen su actual existencia y las probabilidades
de su porvenir, no obstante fuera muy impropio no tratar de ellos, siquiera
como un hecho histórico: de otra suerte, nos pareceríamos a aquellos viajeros
ignorantes e insensibles que pisan con estúpida indiferencia las más interesantes
ruinas.
En hablando de los jesuitas salta desde luego
a los ojos un hecho muy, singular, cual es que a pesar del poco tiempo que
contaron de existencia en comparación de otros institutos, ninguno de éstos
fue objeto de tanta animosidad. Desde su nacimiento se hallaron con numerosos
enemigos: jamás se vieron libres de ellos, ni en su prosperidad y grandeza,
ni en su caída, ni después de ella; nunca ha cesado la persecución, o mejor
dicho el encarnizamiento.
Desde que han vuelto a renacer se les tienen
continuamente los ojos encima, se recela que no vuelvan a levantarse a su
antiguo poder; el esplendor que sobre ellos reflejan las páginas de su brillante
historia, los hace más visibles por todas partes, y aumenta la zozobra de
los que más se alarman con la fundación de un colegio de jesuitas, que no
se alarmarían de una irrupción de cosacos.
Algo habrá, pues, de muy singular y extraordinario
en ese instituto, que de tal manera excita la atención pública, y cuyo solo
nombre desconcierta a sus enemigos. A los jesuitas no se los desprecia, se los teme;
una que otra vez se quiere ensayar de echar sobre ellos el ridículo,
pero desde luego se conoce que cuando se maneja contra ellos esa arma, el
que la emplea no disfruta de calma bastante para esgrimirla felizmente.
Vano es que se quiera aparentar el desprecio;
al través del disimulo se traslucen la inquietud y el sobresalto; échase de
ver que quien los ataca no cree estar en presencia de adversarios de poca
monta, pues que la bilis se le exalta, sus facciones se contraen, sus palabras
salen bañadas de una amargura terrible, como destilan las gotas de una copa
emponzoñada; se conoce al instante que toma el negocio a pechos, que no mira
la materia como cosa de chanza, y parece que le estamos oyendo que se dice
a sí mismo: "todo lo tocante a los jesuitas es negocio grave en extremo;
con ellos no se puede jugar; nada de miramientos, nada de indulgencia, nada
de consideraciones de ninguna clase; es necesario tratarlos siempre con rigor,
con dureza, con execración: el menor descuido podría sernos fatal".
423 O
yo me engaño mucho, o ésta es la mejor demostración que pueda darse del eminente
mérito de los jesuitas. A las clases y corporaciones les ha de suceder lo
propio que a los individuos; es decir, que un mérito muy extraordinario ha
de acarrearles precisamente enemigos en crecido número, por la sencilla razón
de que un mérito semejante es siempre envidiado, y no pocas veces temido.
Para formar concepto sobre el verdadero origen
de ese odio implacable contra los jesuitas, basta considerar quiénes son sus
enemigos principales.
Sabido es que los protestantes y los incrédulos
figuran en primera línea; notándose en la segunda todos aquellos hombres que
con más o menos claridad, con más o menos decisión, se muestran poco adictos
o afectos a la autoridad de la Iglesia Romana. Unos y otros andan guiados
por un instinto muy certero en ese odio que profesan a los jesuitas; porque en realidad,
no encontraron jamás adversario más temible.
Esta es una reflexión sobre la que deben meditar
los católicos sinceros, que por una u otra causa abriguen prevenciones injustas.
Recordemos que cuando se trata de formar concepto sobre el mérito
y conducta de un hombre, es muy a menudo un seguro expediente para decidirse
entre opiniones encontradas el preguntar quiénes son sus enemigos.
Fijando la atención sobre el instituto de los
jesuitas, la época de su fundación, y la rapidez y magnitud de sus progresos,
se confirma más y más la importante verdad que he notado anteriormente, a
saber: la admirable fecundidad de la Iglesia Católica para acudir con algún
pensamiento digno de ella a todas las necesidades que se van presentando.
El Protestantismo combatía los dogmas católicos
con lujoso aparato de erudición y de saber; el brillo de las letras humanas,
el conocimiento de las lenguas, el gusto por los modelos de la antigüedad,
todo se empleaba contra la religión, con una constancia y ardor dignos de
mejor causa.
Hacíanse increíbles esfuerzos para destruir la
autoridad pontificia; o ya que esta destrucción no fuera posible en algunas
partes, se procuraba a lo menos desacreditarla y enflaquecerla. El mal cundía
con velocidad terrible, el mortífero tósigo circulaba ya por las venas de
una considerable porción de los pueblos de Europa, el contagio amenazaba propagarse
a los países que habían permanecido fieles a la verdad; y para colmo de infortunio,
el cisma y la herejía atravesaban los mares, yendo a corromper la fe pura
de los sencillos neófitos en las regiones del nuevo mundo. ¿Qué debía hacerse
en semejante crisis? El remedio de tamaños males ¿podía encontrarse en los
expedientes ordinarios?
424 ¿Era
dable hacer frente a tan graves e inminentes peligros, echando mano de armas
comunes? ¿No era conveniente fabricarlas adrede para semejante lucha, de temple
acomodado al nuevo género de combate, con la mira de que la causa de la verdad
no pelease con desventaja en la nueva arena? Es indudable. La aparición de
los jesuitas fue la digna respuesta a estas cuestiones, su instituto la resolución
del problema.
El espíritu de los siglos que iban a comenzar,
era esencialmente de adelanto científico y literario; el instituto de los
jesuitas no desconoce esta verdad, la comprende perfectamente; es necesario
marchar con rapidez, no quedarse rezagado en ningún ramo de conocimientos;
y así lo ejecuta,
y lo conduce todos de frente, y no permite que nadie le aventaje.
Se estudian las lenguas orientales, se hacen
grandes trabajos sobre la Biblia, se revuelven las obras de los antiguos padres,
los monumentos de las tradiciones y decisiones eclesiásticas: los jesuitas
se hallan en su puesto, y obras sobresalientes
sobre estas materias salen en abundancia de sus colegios. Se ha difundido
por Europa el gusto de las controversias sobre el dogma, en muchas partes
se conserva todavía la afición a las discusiones escolásticas; obras inmortales
de controversia salen de los jesuitas, al propio tiempo que a nadie ceden
en la habilidad y la sutileza de las escuelas.
Las matemáticas,
la astronomía, todas las ciencias naturales van tomando vuelo; fúndanse en
las capitales de Europa sociedades de sabios para cultivarlas y fomentarlas;
los jesuitas se distinguen en esa clase de estudios y brillan con alto renombre
en las grandes academias.
El espíritu
de los siglos es de suyo disolvente, y el instituto de los jesuitas está pertrechado
de preservativos contra la disolución; y a pesar de la velocidad de su carrera,
marcha compacto, ordenado, como la masa de un grande ejército.
Los errores, las eternas disputas, el sinnúmero
de opiniones nuevas, los mismos progresos de las ciencias, exaltan los ánimos,
comunicando al espíritu humano una volubilidad funesta; un impetuoso torbellino
lo lleva todo agitado , revuelto; el instituto de los jesuitas figura en medio
de ese torbellino, pero no se resiente de esa inconstancia y volubilidad,
antes sigue su rumbo sin extraviarse, sin ladearse; y cuando en sus adversarios
sólo se descubre la irregularidad de una conducta vacilante, ellos marchan
con paso seguro, se enderezan a su objeto, semejantes al planeta que recorre
bajo leyes constantes el curso de su órbita.
La autoridad pontificia era combatida con encarnizamiento
por los protestantes, y atacada indirectamente por otros con disimulo y cautela;
los jesuitas se le muestran fielmente adictos, la defienden dondequiera que
se halle amenazada, y cual celosos atalayas están velando siempre por la conservación
de la unidad católica.
425
Su saber, su influencia, sus riquezas, nunca
disminuyen la profunda sumisión a la autoridad de los papas con que desde el principio se distinguieron.
Con el descubrimiento de nuevas regiones en Oriente
y Occidente, se ha desplegado en Europa el susto de los viajes, de la observación
de tierras lejanas, y del conocimiento de las lenguas, usos y costumbres de
sus habitantes; los jesuitas desparramados por la faz del globo, mientras
predican el Evangelio a todas las naciones, no olvidan el estudio de cuanto
pueda interesar a la culta Europa; y al regresar de sus colosales expediciones,
enriquecen con preciosos tesoros el caudal de la ciencia moderna.
¿Qué extraño, pues, si los, protestantes se desencadenaron
con tanto furor contra ese instituto, viendo, corno veían, en él un adversario
tan temible?
Nada
más natural que en este punto se hallasen acordes con ellos todos los demás
enemigos de la religión; ora se mostrasen tales sin disfraz, ora se ocultaran
con más o menos embozo.
Ellos encontraban en los jesuitas un muro de
bronce en que se estrellaban los ataques contra la religión católica; se propusieron
minar ese muro, derribarle, y al fin lo consiguieron. Pocos años habían transcurrido
desde la supresión de los jesuitas, y la memoria de los grandes crímenes que
se les imputaban se había borrado completamente con los estragos de una revolución
sin ejemplo.
Los incautos que de buena fe habían dado crédito
a las insidiosas calumnias, se pudieron convencer de que las riquezas, el
saber, la influencia, la pretendida ambición de los jesuitas, no les hubieran
sido tan fatales, como llegaron a creer: esos
religiosos no hubieran volcado ningún trono, ni decapitado en un cadalso a
ningún rey.
Al echar M. Guizot una ojeada sobre la civilización
europea, no ha podido menos de encontrarse con los jesuitas; y menester es
confesar que no les ha hecho la justicia debida.
Después de haberse lamentado de la inconsecuencia
de la reforma protestante y, del espíritu limitado que la ha dirigido, después
de confesar que los católicos sabían bien lo que deseaban y lo que hacían,
que partían de principios fijos, que marchaban hasta sus últimas consecuencias,
que nunca ha existido gobierno más consecuente que el de la Iglesia romana,
que la corte de Roma ha tenido siempre una idea fija y ha guardado una conducta
regular y coherente, después de haber ponderado la fuerza que se adquiere
con este pleno conocimiento de lo que se hace y de lo que se desea, con esta
formación de un designio, con esta completa y cabal adopción de un principio
y de un sistema, es decir, después de haber trazado sin pensarlo un brillante
panegírico y muy sólida apología de la Iglesia católica, encuentra como de
paso a los jesuitas, y pretende arrojar sobre ellos una mancha: cosa indigna
de un entendimiento como el suyo, que para adquirirse justo renombre no necesita
quemar incienso a preocupaciones vulgares ni a pasiones mezquinas.
426
"Nadie ignora dice que el principal poder creado para luchar
contra la revolución religiosa fueron los jesuitas; abrid su historia
y veréis que siempre se han estrellado sus tentativas, que dondequiera que
han intervenido con alguna extensión, han llevado siempre la desgracia a la
causa en que se mezclaron: en Inglaterra perdieron a los reyes y en España
al pueblo".
Antes
nos había ponderado M. Guizot las ventajas que dan sobre los adversarios una
conducta regular y coherente, la completa y cabal adopción de su sistema,
la fijeza en una idea: con motivo de todo esto, como expresión dc1 sistema
de la Iglesia, nos presenta a los jesuitas; y he aquí que, sin que uno columbre
la causa, el escritor cambia repentinamente de rumbo, desaparecen de sus ojos
todas las ventajas del sistema ensalzado, pues que aquellos que le siguen,
es decir, los jesuitas, se estrellan en todas sus tentativas, y llevan la
desgracia a la causa que sirven.
¿Quién
puede conciliar semejantes aserciones?
El poderío, la influencia, la sagacidad de los jesuitas, se habían hecho proverbiales;
lo que se les había achacado era el haber extendido demasiado sus miras, el
haber concebido planes ambiciosos, el haberse granjeado con su habilidad un
decidido ascendiente dondequiera que pudieron introducirse; los mismos protestantes habían confesado abiertamente, que
los jesuitas eran sus más temibles adversarios; siempre se había creído que el resultado de la fundación de
este instituto había sido inmenso; pero ahora sabemos por M. Guizot
que los jesuitas siempre se han estrellado en sus tentativas, y que su apoyo
era de tan poco valer, que la causa por ellos servida podía estar segura de
atraerse la fatalidad v la desgracia.
Si tan malos servidores eran, ¿por qué se buscaban
sus servicios con tanto afán? Si tan mal conducían los negocios, ¿cómo es
que los principales iban a parar a sus manos? Adversarios tan torpes, o tan
infortunados, no debían por cierto levantar la polvareda que levantaron en
el campo enemigo.
"Perdieron en Inglaterra a los reyes dice
M. Guizot y en España al pueblo"; nada mis fácil que esas atrevidas plumadas,
que en brevísimo rasgo encierran una grande historia, y que haciendo pasar
a los ojos del lector y con la velocidad del rayo una infinidad de hechos
agrupados y confundidos, no le dejan tiempo siquiera para mirarlos, y mucho
menos para deslindarlos, como sería menester.
427
M. Guizot debiera haber gastado algunas cláusulas
para probar su aserción, indicándonos los hechos y apuntado las razones en
que se apoya, para afirmar que la influencia de los jesuitas haya sido tan
funesta.
Por lo tocante a la pérdida de los reyes de Inglaterra,
es imposible internarse en un examen de las revoluciones religiosas y políticas
que agitaron y desolaron aquel país, durante dos siglos después del cisma
de Enrique VIII: esas revoluciones en la inmensidad de su órbita se presentan
con fases muy diferentes, que desfiguradas además y adulteradas por los protestantes,
quienes tenían en su favor un argumento, que si no es convincente a lo menos
es decisivo, el triunfo, han dado ocasión a que algunos incautos
hayan creído que los desastres de Inglaterra fueron debidos en buena parte
a la imprudencia de los católicos; y como corolario indispensable, a las pretendidas
intrigas de la Compañía de Jesús.
Como quiera, el movimiento católico desplegado
en Inglaterra de medio siglo a esta parte y los grandes trabajos que se están
haciendo en vindicación del Catolicismo, van disipando las calumnias con que
se le había afeado; bien pronto la historia de los últimos tres siglos quedará
refundida cual conviene, y la verdad ocupará el puesto que le corresponde.
Esta reflexión me excusa de entrar en pormenores
sobre el hecho afirmado por M. Guizot, pero no me es dado dejar sin contestación
lo que tan gratuitamente establece con respecto a España.
Afirma el citado publicista que los jesuitas
perdieron en España al pueblo; yo hubiera deseado que M. Guizot nos dijera
a qué perdición del pueblo refiere sus palabras, a qué época alude; pues recorriendo
nuestra historia, no acierto a descubrir cuál es la perdición que los jesuitas
acarrearon al pueblo; no adivino dónde se fijaba la mirada de Guizot cuando
esto decía.
El contraste de España con Inglaterra, y de pueblos
con reyes, induce a sospechar que M. Guizot quiso aludir a la pérdida de la
libertad política; no parece que haya otra interpretación más fundada y más
razonable; pero entonces se hace recio de creer que un hombre tan aventajado
en esta clase de estudios, que precisamente se estaba ocupando en hacer un
curso de la historia general de la civilización europea, cayese en un error
tan grave, padeciendo un imperdonable anacronismo.
En efecto: sea cual fuere el juicio de los publicistas
sobre las causas que acarrearon la pérdida de la libertad política en España,
y sobre los graves acontecimientos del tiempo de los Reyes Católicos, de Felipe
el Hermoso, de doña Juana la Loca, y de la regencia de Cisneros, todos están
conformes en que la guerra de las comunidades fue el suceso crítico, decisivo
para la libertad política de España: todos están de acuerdo en que a la sazón
se hizo un esfuerzo por ambas partes, y que la batalla de Villalar y el suplicio
de Padilla afirmaron y engrandecieron el poder real, disipando las esperanzas
de los amantes de las libertades antiguas.
428 Pues bien, la batalla de Villalar se dio en 1521: a esta
fecha los jesuitas no existían aún, y San Ignacio, su fundador, no era más
todavía que un gallardo caballero que peleaba como un héroe en los muros de
Pamplona. Esto no tiene réplica: toda la filosofía y toda la elocuencia no
bastan a borrar las fechas.
Durante el siglo XVI anduvieron reuniéndose las
Cortes con más o menos frecuencia, con más o menos influjo, sobre todo en
la corona de Aragón; pero es más claro que la luz del día, que el poder real
lo avasallaba ya todo, que nada era capaz de resistirle, y la desgraciada
tentativa de los aragoneses cuando el negocio de Don Antonio Pérez, es buen
indicio de que no se conservaban más vestigios de la libertad antigua, sino
los que no se oponían a la voluntad de los reyes.
Algunos años después de la guerra de las comunidades, Carlos V dio
el último golpe a las Cortes de Castilla excluyendo de ellas el clero y la
nobleza, dejando tan sólo el estamento de procuradores: débil reparo contra
las exigencias, y hasta las meras insinuaciones de un monarca, en cuyos dominios
no se ponía el sol.
Dicha exclusión se verificó en 1538; en aquella época San Ignacio estaba ocupado
en la fundación de su instituto, los jesuitas en nada pudieron influir.
Todavía más: después de establecidos los jesuitas
en España, nunca ejercieron su influencia contra la libertad del pueblo. En
sus cátedras no se enseñaron doctrinas favorables al despotismo; si mostraron
sus deberes al pueblo, también se los recordaron a los reyes; si querían que
los derechos del monarca fuesen respetados, tampoco sufrían que se pisasen
los del pueblo. En confirmación de esta verdad, apelo al testimonio de los
que hayan leído los escritos de los jesuitas de aquella época sobre materias
de derecho público.
"Los jesuitas -prosigue Guizot- fueron llamados
a luchar contra el curso general de los sucesos, contra el desarrollo de la
civilización moderna, contra la libertad del espíritu humano".
Si el curso general de los sucesos no es más
que el curso general del Protestantismo, si el desarrollo de éste es el desarrollo
de la civilización moderna, si la libertad del espíritu humano no consiste
en otra cosa que en el funesto orgullo y en la desatendida independencia que
le comunicaron los pretendidos reformadores, entonces es mucha verdad lo que
afirma M. Guizot; pero si algo ha de pesar en la historia de Europa la conservación
del Catolicismo, si algo ha de valer su influencia en los últimos tres siglos,
si los reinados de Carlos V, de Felipe II y de Luís XIV no se han de borrar
de la historia moderna, si se ha de tener en cuenta ese inmenso contrapeso
que sostenía el equilibrio de las dos religiones, si puede figurar dignamente
en el cuadro de la civilización moderna la religión que profesaron Descartes,
Malebranche, Bossuet y Fenelón, entonces no se atina cómo los jesuitas defendieron
intrépidamente el Catolicismo, pudieron luchar contra el curso general de
los sucesos, contra el desarrollo de la civilización moderna, contra la libertad
del espíritu humano.
429 Dado
el primer paso en tan falso terreno, continúa M. Guizot resbalando de una
manera lastimosa. Llamo muy particularmente la atención de los lectores sobre
las contradicciones patentes que van a oír.
"No se ve -dice- en sus planes ningún brillo,
no se descubre en sus obras ningún grandor"; el publicista olvida completamente
lo, que acaba de asentar, o mejor diremos lo retracta sin rodeos, cuando a
pocas líneas de distancia añade: "y
sin embargo nada hay más cierto, ellos han tenido grandor, el grandor de una
idea, que va unida a su nombre, a su influencia, a su historia. Los jesuitas
sabían lo que hacían y lo que querían, tenían un conocimiento pleno y claro
de los principios en que estribaban y del objeto a que se dirigían: en una
palabra, tuvieron el grandor del pensamiento, y el grandor de la voluntad".
Preguntaremos a Guizot: ¿cómo es posible que no haya brillo en los planes,
ni grandor en las obras, cuando hay grandor de idea, grandor de pensamiento,
grandor de voluntad?
El genio en sus más grandes empresas, en la realización
de los más gigantescos proyectos, ¿qué pone más de su parte sino un pensamiento
grande y una voluntad grande? El entendimiento concibe, la voluntad ejecuta;
aquél forma el modelo, éste le aplica; con grandor en el modelo, con grandor
en la ejecución, ¿puede faltar grandor a la obra?
Continuando M. Guizot su tarea de rebajar a los
jesuitas, forma un paralelo entre ellos y los protestantes, confundiendo de
tal manera las ideas, y olvidándose hasta tal punto de la naturaleza de las
cosas, que se haría muy difícil creerlo si no le atestiguaran de un modo indudable
sus palabras. No advirtiendo que los términos de una comparación no deben
ser de géneros totalmente distintos, pues en tal caso no hay medio de compararlos,
pone en parangón un instituto religioso con naciones enteras y hasta achaca
a los jesuitas el que no levantaran en masa los pueblos, que no cambiasen
la condición y forma de los Estados. He aquí el pasaje a que se alude: "Obraron
los jesuitas por caminos subterráneos, oscuros, subalternos; por caminos nada
propios para herir la imaginación, ni granjearles ese interés publico que
inspiran las grandes cosas, sea cual fuere su principio y objeto.
430 Al
contrario, el partido con que lucharon los jesuitas no solamente venció a
sus enemigos, sino que triunfó con esplendor y gloria; hizo cosas grandes;
y por medios igualmente grandes: levantó los pueblos, llenó la Europa de grandes
hombres, mudó a la luz del día la condición y forma de los Estados: todo,
en una palabra, estaba contra los jesuitas, la fortuna y las apariencias".
Sea dicho con perdón de Guizot; que es menester
confesar, que para honor de su lógica sería deseable que pudieran borrarse
de sus escritos semejantes cláusulas. ¿Pues qué?, ¿debían los jesuitas poner
en movimiento las naciones, levantar en masa los pueblos, cambiar la condición
y forma de los Estados? ¿No habría sido bien extraña casta de religiosos,
la que tales cosas hubiera hecho, ni aun imaginado? Se ha dicho de los jesuitas
que tenían una ambición desmedida, que pretendían dominar el mundo; ahora,
poniéndolos en parangón con sus adversarios, se les echa en cara el que éstos
trastornaron el mundo, y se alega este mérito para deprimirlos a ellos. En
verdad que los jesuitas no intentaron jamás imitar en este punto a sus enemigos
y en cuanto al espíritu de turbulencia y trastorno, ceden gustosos la palma
a quien de derecho corresponda.
Por lo que toca a los hombres grandes, si se
habla de aquel grandor que cabe en las empresas de los ministros de un Dios
de paz, tuvieron los jesuitas esas calidades en un grado superior a todo encarecimiento.
Ora se tratase de los más arduos negocios, ora
de los más colosales proyectos científicos y literarios, ora de viajes dilatados
y peligrosos, ora de misiones que trajeran consigo los riesgos más inminentes,
nunca se quedaron atrás los jesuitas; antes al contrario manifestaron un espíritu
tan atrevido y emprendedor, que les granjeó el más alto renombre.
Si los
hombres grandes de que nos habla M. Guizot son los inquietos tribunos que
acaudillando un pueblo sin freno perturbaban la tranquilidad pública, si eran
los militares protestantes que se distinguieron en las guerras de Alemania,
de Francia y de Inglaterra, la comparación carece de sentido, nada significa;
pues que sacerdotes y guerreros, religiosos y tribunos, pertenecen a orden
tan diferente, sus obras llevan un carácter tan diverso, que el parangón es
imposible.
La justicia exigía, que tratándose de formar
paralelos de esta naturaleza, no se tomasen los jesuitas por extremo de comparación
con los protestantes, a no ser que se hablase de los ministros reformados;
y aun en este caso no hubiera sido del todo exacta, pues que en la gran contienda
de las dos religiones no se han encontrado solos los jesuitas en la defensa
del Catolicismo. Grandes prelados, santos sacerdotes, sabios eminentes, escritores
de primer orden ha tenido la Iglesia durante los tres últimos siglos, que
sin embargo no pertenecieron a la Compañía.
431 Ésta
fue uno de los principales atletas, pero no el único. Si se quería comparar
el Protestantismo con el Catolicismo, a las naciones protestantes era menester
oponerles las naciones católicas, con sacerdotes comparar otros sacerdotes,
con sabios otros sabios, con políticos otros políticos, con guerreros otros
guerreros; lo contrario es confundir monstruosamente los nombres y las cosas,
y contar más de lo que conviene con la poca inteligencia y extremada candidez
de oyentes y lectores. A buen seguro que siguiéndose el indicado método no
apareciera el Protestantismo tan brillante, tan superior, como pretendió mostrarlo
el publicista: ni en la pluma, ni en la espada, ni en la habilidad política,
bien sabe M. Guizot que los católicos no ceden a los protestantes. Ahí está la historia: consultadla.
AL FIJAR la vista sobre el vasto e interesante
cuadro que despliegan a nuestros ojos las comunidades religiosas; al recordar
su origen, sus varias formas, sus vicisitudes de pobreza y de riquezas, de
abatimiento y de prosperidad, de enfriamiento y de fervor, de relajación y
de austeras reformas; al pensar en la influencia que bajo tantos aspectos
han ejercido sobre la sociedad, hallándose ésta en las situaciones más diferentes;
al verlas subsistir todavía, retoñando acá y acullá, a pesar de todos los
esfuerzos de sus enemigos, se pregunta uno naturalmente: y ahora, ¿cuál será
su porvenir?
En unas partes se han disminuido, como va cayendo
un muro sordamente minado por el tiempo, en otras desaparecieron en un instante,
como arboleda arrasada por el soplo del huracán; y, además, a primera vista
pudieran parecer condenadas sin apelación por el espíritu del siglo.
La entronización de la materia, extendiendo por
todas partes sus dominios, consintiendo apenas un instante de tiempo al espíritu
para recogerse a meditar, y no dejando casi lugares en la tierra donde no
llegue el estrépito del movimiento industrial y mercantil, diríase que viene
a confirmar el fallo de la filosofía irreligiosa contra una clase de hombres
consagrados a la oración, al silencio y a la soledad.
432 Sin embargo, los hechos van desmintiendo esas conjeturas;
y mientras el corazón del cristiano conserva todavía halagüeñas esperanzas,
que se van robusteciendo y avivando más y más cada día, mientras admira la
mano de la Providencia que así lleva a cabo sus altos designios, burlando
los vanos pensamientos del hombre, se ofrece también al filósofo campo anchuroso
de meditaciones para calcular el porvenir probable de las comunidades religiosas,
y columbrar la influencia que les está reservada en los destinos de la sociedad.
Ya hemos visto cuál es el verdadero origen de
los institutos religiosos; hémosle encontrado en el mismo espíritu de la religión
católica; y la historia confirma nuestro juicio en esta parte, diciéndonos
que estos institutos han aparecido dondequiera que se estableció la religión.
Con esta o aquella forma, con estas o aquellas reglas, con este o aquel objeto;
pero el hecho es siempre el mismo; de lo que podemos inferir que donde el
Catolicismo se conserve volverán a presentarse de una u otra manera. Éste
es un pronóstico que puede hacerse con entera seguridad; no es de temer que
le desmientan los tiempos.
Vivimos en un siglo anegado en un materialismo voluptuoso; lo que se llama intereses positivos, o, en términos más
claros, el oro y, los placeres, han adquirido tal ascendiente que al parecer
hay algún riesgo de que ciertas sociedades retrocedan a las costumbres del paganismo, cuya religión venía
a ser en el fondo la divinización de la materia.
Pero en medio de ese cuadro tan aflictivo, cuando
el espíritu está angustiado y pronto a desfallecer, se nota que el alma del
hombre no ha muerto aún, y que la elevación de ideas, la nobleza y dignidad
de los sentimientos no están desterradas del todo de la faz de la tierra.
El espíritu humano se siente demasiado grande para limitarse a objetos pequeños;
conoce que puede remontarse más alto todavía que un globo henchido de vapor.
Reparad lo que sucede con respecto al adelanto
industrial. Esas máquinas humeantes que salen de nuestros puertos con la velocidad
de una flecha para atravesar la inmensidad de los mares; esas otras que cruzan
las llanuras, que penetran en el corazón de las montañas, que realizan a nuestros
ojos lo que hubiera parecido un sueño a nuestros antepasados; esas otras que
comunican movimiento a colosales fábricas, y que, semejantes a la acción de
un mago, hacen jugar un sinnúmero de instrumentos para elaborar con indecible
precisión los productos más exquisitos; todo esto, por grande, por admirable
que sea, ya no nos asombra, ya no llama más vivamente nuestra atención, que
la generalidad de los objetos que nos rodean.
El hombre siente que es más grande todavía que
esas máquinas, que esos artefactos; su corazón es un abismo que con nada se
llena: dadle el mundo entero y el vacío será el mismo.
La profundidad es insondable;
el alma criada a imagen y semejanza de Dios, no puede estar satisfecha sino
con la posesión de Dios.
La religión católica está avivando de continuo
esos altos pensamientos, señala sin cesar con el dedo ese inmenso vacío. En
los tiempos de la barbarie se colocó en medio de pueblos groseros e ignorantes
para conducirlos a la civilización; ahora permanece entre los pueblos civilizados
para prevenirlos contra la disolución que los amenaza.
Nada les importan ni la frialdad ni el desprecio
con que le responden la indiferencia y, la ingratitud; ella clama sin cesar,
dirige infatigable sus amonestaciones a los fieles, hace resonar su voz a
los oídos del incrédulo, y se conserva intacta, inmutable, en medio de la
agitación e inestabilidad de las cosas humanas. Así vemos esas admirables
basílicas que nos ha legado la antigüedad más remota, permanecer enteras al
través de la acción de los tiempos, de las revoluciones y trastornos; en rededor
de ellas se levanta y, desaparecen sucesivamente las habitaciones del mortal,
los palacios del poderoso, como la choza del pobre; el negruzco edificio se
presenta como una aparición misteriosa y sombría en medio de una campiña halagüeña
y de las brillantes fachadas que la rodean; su gigantesca cúpula anonada todo
cuanto se encuentra a sus inmediaciones; su atrevida flecha se remonta hasta
el cielo.
Los trabajos de la religión no quedan sin fruto;
los entendimientos mas claros van conociendo su verdad; y aun aquellos que
se resisten a sometérsele en obsequio de la fe, confiesan su belleza, su utilidad,
su necesidad; la miran como el hecho histórico de la mayor importancia, y
están acordes en que de ella dependen el buen orden y la felicidad de las
familias y de los Estados. Pero Dios, que vela por la conservación de la Iglesia,
no se contenta con esas confesiones de la filosofía; raudales de omnipotente
gracia descienden de lo alto, el Espíritu divino se derrama y renueva la faz
de la tierra. De en medio del bullicio de un mundo corrompido e indiferente,
se lanzan a menudo hombres privilegiados, cuyas frentes ha tocado la llama
de la inspiración, y cuyos corazones están abrasados por el fuego de celeste
amor.
434 En
el retiro de la soledad, en la meditación de las verdades eternas, adquieren
el alto temple del alma, necesario para llevar a cabo las más arduas empresas;
y arrostrando la burla y la ingratitud se consagran al servicio y consuelo
de la humanidad desgraciada, a la educación de la infancia, a la conversión
de los pueblos idólatras.
La religión católica subsistirá hasta la consumación de los siglos;
y mientras ella dure, existirán esos hombres privilegiados que Dios separa
de los demás para llamarlos a una santidad extraordinaria, o al consuelo y
alivio de los males de sus Hermanos; y esos hombres se buscarán recíprocamente,
se reunirán para orar, se asociarán para ayudarse en sus designios, pedirán
la bendición apostólica al Vicario de Jesucristo, y fundarán institutos religiosos.
Que sean los antiguos pero modificados; que sean otros enteramente nuevos,
que tengan esta o aquella forma, este o aquel método de vida, que vista este
o aquel traje: todo esto nada importa: el origen, la naturaleza, el objeto
no habrán variado en su esencia; en vano los esfuerzos del hombre se opondrán
a los milagros de la gracia.
El mismo estado de las sociedades actuales reclamará
la existencia de institutos religiosos; porque cuando se haya examinado más
a fondo la organización de los pueblos modernos, cuando el tiempo con sus
amargas lecciones, con sus terribles desengaños, haya podido aclarar algo
más la verdadera situación de las cosas, se palpará que en el orden social
como en el político se han padecido mayores equivocaciones de lo que se cree
todavía; a pesar de lo mucho que se han rectificado ya las ideas, merced a
tantos y tan dolorosos escarmientos.
Es evidente que las sociedades actuales carecen
de los medios que han menester para hacer frente a las necesidades que los
aquejan.
La propiedad se divide y subdivide más y más, y va haciéndose todos
los días más inconstante y movediza; la industria aumenta sus productos de
un modo asombroso; el comercio va extendiéndose en escala indefinida; es decir,
que se está tocando el término de la pretendida perfección social, señalado
por esa escuela materialista que no ha visto en los Hombres otra cosa que
máquinas, ni ha imaginado que la sociedad pudiese encaminarse a objeto más
útil y grandioso que a un inmenso desarrollo de los intereses materiales.
En la misma proporción del aumento de los productos ha crecido la miseria;
y para todos los hombres previsores es claro como la luz del día que las cosas
llevan una dirección errada; que si no puede acudirse a tiempo, el desenlace
será fatal; y que esa nave, que marcha veloz con viento en popa y a velas
desplegadas, se encamina derechamente a un escollo donde perecerá.
435 La acumulación de riquezas, causadas
por la rapidez del movimiento industrial y mercantil, tiende al planteo de
un sistema que explote en beneficio de pocos el sudor y la vida de todos;
pero esta tendencia halla su contrapeso en las ideas niveladoras que bullen
en tantas cabezas, y que formulándose en diferentes teorías, atacan más o
menos a las claras la actual organización del trabajo, la distribución de
sus productos, y hasta la propiedad. Masas inmensas sufriendo la miseria y
privadas de instrucción y de educación moral, se hallan dispuestas a sostener
la realización de proyectos criminales e insensatos, el día que una funesta
combinación de circunstancias haga posible el ensayo. No es necesario confirmar
con hechos las tristes aserciones que acabo de emitir; la experiencia de cada
día las confirma demasiado.
En vista de situación semejante puédese preguntar
a la sociedad: ¿de qué medios dispone, ni para mejorar el estado de las masas,
ni para dirigirlas y contenerlas? Claro es que para lo primero no basta la
inspiración del interés privado, ni el instinto de conservación de las clases
más acomodadas.
Éstas, propiamente hablando, tales como existen
en la actualidad, no tienen el carácter de clase; no hay más que un conjunto
de familias, que salieron ayer de la oscuridad y de la pobreza, y que marchan
rápidamente a hundirse allí mismo de donde salieron; cediendo así el puesto
a otras que van a recorrer el mismo círculo.
Nada
se descubre en ellas de fijo ni estable; viven en el día de hoy, sin pensar
en el de mañana; no son como la antigua nobleza, cuya cuna se perdía en las
tinieblas de la antigüedad más remota, y cuya organización y robustez prometían
largos siglos de vida.
En este caso podía seguirse un sistema, y se
seguía en efecto; porque lo que vivía hoy estaba seguro de vivir mañana. Ahora
todo es inconstante, movedizo; los individuos como las familias se afanan
para amontonar; pero su sed de tesoros no es para fundar el apoyo que haya
de sostener al través de los siglos la ostentación y el aparato de una casa
ilustre; se atesora hoy, para gozar hoy mismo; y el presentimiento de la poca
duración aumenta el vértigo del frenesí disipador.
Pasaron aquellos tiempos en que las familias opulentas se esmeraban
a porfía para fundar algún establecimiento duradero que atestiguase su generosidad
v perpetuase la fama de su nombre; los hospitales y demás casas de beneficencia
no salen de las arcas de los banqueros, como salían de los antiguos castillos,
abadías e iglesias.
Es preciso confesarlo,
por más triste que sea; las clases acomodadas de la sociedad actual no cumplen
el destino que les corresponde; los pobres deben respetar la propiedad de
los ricos; pero los ricos a su vez están obligados a socorrer el infortunio
de los pobres; así lo ha establecido Dios.
436
Infiérese de lo que acabo de exponer que falta
en la organización social el resorte de la beneficencia. Esta se ejerce, es
verdad; pero como un ramo de administración; y téngase presente que la administración
no constituye la sociedad, la supone ya existente, formada; y cuando se pide
la salvación de ésta a los medios puramente administrativos, se intenta una
cosa que está fuera del orden de la naturaleza. En vano se imaginarán nuevos
expedientes, en vano se trazarán ingeniosos planes, en vano se tantearán nuevos
ensayos: la sociedad ha menester un agente cíe Irás alcance.
Necesario es que el mundo se someta o
a la ley del amor o a la ley, de la fuerza, a
la caridad o a la esclavitud; todos los pueblos
que no han tenido la caridad, no han encontrado otro medio de resolver el
problema social que el de sujetar el mayor número a ese estado degradante.
La razón enseña, y la historia acredita que el orden público,
que la propiedad, que la sociedad misma, no pueden subsistir sino optando
entre dichos extremos; las sociedades modernas no podrán eximirse de la ley
general; los síntomas que nosotros presenciamos indican de una manera nada
equívoca los acontecimientos reservados a las generaciones que nos han de
suceder.
Afortunadamente existe todavía sobre la tierra el fuego de
la caridad; pero le precisan a estar entre cenizas la indiferencia y las preocupaciones
impías, alarmándose con las chispas que despide de vez en cuando, como si
amenazara con funesto incendio. Aumentando el desarrollo de las instituciones
basadas exclusivamente sobre la caridad se palparían en breve los saludables
resultados y la superioridad que llevan sobre todo cuanto se funda en principios
diferentes.
No es dable hacer frente a las necesidades indicadas sino
organizando en una vasta escala sistemas de beneficencia regida por la caridad;
y esa organización no puede plantearse sin institutos religiosos. Es indudable
que los cristianos, viviendo en medio del siglo, pueden formar asociaciones
que llenen más o menos cumplidamente dicho objeto; pero quedan siempre un
sinnúmero de atenciones que no pueden cubrirse sin la cooperación de hombres
exclusivamente consagrados a ellas. Se necesita además un núcleo que sirva
de centro a todos los esfuerzos, y que ofreciendo en su propia naturaleza
una garantía de conservación impida las interrupciones, los vaivenes, inevitables
cuando concurren muchos agentes que no tienen entre sí un lazo bastante fuerte
para preservarlos de la separación, de la dispersión y quizás de la lucha.
437 Este
vasto sistema de que estarnos hablando debe extenderse no sólo a los ramos
de beneficencia, tales como se los entiende comúnmente, sino también a la
educación e instrucción de la clase más numerosa. La fundación de escuelas
será estéril, cuando no dañosa, mientras no estén cimentadas sobre la religión;
y este cimiento será sólo de nombre, mientras la dirección de ellas no pertenezca
a los ministros de la religión misma.
El clero secular puede llenar una parte de estas atenciones,
pero no todas: ni su número ni sus otros deberes le permiten extender su acción
en la escala dilatadísima que reclaman las necesidades de la época. De lo
que se infiere que la propagación de los institutos religiosos tiene en la
actualidad una importancia social que no puede desconocerse si no se quieren
cerrar los ojos a la evidencia de los hechos.
Reflexionando sobre la organización de las naciones europeas,
echase de ver, desde luego, que alguna causa funesta ha torcido su verdadera
marcha; pues que se hallan indudablemente en una posición tan singular, que
no puede haber sido el resultado de los principios que les dieron origen e
incremento.
Salta a los ojos que esa muchedumbre innumerable que se halla
en medio de la sociedad, disponiendo libremente de todas sus facultades, no
ha podido, en el estado en que se halla, entrar en el primitivo diseño, en
el plan de la verdadera civilización europea.
Cuando se crean fuerzas,
es necesario saber qué se hará de ellas, cómo se les ha de comunicar movimiento
y dirección; de lo contrario, sólo se preparan rudos choques, agitación indefinida,
desórdenes destructores. El maquinista que no puede introducir en su artefacto
una fuerza, sin quebrantar la armonía de las otras, se guarda muy bien de
emplearla; y sacrifica gustoso la mayor velocidad, el mayor impulso del sistema,
a las indispensables exigencias de la conservación de la máquina y del orden
y utilidad de las funciones.
En la sociedad actual existe esta fuerza, que no se halla
en armonía con las otras; y los encargados de la dirección de la máquina se
toman escaso trabajo para obtener esa armonía que falta. Ningún medio eficaz
obra sobre las masas del pueblo, si no es una sed ardiente de mejorar su situación,
de alcanzar comodidades, de obtener los goces de que disfrutan las clases
ricas; nada para inclinarlas a resignarse a la dureza de la suerte, nada para
consolarlas en su infortunio, nada para hacerles llevaderos los males presentes,
con la esperanza de mejor porvenir; nada para inspirarles el respeto a la
propiedad, la obediencia a las leyes, la sumisión al gobierno; nada que engendre
en sus ánimos la gratitud por las clases poderosas, que temple sus rencores,
que disminuya su envidia, que amanse su cólera; nada que eleve sus pensamientos
sobre las cosas de la tierra, que despliegue sus deseos de los placeres sensuales;
nada que forme en sus corazones una moralidad sólida, bastante a contenerlos
en la pendiente del vicio y del crimen.
438
Si bien se observa,
para poner un freno a esas turbas, los hombres del siglo cuentan con tres
medios; ellos los consideran como suficientes, pero la razón y
la experiencia los muestran muy ineficaces, y algunos hasta dañosos; el interés privado
bien entendido, la fuerza pública bien empleada, y el enervamiento de los
cuerpos con el enflaquecimiento del ánimo, que apartan a la plebe de los medios
violentos.
"Hagámosle entender al pobre -dice la filosofía- que
él también tiene un interés en respetar la propiedad del rico; que sus facultades
y su trabajo son también una verdadera propiedad, la cual a su vez no demanda
menos respeto que las otras; mantengamos una fuerza pública imponente, siempre
en disposición de acudir al punto de peligro y de ahogar en su nacimiento
las tentativas de desorden; organicemos una policía, que como inmensa red
se extienda sobre la sociedad, y a cuya escudriñadora mirada nada pueda sustraerse;
abrevemos al pueblo con todo género de goces baratos, y proporcionémosle los
medios de imitar en sus groseras orgías, los refinados placeres de nuestros
teatros y salones: así sus costumbres se endulzarán, es decir, se enervarán;
así la plebe será impotente para realizar grandes trastornos, sintiendo la
flaqueza en su brazo, y la cobardía en su pecho".
De esta suerte puede
formularse el sistema de los que se proponen dirigir la sociedad, y enfrenar
las pasiones perturbadoras, sin echar mano de la religión.
Detengámonos un instante en el examen de esos medios. Muy
fácil es escribir en bellas páginas que el pobre tiene un interés en respetar
la propiedad del rico, y que por esta sola consideración le conviene el procurar
la conservación del orden establecido, aun dejando aparte todos los principios
morales, todo cuanto se aparta del interés puramente material: es muy fácil
escribir libros enteros exponiendo semejantes doctrinas; pero la dificultad
está en hacerlo entender así al desgraciado padre de familia que, encadenado
todo el día a un rudo trabajo, sumergido en una atmósfera ingrata y malsana,
o sepultado en las entrañas de la tierra excavando una mina, puede ganar apenas
el sustento necesario para sí y para sus hijos; y que a la noche, al entrar
en su mugrienta habitación, en vez de reposo y de alivio encuentra el llanto
de su mujer y de sus hijos que le piden un bocado de pan.
439
En verdad, no es extraño que semejante teoría
no halle lisonjera acogida entre aquellos miserables, y que a tanto no pueda
remontarse su inteligencia, que alcance cumplidamente la paridad entre los
pobres y los ricos, por lo tocante al interés de todos en el respeto debido
a la propiedad.
Lo diremos sin rebozo: si se destierran del mundo los principios
morales, si se quiere cimentar exclusivamente sobre el interés privado el
respeto debido a la propiedad, las palabras dirigidas a los pobres no son
más que una solemne impostura; es falso que su interés privado esté identificado
del todo con el interés del rico. Suponed la revolución más espantosa, imaginad
que se trastorna radicalmente el orden establecido, que el poder sucumbe,
que todas las instituciones se hunden, que las leyes desaparecen, que las
propiedades se reparten o quedan abandonadas al primero que de ellas se apodere;
por de pronto el rico pierde, en esto no cabe duda; veamos lo que sucede o
puede suceder al pobre.
¿Le robarán su miserable ajuar? Nadie
pensará en ello: la miseria no tienta la codicia. Me diréis que
le faltará el trabajo, y que en pos vendrá el hambre, es verdad; ¿pero no
advertís que el pobre es entonces un jugador, y que la eventualidad de la
pérdida que sufre con la falta del trabajo, se la compensan las probabilidades
de tener una parte en el rico botín?
Añadiréis que esta parte no le sería dada conservarla; pero
reflexionad que si la suerte le trocara su pobreza en riqueza, no dejaría
de imaginar para tal caso un nuevo orden, un nuevo arreglo, un gobierno que
le garantizase los derechos adquiridos, que no permitiese destruir los hechos
consumados.
¿Le faltarían acaso modelos que imitar? ¿Han podido tan fácilmente
olvidarse ejemplos muy recientes? No deja de conocer que un número considerable
de sus iguales sufrirá males sin cuento y sin compensación alguna; no desconoce
que quizás él mismo pertenecerá a este número desgraciado; pero supuesto que
no tiene otra guía que su interés, supuesto que los nuevos infortunios llevados
hasta el extremo sólo pueden acarrearle desnudez y hambre, cosas a las que
está ya muy acostumbrado, ora por la escasa retribución de su trabajo, ora
por la frecuente interrupción de éste a causa de las vicisitudes de la industria,
no puede tacharse de temeraria su osadía, cuando se aventura al riesgo de
aumentar algún tanto sus privaciones, con la esperanza de librarse de ellas,
quizás para siempre.
Es cuestión de cálculo; y en tratándose de interés propio,
la filosofía no tiene derecho de arreglarle al pobre sus cuentas.
La fuerza pública y la vigilancia de la policía son los dos
recursos en que se funda la principal esperanza; y por cierto que no sin razón,
dado que en la actualidad a ellas se debe, si el mundo no se trastorna dése
que nada de esto es imposible dejando a la religión católica la influencia
que le pertenece; de ella puede decirse, con entera verdad, que se hace toda
para todos, para gastarlos a todos.
442
Los entendimientos mezquinos que no extienden
sus miradas más allá de un reducido horizonte, los corazones malignos que
sólo se alimentan de rencores y que se complacen en promover odios y atizar
pasiones bastardas, los fanáticos de una civilización de máquinas que no aciertan
a ver otro agente que el vapor, otro móvil que el dinero, otro objeto que
la producción, otro término que el goce, todos esos hombres darán por cierto poca importancia a las
reflexiones que acabo de emitir: lo mismo que pasa en su presencia
no lo ven; para ellos nada significa el desarrollo moral del individuo y de
la sociedad; la historia es muda, la experiencia estéril,
el porvenir nada.
Afortunadamente, se encuentran en número considerable los
hombres que creen su espíritu más noble que los metales, más poderoso que
el vapor y demasiado grande para que pueda encontrarse satisfecho con un placer
momentáneo: a sus ojos no es la humanidad un ser que viva al ocaso, y que
entregado a la corriente de los siglos y a merced de las circunstancias no
haya de pensar en los destinos que le aguardan, ni prepararse dignamente a
ellos, sirviéndose de las calidades intelectuales y morales con que le ha
favorecido el Autor de la naturaleza.
Si el mundo físico está sujeto a las leyes del Criador, no
lo está menos el mundo moral; y si la materia puede ser explotada de infinitas
maneras en beneficio del hombre, el espíritu criado a imagen y semejanza de
Dios siéntese también con caudal de fuerzas para obrar en esfera más alta,
donde sirva al bien de la humanidad, sin limitarse a combinar o modificar
la materia. El espíritu inmortal no debe ser el-instrumento o esclavo de lo
mismo, cuya dirección y dominación le fueron concedidas por la voluntad de
Dios.
Dejad que la fe en otra vida, que la caridad bajada del seno
del Altísimo vengan a fecundar esos nobles sentimientos, a ilustrar y dirigir
esos pensamientos elevados; y palparéis que la materia carece de títulos para
ser la reina del mundo, y que el rey de la creación no ha abdicado todavía los suyos.
Pero guardaos de meceros en halagüeñas esperanzas, mientras os empeñéis en
edificar sobre otro cimiento que el establecido por el mismo Dios; vuestro
edificio será la casa levantada sobre la arena: cayeron las lluvias, soplaron
los vientos, y vino al suelo con grande estrépito. Ver NOTA 26
443
EN EL CAPÍTULO XIII de esta obra decía: "Levantase el pecho con generosa indignación
al oír que se achaca a la religión de Jesucristo tendencia a esclavizar. Cierto
es que, si se confunde el espíritu de verdadera libertad con el espíritu de
los demagogos, no se le encuentra en el Catolicismo; pero si no se quiere
trastrocar monstruosamente los nombres, si se da a la palabra libertad su
acepción más razonable, más justa, más provechosa, más dulce, entonces la
religión católica puede reclamar la gratitud del humano linaje: ella ha civilizado
las naciones que la han profesado, y la civilización es la verdadera libertad".
El lector ha podido juzgar, por lo que se lleva demostrado
hasta aquí, si el Catolicismo ha sido favorable o contrario a la civilización
europea: y, por tanto, si la verdadera libertad ha recibido de él ningún daño.
En la variedad de puntos en que le hemos comparado con el Protestantismo,
han resaltado las nocivas tendencias de éste, así como los beneficios que
produce aquél: el fallo de una razón ilustrada y justa no puede ser dudoso.
Como la verdadera libertad de los pueblos no consiste en
apariencias, sino que reside en su organización íntima, cual la vida en el
corazón, podría excusarme de entrar en la comparación de las dos religiones
con respecto a la libertad política; pero no quiero que se diga que he esquivado
una cuestión delicada por temor de que saliese mal parado el Catolicismo,
ni que pueda sospecharse que no le es dable sostener el parangón en este terreno
con tanta ventaja como en los otros.
Necesario es, para dilucidar completamente la cuestión que
forma el objeto de la obra, examinar a fondo en qué estriban las vagas acusaciones
que en esta materia se han dirigido al Catolicismo, y los elogios tributados
a la pretendida reforma; necesario es evidenciar que no son más que gratuitas
calumnias los cargos que a la religión católica se han hecho, de favorecer
la esclavitud y la opresión; es preciso desvanecer a la luz de la filosofía
y de la historia la engañosa preocupación en que los incrédulos y los protestantes
se han esforzado en imbuir a los pueblos de que el Catolicismo era favorable
a la servidumbre, de que la Iglesia era el baluarte de los tiranos, y de que
el nombre de Papa era sinónimo de amigo y protector nato de cuantos se proponen
esclavizar y envilecer a los hambres.
444
En esta contienda se presentan dos arenas donde
lidiar: las
doctrinas y los hechos: antes de tratar de los hechos, examinaremos las doctrinas.
El que dijo
que el linaje humano tenía perdidos sus títulos, y Rousseau los había encontrado,
me parece que no debió de fatigarse mucho
en examinar ni los verdaderos títulos del humano linaje, ni los apócrifos
producidos por el filósofo de Ginebra en su Contrato Social. En efecto: poco
falta si no puede decirse que el linaje humano tenía sus títulos muy buenos
y reconocidos por tales, y Rousseau se los hizo perder. El autor del Contrato
se propuso examinar a fondo el origen del poder civil; y sus desatentadas
doctrinas, lejos de aclarar la cuestión, no han hecho más que embrollarla.
Yo creo que
de algunos siglos a esta parte jamás se habían tenido sobre este importante
punto ideas menos claras y distintas que ahora.
Las revoluciones han producido un trastorno en las teorías
como en los hechos; los gobiernos han sido o revolucionarios o reaccionarios;
y de la revolución y de la reacción se han empapado las doctrinas. Es sobremanera
difícil adquirir por medio de los libros modernos un conocimiento claro, verdadero
y exacto sobre la naturaleza del poder civil, su origen y sus relaciones con
los súbditos: en unos encontraréis a Rousseau, en otros a Bonald: y Rousseau
es un minador que zapa para derribar, y Bonald es el héroe que salva en sus
brazos los dioses tutelares de la ciudad incendiada: temeroso de la profanación
los lleva cubiertos con un velo.
Es menester advertir que no fuera justo atribuir a Rousseau
el haber comenzado la confusión de las ideas en este punto: en varias épocas
han existido perversos que han procurado perturbar la sociedad por medio de
doctrinas anárquicas; pero el reducirlas a cuerpo, formando con ellas seductoras
teorías, data principalmente del nacimiento del Protestantismo. Lutero, en
su obra De libertate christiana,
esparcía la semilla de interminables disturbios, con su insensata doctrina
de que el cristiano era súbdito de nadie.
En vano buscó el efugio de decir que él no hablaba de los
magistrados ni de las leyes civiles; los paisanos de Alemania se encargaron
de sacar la consecuencia, levantándose contra sus señores, y encendiendo una
guerra espantosa.
445
El derecho divino proclamado por los católicos
ha sido acusado de favorable al despotismo; se ha llegado a considerarse tan
contrario de los derechos del pueblo, que se emplean frecuentemente esas palabras
para formar antítesis. El derecho divino, bien entendido, no se opone a los
derechos del pueblo, sino a sus excesos; y lejos de ensanchar desmedidamente
las facultades del poder, las encierra en los límites de la razón, de la justicia
y de la conveniencia pública.
Guizot, en sus Lecciones sobre la civilización europea, hablando
de este derecho proclamado por la Iglesia, dice: "El nuevo principio es sublime y moral, y difícil
empero de combinarse con los derechos de la libertad y las garantías políticas".
(Lee. 9). Cuando hombres como Guizot, y que hacen especial objeto de sus estudios
ese linaje de cuestiones, se equivocan tan lastimosamente sobre este punto,
no es extraño si acontece lo mismo a escritores adocenados.
Antes de pasar adelante, haré una observación que no debe
ser olvidada. En estas materias se habla continuamente de la escuela de Bossuet,
de Bonald, empleándose de distintas maneras nombres propios.
Respetando como el que mas el mérito de estos y otros hombres
insignes que ha tenido la Iglesia católica, advertiré, no obstante, que ésta
no responde de otras doctrinas que de las que ella enseña; que no se personifica
en ningún doctor particular; y que estando señalado por el mismo Dios el oráculo
de verdad infalible en materias de dogma y de moral no permite que los fieles
difieran ciegamente a la sola palabra de un hombre privado, sea cual fuere
su mérito en santidad y doctrina.
Quien desee saber cuál es la enseñanza de la Iglesia católica,
consulte las decisiones de los concilios v de los sumos pontífices, consulte
también a los doctores de nombradía esclarecida y pura; pero guárdese de mezclar
las opiniones de un autor, por respetable que sea, con las doctrinas de la
Iglesia y la voz del vicario de Jesucristo. Con esta advertencia, no intento
prejuzgar las opiniones de nadie; sólo sí amonestar a los poco versados en
los estudios eclesiásticos, para que no confundan en ningún caso los dogmas
revelados, con los meros pensamientos del hombre. Previas estas indicaciones,
entremos de lleno en la discusión.
¿En qué consiste este derecho divino de que tanto
se habla? Para aclarar perfectamente la cuestión,
conviene ante todo deslindar bien los objetos sobre que versa; pues que siendo
éstos muy diferentes entre sí, será también muy distinta la aplicación que
del principio se haga.
En esta gravísima materia son muchas las cuestiones que se
presentan; sin embargo, no me parece difícil reducirlas a las siguientes,
las cuales abarcan todas las otras.
446 ¿Cuál es el origen del poder civil? ¿Cuáles sus facultades?
¿Es lícito en ningún caso el resistirle?
Primera cuestión: ¿Cuál es el origen del poder
civil? ¿Cómo se entiende que este poder viene de Dios? Yo no se qué confusión
se ha introducido sobre estos puntos: y es lamentable, por cierto, que cabalmente
en unas épocas tan turbulentas se tengan ideas equivocadas sobre ellos; pues
por más que se diga, las doctrinas no se arrumban del todo ni en las revoluciones
ni en las restauraciones; los intereses figuran en mucho, pero nunca permanecen
solos en la arena.
El mejor medio para formarse ideas claras sobre este particular,
es acudir a los autores antiguos; valiéndose principalmente de aquéllos cuyas
doctrinas han sido respetadas por espacio de largo tiempo, que continúan siéndolo
todavía, y que están en posesión de ser considerados como guías seguros para
la buena interpretación de las doctrinas eclesiásticas.
Este método de estudiar la presente cuestión no pueden desecharlo
ni aun aquellos que tienen en poca estima a los indicados escritores; dado
que, no tanto se trata aquí de examinar la verdad de una doctrina, como de
indagar en qué consiste la misma doctrina: para lo cual no caben testigos
más bien informados, ni intérpretes más competentes que los hombres que han
consagrado toda su vida al estudio de ella.
Esta última reflexión en nada se opone a lo dicho más arriba,
sobre el cuidado que conviene tener en no confundir las meras opiniones de
los hombres con las augustas doctrinas de la Iglesia; pero tiende a recordar
la necesidad de revolver cierta clase de autores, no dignos seguramente del
ingrato olvido a que se los condena. Trabajos graves, concienzudos en extremo,
no es posible que se hayan hecho durante largos siglos sin producir ningún
fruto.
Se comprenderá mejor la opinión de dichos escritores sobre
la materia que nos ocupa, observando la diferente manera con que aplican el
principio general del derecho divino, al origen del poder civil, y al del
poder eclesiástico; de cuyo cotejo brota una vivísima luz que esclarece y
resuelve todas las dificultades.
Abrid las obras de los teólogos más insignes; consultad sus
tratados sobre el origen del poder del Papa, y encontraréis que, al fundar
en el derecho divino ese poder, entienden que dimana de Dios, no sólo en un
sentido general, es decir, en cuanto todo ser viene de Dios; no sólo en un
sentido social, es decir, en cuanto, siendo la Iglesia una sociedad, Dios
haya querido la existencia de un poder que la gobierne; sino de un modo especialísimo,
es decir, que Dios instituyó por sí mismo este poder, que estableció por sí
mismo la forma, que designó por sí mismo la persona, y que, por consiguiente,
el sucesor de la silla de San Pedro es por derecho divino supremo pastor de
la Iglesia universal, teniendo sobre toda ella el primado de honor y de jurisdicción.
447
En cuanto al poder civil, he aquí cómo se explican. En primer lugar todo poder viene
de Dios; pues que el poder es un ser, y Dios es la fuente de todo ser; el poder es un dominio, y Dios es el señor,
el primer dueño de todas las cosas; el poder es un derecho, y en Dios se
halla el origen de todos los derechos; el poder es un motor moral, y Dios
es la causa universal de todas las especies de movimiento; el poder se endereza
a un elevado fin, y Dios es el fin de todas las criaturas, y su providencia
lo ordena y dirige todo con suavidad y eficacia.
Así vemos que Santo Tomás en su opúsculo De regimine principum,
afirma que "todo dominio viene
de Dios, como primer dueño, lo que puede demostrarse de tres maneras: o en
cuanto es un ser, o en cuanto es motor, o en cuanto es fin". (Lib.
3, Cáp. 1).
Ya que acabo de tocar esta manera de explicar el origen del
poder, impugnaré de paso a Rousseau, quien, haciendo alusión a esta doctrina,
manifiesta haberla comprendido muy mal. "Todo poder dice viene de Dios: yo lo confieso; pero también las
enfermedades vienen de Dios; y por esto ¿deberá decirse que me sea prohibido
llamar al médico?" (Contrato Social, L. 1, c. 3).
Es verdad que uno de los sentidos en que se afirma el origen
divino del poder, es que todos los seres finitos dimanan del ser infinito;
pero este sentido no es el único: porque los teólogos sabían muy bien que
esta idea por sí sola no entrañaba la legitimidad, y que era común a la fuerza
física; pues, como añade el autor del Contrato Social, "la pistola del ladrón también es un poder".
Rousseau, en este pasaje, por mostrarse ingenioso se ha hecho
fútil; ha sacado la cuestión de su terreno, por el prurito de salir con una
ocurrencia picante. En efecto, no era difícil conocer que al tratarse del
poder civil, no se hablaba de un poder físico, sino de un poder moral, de
un poder legítimo; pues, de otra suerte, vano fuera cansarse en buscar su
origen.
Esto equivaldría a investigar de dónde vienen las riquezas,
la salud, la robustez, el valor, la astucia y otras calidades que contribuyen
a formar la fuerza material de todo poder. La cuestión
versaba, pues, sobre el ser moral que se llama potestad; y en el
orden moral, la potestad ilegítima no es potestad, no es un ser, es nada;
y, por tanto, no hay necesidad de buscar su origen, ni en Dios ni en otra
parte.
El poder, pues, dimana de Dios, como fuente de todo derecho,
de toda justicia, de toda legitimidad; y al considerar ese poder, no precisamente
como un ser físico, sino como un ser moral, se afirma que sólo puede haber
venido de Dios, en quien reside la plenitud del ser.
448 Esta doctrina, tomada en general, no sólo no está sujeta
a dificultades de ninguna especie, sino que debe ser admitida sin discusión
por cuantos no profesan el ateísmo: sólo a los ateos les es dable el ponerla
en duda.
Descendamos ahora a los pormenores que la cuestión entraña;
y veamos si los doctores católicos enseñan algo que no sea muy razonable,
hasta a los ojos de la filosofía.
El hombre, según ellos, no ha sido criado para vivir solo;
su existencia supone una familia, sus inclinaciones tienden a formar otra
nueva, sin la que no podría perpetuarse el linaje humano. Las familias están
unidas entre sí por relaciones íntimas, indestructibles; tienen necesidades
comunes; las unas no pueden ni ser felices, ni aun conservarse, sin el auxilio
de las otras; luego han debido reunirse en sociedad. Ésta no podía subsistir
sin orden, ni el orden sin justicia; y tanto la justicia como el orden necesitaban
una guarda, un intérprete, un ejecutor. He aquí el poder civil.
Dios, que ha criado al hombre, que ha querido la conservación
del humano linaje, ha querido por consiguiente la existencia de la sociedad
y del poder que ésta necesitaba. Luego, la existencia del poder civil es conforme
a la voluntad de Dios, como la existencia de la patria potestad: si la familia
necesita de ésta, la sociedad no necesita menos de aquél.
El Señor se ha dignado poner a cubierto de las cavilaciones
y errores esta importante verdad, diciéndonos en las Sagradas Escrituras que
de él dimanan todas las potestades, que estarnos obligados a obedecerlas,
que quien les resiste, resiste a la ordenación de Dios.
No acierto a ver qué es lo que puede objetarse a esta manera
de explicar el origen de la sociedad y del poder que la gobierna: con ella
se salvan el derecho natural, el divino y el humano; todos se enlazan entre
sí, se afirman mutuamente; la sublimidad de la doctrina compite con su sencillez;
la revelación sanciona lo mismo que nos está dictando la luz de la razón;
la gracia robustece la naturaleza.
A esto se reduce el famoso derecho divino, ese espantajo
que se presenta a los ignorantes e incautos para Hacerles creer que la Iglesia
católica, al enseñar la obligación de obedecer a las potestades legítimas,
como fundadas en la ley de Dios, propone un dogma depresivo de la dignidad
humana e incompatible con la verdadera libertad.
Al oír a ciertos hombres burlándose del derecho divino de
los reyes, diríase que los católicos suponemos que el cielo envía a los individuos
o familias reales como una bula de institución, y que ignoramos groseramente
la historia de las vicisitudes de los poderes civiles; si hubiesen examinado
más a fondo la materia, hubieran encontrado que, lejos de que se nos puedan
achacar ridiculeces semejantes, no hacemos más que establecer un principio
cuya necesidad conocieron todos los legisladores antiguos, y que conciliamos
muy bien nuestro dogma con las sanas doctrinas filosóficas y los acontecimientos
históricas.
449
En confirmación de lo dicho, véase con qué admirable
lucidez explica este punto San Juan Crisóstomo en la homilía 23, sobre la
carta a los Romanos: "No hay potestad
que no venga de Dios. ¿Qué dices? ¿Luego todo príncipe es constituido por
Dios? Yo no digo esto; pues que no hablo de ningún príncipe en particular,
sino de la misma cosa, es decir, de la potestad misma; afirmando que es obra
de la divina sabiduría la existencia de los principados y el que todas las
cosas no estén entregadas a temerario acaso".
Por cuyo motivo, no dice "no hay príncipe que no venga
de Dios", sino que trata de la cosa misma, diciendo: "no hay potestad
que no venga de Dios".
"Non est potestas nisi a Deo. Quid Bicis? Ergo omnis
princeps a Deo constitutes est? Istud non dico. Non enim de quovis principe
mihi serme est, sed de re ipsa, id est de ipsa potestate. Quod enim principatus
sint, quodque non sirnpliciter et temere cuneta ferantur, divinae sapientiae
opus esse dico. Propterea non dicit: non enim princeps est nisi a Deo. Sed
ele re ipsa disserit dicers: non est potestas nisi a Deo". (Hom. 23, et in epist. ad Rom.)
Por las palabras de San Juan Crisóstomo se echa de ver que,
según los católicos, lo que es de derecho divino es la existencia de un poder
que gobierne la sociedad, y que ésta no quede abandonada a merced de las pasiones
y caprichos; doctrina que, al propio tiempo que asegura el orden público,
fundando en motivos de conciencia la obligación de obedecer, no desciende
a aquellas cuestiones subalternas que dejan salvo e intacto el principio fundamental.
Si se objeta que, admitida la interpretación de San Juan
Crisóstomo, no había necesidad de que el sagrado texto nos enseñase lo que
con tanta evidencia está dictando la razón, responderemos dos cosas:
lº que en la Sagrada Escritura se nos prescriben expresamente
muchas obligaciones, que la naturaleza misma nos impone, independientemente
de todo derecho divino; como la de honrar los padres, de no matar, de no robar
y otras semejantes;
2º que mediaba en este caso una razón poderosísima para que
los apóstoles recomendasen de una manera particular la obediencia a las potestades
legítimas, y sancionasen de un modo claro y terminante esta obligación fundada
en la misma ley natural. En efecto: el mismo San Juan Crisóstomo nos dice
que "en aquel tiempo era fama muy extendida la que presentaba a los apóstoles
como sediciosos y novadores, que en todos sus discursos y hechos procuraban
la subversión de las leyes comunes". "Plurima tunc temporis circumferebatur
fama, traducens apostolos veluti sediciosos rerumque novato- qui omnia ad
evertendum leyes communes et facerent et dicerent". (S. Joan. Chrysos.,
Horn. 2 in episr. ad Timoth.) 3
450
A esto aludía sin duda el apóstol San Pedro,
cuando amonestando a los fieles de la obligación de obedecer a las potestades,
les decía que "esta era la voluntad
de Dios para que obrando bien hiciesen enmudecer la imprudencia de los hombres
ignorantes". (Ep. 1 cap. 2). Sabemos también por San Jerónimo que,
al principio de la iglesia, que oyendo venía algunos que se predicaba la libertad
evangélica, se imaginaron significada en ella la libertad universal.
La necesidad de inculcar un deber cuyo cumplimiento es indispensable
para la conservación de las sociedades, se manifiesta bien claro, observando
que este error podía arraigarse muy fácilmente, lisonjeando, como lisonjea,
los espíritus orgullosos y amantes de disturbios. Catorce siglos habían transcurrido
y hallamos que se reproduce en tiempo de Wiclef de Juan Huss y que los anabaptistas
hacen del mismo aplicaciones horrorosas, inundando de sangre la Alemania;
así como algún tiempo después los fanáticos sectarios de Inglaterra promueven
los mayores desórdenes y acarrean espantosas catástrofes con su desatentada
doctrina, que envolvía en un mismo anatema el sacerdocio y el imperio.
La religión de Jesucristo, ley de paz y de amor, al predicar
la libertad hablaba de aquélla que nos saca de la esclavitud de los vicios
y del poder del demonio, haciéndonos coherederos de Cristo y participantes
de la gracia y de la gloria, pero estaban muy lejos de propagar doctrinas
que favoreciesen desórdenes, ni que subvirtiesen las leyes y las potestades;
por lo que le importaba sobremanera disipar las calumnias con que procuraban
afearla sus enemigos; era necesario que proclamase con sus palabras y sus
hechos que la causa pública nada tenía que temer de las nuevas doctrinas.
Así vemos que a más de inculcar tan a menudo los apóstoles esta obligación
sagrada, insisten repetidas veces sobre ella los padres de los primeros tiempos.
San Policarpo, citado por Eusebio (lib. 4 hist., cap. 15),
hablando al procónsul le dice: "Nos
está mandado el rendir el debido honor a los magistrados y a las potestades
constituidas por Dios". San Justino en la Apología por los cristianos,
recuerda también el precepto de Cristo de pagar los tributos. Tertuliano en
su Apología, cap. 39, echa en cara a los gentiles la persecución que movían
contra los cristianos, mientras éstos con las manos levantadas al cielo rogaban
a Dios por la salud de los emperadores.
451 El
celo apostólico de los santos varones encargados de la enseñanza y dirección
de los fieles, alcanzó a imbuirlos de tal suerte en este precepto, que los
cristianos presentaron por todas partes un modelo de sumisión y de obediencia.
Así Plinio, escribiendo al emperador Trajano, confesaba que excepto en materias
de religión, en nada se los podía acusar por falta de cumplimiento de las
leyes y edictos imperiales.
La naturaleza misma ha señalado las personas en quienes reside
la patria potestad; las necesidades de la familia marcan sus límites; los
sentimientos del corazón le prescriben el objeto, y regulan su conducta.
En la sociedad acontece de otra manera: el derecho del poder
civil anda revuelto en el torbellino de los acontecimientos humanos: aquí
reside en uno, allá en muchos, hoy pertenece a una familia, mañana habrá pasado
a otra; ayer se ejercía bajo cierta forma, hoy bajo otra muy diferente. El
niño llorando en el regazo de su madre le está recordando bien claro la obligación
de alimentarle y cuidarle; la mujer, flaca y desvalida, está diciendo al varón
que ella y su hijo han menester amparo: y la infancia, débil, sin fuerzas
para sostenerse, sin conocimiento para guiarse, enseña al padre y a la madre
el deber de mantenerla y educarla.
Allí se ve clara la voluntad de Dios; el orden mismo de la
naturaleza es su expresión viva; los sentimientos más tiernos, su eco y su
intérprete. No hay necesidad de atender a otra cosa, para conocer la voluntad
del Criador; no hay necesidad de cavilaciones para buscar el conducto por
donde ha bajado del cielo la patria potestad. Derechos y deberes de padres y de hijos, escritos
están con caracteres tan claros como hermosos. Pero ¿dónde encontraremos
esa expresión tan inequívoca en lo tocante al poder civil? Si el poder viene
de Dios ¿por qué medios le comunica? ¿De qué conductos se vale? Esto lleva
a otras cuestiones secundarias, pero encaminadas todas al esclarecimiento
y resolución de la principal.
¿Hay algún hombre, o le ha habido nunca, que por derecho
natural, se hallase investido del poder civil? Claro es que si esto se hubiese
verificado, no habría tenido otro origen que el de la patria potestad; es
decir, que el poder civil debiera en tal caso considerarse como una ampliación
de esa potestad, como una transformación del poder doméstico en poder civil.
Por de pronto salta a los ojos la diferencia del orden doméstico
al social, el distinto objeto de ambos, la diversidad de las reglas a que
deben estar sujetos, y que los medios de que se echa mano en el gobierno del
uno, son muy diferentes de los empleados en el otro.
No negaré que el
tipo de una sociedad no se encuentre en la familia; y que la primera sea tanto
más hermosa y suave, cuanto más se aproxima, así en el mando como en la obediencia,
a la imitación de la segunda; pero las simples analogías no bastan a fundar
derechos, y queda siempre como cosa indudable que los del poder civil no pueden
confundirse con los de la patria potestad.
452
Por otra parte, la misma naturaleza de las cosas
está indicando que la Providencia, al ordenar los destinos del mundo, no estableció
la patria potestad como fuente del poder civil: pues que no vemos cómo hubiera
podido trasmitirse semejante poder, ni por qué medios sea posible justificar
la legitimidad de los títulos. Fácil es concebir el pequeño reino de un anciano,
gobernando una sociedad compuesta únicamente de dos o tres generaciones de
su descendencia; pero en el momento en que esta sociedad crece, se extiende
a varios países, y por consiguiente se divide y subdivide, desaparece el poder
patriarcal, su ejercicio se hace imposible, y no se acierta a explicar cómo
los pretendientes al trono alcanzarán, ni a entenderse entre sí, ni con les
demás, para legitimar y justificar su mando.
La teoría que reconoce en la patria potestad el origen del
poder civil, podrá ser tan bella como se quiera; podrá reclamar el apoyo que
parecen darle los gobiernos patriarcales que observarnos en la cuna de las
sociedades; pero tiene en contra dos cosas: la que afirma, pero no prueba;
la que es inútil para el objeto que se propone de solidar los gobiernos; pues
ninguno de estos puede probar su legitimidad, si se pretende apoyarla en semejante
título.
El primer monarca, como el último vasallo, sabe que son hijos
de Noé, nada más. Ni en Santo Tomás, ni en otro de los principales teólogos,
he podido encontrar esta teoría; y subiendo más arriba, no sé que se la pueda
fundar tampoco en la doctrina de los santos padres, en las tradiciones de
la Iglesia, ni en la Sagrada Escritura. Es por consiguiente una mera opinión
filosófica, cuya aclaración y, demostración corresponden a sus patronos; el
Catolicismo nada dice en pro ni en contra de ella.
Manifestado ya que el poder civil no reside en ningún hombre
por derecho natural, y sabiendo de otro lado que el poder viene ele Dios,
¿quién recibe de Dios este poder? ¿Cómo le recibe? Ante todo es necesario
advertir que la Iglesia católica reconociendo el origen divino del poder civil,
origen que se halla expresamente consignado en la Sagrada Escritura, nada
define, ni en cuanto a la forma de este poder, ni en cuanto a los medios de
que Dios se vale para comunicarlo. De manera que asentado el dogma católico,
resta todavía anchuroso campo de discusión para examinar quién recibe inmediatamente
este poder, y cómo se trasmite. Así lo han reconocido los teólogos al ventilar
esta cuestión importante; lo que debiera ser suficiente para disipar las prevenciones
de los que miran la doctrina de la Iglesia en este punto, como conducente
a la esclavitud de los pueblos.
453
La Iglesia enseña la obligación de obedecer a
las potestades legítimas, y añade que el poder por ellas ejercido dimana de
Dios; doctrinas
que convienen así a las monarquías absolutas como a las repúblicas; y que
nada prejuzgan ni sobre las formas de gobierno ni sobre los títulos particulares
de legitimidad. Estas últimas cuestiones son de tal naturaleza que no pueden
resolverse en tesis general; dependen de mil circunstancias, a las cuales
no descienden los principios universales, en que se fundan el buen orden y
el sosiego de toda sociedad.
Creo de tanta importancia la aclaración de las ideas en este
punto, presentando las doctrinas sobre él profesadas por los teólogos católicos
más esclarecidos, que conceptúo muy conveniente consagrar a este objeto un
capítulo entero.
ES SOBREMANERA instructivo e interesante el estudiar las
cuestiones de derecho público en aquellos autores, que sin pretensión dé pasar
por hombres de gobierno, ti, no abrigando por otra parte miras ambiciosas,
hablan sin lisonja ni amargura, y dilucidan con tanta tranquilidad y sosiego
estas materias, como si únicamente se tratase de teorías que tuviesen poca
aplicación, o cuyas consecuencias se limitasen a esfera poco importante. En
nuestra época casi no es dable abrir una obra sin que desde luego se trasluzca
en cuál de los partidos militantes está afiliado el autor; muy raro es si`
sus ideas no llevan el sello de una pasión o no sirven de bandera a particulares
designios; y fortuna, si a menudo no puede sospecharse que falto de convicciones,
se expresa de este o aquel modo, sólo porque conceptúa que así le conviene.
No sucede empero de esta manera con los escritores antiguos a que nos referimos;
es menester hacerles justicia.
454 Sus opiniones son concienzudas,
su lenguaje es leal y sincero; y sea cual fuere el juicio que de ellos se
forme, ora se los considere como verdaderos sabios, ora se los tache atrevidamente
de fanáticos e ignorantes, no es lícito dudar que sus palabras son veraces;
y que ya sea que estén dominados de una idea religiosa, ya sea que vayan en
pos cíe un sistema filosófico, su pluma es el órgano fiel de sus pensamientos.
Rousseau se propone buscar el origen de la sociedad y del poder civil,
y empieza el primer capítulo de su obra en estos términos: "el hombre
nace libre y en todas partes se halla en cadenas". ¿No conocéis desde
luego al tribuno bajo el manto del filósofo? ¿No columbráis que el escritor
en vez de dirigirse al entendimiento se endereza a las pasiones, hiriendo
la más delicada y revoltosa que es el orgullo? En vano se empeñaría el filósofo
en aparentar que sus doctrinas no intenta reducirlas a la práctica; el lenguaje
revela el designio.
En otro lugar, proponiéndose nada menos
que aconsejar a una gran nación, apenas comienza su tarea y ya arroja sobre
la Europa la tea incendiaria. "Cuando se lee, dice, la historia antigua,
créese uno trasladado a otro mundo, en medio de otros seres. Con los romanos
y los griegos, ¿qué tienen de común los franceses, los ingleses, los rusos?
Poco más que la figura. Las almas fuertes de aquéllos les parecen a éstos
exageraciones de la historia. Los que se sienten tan pequeños, ¿cómo podrían
pensar que han existido tan grandes hombres? Y sin embargo existieron; y eran
de nuestra misma especie.
¿Qué es lo que nos impide el ser como
ellos? Nuestras preocupaciones, nuestra baja filosofía, las pasiones del mezquino
interés concentradas con el egoísmo en todos los corazones, por instituciones
ineptas que jamás fueron obra del genio". (Consideraciones sobre el
gobierno de Polonia, Cáp. 2.)
¿No sentís qué
ponzoña destilan las palabras del publicista? ¿No palpáis que se propone algo
más que ilustrar el entendimiento? ¿No advertís con qué arte procura irritar
los espíritus zahiriéndolos y abochornándolos de la manera más indecente
y cruel?
Tomemos el otro extremo de la comparación
y véase con qué tono tan diferente comienza su explicación en la misma materia
3, sus consejos para bien gobernar, Santo Tomás de Aquino, en su opúsculo
De regimine principtnn *: "si el hombre debiese vivir solo, como
muchos de los animales, no necesitaría de nadie que le dirigiese a un fin,
sino que cada cual sería para sí mismo su propio rey bajo la autoridad de
Dios, rey supremo, en cuanto se dirigía a sí mismo en sus actos por medio
de la luz de la razón que le ha dado el Creador.
“La
gravedad y delicadeza de la materia no me permiten contentarme con presentar
solamente la traducción de los pasajes que me propongo insertar; por más que
haya cuidado de hacerla exacta y literal, no atreviéndome ni aun a corregir
el desaliño del estilo, y a riesgo de estropear algún tanto el habla castellana.
Quiero, pues, que el lector vea por sí mismo los textos originales, que por
ellos deseo que juzgue, y no por el mio.
[i]
456 Pero es natural al hombre el ser animal social y político,
y ha de vivir en comunidad, a diferencia de los otros animales; cosa que la
misma necesidad natural pone de manifiesto. A los demás animales les preparó
la naturaleza, el alimento, vestido de pelos, los medios de defensa, como
dientes, cuernos, uñas o al menos la velocidad para la fuga; mas al hombre
no le ha dotado de ninguna de estas cualidades; y en su lugar le ha concedido
la razón, por la cual, y con el auxilio de las manos, puede procurarse lo
que necesita.
Para alcanzar esto no basta un hombre
solo, pues ni se bastaría a sí mismo para conservar la propia vida: luego
es natural al hombre vivir en sociedad.
Además, a los otros animales les ha otorgado
la naturaleza la discreción de lo que les es útil o nocivo; así la oveja naturalmente
tiene horror a su enemigo el lobo. Hay también ciertos animales que naturalmente
conocen las yerbas que pueden servirles de medicina y otras cosas necesarias
a su conservación; pero el hombre de lo necesario a su vida no tiene conocimiento
natural, sino en común; en cuanto
con el auxilio de la razón puede llegar de los principios universales al conocimiento
de las cosas particulares necesarias a la vida humana.
No siendo, pues, posible que un hombre
solo alcance por sí mismo todos estos conocimientos, es necesario que el hombre
viva en sociedad, y que el uno ayude al otro, ocupándose cada cual en su respectiva
tarea: por ejemplo, uno en la medicina, otro en esto, otro en aquello. Declarase
lo mismo con mucha evidencia por la facultad propia del hombre que es el
hablar; por la cual puede comunicar a los demás todo su pensamiento. Los brutos
animales se expresan mutuamente sus pasiones en común, como el perro por su
ladrido la ira y los otros sus pasiones de diferentes maneras.
Y así el hombre es más comunicativo con
respecto a sus semejantes que otro cualquier animal, aun de aquellos que son
más inclinados a reunirse, como las grullas, las hormigas o las abejas. Considerando
esto Salomón, dice en el Eclesiastés: es mejor ser dos que uno, pues tienen
la ventaja de la mutua sociedad.
Si, pues, es natural al hombre el vivir
en sociedad, es necesario que haya entre ellos quien rija la multitud; pues
que habiendo muchos hombres reunidos y haciendo cada cual lo que bien le
pareciese, la multitud se disolvería si alguien no cuidaba del bien común;
como sucedería también al cuerpo humano y al de cualquier animal, no existiendo
una fuerza que le rigiese, mirando por el bien de todos los miembros.
457 Los
que, considerando Salomón dice: "donde no hay gobernador se disipará
el pueblo. En el mismo hombre el alma rige al cuerpo; y en el alma, las facultades irascible y concupiscible
son gobernadas por la razón.
Entre los miembros del cuerpo, hay también
uno principal que los mueve todos, como el corazón o la cabeza. Luego en toda
multitud ha de haber algún gobernante." Santo Tomás. De regimine principum,
Lib.1, Cáp.1)
Este pasaje tan notable por su profunda
sabiduría, por la claridad de las ideas, por la solidez de los principios,
por el rigor y exactitud de las deducciones, contiene en pocas palabras cuanto
decirse puede sobre el origen de la sociedad y del poder, sobre los derechos
que éste disfruta y las obligaciones a que está sometido, considerada la materia
en general, y a la sola luz de la razón.
Convenía en primer lugar hacer evidente
la necesidad de la existencia de las sociedades, y esto lo verifica el santo
doctor fundándose en un principio muy sencillo; el hombre es de tal naturaleza
que no puede vivir solo, luego ha menester reunirse con sus semejantes. ¿Queríase
un indicio de esta verdad fundamental? líelo aquí: el hombre está dotado del
habla, lo que es señal de que por la naturaleza misma está destinado a e comunicarse
con los demás, y por consiguiente a vivir en sociedad.
Probado ya que ésta es una necesidad imprescindible,
faltaba demostrar que lo era también un poder que la gobernase. Para esto
no excogita el Santo sistemas extravagantes, ni teorías descabelladas, ni
apela a suposiciones absurdas; bástale una razón fundada en la misma naturaleza
de las cosas, dictada por el sentido común y apoyada en la experiencia de
cada día; en toda reunión de hombres ha de haber un director, pues sin él
es inevitable el desorden y hasta la dispersión de la multitud; luego en
toda sociedad ha de haber un jefe.
Es necesario confesar que con esta exposición
tan sencilla y tan llana, se comprende mucho mejor la teoría sobre el origen
de la sociedad v del poder, que con todas las cavilaciones sobre los pactos
explícitos o implícitos; basta que una cosa esté fundada en la naturaleza
misma, basta verla demostrada como una verdadera necesidad, para concebir
fácilmente su existencia y la inutilidad de investigar con sutilezas v suposiciones
gratuitas lo que salta a la vista a la primera ojeada. No se crea, sin embargo,
que Santo Tomás desconociese el derecho divino, ignorando que en el pudiera
fundarse la obligación de obedecer a las potestades. En distintos lugares
de sus obras asienta esta verdad:
pero lo hace de manera que no olvida el derecho natural y el humano, que en
este punto se combinan y hermanan con el divino, sólo que éste es una confirmación
y sanción de aquéllos.
458 Así deben interpretarse aquellos textos del santo doctor
en que atribuye al derecho humano el poder civil, contraponiendo el orden
de éste al orden de la gracia. Por ejemplo, tratando la cuestión de sí los
infieles pueden tener prelación o dominio sobre los fieles, dice
[ii]
*: "donde se ha de considerar que el dominio o prelación se han
introducido por el derecho humano, pero la distinción de los fieles e infieles
es de derecho divino. El derecho divino que dimana de la gracia no quita el
derecho humano que proviene de la ratón natural; y por esto la distinción
de los fieles e infieles considerada en sí no quita el dominio y prelación
de los infieles sobre los fieles."
Buscando en otro lugar si el príncipe
apóstata de la fe pierde por este hecho el dominio sobre sus súbditos, de
manera que no estén obligadas a obedecerle, se expresa de esta suerte **:
[iii]
"como se ha dicho
más arriba, la infidelidad de por sí, no repugna al dominio; pues que el dominio
se ha introducido por el derecho de gentes, que es derecho humano, y la distinción
de los fieles e infieles es de derecho divino, el cual no quita el derecho
humano."
Más abajo, investigando si el hombre tiene obligación de obedecer
a otro, dice ***
[iv]
: "así como las acciones de las cosas naturales proceden
de las potencias naturales, así también las operaciones humanas proceden de
la voluntad humana. En las cosas naturales fué conveniente que las superiores
moviesen a las inferiores a sus acciones respectivas, por la excelencia de
la virtud natural que Dios les ha dado; y así es necesario también que en
las cosas humanas los superiores muevan a los inferiores por medio de la
voluntad, en fuerza de la autoridad ordenada por Dios.
459
El mover por medio de la razón y de la
voluntad es mandar; .y así como por el mismo orden natural instituido por
Dios, en la naturaleza las cosas inferiores están por necesidad sujetas a
la moción de las superiores, así también en las humanas los inferiores deben,
por derecho natural y divino, obedecer a sus superiores." En la misma
cuestión, buscando si la obediencia es virtud especial, responde *
[v]
: "que el obedecer al superior es un deber conforme al orden
divino comunicado a las cosas."
En el artículo sexto, proponiéndose la
cuestión de si los cristianos están obligados a obedecer a las potestades
seculares, dice'*
[vi]
: "la fe de Cristo
es el principio y la causa de la justicia, según aquello de la carta a los
romanos, Cáp. 3: "la justicia
de Dios por la fe de Jesucristo"; y así por esta fe no se quita el orden
de la justicia, sino más bien se le afirma.
Este orden requiere que los
inferiores obedezcan a sus superiores; pues de otra manera no podría conservarse
la sociedad humana; y por esto la fe de Cristo no exime a los fieles de la
obligación de obedecer a las potestades seculares."
He citado con alguna extensión estos notables pasajes de Santo Tomás,
para que se viera que no entiende el derecho divino en ningún sentido extraño,
como los enemigos de la religión católica han querido achacarnos; y que antes
bien salvado el dogma tan expresamente consignado en el sagrado texto, considera
el derecho divino como una confirmación y sanción del natural y humano.
Sabido es que por
espacio de seis siglos han mirado los doctores católicos la autoridad de Santo
Tomás como altamente respetable en todo lo que concierne al dogma y a la moral;
por lo que, de la propia suerte que él asienta el deber de obedecer a las
potestades como fundado en el derecho natural, divino y humano, afirmando
que en Dios se halla el origen de toda potestad, sin descender, empero, a
decidir dogmáticamente si este poder le comunica Dios mediata o inmediatamente
a los qué lo ejercen, y dejando anchuroso terreno
donde las opiniones humanas pudiesen campear sin alteración de la pureza de
la fe, así también los doctores más eminentes que le han sucedido en las cátedras
católicas, se han contentado con establecer y sustentar el dogma, sin extenderlo
más allá de lo que conviene, anticipándose temerariamente a la autoridad de
la Iglesia.
460 En prueba de lo que acabo de decir, insertaré algunos textos
de teólogos notables. El cardenal Belarmino se expresa en estos términos *:
"es cierto que la potestad política viene de Dios,
de quien sólo dimanan las cosas buenas y lícitas, lo que prueba San Agustín
en casi todos los libros 4º y 5°
de la Ciudad de Dios. Pues
que la sabiduría de Dios clama en el libro de los Proverbios, Cáp. 8: "por mí reinan los reyes"; y más abajo: "por mí
imperan los príncipes."
Y el profeta Daniel en el capítulo 2:
"el Dios del cielo te dio el reino y el imperio"; y el mismo profeta
en el Cáp. 4: "habitarás con las bestias y las fieras, comerás
heno como el buey; caerá sobre ti el rocío del cielo, se mudarán sobre ti
siete tiempos, hasta que sepas que el Altísimo domina sobre el reino de los
hombres, y lo da a quien quiere."
Probado ya con la autoridad de la Sagrada
Escritura el dogma de que la potestad civil dimana de Dios, pasa el escritor
a explicar el sentido en que debe entenderse esta doctrina, diciendo **:
[vii]
"Pero aquí es menester hacer algunas observaciones.
En primer lugar, que la potestad política considerada en general, no descendiendo
en particular a la monarquía, aristocracia o democracia, dimana inmediatamente
de solo Dios; pues que estando aneja por necesidad a la naturaleza del hombre,
procede de aquel que hizo la misma naturaleza del hombre. Además, esta potestad
es de derecho natural, pues que no depende del consentimiento de los hombres;
dado que quieran o no quieran deben tener un gobierno, a no ser que deseen
que el género humano perezca, lo que es contra la inclinación de la naturaleza.
461
Es así que el derecho de la naturaleza
es derecho divino, luego por derecho divino se ha introducido también la gobernación;
y esto es, según parece, lo que propiamente quiere significar el Apóstol en
la carta a los Romanos, Cáp. 13, cuando dice: "quien resiste a
la potestad resiste a la ordenación de Dios."
Con esta doctrina viene al suelo toda
la teoría de Rousseau que hace depender de las convenciones humanas la existencia
de la sociedad y los derechos del poder civil; caen también los absurdos
sistemas de algunos protestantes y demás herejes sus antecesores, que invocando
la libertad cristiana pretendieron condenar todas las potestades. No; la existencia
de la sociedad no depende del consentimiento del hombre; la sociedad no es
obra del hombre; es la satisfacción de una necesidad imperiosa, que siendo
desatendida, acarrearía la destrucción del género humano.
Dios al criarle no le entregó a merced del acaso; le concedió el
derecho de satisfacer sus necesidades y le impuso el deber de cuidar de la
propia conservación; luego la existencia del género humano envuelve también
la existencia del derecho de gobernar y de la obligación de obedecer. No cabe
teoría más clara, más sencilla, más sólida.
¿Qué? ¿Se dirá también que es depresiva de la dignidad humana y enemiga
de la libertad? ¿Es por ventura mengua para el hombre el reconocerse criatura
de Dios, el confesar que de él ha recibido lo necesario para su conservación?
La intervención de Dios, ¿bastará para coartar la libertad del hombre? ¿No
podrá ser libre sin ser ateo?
Es absurdo el afirmar que sea favorable
a la esclavitud una doctrina que nos dice: "Dios no quiere que viváis
como fieras, os manda que estéis reunidos en sociedad, y para este objeto
os manda también que viváis sometidos a una potestad legítimamente establecida."
Si esto se apellida opresión y esclavitud,
nosotros la deseamos; abdicamos con mucho gusto el derecho que se pretende
otorgarnos de andar errantes por los bosques a manera de brutos: la verdadera
libertad no existe en el hombre cuando se le despoja del más bello timbre
de su naturaleza, que es obrar conforme a la razón. Visto ha cómo entiende
el derecho divino el esclarecido intérprete que nos ocupa, veamos cuáles son
las aplicaciones que hace de este derecho y de qué manera, según su opinión,
comunica Dios la potestad civil al encargado de ejercerla. Después de las
palabras citadas más arriba,
continúa*.
[viii]
462 "En segundo lugar,
nótese que esta potestad reside inmediatamente como en su sujeto, en
toda la multitud; porque esta potestad es de derecho divino. Este derecho
no ha dado dicha potestad a ningún hombre particular, luego la ha dado a la
multitud; y además quitado el derecho positivo, no hay más razón porque entre
muchos iguales domine uno más bien que otro, luego la potestad es de toda
la multitud. Por fin la sociedad humana debe ser república perfecta, luego
debe tener la potestad de conservarse y por consiguiente de castigar a los
perturbadores de la paz."
La doctrina que precede nada tiene de común con las desatentadas
doctrinas de Rousseau y sus secuaces; y sólo podrían confundir cosas tan diferentes
los que jamás hubiesen saludado el estudio del derecho público. En efecto:
lo que asienta el cardenal en el citado pasaje, de que la potestad reside
inmediatamente en la multitud, no se opone a lo que enseña poco antes
de que el poder viene de Dios y no nace de las convenciones humanas.
Podría formularse su doctrina en estos términos: supuesta una reunión
de hombres, haciendo abstracción de todo derecho positivo, no hay ninguna
razón por que uno cualquiera de entre ellos pueda arrogarse el derecho de
gobernarlos. No obstante, este derecho existe, la naturaleza indica su necesidad.
Dios prescribe que haya un gobierno; luego en esta reunión de hombres
existe la legítima facultad de instituirlo. Para mayor aclaración de las ideas
del ilustre teólogo, supóngase que un número considerable de familias, del
todo iguales entre sí, y enteramente independientes unas de otras,
son arrojadas por una tempestad a una isla enteramente desierta.
La nave ha zozobrado, no hay esperanza
ni de volver al punto de que salieron, ni de llegar al otro adonde se encaminaban;
toda comunicación con el resto de los hombres se les ha hecho imposible;
preguntamos: ¿esas familias pueden vivir sin gobierno?
No; ¿alguna de ellas tiene derecho a gobernar
a las otras? Es claro que no; ¿algún individuo puede tener semejante pretensión?
Es evidente que no; ¿tienen derecho de instituir este gobierno que necesitan?
Es cierto que sí; luego en aquella multitud representada por los padres de
familia o de otra manera, reside la potestad civil con el derecho de ser trasmitida
a una o más personas, según se juzgare conveniente.
463 Difícil será que pueda
objetarse nada sólido a la doctrina de Belarmino presentada desde este punto
de vista. Que éste es el verdadero sentido tic sus palabra, se infiere de
las observaciones que presenta a continuación *:
[ix]
"En tercer lugar, nótese que esta potestad la multitud la transfiere
a una persona o a muchas, por el mismo derecho de la naturaleza; pues que
la república no pudiendo ejercerla por sí misma, está obligada a comunicarla
a uno solo; o bien a algunos pocos; y así de esta manera la potestad de los
príncipes considerada en general, es derecho natural y divino; y el mismo
género humano, aun cuando se reuniese todo, no podría establecer lo contrario;
a saber, que no existiesen príncipes o gobernantes."
Salvándose, empero, el principio fundamental, queda a la sociedad,
según la opinión de Belarmino: amplio derecho de establecer la forma de gobierno
que bien le pareciere. Lo que debería bastar para desvanecer los cargos que
se lean hecho a la doctrina católica, de que favorecía la esclavitud; puesto
que si con ella pueden avenirse todas las formas de gobierno, es bien claro
que es una calumnia el apellidarla incompatible con la libertad. Véase cómo
el citado autor prosigue explicando este punto
[x]
"Cuarto, nótese que, en particular, las formas de gobierno son de derecho
de gentes, no de derecho natural; pues que depende del consentimiento de la
multitud el constituir sobre sí o rey o cónsules u otros magistrados, como
es bien claro; y mediando causa legítima puede la multitud mudar el reino
en Aristocracia o Democracia y viceversa, como leemos que se hizo en Roma.
[xi]
464 "Quinto, nótese que de lo dicho se infiere
que esta potestad en particular viene de Dios, pero mediante el consejo
y elección humana como todas las demás cosas que pertenecen al derecho de
gentes; pues que el derecho de gentes es como una conclusión deducida del
derecho natural por el discurso humano.
De lo que se infieren dos diferencias
entre la potestad política y la eclesiástica: una por parte del sujeto, pues
que la política está en la multitud y la eclesiástica en un hombre como en
su sujeto inmediatamente; otra por parte de la causa, pues que la política
considerada generalmente es de derecho divino y en particular es de derecho
de gentes, pero la eclesiástica es de todos modos de derecho divino y dimana
inmediatamente de Dios.
Las últimas palabras que se acaban de
leer manifiestan bien claro con cuánta verdad dije más arriba que los teólogos
entendían de un modo muy diferente el derecho divino, según se aplicaba al
poder civil o al eclesiástico.
Y no se crea que la doctrina hasta aquí
expuesta sea particular del cardenal Belarmino; le siguen en este punto la
generalidad de los teólogos; y he preferido aducir su autoridad, porque, siendo
tan adicto como es a la Sede romana, si ésta se hallase tan imbuida en los
principios del despotismo como se ha querido suponer, se señalarían sin duda
en esta parte los escritos de dicho teólogo.
No es difícil prever lo que se objetará
a lo que estoy exponiendo: diráse, sin duda, que Belarmino tenía por blanco
principal el ensalzar la autoridad del Sumo Pontífice; y que con esta mira
procuraba deprimir el poder de los reyes, para que desapareciese o se eclipsase
todo cuanto podía oponer resistencia a la autoridad de los papas.
No entraré ahora en un examen de las opiniones
de Belarmino sobre las relaciones de las dos potestades; esto me desviaría
de mi intento; y además, puntos hay de derecho civil y eclesiástico que a
la sazón excitaban grande interés por motivo de las complicadas circunstancias
de la época, y que en la actualidad lo ofrecerían muy escaso, por la profunda
mudanza que se ha verificado en las ideas y el diferente rumbo que han tomado
los acontecimientos.
Responderé no obstante a la dificultad
indicada, haciendo dos observaciones muy sencillas. Primera: no se trata aquí
de las intenciones que pudiera abrigar Belarmino al exponer su doctrina, sino
de saber ésta en qué consiste. Sea por el motivo que fuere, siempre se verifica
que un autor de muy esclarecida nota, cuyo dictamen es de mucho peso en las
escuelas católicas, que escribía en Roma, que no vio condenadas sus obras,
que antes bien estuvo rodeado de consideraciones y honores; este teólogo,
repito, al explicar la doctrina de la Iglesia sobre el origen divino de la
potestad civil, lo hace en tales términos que, afianzando el buen orden de
la sociedad, en nada contribuye a cercenar la libertad de los pueblos,
465 El cargo se dirigía
contra Roma, y con esto Roma queda vindicada. Segunda: el cardenal Belarmino
no profesa aquí una opinión aislada, están de su parte la generalidad de los
teólogos; luego, cuanto se diga contra su persona, nada prueba contra sus
doctrinas. Entre los muchos otros autores que podría citar escogeré algunos
pocos que sean la expresión de diferentes épocas; y supuesto que en obsequio
de la brevedad me es indispensable ceñirme a estrechos límites, ruego al lector
que por sí mismo recorra las obras de los teólogos y moralistas católicos,
para asegurarse de su manera de pensar sobre esta cuestión importante.
He aquí cómo explica Suárez el origen
del poder:
[xii]
"En esto, parece
que la opinión común es que Dios, como autor de la naturaleza, da esta potestad;
de suerte que los hombres como que disponen la materia y. forman sujeta capaz
de esta potestad; y, Dios como que da la forma dando esta potestad."
(De Legibus, lib. 3, Cáp. 3.)
Continúa desenvolviendo
su doctrina, apoyándola con las razones que suelen alegarse en esta materia,
y pasando a deducir las consecuencias de ella, explica cómo la sociedad que,
según él, recibe inmediatamente el poder de Dios, le comunica a determinadas
personas y añade:
[xiii]
"En segundo lugar,
síguese de lo dicho que la potestad civil, siempre que se la encuentra en
un hombre o príncipe, ha dimanado por derecho legítimo y ordinario del pueblo
y comunidad o próxima o remotamente, y que no se la puede tener de otra manera,
para que sea justa." (Ibíd.,
Cáp.. 4.)
Quizás no todos los lectores tendrán noticia
de que fuera un jesuita, y español, el que sostuviese nada menos que contra el rey de Inglaterra
en persona, la doctrina de que los príncipes reciben el poder mediatamente
de Dios e inmediatamente del pueblo.
Este jesuita es el mismo Suárez y la obra a que aludo se titula
[xiv]
: "Defensa de
la fe católica y, apostólica contra los errores de la secta. Anglicana,
con una respuesta a la apología que por el juramento de fidelidad ha publicado
el serenísimo rey de Inglaterra Jacobo, por el P. D. Francisco Suárez, profesor
en la Universidad de Coimbra, dirigida a los serenísimos reyes y príncipes
católicos de todo el mundo cristiano."
En el libro 3, Cáp.. 2, en que se propone la cuestión de si el principado político
proviene inmediatamente de Dios o de la institución divina, dice:
"en lo que el serenísimo rey no sólo opina de
una manera nueva Y singular, sino que ataca con acrimonia al cardenal Belarmino,
por haber afirmado que los reyes no han recibido de Dios la autoridad inmediatamente,
como los pontífices".
Afirma, pues, el mismo, que el rey no
tiene su poder del pueblo, sino inmediatamente de Dios, y procura persuadir
su parecer con argumentos y ejemplos cuyo peso examinaré en el siguiente capítulo.
"Aun cuando esta controversia no pertenezca directamente a los dogmas de
fe (pues que nada puede manifestarse definido en ella, ni por la Sagrada Escritura,
ni por la tradición de los padres),
no obstante conviene tratarla y explicarla con cuidado: ya porque puede
ser ocasión de errar en otros dogmas; ya porque la dicha opinión del rey,
según él la establece y explica, es nueva y singular y parece inventada para
exagerar la potestad temporal y debilitar la espiritual; ya también porque
conceptuarnos que la opinión del ilustrísimo Belarmino es antigua, recibida,
verdadera y necesaria."
467 No se crea que estas opiniones fueran hijas de las circunstancias
de la época, y que apenas nacidas desapareciesen de las escuelas de los
teólogos.
Sería muy fácil citar crecido número de autores en apoyo de las mismas,
con lo que se manifestaría la verdad de lo que dice Suárez, de que el dictamen
de Belarmino era recibido y antiguo; y además se echaría de ver, que continuó
admitida como cosa muy corriente, sin que se la notase de contrario en algo
a las doctrinas católicas, ni aun de que pudiese acarrear algún riesgo a la
estabilidad de las monarquías.
En confirmación de lo que acabo de decir,
insertaré algunos pasajes de escritores distinguidos, con lo que se pondrá
de manifiesto que en Roma esta manera de explicar el derecho divino no se
ha mirado nunca como cosa sospechosa; y que en Francia y España, donde tan
profundas raíces había echado la monarquía absoluta, tampoco era considerada
dicha opinión como peligrosa a la seguridad de los tronos. Había transcurrido
ya muchísimo tiempo y desaparecido, por consiguiente, la situación crítica
que pudiera influir más o menos en el giro de las opiniones, y notamos que
todavía continúan los teólogos sosteniendo las mismas doctrinas.
Así vemos que el cardenal Gotti, que escribía en el primer tercio
del siglo pasado, en su Tratado de las Leyes, da por supuesta la opinión
indicada, no deteniéndose siquiera en confirmarla*
[xv]
: "En la teología moral de Herman Busembaum, comentada
por San Alfonso de Ligorio en el libro 1, tratado 2 de las leyes, Cáp.. 1, duda 2, párrafo
104, se dice expresamente: "es cierto que
hay en los hombres la potestad de hacer leyes; pero esta potestad, en cuanto
a las civiles, a nadie compete por la naturaleza, sino a la comunidad de los
hombres, la cual la transfiere a uno o a muchos a fin de que gobiernen la
misma comunidad."
Para que no se diga que solamente cito
autores jesuitas, y no se sospeche que quizás estas doctrinas no pertenezcan
sino a los casuistas, insertaré pasajes notables de otros teólogos, que no
son ni casuístas ni apasionados de los jesuitas. El padre Daniel Concina,
que escribía en Roma al promediar el último siglo, sostiene la misma doctrina
como admitida generalmente.
34 En su Teología cristiana dogmático-moral, en la edición
de Roma de 1768, se expresa en estos términos *:
[xvi]
"Comúnmente todos los escritores
hacen derivar de Dios el origen del poder supremo, lo que declaró Salomón
en el libro de los Proverbios, Cáp.. 8, diciendo: "por mí reinan los reyes, y los legisladores
decretan cosas justas."
Y a la verdad, así como los príncipes
inferiores dependen de la majestad superior terrena, así es necesario que
ésta dependa del supremo rey y Señor de los señores. Disputan les teólogos
y los jurisconsultos si esta potestad suprema viene próximamente de
Dios, o sólo remotamente.
Pretenden muchos que dimana de Dios inmediatamente,
porque no puede dimanar de los hombres, ni considerándolos reunidos,
ni separados; pues que todos los padres de familia son iguales y cada uno
de ellos sólo tiene con respecto a la propia familia, una potestad económica,
por lo cual no pueden conferir a otro la civil y política, de que ellos mismos
carecen.
Además, si la comunidad, como superior,
hubiese comunicado a uno o a muchos la dicha potestad, podría revocarla cuando
bien le pareciese, pues que el superior es libre de retirar las facultades
otorgadas a otro, lo que acarrearía grave detrimento a la sociedad.
469 "Al contrario;
disputan algunos, y ciertamente con más probabilidad y verdad, advirtiendo
que realmente toda potestad viene de Dios, pero añaden que no se comunica
a ningún hombre particular inmediatamente, sino mediante el
consentimiento de la sociedad civil. Que esta potestad reside inmediatamente,
no en ningún particular, sino en toda la colección de los hombres, lo
enseña expresamente Santo Tomás, 1, 2, qu. 90, art. 3, ad 2, y qu. 97, art. 3, ad 3, a quien siguen
Domingo Soto, lib.1, qu.1, art.3, Ledesma, 2part., qu.18, art.3. Covarrubias in pract., Cáp.. 1.
La razón de esto es evidente; porque todos
los hombres nacen libres con respecto al imperio civil, luego, ninguno tiene
potestad civil sobre otro; no residiendo, pues, ésta ni en cada uno de ellos
ni en ninguno determinadamente, síguese que se halla en toda la colección
de los hombres.
Cuya potestad no la confiere Dios por
ninguna acción particular distinta de la. creación, sino que es como una propiedad
que sigue la recta razón, en cuanto ésta ordena que los hombres reunidos moralmente
en uno, prescriban por medio de consentimiento expreso o tácito el modo de
dirigir, conservar y defender la sociedad."
Conviene notar que cuando el padre Concina
habla en este lugar de consentimiento tácito o expreso, no se refiere
a la misma existencia de la sociedad, ni del poder que la gobierna, sino únicamente
al modo de ejercer este poder, para dirigir, conservar y defender la
misma sociedad.
Su opinión, pues, coincide con la de Belarmino:
la sociedad y la potestad son de derecho divino y natural; sólo es de derecho
humano el modo de constituir la primera y de transmitir y ejercer la segunda.
Explicado el sentido en que debe entenderse que la potestad civil viene de
Dios, pasa a resolver la cuestión que se había propuesto, sobre el modo con
que aquella potestad reside en los reyes, príncipes u otros supremos gobernantes;
y se expresa de este modo *:
[xvii]
35 Aquí se infiere que la potestad que reside
en el príncipe, en el rey o en muchos, sean nobles o plebeyos, dimana de la
misma comunidad, próxima o remotamente; pues que esta potestad no viene inmediatamente
de Dios, lo que deberla constarnos por particular revelación, como sabemos
que Saúl y David fueron elegidos por Dios. "Así tenemos por falsa la
opinión que afirma que Dios confiere inmediata y próximamente esta potestad
al rey, al príncipe o a cualquier gobernante supremo, excluido el consentimiento
tácito o expreso de la república.
Aunque esta disputa versa más bien sobre las palabras que sobre las
cosas; porque esta potestad viene de Dios, autor de la naturaleza, en cuanto
dispuso y ordenó que la misma república, para la conservación y defensa de
la sociedad, confiriese a uno o a muchos la potestad del gobierno supremo.
Hecha la designación de la persona o personas que hayan de mandar,
se dice que esta potestad proviene de Dios, en cuanto la sociedad misma está
obligada por derecho natural y divino a obedecer al que impera.
Porque en efecto Dios ha ordenado que
la sociedad esté gobernada por uno o muchos. Y de esta suerte se concilian
todas las opiniones, y se exponen en su verdadero sentido los oráculos ele
las Escrituras: "quien resiste a la potestad, resiste a la ordenación
de Dios"; "todo poder viene de Dios"; "Estad sujetos a
toda criatura por Dios, sea al rey, etc."; "no tendrías en mí potestad
alguna, si no te hubiese sido dada de lo alto"; cuyos testimonios, y
otros semejantes, convencen que Dios, como supremo moderador de todas las
cosas, lo dispone y ordena todo.
Pero no se excluyen por esto las operaciones
y consejos humanos, como sabiamente interpretan San Agustín y San Juan Crisóstomo."
El padre Billuart, que vivía en la primera mitad del siglo pasado, y por consiguiente
en una época en que las tradiciones altamente monárquicas del siglo de Luís
XIV estaban en todo su vigor, escribía sobre estas materias en el mismo sentido
que los teólogos que se acaban de citar.
471 En su obra teológico-moral, que hace cerca de un sigla anda
en manos de todo el mundo, se expresa de esta suerte *:
[xviii]
"Digo en primer lugar que la potestad legislativa compete
a la comunidad o a aquel que cuide de la misma comunidad", después de
haber citado a Santo Tomás, y a San Isidoro, continúa: "pruébase primero
con la razón; el hacer leyes pertenece a aquel a quien incumbe el mirar por
el bien común, porque, como se ha dicho ya, este bien es el fin de las leyes;
toca a la comunidad, o a quien cuida de ella, el mirar por el bien común,
pues así como el bien particular es un fin proporcionado al agente particular,
así el bien común es un fin proporcionado a la comunidad o a aquel que ejerce
sus veces; luego el hacer leyes pertenece a aquélla o a éste.
Confirmase
lo dicho. La ley tiene fuerza de mando y de coacción;
es así que ningún particular tiene esta fuerza para mandar a la multitud
o hacerle coacción, sino tan solamente ella misma o aquel que la rige, luego
a éstos pertenece la potestad legislativa."
Previas estas reflexiones, se propone
el mismo una dificultad, por la demasiada extensión que al parecer acaba de
otorgar a los derechos de la multitud; y con esta ocasión desenvuelve más
y más su sistema. **
[xix]
"Se me objetará, dice, que el mandar y el forzar es
propio del superior, lo que no puede hacer la comunidad no siendo superior
a sí misma; a esto responderé, distinguiendo; la comunidad considerada bajo
el mismo respecto no es superior a sí misma, pero sí lo es bajo un respecto
diverso.
472 La comunidad puede ser considerada o colectivamente,
a manera de cuerpo moral, y así es superior a sí misma mirada distributivamente
en cada uno de sus miembros.
Además, puede ser considerada en cuanto
ejerce las veces de Dios, de quien dimana toda potestad legislativa, según
aquello de los Proverbios: "por mi reinan los reyes, y los legisladores
decretan cosas justas", o en cuanto es capaz de ser gobernada en orden
al bien común; considerada del primer modo, es superior y legisladora; considerada
del segundo, es inferior y susceptible de ley."
Como esta explicación pudiera dejar todavía
cierta oscuridad, entra más a fondo en el examen del origen de las sociedades,
y de la potestad civil, procurando manifestar cómo se hallan de acuerdo en
este punto el derecho natural, el divino y humano, y deslinda lo que pertenece
a cada uno de ellos; continuando como sigue: *
[xx]
"Para que esto se entienda con más
claridad se ha de observar que a diferencia de los animales nace el hombre
destituido de muchas cosas necesarias al cuerpo y al alma, para las cuales
necesita la compañía y ayuda de los demás; y por consiguiente es por su misma
naturaleza animal social. Esta sociedad, que la naturaleza y la razón natural
le dictan como necesaria, no puede subsistir por mucho tiempo sin algún poder
que la gobierne, según aquello de los Proverbios: "donde no hay gobernador el pueblo caerá.”
473 De lo que se infiere que Dios, que concedió esta naturaleza,
le otorgó al mismo tiempo la potestad gubernativa y legislativa; pues quien
da la forma, da también aquellas cosas que esta forma exige por necesidad.
Pero como esta potestad gubernativa y
legislativa no puede fácilmente ejercerla toda la multitud, pues que sería
difícil que todos y cada uno de los que la forman pudiesen reunirse, siempre
y cuando se hubiese de tratar de los asuntos necesarios al bien común o establecer
leyes, por esto suele la multitud transferir su derecho o potestad gubernativa,
o a algunos del pueblo tornados de todas las clases, lo que se llama
democracia, o
a pocos nobles, lo que se denomina aristocracia, o a uno tan solamente, o para sí o también
para sus sucesores por derecho hereditario, lo que se apellida monarquía. De lo que se sigue que toda potestad
viene de Dios, como dice el Apóstol en la carta a los romanos, Cáp.. 13.
Cuya potestad reside en la comunidad inmediatamente y por derecho
natural; pero en los reyes y demás gobernantes, tan sólo mediatamente
y por derecho humano; a no ser que el mismo Dios confiera inmediatamente
a algunos esta potestad, como la confirió a Moisés sobre el pueblo de Israel,
y como la dio Cristo al Sumo Pontífice sobre toda la Iglesia."
Nada más curioso que la ninguna alarma
que daban a nuestros gobiernos absolutos estas doctrinas de los teólogos;
no tan sólo antes de la revolución de Francia, sino también después de ésta,
y aun durante lo que se llama la ominosa década. Sabido es que el Compendio
Salmanticense corría con mucha aceptación en nuestro país en dicho tiempo
y que servía de texto en las cátedras de moral de las universidades y colegios.
Los que declaman incesantemente contra
dicha temporada, imaginándose que no era dable enseñar otras doctrinas que
las favorables al más estúpido despotismo, oigan lo que dice el citado autor,
que a la sazón andaba en manos de todos los jóvenes destinados a la carrera
eclesiástica.
Después de haber establecido que existe
entre los hombres un poder civil legislativo, continúa *:
[xxi]
"preguntarás, en segundo lugar, ¿si esta potestad civil
la recibe de Dios el príncipe? 1
474 Respuesta:
todos afirman que dicha potestad los príncipes la tienen de Dios; pero se
dice con más verdad que ellos no la reciben inmediatamente , sino
mediante el consentimiento del pueblo; pues que todos los hombres son
iguales en naturaleza, y por naturaleza no hay superior ni inferior; y ya
que ésta a nadie dió potestad sobre otro, esta potestad la ha dado Dios a
la comunidad, la cual juzgando que le sería mejor el ser gobernada por una
o muchas determinadas personas, la transfirió a uno o a muchos, para que la
rigiesen, como dice Santo Tomás, l. 2, qu. 90, art. 3, ad 2.
"De este principio natural
nacen las diferencias del régimen civil; porque si la república transfirió
toda su potestad a uno solo, se llama régimen monárquico; si la confirió
a los nobles del pueblo, se apellida régimen aristocrático; pero si el pueblo
o la república retiene para sí esta potestad, toma el nombre de régimen democrático.
Tienen, pues, los príncipes recibida de Dios la potestad de mandar, porque
supuesta la elección hecha por la república, Dios confiere al príncipe ese
poder que estaba en la comunidad. De lo que se sigue que el príncipe rige
y gobierna en nombre de Dios, y que quien le resiste, resiste la ordenación
de Dios, como dice el Apóstol en el lugar citado.".
475
CONSIDERANDO
la doctrina del derecho divino en sus relaciones con la sociedad, es
menester distinguir los dos puntos principales que encierra:
1° el origen divino del poder civil;
2º el modo con que Dios comunica este
poder.
Lo primero pertenece al dogma, a ningún
católico le es lícito ponerlo en duda; lo segundo está sujeto a cuestión
y salvo la fe, pueden ser varias las opiniones. En orden al derecho divino,
considerado en sí, está de acuerdo con el Catolicismo la verdadera filosofía.
En efecto, si el poder civil no viene de Dios, ¿qué origen se le podrá señalar?
¿En qué principio sólido será posible apoyarle?
Si el hombre que lo ejerce no hace estribar
en el cielo la legitimidad de su mando, todos los títulos serán impotentes
para escudar su derecho. Este derecho será radicalmente nulo, y con nulidad
imposible de revalidar.
Suponiendo que la autoridad viene de Dios, concebimos fácilmente
el deber de someternos a ella; esta sumisión en nada ofende nuestra dignidad;
pero en el caso contrario, vemos la fuerza, la astucia, la tiranía, nada de
razón, nada de justicia; necesidad quizá de someterse, obligación ninguna.
¿Con qué título pretende mandarnos otro hombre? ¿Por la superioridad
de su inteligencia? ¿Quién ha decidido la contienda adjudicándole la palma?
Además, esta superioridad no funda un
derecho; en ciertos casos podrá sernos útil su dirección, pero no obligatoria.
¿A causa de sus mayores fuerzas? En tal caso el rey del mundo entero debiera
ser el elefante. ¿Como más rico? La razón y la justicia no están en los metales;
desnudo nació el rico y cuando baje al sepulcro no llevará sus riquezas; sobre
la tierra pudieron servirle de medios para adquirir el poder, mas no de títulos
para legitimarle.
¿En fuerza de las facultades otorgadas por otros hombres? ¿Quién
los constituyó nuestros procuradores? ¿Dónde está su consentimiento? ¿Quién
reunió sus votos? Y nosotros y ellos, ¿cómo nos lisonjeamos de tener las grandes
facultades que supone el ejercicio del poder civil?
38
Careciendo de ellas,
¿cómo podemos delegarlas? Ofrécese aquí la doctrina que busca el origen del
poder en la voluntad de los hombres; suponiendo que es resultado de un pacto,
en que se han convenido los individuos en dejarse cercenar una parte de la
libertad natural, con la mira de disfrutar de los beneficios a que los brinda
la sociedad. En este sistema, los derechos del poder civil, así como los deberes
del súbdito, están fundados únicamente sobre un pacto, el cual no se diferencia
en nada de los contratos comunes, sino en la naturaleza y amplitud de su objeto.
Por manera que, en tal caso, el poder dimanaría de Dios tan sólo
en un sentido general, en cuanto de él dimanan todos los derechos y deberes.
Los que han explicado de esta suerte el origen del poder, no siempre han
coincidido con Rousseau; el contrato del filósofo de Ginebra nada tiene que ver con
el pacto de que se habla en otros libros.
No es éste el lugar de entrar en un cotejo
de la doctrina de Rousseau con la de dichos escritores; baste recordar que fundándose
en el pacto, ellos quieren llegar a establecer los derechos del poder civil
tales como los ha entendido hasta ahora el buen sentido de la humanidad; cuando
al contrario, el autor del Contrato Social se propone resolver en su
libro el problema siguiente, que él llama fundamental; he aquí sus propias
palabras: "Encontrar
una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común la
persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo, y quede tan libre como
antes".
Tal es el problema fundamental, de que
el Contrato Social da la solución.
Esta algarabía de no obedecer más que
a sí mismo, de haber pactado y quedar tan libre como antes, no necesita
comentarios, sobre todo si se advierte que, según nos dice el autor a renglón
seguido: "las
cláusulas de este contrato son de tal suerte determinadas por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría vanas y de ningún
efecto". (Lib. 1, Cáp.. 6).
No ha sido,
pues, la mente de Rousseau la de otros escritores que han hablado de pactos para explicar
el origen del poder: éstos se proponían buscar una teoría para apoyarle; aquél
intentaba reducir a cenizas todo lo existente y poner en combustión la sociedad.
El que tuvo la extraña ocurrencia de presentárnosle en su tumba del Panteón
con la puerta entreabierta, y sacando la mano con una antorcha encendida,
imaginó un emblema quizá más significativo y verdadero de lo que él se figuraba.
Ya se deja entender que el artista pretendería expresar que Rousseau alumbraba el mundo, aun después de su muerte; pero debiera
recordar que el fuego representa también al incendiario.
477 La Harpe había dicho: "su palabra es fuego, pero
fuego asolador". Sa parole est un feu, mais
un feu qui ravage. Volviendo a
la cuestión, observaré que la doctrina del pacto es impotente para cimentar
el poder; pues que no es bastante a legitimar ni su origen ni sus facultades.
Es evidente, en primer lugar, que el pacto
explícito no ha existido jamás; y que, cuando le supongamos en la formación
de una sociedad reducida, no ha podido obtener el consentimiento de todos
los individuos. Los jefes de las familias fueron los únicos que habrían tomado
parte en la convención; y así, desde luego, quedaba abierto el camino a las
reclamaciones de las mujeres, hijos y dependientes. ¿Con qué derecho los padres
pactaban en representación de toda su familia?
La voluntad de ésta, se nos dirá, estaba
implícita en la de su jefe; pero esto es lo que falta demostrar. El suponerlo es
muy cómodo, el probarlo no tanto. Se quiere encontrar el origen
del poder en principios de riguroso derecho, se pretende que no sea más que
un caso particular a que se han de aplicar las reglas generales de los
contratos; y no obstante desde el primer paso se tropieza con una grave
dificultad, habiendo de recurrir a una ficción; porque ficción es, y no otra
cosa, lo que se expresa por el consentimiento implícito.
En este sistema no es posible salir nunca
de semejante ficción: implícito ha de ser el consentimiento de las familias,
aun en el caso en que sea explícito el de sus jefes; lo que será imposible
también, en tratándose de una sociedad algo considerable; y además implícito
habrá de ser el de las generaciones que vayan sucediéndose, pues que no es
dable renovar a cada momento el pacto, para consultar la voluntad de los que
se interesan en sus efectos.
La razón y la historia enseñan que las
sociedades no se han formado nunca de esta manera; la experiencia nos dice
que las actuales no se conservan ni se gobiernan por semejante principio;
¿de qué sirve,
pues, una doctrina inaplicable?
Cuando una teoría tiene un objeto práctico,
el mejor modo de convencerla de falsa es probar que es impracticable. Las
facultades de que se considera y siempre se ha considerado revestido el poder
civil, son de tal naturaleza, que no pueden haber emanado de un pacto. El
derecho de vida y muerte sólo puede haber provenido de Dios; el hombre no
tiene este derecho, de ningún pacto suyo podía resultar una facultad de que
el carece con respecto a sí mismo y a los otros.
40
Me esforzaré en aclarar
este punto importante, presentando las ideas con la mayor precisión posible.
Si el derecho de matar ha dimanado, no de Dios, sino de un pacto, tendremos
que la cosa se habrá verificado de esta suerte. Cada asociado habrá dicho,
expresa o tácitamente: "Yo convengo
en que se dicten leyes en las que se señale la pena de muerte a ciertas acciones;
y si yo contravengo, consiento ahora para entonces, en que se me quite la
vida".
De esta manera todos los asociados habrán
cedido sus vidas, en el supuesto de verificarse las debidas condiciones; pero
como ninguno de ellos tiene derecho sobre la propia, la cesión que de ella
hacen es radicalmente nula.
La suma de los consentimientos de todos
los asociados en nada obsta a la nulidad radical, esencial de cada una de
las cesiones; luego la suma de éstas es también nula, y por tanto incapaz
de engendrar derechos de ninguna clase.
Diráse, tal vez, que el hombre no tiene
derecho sobre su vida, si se habla de un derecho arbitrario; pero que cuando
se trata de disponer de ella en beneficio propio, el principio general debe
restringirse. Esta reflexión, que a primera vista pudiera parecer plausible,
lleva a una consecuencia horrorosa: a legitimar el suicidio. Se replicará
que el suicidio no acarrea utilidad a quien le comete; pero una vez que acabáis
de conceder al individuo el derecho de disponer de su vida, con tal que le
resulte un beneficio, no podéis erigiros en jueces de si en un caso particular
le resulta este beneficio o no.
Según vosotros, él tenía derecho de ceder su vida en el caso, por
ejemplo, de que para satisfacer sus necesidades o sus gustos, tomase la propiedad
de otro, es decir, que él era el juez entre las ventajas de la existencia,
y las de satisfacer un deseo: ¿qué le responderéis, pues, cuando os diga que
prefiere la muerte a la tristeza, al tedio, al pesar o a otros males que le
atormentan?
El derecho de vida y muerte no puede,
por consiguiente, dimanar de un pacto; el hombre no es propietario de su vida: la tiene sólo
en usufructo, mientras el Criador quiere conservársela; luego carece
de facultad para cederla: y todas las convenciones que haga con este objeto
son nulas.
En ciertos casos es lícito, glorioso y aun puede ser obligatorio
el entregarse a una muerte segura; pero conviene no confundir las ideas; entonces
el hombre no dispone de su vida como dueño; es una víctima voluntaria, consagrada
a la salud de la patria o al bien de la humanidad. El guerrero que escala
una muralla, el hombre caritativo que arrostra el más inminente contagio por
socorrer a los enfermos, el misionero que aborda a playas desconocidas, que
se resigna a vivir en climas malsanos, que penetra en inaccesibles selvas
en busca de hordas feroces, no disponen de su vida como propietarios, la
sacrifican a un designio grande, sublime, justo, agradable a Dios; porque Dios ama la virtud, y más la virtud
heroica; y virtud heroica es el morir por su patria, el morir por socorrer
a los desgraciados, el morir por llevar la cruz de la verdad a los pueblos
sentados en las tinieblas y sombras de la muerte.
479 Quizás el derecho de vida y muerte, de que se ha considerado
investido siempre el poder civil, pretenderán algunos fundarle en el derecho
natural de defensa que tiene la sociedad. Todo individuo, se dirá, puede quitar
a otro la vida en defensa de la propia; luego puede hacerlo también la sociedad.
Al tratar de la intolerancia toqué de paso este punto, haciendo algunas reflexiones
que deberé repetir aquí: sin embargo, procuraré darles mayor extensión, y
robustecerlas con otra clase de argumentos.
En primer lugar, tengo por cierto que
el derecho de defensa puede engendrar en la sociedad el derecho de dar la
muerte. Si un individuo atacado por otro puede lícitamente rechazarle y hasta
matarle, si necesario fuere para salvar su propia vida, es evidente que una
reunión de hombres tendrá también el mismo derecho. Esto es tan evidente que
no es menester demostrarlo. Una sociedad, atacada por otra, tiene el indisputable
derecho de resistirle, de rechazarla, hacer justamente la guerra; luego,
con tanta y más razón podrá resistir al individuo, hacerle la guerra, matarle.
Todo esto es muy verdadero, muy claro:
y así convengo en que se halla en la misma naturaleza de las cosas un título donde se puede
fundar el derecho de dar la muerte. Pero si bien estas ideas son
muy plausibles, y parecen a primera vista disipar las razones en que apoyábamos
la necesidad de recurrir a Dios para encontrar el origen de ese formidable
derecho, examinadas a fondo distan mucho de ser tan satisfactorias; y aun
puede añadirse que, según como se las entienda y aplique, son subversivas
de los principios reconocidos en toda sociedad.
Por de pronto, si se admite semejante
teoría, si sobre ella se hace estribar exclusivamente el derecho de dar la muerte, desaparecen
las ideas de pena, castigo, justicia humana.
Se ha creído siempre que cuando el criminal muere en el patíbulo,
sufre una pena; y si bien es cierto que en este acto terrible se ha visto
la satisfacción de una necesidad social, un medio de conservación, no obstante
la idea principal y dominante, la que se levanta sobre todas las otras, la
que más justifica y sincera a la sociedad, la que reviste al juez de un carácter
augusto, la que arroja sobre el criminal una mancha, es la idea de castigo,
de pena, de justicia.
Todo esto desaparece, se anonada, desde
el momento en que digamos que la sociedad, quitando la vida, no hace más que
defenderse; su acto será conforme a la razón, será esto, pero no merecerá
el honroso título de administración de justicia.
480 El hombre que rechaza al asesino o le mata, hace un acto
justo, pero no administra justicia, no aplica una pena, no castiga. Estas
son cosas muy distintas, de orden muy diferente, no
pueden confundirse sin chocar con el buen sentido de la humanidad.
Hagamos más sensible esta diferencia,
procurando que hablen las dos teorías por boca del juez. El contraste es muy
chocante.
En el primer caso el juez dice al criminal: "Tú eres culpable, la ley te señala la pena de muerte;
yo, ministro de la justicia, te la aplico; el verdugo queda encargado en ejecutarla".
En el segundo le dice: "Tú has atacado
la sociedad, ésta no puede subsistir tolerando semejantes ataques; ella se
defiende, por esto se apodera de ti, y te mata; yo soy su órgano, declaro
que ha venido al caso de esta defensa, y así te entrego al verdugo".
En la primera suposición, el juez es un
sacerdote de la justicia, y el ajusticiado un criminal que sufre el digno
castigo; en la segunda, el juez es un instrumento de la fuerza, y el ajusticiado
una víctima. "Pero, se me dirá, el criminal siempre queda criminal y
merecedor de la pena que sufre"; es cierto en cuanto a la culpabilidad, pero
no en cuanto a la pena.
La culpa existe a los ojos de Dios, y
a los ojos de los hombres también, en cuanto tienen una conciencia que juzga
de la moralidad de las acciones, pero no como jueces; pues desde el momento
en que se los revista de este carácter, ya hacen algo más que defender la
sociedad, por consiguiente se cambia el estado de la cuestión.
De lo que acabamos de asentar
se infiere que el derecho de imponer la pena de muerte no puede dimanar sino
de Dios; y, por consiguiente,
aun cuando no hubiera otra razón para buscar en él el origen del poder, ésta
seria bastante.
La guerra contra una nación invasora puede
explicarse por el derecho de defensa; la invasión es susceptible también del
mismo principio, pues que siendo justa, no será más que para exigir una reparación
o una compensación a que se niega el enemigo; la guerra por alianzas entrará
en el círculo de las acciones que se ejercen por socorrer a un amigo; de manera
que este fenómeno de la guerra con todo su grandor, con todos sus estragos,
no obliga
tanto a recurrir al origen divino, como el simple derecho de llevar a un hombre
al patíbulo.
Sin duda que en Dios se encuentra también
la sanción de las guerras legítimas, porque en el está la sanción de todos
los derechos y deberes; pero al menos no se necesita una autorización particular
como para la muerte, bastando la sanción
general que Dios, como autor de la naturaleza, ha dado a todos los derechos
y deberes naturales.
481 ¿Cómo sabemos que Dios ha otorgado a los hombres semejante
autorización? A esta pregunta pueden darse tres respuestas:
1º Para los cristianos, basta el testimonio
de la Sagrada Escritura.
2º El derecho de vida y muerte es una
tradición universal del linaje humano, luego existe en realidad; y como hemos
demostrado que su origen no puede encontrarse sino en Dios, debemos suponer
que Dios lo ha comunicado a los hombres de un modo u otro.
Este derecho es necesario a la conservación
de la sociedad, luego Dios se lo ha dado; pues que si quiere la conservación
de un ser, le habrá concedido precisamente todo lo necesario para esta conservación.
Resumamos lo dicho hasta aquí. La Iglesia enseña que el poder civil viene
de Dios: y esta doctrina está de acuerdo con los textos expresos de la Sagrada
Escritura, y además con la razón natural.
La " Iglesia se contenta con asentar este dogma, con fundar
en él la inmediata consecuencia que de él resulta, a saber, que la obediencia a las potestades
legítimas es de derecho divino.
En cuanto al modo con que este derecho
divino se comunica al poder civil, la Iglesia nada ha determinado; y la opinión común
de los teólogos es que la sociedad le recibe de Dios, y que de ella, se traspasa
por los medios legítimos a la persona o personas que le ejercen. Para que
el poder civil pueda exigir la obediencia, para que pueda suponérsele investido
de este derecho divino, es necesario que sea legítimo; esto es, que la persona
o personas que le poseen le hayan adquirido legítimamente, o que después de
adquirido se haya legitimado en sus manos por los medios reconocidos, conforme
a derecho.
En lo tocante a las formas políticas,
nada ha determinado la Iglesia; y en cualquiera de ellas debe el poder civil
ceñirse a los límites legítimos; así como el súbdito por su parte está obligado
a obedecer. La conveniencia y legitimidad de esta o aquella persona, de esta
o aquella forma, no son cosas comprendidas en el círculo del derecho divino;
son cuestiones particulares que dependen de mil circunstancias, donde nada
puede decirse en tesis general. Un ejemplo del derecho privado aclarará lo
que estamos explicando.
El respeto a la propiedad es de derecho
natural y divino; pero la pertenencia de ésta o aquélla, los derechos que
a una misma pueden alegar diferentes personas, las restricciones a que deba
sujetárselas, son cuestiones de derecho civil que se han resuelto siempre
y se resuelven a cada paso de muy distintas maneras.
43
Lo que conviene es salvar
el principio tutelar de la propiedad, base indispensable en toda organización
social; pero sus aplicaciones están y deben por necesidad estar sujetas a
la variedad de circunstancias y acontecimientos que consigo trae el curso
de las cosas humanas.
Lo propio sucede con el poder: la Iglesia, encargada
del gran depósito de las verdades más importantes, lo está también de la que
asegura un origen divino a la potestad civil, haciendo de derecho divino la
existencia de la ley; pero no se entromete en los casos particulares, que
se resienten siempre más o menos de la fluctuación e incertidumbre en que
se agita el mundo.
Explicada de esta suerte la doctrina católica, en nada se opone
a la verdadera libertad; afirma el poder, y no prejuzga las cuestiones que
ofrecerse puedan entre gobernantes y gobernados.
Ningún poder ilegítimo puede afianzarse
en el derecho divino; porque para la aplicación de semejante derecho es necesaria
la legitimidad. Ésta la determina
y la declaran las leyes de cada país, de lo que resulta que el órgano del
derecho divino es la ley.
Con él, sólo se afirma lo que es justo; y por cierto que no puede
tacharse de tender al despotismo lo que asegura en el mundo la justicia; porque
nada hay más contrario a la libertad y a la dicha de los pueblos que la ausencia
de la justicia y de la legitimidad. La libertad de un pueblo no peligra por
estar bien afianzados los títulos de legitimidad del poder que le gobierna;
muy al contrario, pues que la razón, la
historia y la experiencia nos enseñan que todos los poderes ilegítimos son
tiránicos.
La ilegitimidad lleva necesariamente
consigo la debilidad; y los poderes opresores no son los fuertes, sino los
débiles. La verdadera tiranía consiste en que el gobernante atiende a sus
intereses propios y no a los del común; y cabalmente esta circunstancia se
cumple cuando, sintiéndose flaco y vacilante, se ve precisado a cuidar de
conservarse y robustecerse.
Entonces no tiene por fin la sociedad
sino a sí mismo; y cuando obra sobre aquélla, en vez de atender al bien que
puede acarrear a los gobernados, calcula de antemano la utilidad que puede
sacar de sus propias disposiciones.
Lo he dicho en otro lugar, y lo repetiré
aquí: recorriendo la historia se encuentra escrita por doquiera con letras
de sangre esta importante verdad: ¡Ay de los pueblos gobernados por un poder que ha de pensar
en la conservación propia! Verdad fundamental en la ciencia política,
y que sin embargo ha sido lastimosamente desconocida en los tiempos modernos.
Se ha discurrido prodigiosamente,
y se discurre todavía para garantizar la libertad; con esta mira se han derribado
innumerables gobiernos, y se ha procurado enflaquecerlos a todos, sin advertir
que éste era el medio más seguro para introducir la opresión.
483
¿Qué importan los
velos con que se cubra el despotismo y las formas con que intente hacer su
existencia menos notable? La historia, que va recogiendo en silencio los atentados
cometidos en Europa de medio siglo a esta parte; la verdadera historia, digo,
no la escrita por los autores, ni los cómplices, ni los explotadores, ella
dirá a la posteridad las injusticias y los crímenes perpetrados en medio de
las discordias civiles, por gobiernos que veían aproximar su fin, que sentían
su extrema flaqueza a causa de su conducta tiránica y de su origen ilegítimo.
¡Cómo ha sido posible que se declarase tan cruda guerra a las
doctrinas que procuraban robustecer la potestad civil haciéndola legítima,
y probar esta legitimidad declarándola dimanada del cielo!
¡Cómo se ha podido olvidar que la legitimidad del poder es un elemento
indispensable para su fuerza, y que esta fuerza es la más segura garantía
de la verdadera libertad! No se diga que esto son paradojas, no, no lo son.
¿Cuál es el objeto de la institución de
las sociedades y de los gobiernos?, ¿no se trata de sustituir la fuerza pública a la privada,
haciendo de esta suerte prevalecer el derecho sobre el hecho?
Desde el momento que os empeñáis en minar
el poder, en hacerle objeto de aversión o desconfianza a los ojos de los pueblos,
que le mostráis como su enemigo natural, que ridiculizáis los santos títulos
en que se funda la obediencia que le es debida, desde entonces atacáis el
objeto mismo de la institución de la sociedad, y debilitando la acción de
la fuerza pública promovéis el desarrollo individual de la privada, que es
lo que cabalmente se ha tratado de evitar por medio de los gobiernos.
El secreto de la suavidad de la monarquía
europea se encontraba en gran parte en su seguridad, en su robustez misma,
fundadas en la elevación y- legitimidad de sus títulos; así como en los peligros
que rodean el tono de los emperadores romanos, de los soberanos
orientales, se halla una de las razones de su monstruoso despotismo.
No temo asegurar, y en el discurso de
la obra lo iré confirmando más y más, que una de las causas de las calamidades
sufridas por Europa en la trabajosa resolución del problema de aliar el orden con la
libertad,
está en el olvido de las doctrinas católicas sobre este punto:
se las ha condenado sin entenderlas, sin tomarse la pena de investigar
en qué consistían; y los enemigos de la iglesia se han copiado unos a otros,
sin cuidar de recurrir a las verdaderas fuentes, donde les hubiera sido fácil
encontrar la verdad.
484 El Protestantismo,
desviándose de la enseñanza católica, ha dado alternativamente en dos escollos
opuestos: cuando ha querido establecer el orden, lo ha hecho en perjuicio
de la verdadera libertad; cuando se ha propuesto sostener ésta, se ha hecho
enemigo de aquél.
Del seno de la falsa reforma salieron las insensatas doctrinas que
predicando la libertad cristiana eximían a los súbditos de la obligación de
obedecer a las potestades legítimas: del seno de la misma reforma salió también
la teoría de Hobbes, la cual levanta el despotismo en medio de la sociedad,
como un ídolo monstruoso al que todo debe sacrificarse, sin consideración
a los eternos principios de la moral, sin más regla que el capricho del que
manda, sin más límite en sus facultades que el señalado por el alcance de
su fuerza.
Este
es el necesario resultado de desterrar del mundo la autoridad de Dios:
el hombre abandonado a sí mismo no acierta a producir otra cosa que esclavitud
o anarquía; un mismo hecho bajo diferentes formas: el imperio de la fuerza.
Al explicar el origen de la sociedad y
del poder, varios publicistas modernos han hablado mucho de cierto estado
natural anterior a todas las sociedades, suponiendo que éstas se han formado
por medio de una lenta transición del estado salvaje al de civilización. Esta
errada doctrina tiene raíces más profundas de lo que algunos se figuran.
Si bien se observa, se hallará el origen del extravío de las ideas en el olvido
de la enseñanza cristiana.
Hobbes hace derivar todo derecho
de un pacto.
Según él, cuando viven los hombres en
el estado natural, todos tienen derecho a todo; lo que en otros términos
significa que no hay diferencia alguna entre el bien y el mal. De donde resulta
que a las organizaciones sociales no ha presidido ningún género de moralidad,
y que no deben ser miradas sino como un medio útil para conseguir un objeto.
Puffendorf y otros, adoptando el principio de la socialidad, es decir, haciendo
dimanar de la sociedad las reglas de la moral, caen en último resultado en
el principio de Hobbes, dando por el pie a la ley natural y eterna.
Reflexionando sobre las causas de tamaños
errores, las encontramos en que se ha tenido en nuestros últimos siglos el
lamentable prurito de no aprovecharse, en las discusiones filosóficas y morales,
del caudal de luces que bajo todos aspectos suministra la religión, fijando
con sus dogmas los puntos cardinales de toda verdadera filosofía, y ofreciéndonos
con sus narraciones la única lumbrera que existe para desembrollar el caos
de los tiempos primitivos.
485 Leed a los publicistas protestantes, comparadlos con los
escritores católicos, y descubriréis una diferencia notable. Éstos razonan,
dan rienda suelta a su discurso, dejando campear a su ingenio; pero conservan
siempre intactos ciertos principios fundamentales; y cuando encuentran que
una teoría no puede conciliarse con ellos, la rechazan inexorablemente como
falsa.
Aquéllos divagan sin guía, sin norte,
por el inmenso espacio de las opiniones humanas, presentándonos una viva imagen
de la filosofía del paganismo, la cual destituida de las luces de la fe, al
andar en busca del principio de las cosas, lejos de encontrar un Dios criador
y ordenador, y que cual bondadoso padre se ocupa con cuidado de la felicidad
de los seres a quienes ha sacado de la nada, no acertaban a descubrir más
que el caos, así en el mundo físico como en el social.
Ese estado de degradación y embrutecimiento
que se ha querido disfrazar con el nombre de naturaleza, no es, en realidad,
otra cosa que el caos aplicado a la sociedad; caos que hallaréis en gran número
de los publicistas modernos que no son católicos, y que por una coincidencia
sorprendente, y que da lugar a las más graves reflexiones, se halla en los
principales escritores de la ciencia pagana.
Desde el momento que se pierden de vista
las grandes tradiciones del linaje humano, que nos presentan al hombre como
recibiendo del mismo Dios la inteligencia, la palabra y las reglas para conducirse
en esta vida; desde el momento que se olvida la narración de Moisés, la sencilla,
la sublime, la única verdadera explicación del origen del hombre y de la sociedad,
las ideas se confunden, los hechos se trastornan, unos absurdos traen otros
absurdos, y el investigador sufre el digno castigo de su orgullo, a manera
de los antiguos constructores de la torre de Babel.
¡Cosa notable! La antigüedad, que, destituida
de las luces del cristianismo, y perdida en el laberinto de las invenciones
humanas, había casi olvidado la primitiva tradición sobre el origen de las
sociedades, apelando a la absurda transición del estado salvaje al civilizado;
cuando trataba de constituir alguna sociedad, invocaba siempre ese mismo
derecho divino, que ciertas modernos filósofos han mirado con tanto desdén.
Los Irás famosos legisladores procuraron
apoyar en la autoridad divina las leyes que daban a los pueblos: tributando
de esta manera Insolemne homenaje a la verdad establecida por los católicos,
de que todo poder para ser mirado como legítimo, y ejercer el debido ascendiente, es necesario que pida al cielo sus
títulos. ¿Queréis que los legisladores no se encuentren
en la triste necesidad de fingir revelaciones que no han recibido, y que a
cada paso no sea menester
hacer intervenir a Dios de una manera extraordinaria en los negocios humanos?
46
Asentad
el principio general de que toda potestad legítima viene de Dios, que el autor
de la naturaleza es también el autor de la sociedad, que la existencia de
ésta es un precepto impuesto al linaje humano para su propia conservación;
haced que el orgullo no se sienta herido por la sumisión y la obediencia;
presentad al que manda como investido de una autoridad superior, de suerte
que el sujetarse a ella no traiga consigo ninguna mengua; en una palabra,
estableced la doctrina católica: y entonces, sean cuales fueren las formas
de gobierno, hallaréis siempre sólidos cimientos sobre qué fundar el respeto
debido a las autoridades, y tendréis asentado el edificio social sobre base
por cierto más estable que las convenciones humanas.
Examinad el derecho
divino tal como lo acabo de presentar, apoyándome en la interpretación
de esclarecidos doctores, y estoy seguro que no podréis menos de aceptarle
como muy conforme a las luces de una sana filosofía. Si os empeñáis en darle
sentidos extraños que en sí no tiene, si creéis que debe explicársele de otro
modo, os exigiré una cosa que no me podréis negar: presentadme un texto de
la Sagrada Escritura, un monumento de las tradiciones reconocidas por artículos
de fe en la Iglesia católica, una decisión conciliar o pontificia, que demuestren
lo fundado de vuestra interpretación; hasta que lo hayáis verificado, tendré
derecho a deciros que deseosos de hacer odioso el Catolicismo, le achacáis
doctrinas que él no profesa, que le atribuís dogmas que él no reconoce, y
que por tanto no le combatís cual adversarios francos y sinceros, supuesto
que echáis mano de armas de mala ley. VER NOTA 27
487
LA
DIFERENCIA de opiniones sobre el modo con que Dios
comunica la potestad civil, por mucha que sea en teoría, no parece que pueda
ser de grande entidad en la práctica. Como se ha visto ya, entre los que afirman
que dicha potestad viene de Dios, unos sostienen que esto se verifica mediata,
otros inmediatamente. Según los primeros, cuando se hace la designación
de las personas que han de ejercer esta potestad, la sociedad no sólo designa,
es decir, pone la condición necesaria para la comunicación del poder, sino
que ella lo comunica realmente, habiéndolo a su vez recibido del mismo Dios.
En la opinión de los segundos, la sociedad no hace más que designar; y mediante
este acto, Dios comunica el poder a la persona designada. Repito que en la
práctica el resultado es el mismo: y de consiguiente la diferencia es nula.
Aún más, ni en teoría quizás sea tanta
la discrepancia como
a primera vista pudiera parecer. Lo manifestaré examinando cota riguroso
análisis las dos opiniones. La explicación que del origen divino del poder
hacen los partidarios de las escuelas contendientes puede formularse en los
siguientes términos: en concepto de unos Dios dice: "Sociedad, para tu conservación y dicha,
necesitas un gobierno; escoge, pues, por los medios legítimos la forma en
que debe ser ejercido, y designa las personas que de él se hayan de encargar;
que yo les comunicaré las facultades necesarias para llenar su objeto".
En concepto de los otros, Dios dice: "Sociedad, para
tu conservación y dicha, necesitas un gobierno; yo te comunico las facultades
necesarias para llenar este objeto; ahora, escoge tú misma la forma en que
deba ser ejercido, y designando las personas que de él se hayan de encargar,
trasmíteles estas facultades que yo te he comunicado". Para
convencerse de la identidad de resultados a que las dos fórmulas han de conducir,
examinémoslas por su relación:
1° con la santidad del origen;
2° con los derechos y deberes del poder;
3º con los derechos v deberes de los súbditos.
47
Que Dios haya comunicado el poder a la sociedad
para que fuese trasmitido por ésta a las personas que hayan de ejercerlo,
o bien que le haya otorgado solamente el derecho de determinar la forma y
designar las personas, para que mediante esta determinación y designación
se comuniquen inmediatamente a las personas encargadas los derechos anejos
a la suprema potestad, siempre resulta que ésta cuando exista, habrá dimanado
de Dios; y no será menos sagrada, por suponerse que haya pasado por un intermedio
establecido por el mismo Dios.
Aclararé estas ideas un ejemplo muy sencillo y muy llano. Supóngase
que existe en un estado una comunidad particular cualquiera, que instituida
por el soberano, no tiene otros derechos que los que éste le otorga, ni más
deberes que los que él mismo le impone; en una palabra, que a él le debe todo
cuanto es, y todo cuanto tiene.
Esta comunidad, por pequeña que sea, necesitará su gobierno, el cual
podrá ser formado de dos maneras: o bien que el soberano que le ha dado sus
reglamentos, le haya concedido el derecho de gobernarse y de transmitirlo
a la persona o personas que a ella bien le pareciere; o bien que haya querido
que la misma
comunidad determinase la forma y designase las personas, añadiendo que hecha
la determinación y designación, se entenderá que por este mero acto, el soberano
otorga a las personas designadas el derecho de ejercer sus funciones dentro
de los límites legítimos.
Es evidente que la paridad es completa;
y ahora preguntaré: ¿No es verdad que, tanto en un caso como en otro, las
facultades del gobernante serían consideradas y acatadas como una emanación
del poder del soberano? ¿No es verdad que apenas podría encontrarse diferencia
entre las dos clases de investidura?
En uno y otro supuesto, tendría la comunidad el derecho de determinar
la forma, y de designar la persona, en uno y otro supuesto no obtendría el
gobernante sus facultades sino precediendo esta determinación y designación;
en uno y otro supuesto, no fuera necesaria ninguna nueva manifestación por
parte del soberano para que se entendiese que la persona nombrada se hallaba
revestida de todas las facultades correspondientes al ejercicio de sus funciones;
luego en la práctica no habría ninguna diferencia; más diré: hasta en pura
teoría es difícil señalar lo que va de uno a otro caso.
Ciertamente que si miramos la cosa a la luz de una metafísica sutil,
podremos concebir muy bien esta diferencia, y considerar la entidad moral
que apellidamos poder, no por lo que es en sí y en sus efectos de derecho,
sino como un ser abstracto que pasa de unas manos a otras, a semejanza de
los objetos corporales.
489 Pero si examinamos la cuestión, no con la curiosidad de saber si esa entidad moral
antes de llegar a una persona ha pasado primero por otra, sino únicamente
para averiguar de dónde dimana y cuáles son las facultades que concede y
los derechos que impone, entonces hallaremos que quien dice: "Te comunico esta facultad, y trasmítela
a quien quieras y del modo que quieras", viene a expresar
lo mismo que si hablase de esta otra suerte: "A la persona que quieras, en la forma que tú quieras, le quedará concedida
por mí tal o cual facultad, por el mero acto de tu elección".
Infiérese de lo dicho, que ora se abrace la sentencia de la comunicación
inmediata, ora se elija la opuesta, no serán menos sagrados, menos sancionados
por la autoridad divina, los derechos supremos de los monarcas hereditarios,
de los electivos, y en general de todas las potestades supremas, sean cuales
fueran las formas de gobierno.
La diferencia de éstas en nada disminuye
la obligación de someterse a la potestad civil legítimamente establecida:
de manera que no resistiría menos a la ordenación de Dios quien negase la
obediencia al presidente de una república, en un país donde fuera ésta la
legítima forma de gobierno, que quien cometiese el mismo acto con respecto
al monarca más absoluto.
Bossuet, tan adicto a la monarquía, escribiendo
en un país y en una época donde el rey podía decir: El estado soy yo,
y en una obra en que se proponía nada menos que ofrecer un tratado completo
de política sacada de las palabras
de la Sagrada Escritura., asienta sin embargo del modo más
explícito y terminante la verdad que acabo de indicar: "Es un deber -dice- el acomodarse a la forma de gobierno que se
halla establecida en el propio país";
y citando en seguida aquellas palabras del apóstol San Pablo en la carta a
los romanos, Cáp.. 13: "Toda alma
está sujeta a las potestades supremas, pues que no hay potestad que no venga
de Dios, y las que existen son ordenadas por Dios, y así quien resiste a la
potestad resiste a la ordenación de Dios, y los que la resisten se adquieren
ellos mismos la condenación".
Continúa: "No hay forma de gobierno, ni establecimiento
humano que no tenga sus inconvenientes; de manera que conviene continuar
en el estado a que un pueblo se halle acostumbrado de largo tiempo; por esto
Dios toma bajo su protección a todos los gobiernos legítimos, sea cual
fuere su forma; quien emprende el derribarlos es no sólo enemigo público
sino enemigo de Dios". (L. 2, propos. 12).
Si el que la comunicación del poder se
haya hecho mediata o inmediatamente, no influye en el respeto y obediencia
que se le deben y por consiguiente queda en salvo la santidad de su origen,
sea cual fuere la opinión
que se adopte, se verifica lo mismo con respecto a los derechos y deberes
así del gobierno como de los gobernados.
490 Ni esos derechos ni esos deberes tienen nada que ver con
la existencia o no existencia de un intermedio en la comunicación; su naturaleza
y sus límites se fundan en el mismo objeto de la institución de la sociedad,
el cual es del todo independiente del modo con que Dios lo haya comunicado
a los hombres.
Se me objetará en contra de lo dicho sobre
la poca o ninguna diferencia entre las indicadas opiniones, la autoridad
de los mismos teólogos, cuyos textos llevo citados en el capítulo anterior.
"Ellos me dirá comprendían muy
bien estas materias; y dado que concedían semejante importancia a la distinción,
sin duda veían envuelta en ella alguna verdad digna de tenerse presente".
Adquiere mayor peso esta observación si
se reflexiona que el distinguir en este punto no procede de espíritu de cavilosidad,
como tal vez pudiera sospecharse si tratáramos únicamente de aquella clase
de teólogos escolásticos, en cuyas obras abundan más los argumentos dialécticos
que los discursos fundados en las Sagradas Escrituras, en las tradiciones
apostólicas y demás lugares teológicos, donde se deben principalmente buscar
las arias en este género de controversias; pues no pertenecen ciertamente
a este número los teólogos citados.
Basta nombrar a Belarmino, para recordar
desde luego un autor grave, sólido en extremo y que atacando a los protestantes
con la Sagrada Escritura, con las tradiciones, con la autoridad de los Santos
Padres y las decisiones de la Iglesia universal de los Sumos Pontífices, no
era de aquéllos de quienes se lamentaba Melchor Cano cebándoles en cara que
a la hora del combate con los herejes, en vez de esgrimir armas de buen temple,
sólo manejaban largas cañas: arundines longas.
Todavía más: hemos visto que era tanta
la importancia que se daba a la indicada distinción, que el rey de Inglaterra
Jacobo se quejaba altamente de Belarmino, porque este cardenal enseñaba que
la potestad de los reyes venía de Dios sólo mediatamente; y tan lejos estuvieron
las escuelas católicas de considerar como de poca valía esta distinción, dejándola
sin defensa en el ataque que le dirigía el rey Jacobo, que antes bien uno
de sus más ilustres doctores, el insigne Suárez, salió a la palestra en pro
de las doctrinas de Belarmino.
Parece, pues, a primera vista, que no
es verdad lo que se ha dicho sobre la poca importancia de la expresada distinción;
no obstante, creo que puede muy bien desvanecerse esta dificultad, para lo
que bastará deslindar los varios aspectos que la cuestión ha ofrecido.
491 Y ante todo observaré que los teólogos católicos procedían en este
punto con una sagacidad y previsión admirables; y que tan lejos estoy de opinar que en la cuestión, tal
como entonces se proponía, no se volviese más que una sutileza que, al contrario,
soy de parecer que se ocultaba aquí uno de los puntos más graves de derecho
público. Para profundizar la materia y alcanzar el verdadero sentido de estas
doctrinas de los teólogos católicos, conviene fijar la atención en las tendencias
que comunicó a la monarquía europea la revolución religiosa del siglo XVI.
Aún antes de que ésta se verificase, los tronos habían adquirido mucha firmeza
y poderío con el abatimiento de los señores feudales y el mismo desarrollo
del elemento democrático.
Éste, si bien con el tiempo debía adquirir
la pujanza que nosotros presenciamos, no estaba a la sazón en circunstancias
bastante ventajosas para ejercer su acción en la dilatada esfera que lo ha
hecho después; y por lo mismo era natural que se acogiese a la sombra del
trono, que levantado en medio de la sociedad como un emblema de orden y de
justicia, era una especie de regulador y nivelador universal, muy a propósito
para andar borrando las excesivas desigualdades que tanto molestaban y ofendían
al pueblo.
Así la misma democracia que en los siglos
venideros debía derribar tantos tronos, les servía entonces de robusto pedestal,
escudándolos contra los ataques que les dirigía una aristocracia turbulenta
y poderosa, que no acertaba a resignarse con el papel de mera cortesana que
los reyes le iban imponiendo.
Nada había en esto que pudiese acarrear graves daños, manteniéndose
las cosas en los límites prescritos por la razón y por la justicia; pero acontecía
por desgracia que los buenos principios se exageraban demasiado, y se trataba
nada menos que de convertir el poder real en una fuerza absorbente que reasumiese
en sí todas las demás; desviándose del verdadero carácter de la monarquía
europea, que consiste en estar rodeada siempre de justos límites,
aun cuando éstos no se hallen consignados y garantizados en las instituciones
políticas.
El Protestantismo, atacando la potestad
espiritual de los papas, y pintando sin cesar con negros colores los peligros
de lo temporal, aumentó hasta un grado desconocido las pretensiones de los
reyes; mayormente estableciendo la funesta doctrina de que la suprema potestad civil tenía
enteramente bajo su dirección todos los asuntos eclesiásticos, y acusando
de abuso, de usurpación, de ambición desmedida la independencia que la Iglesia
reclamaba, fundándose en los sagrados cánones, en el mismo reconocimiento
de las leyes civiles, en las tradiciones de quince siglos y principalmente
en la augusta institución del Divino Fundador, que no hubo menester la permisión
de ninguna potestad civil para enviar a sus apóstoles a predicar el Evangelio
por todo el universo, y a bautizar en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo.
492 Basta dar una ojeada a la historia de Europa del tiempo a
que nos referimos, para conocer las desastrosas consecuencias de semejante
doctrina, y cuán agradable se hacía a los oídos del poder, lisonjeado nada menos que con la concesión de
facultades ilimitadas, hasta en los negocios puramente religiosos.
Con esta exageración de los derechos
de la potestad civil, que coincidía con los esfuerzos para deprimir la autoridad
pontificia, debía tomar incremento la doctrina que procuraba equiparar bajo
todos aspectos la potestad de los reyes a la de los papas; y por lo mismo
era también muy natural que se procurase establecer y afirmar la teoría de
que aquéllos habían recibido de Dios la autoridad de la misma manera que
éstos, sin diferencias de ninguna clase.
La doctrina de la comunicación inmediata,
si bien muy susceptible, como hemos visto ya, de una explicación razonable,
podía, sin embargo, envolver un sentido más lato, que hiciese olvidar a los
pueblos la manera especial y característica con que fué instituida por el
mismo Dios la suprema potestad de la Iglesia.
Lo que acabo de exponer no puede ser tachado
de vanas conjeturas, está apoyado en hechos que nadie ha podido olvidar. Para
confirmar esta triste verdad, bastarían
sin duda los reinados de Enrique VIII y de Isabel de Inglaterra, y las usurpaciones
y atropellamientos que contra la Iglesia católica se permitieron todas las
potestades civiles protestantes;
pero desgraciadamente hasta en los países donde quedó dominante el Catolicismo
se vieron tentativas y desmanes, se han visto después y se ven todavía, que
indican cuánto es el impulso que en esta dirección recibió la potestad civil;
dado que tan difícil se le ha hecho el mantenerse dentro de los límites competentes.
Las circunstancias en que escribieron
los dos insignes teólogos arriba citados, Belarmino y Suárez, vienen en confirmación
de lo dicho.
La famosa obra del teólogo español, de
la cual he copiado algunos textos, fué escrita contra una publicación del
rey Jacobo de Inglaterra, quien no podía sufrir que el cardenal Belarmino
hubiese asentado que la potestad de los reyes no venía inmediatamente de
Dios, sino que les era comunicada por conducto de la sociedad, la cual la
había recibido inmediatamente. Este monarca tocado, como es bien sabido, de
la manía de discutir haciendo de teólogo, no se limitaba sin embargo a la
mera teoría, sino que haciendo descender sus doctrinas al terreno de la práctica,
sabía decir a su parlamento que "Dios le había hecho señor absoluto, y que
todos los privilegios que disfrutaban los cuerpos colegisladores, eran puras
concesiones emanadas de la bondad de los reyes".
493 Sus cortesanos le adulaban, llamándole el moderno Salomón;
y así no es extraño que los teólogos italianos y españoles procurasen por
medio de sus escritos rebajar los altos timbres de su presuntuosa sabiduría,
y poner trabas a su despotismo. Léanse con reflexión las palabras de Belarmino
y muy especialmente las de Suárez, y se echará de ver que lo que se proponían
estos esclarecidos teólogos era señalar la diferencia que mediaba entre la
potestad civil y la eclesiástica, con respecto a la manera de su origen.
Reconocían que ambas potestades dimanaban
de Dios, que era un imprescindible deber el obedecerlas, que el resistirlas
era resistir a la ordenación divina; pero no hallando en las Sagradas Escrituras
ni en la tradición fundamento alguno para establecer que la potestad civil
hubiese sido instituida de una manera singular y extraordinaria como la del
Sumo Pontífice, procuraban que esta diferencia quedase bien consignada, no
permitiendo que en punto tan importante se introdujese confusión de ideas,
que pudiese dar margen a peligrosos errores. "Esta opinión -dice Suárez- es nueva y singular, y parece
inventada para exagerar la potestad temporal y debilitar la espiritual".
(V. sup., pág. 177).
Por esta razón no consentían que al tratarse
del origen del poder civil, se olvidase la parte que había cabido a la sociedad:
mediante concilio et electione humana, dice Belarmino; recordando de esta suerte a aquél, que por
más sagrada que fuese su autoridad, había sido instituida muy de otra manera
que la del Sumo Pontífice.
La distinción entre la comunicación mediata
e inmediata, servía muy particularmente para consignar la indicada diferencia;
pues que con ella se recordaba que la potestad civil, bien que establecida
por Dios, no debía su existencia a providencia extraordinaria, ni había de
ser considerada como cosa sobrenatural, sino como perteneciente al orden
natural y humano, aunque sancionado expresamente por el derecho divino.
Quizás los teólogos citados no hubieran
insistido tanto en la mencionada distinción, a no mediar esta necesidad que
los excitaba a esclarecer lo que otros procuraban confundir. Importábales
refrenar el orgullo de la potestad, no dejándole que se atribuyese ni por
lo tocante a su origen ni a sus derechos, timbres que no le pertenecían;
y que arrogándose una supremacía ilimitada hasta en los asuntos eclesiásticos,
viniese la monarquía
a degenerar en el despotismo oriental, donde un hombre lo es todo, y las cosas
y los pueblos no son nada.
494 Si se pesan atentamente las palabras de dichos teólogos,
se verá que su pensamiento dominante era el que acabo de exponer. A primera
vista podríase creer que su lenguaje es democrático en demasía, por tomar
en boca con tanta frecuencia los nombres de comunidad, república, sociedad, pueblo;
pero examinando la totalidad de su sistema de doctrina, y hasta atendiendo
a su manera de expresarse, se echa de ver que no abrigaban designios subversivos,
ni tenían cabida en su mente teorías anárquicas.
Se esforzaban en sostener con una mano
los derechos de la autoridad, mientras con la otra escudaban los de los súbditos;
procurando resolver el problema que forma la eterna ocupación de todos los publicistas
de buena fe: limitar el poder sin destruirle, y sin ponerle excesivas trabas:
dejar la sociedad a cubierto de los desmanes del despotismo, sin hacerla,
empero, desobediente ni revoltosa.
Por lo expuesto hasta aquí se echa de
ver que la distinción entre la comunicación mediata y la inmediata puede tener poca o mucha
importancia, según el aspecto por el cual se la considere.
Encierra mucha, en cuanto sirve para recordar
a la potestad civil que el establecimiento de los gobiernos y la determinación
de su forma ha dependido en algún modo de la misma sociedad; y que ningún
individuo ni familia pueden lisonjearse de que hayan recibido de Dios el
gobierno de los pueblos, de tal suerte que para nada hayan debido mediar las
leyes del país, y que todas cuantas existen, aun cuando sean de las apellidadas
fundamentales, hayan sido una gracia otorgada por su libre voluntad.
Sirve también la expresada distinción, en cuanto establece el origen
del poder civil, como dimanado de Dios, autor de la naturaleza; mas no
cual si fuera instituido por providencia extraordinaria a manera de objeto
sobrenatural, como se verifica con respecto a la suprema autoridad eclesiástica.
De esta última consideración resultan
dos consecuencias a cual más trascendentales, para la legítima libertad de
los pueblos y la independencia de la Iglesia.
Recordando la intervención que expresa
o tácitamente le ha cabido a la sociedad en el establecimiento de los gobiernos,
y en la determinación de su forma, no se encubre con misterioso velo su origen,
se fija lisa y llanamente su objeto, y se aclaran por consiguiente sus deberes,
al propio tiempo que se establecen sus facultades.
De esta suerte se pone un dique a los
desmanes y abusos de la autoridad; y si se arroja a cometerlos, sabe que no
le es dado apoyarse en enigmáticas teorías.
495 La independencia de la Iglesia se afirma también sobre bases
sólidas; cuando la potestad civil intente atropellarla, puede decirle: "La autoridad ha sido establecida
directa e inmediatamente por el mismo Dios, de una manera singular, extraordinaria
y milagrosa; la tuya dimana también de Dios, pero mediante la intervención
de los hombres, mediante las leyes, siguiendo las cosas el curso ordinario
indicado por la naturaleza, y determinado por la prudencia humana; y ni los
hombres ni las leyes civiles tienen derecho de destruir ni de cambiar lo que
el mismo Dios se ha dignado instituir, sobreponiéndose al orden natural, y
echando mano de inefables portentos".
Mientras se salven las ideas que acabo
de exponer, mientras la comunicación inmediata no se entienda en un
sentido demasiado lato, confundiéndose cosas cuyo deslinde interesa en gran
manera a la religión, a la sociedad, pierde su importancia la expresada distinción;
y hasta podrían conciliarse las dos opiniones encontradas.
Como quiera, esta discusión habrá manifestado
con cuánta elevación de miras ventilaron los teólogos católicos las altas
cuestiones de derecho público; y, que guiados por la sana filosofía, sin perder
nunca de vista el norte de la revelación, satisfacían con sus doctrinas los
deseos de las escuelas opuestas, sin caer en sus extravíos; eran democráticos
sin ser anarquistas, eran monárquicos sin ser viles aduladores.
Para establecer los derechos de los pueblos no habían Menester, como
los modernos demagogos, destruir la religión: con ella cubrían así los del pueblo como los del rey. La libertad
no era para ellos sinónimo de licencia y de irreligión.
.
En su concepto, los hombres podían ser libres sin ser rebeldes ni impíos,
la libertad consistía en ser esclavos de la ley; y como sin religión y sin Dios no concebían posible la ley, también creían
que sin Dios y sin religión era imposible la libertad.
Lo
que a ellos les enseñaba la razón, la historia y la revelación, a nosotros
nos lo ha evidenciado la experiencia. Por lo que toca a los peligros que las
doctrinas más o menos latas de los teólogos podían acarrear a los gobiernos,
ya nadie se deja engañar por afectadas e insidiosas declamaciones: los reyes saben muy bien si los destierros y los cadalsos les han venido
de las escuelas teológicas. VER NOTA 28
NI LA LIBERTAD de los pueblos, ni la fuerza y solidez de
los gobiernos se aseguran con doctrinas exageradas; unos y otros han menester
la verdad y la justicia, únicos cimientos sobre que pueda edificarse con esperanza
de duración. Nunca suelen estar llevadas a más alto punto las máximas favorables
a la libertad, que a la víspera de entronizarse el despotismo; y es de temer
que las revoluciones y la ruina de los gobiernos no estén cerca, al oírse
que se prodigan al poder adulaciones indignas. ¿Cuándo se ha visto más encarecido
el de los reyes que en la mitad del pasado siglo? ¿Quién no recuerda las ponderaciones
de las prerrogativas de la potestad real, cuando se trataba de la expulsión
de los jesuitas, y de contrariar la autoridad pontificia? En Portugal, España,
Italia, Austria, Francia se levantaba de consuno la voz del más puro, del
más ferviente realismo; y, sin embargo, ¿qué se hicieron tanto amor, tanto
celo en favor de la monarquía, luego que el huracán revolucionario vino a
ponerla en peligro? Ved lo que hicieron, generalmente hablando, los prosélitos
de las escuelas antieclesiásticas; se unieron a los demagogos para derribar
a un tiempo la autoridad de la Iglesia y de los reyes: se olvidaron de las
rastreras adulaciones, para entregarse a los insultos y a la violencia.
Los pueblos y los gobiernos no deben perder nunca de vista
aquella regla de conducta que tanto sirve a los individuos discretos, la cual
consiste en desconfiar de quien lisonjea, y en adherirse a quien amonesta
y reprende. Adviertan que cuando se les halaga con afectado cariño, y se sostiene
su causa con desmedido calor, es señal de que se los quiere hacer servir de
instrumento para algunos intereses que no son los suyos.
En Francia fue tanto el celo monárquico que se desplegó en
ciertas épocas, que en una asamblea de los Estados Generales se llegó a proponer
la canonización del principio de que los reyes reciben inmediatamente de Dios
la suprema potestad;
497 y si bien no se llevó a efecto, esto indica bastante el ardor'
con que se defendía la causa del trono.' Pero, ¿sabéis qué significaba este
ardor? Significaba la antipatía con la corte de Roma, el temor de que se extendiese
demasiado el poder de los papas; era un obstáculo que se trataba de oponer
al fantasma de la monarquía universal. Luís XIV que tanto se desvelaba por
las regalías, no preveía ciertamente el infortunio de Luís XVI, y Carlos III
al oír al conde de Aranda y a Campomanes, no pensaba que estuviesen tan próximas
las constituyentes de Cádiz.
En medio de su deslumbramiento se olvidaron los monarcas
de un principio que domina toda la historia de la Europa moderna, cual es,
que la organización social ha dimanado de la religión, y que por tanto es preciso que vivan en buena armonía las
dos potestades, a quienes incumbe la conservación y defensa de los grandes
intereses de la religión y de la sociedad. No se enflaquece la eclesiástica,
sin que se resienta la civil: quien siembra cisma, recogerá rebelión.
¿Qué le importaba a la monarquía española que durante los
tres últimos siglos circulasen entre nosotros doctrinas muy latas y populares
sobre el origen del poder civil, cuando los mismos que las sustentaban eran
los primeros en condenar la resistencia a las potestades legítimas, en inculcar
la obligación de obedecerlas, en arraigar en los corazones el respeto, la
veneración, el amor al soberano?
La causa del desasosiego de nuestra época y de los peligros
que incesantemente, corren los tronos, no está precisamente en la propagación
de doctrinas más o menos democráticas, sino en la falta de principios religiosos
y morales. Proclamad que el poder viene de Dios, ¿qué lograréis si los súbditos
no creen en Dios? Ponderad lo sagrado de la obligación de obedecer, ¿qué efecto
producirá en los que no admitan siquiera la existencia de un orden moral,
y para quienes sea el deber una idea quimérica?
Al contrario, suponed que tratéis con hombres penetrados
de los principios religiosos y morales, que acaten la voluntad divina, que
se crean obligados a someterse a ella, tan luego como les sea manifestada;
en tal caso, ora la potestad civil dimane de Dios mediata o inmediatamente,
ora se les muestre de un modo u otro que sea cual fuere el origen de ella,
Dios la aprueba y quiere que se la obedezca, siempre se someterán gustosos,
porque verán en la
sumisión el cumplimiento de un deber.
Estas consideraciones manifiestan por qué ciertas doctrinas
parecen más peligrosas ahora que antes; no siendo otra la causa, sino que
la incredulidad y la inmoralidad les dan interpretaciones perversas, y promueven
aplicaciones que sólo acarrean excesos y trastornos.
Tanto se insiste sobre el despotismo de Felipe II y de sus
sucesores, que al parecer no debían de circular a la sazón otras doctrinas
que los más rigurosos principios en favor del absolutismo más puro; y no,
obstante vemos que corrían, sin infundir temor, obras en que se sostenían
teorías que hasta en el siglo actual se juzgarían demasiado atrevidas.
498 Es bien
notable que la famosa obra del padre Mariana,
titulada De rege et regis institutione, que fue quemada en París por la mano
del verdugo, se había publicado en España 11 años antes, sin que la autoridad
eclesiástica ni la civil le pusieran impedimento ni obstáculo de ninguna clase.
Emprendió Mariana su tarea a instancia y ruego de D. García de Loaisa, preceptor
de Felipe III y después arzobispo de Toledo; por manera que la obra estaba
destinada a servir nada menos que para la educación e instrucción del heredero
de la corona.
Jamás se habló a
los reyes con más libertad, jamás se condenó con voz más aterradora la tiranía,
jamás se proclamaron doctrinas más populares; y, no obstante, salió a luz
la obra en Toledo en 1599 en la imprenta de Pedro Rodrigo, impresor real,
con aprobación del P. Fr. Pedro de Oña, provincial de mercenarios de Madrid,
con licencia de Esteban Hojeda, visitador de la Compañía de Jesús en la provincia
de Toledo, siendo general Claudio Aquaviva; y lo que es más, con privilegio
real y dedicada al mismo rey.
Es de advertir que, a más de la dedicatoria que se halla
al principio, quiso Mariana que constase hasta en la misma portada la persona
a quien la dirigía: De rege et regis institutione Libri 3 Ad Felipe III Hispaniae
regem catholicum; y como si esto no bastase, al dedicar a Felipe III la edición
castellana de la Historia de España, le dice: "El año pasado presenté
a V. M. un libro que compuse de las virtudes que debe tener un buen rey, que
deseo lean y entiendan todos los príncipes con cuidado".
Dejemos aparte su doctrina sobre el tiranicidio, que es lo
que principalmente provocó su condenación en Francia, que sin duda tenía motivos
de alarmarse cuando veía morir sus reyes a manos de asesinos. Examinando solamente
su teoría sobre el poder, se manifiesta bien claro que la profesaba tan popular
y tan lata, cual hacerlo pueden los demócratas modernos: y se atreve a expresar
sus opiniones sin rodeos ni embozo. Comparando, por ejemplo, al rey con el
tirano, dice: "El rey ejerce con mucha moderación la potestad que recibió
del pueblo... Así no domina a sus súbditos como a esclavos, a la manera de
los tiranos, sino que los gobierna como a hombres libres, y habiendo recibido
del pueblo la potestad, cuida muy particularmente que durante toda su vida
se le conserve sumiso de buena voluntad".
499
"Rex quam a subditis accepit potestatem singulari
modestia exercet... Sic fit ut subditis non tanquam servis dominetur, quod
faciunt tyranni, sed tanquam liberis praesit, et qui a populo potestatem accipit,
id in primis cure habeat ut per totam vitam volentibus imperet". (Lib. 1, Cáp. 4, pág. 57).
Esto decía en España un simple religioso, esto aprobaban
sus superiores, esto escuchaban atentamente los reyes; ¡a cuántas y cuán graves
reflexiones da lugar este solo hecho! ¿Dónde está la estrecha e indisoluble
alianza que los enemigos del Catolicismo han querido suponer entre los dogmas
de la Iglesia y las doctrinas de la esclavitud? Si en un país donde dominaba
el Catolicismo de una manera tan exclusiva, era permitido el expresarse de
este modo, ¿cómo podrá sostenerse que semejante religión propenda a esclavizar
al humano linaje, ni que sus doctrinas sean favorables al despotismo?
Fuera muy fácil formar tomos enteros de pasajes notables
de nuestros escritores, ya seglares, ya eclesiásticos, en que se echaría de
ver la mucha libertad que en este punto se concedía, así por parte de la Iglesia
como del gobierno civil. ¿Cuál es el monarca absoluto de Europa que llevase
a bien que uno de sus altos funcionarios se expresase sobre el origen del
poder de la manera que lo hace nuestro inmortal Saavedra? "Del centro
de la justicia -dice- se sacó la circunferencia de la corona. No fuera necesaria
ésta si se pudiese vivir sin aquélla.
Hoc uno reyes olim sunt fine creati: Dicere jus populis,
injustaque tollere facta.
"En la primera edad, ni fue menester la pena porque
la ley no conocía la culpa; ni el premio, porque amaba por sí mismo lo honesto
y glorioso. Pero creció con la edad del mundo la malicia, e hizo recatada
a la virtud, que antes sencilla e inadvertida vivía por los campos.
Desestimóse la igualdad,
perdióse la modestia y la vergüenza, e introducida la ambición y la fuerza,
se introdujeron también las dominaciones: porque obligada de la necesidad
la prudencia, y despierta con la luz natural, redujo los hombres a la compañía
civil, donde ejercitasen las virtudes, a que les inclina la razón, y donde
se valiesen de la voz articulando sus conceptos y manifestando sus sentimientos
y necesidades, se enseñasen, aconsejasen y defendiesen. Formada, pues, esta
compañía, nació del común consentimiento en tal modo de comunidad una potestad
en toda ella ilustrada de la ley de naturaleza, para conservación de sus partes,
que la mantuviese en justicia y paz, castigando los vicios, y premiando las
virtudes: y porque esta potestad no pudo estar difusa en todo el cuerpo del
pueblo, por la confusión en resolver y ejecutar, y porque era forzoso que
hubiese quién mandase y quién obedeciese, se despojaron de ella, y la pusieron
en uno, o en pocos, o en muchos, que son las tres formas de república, monarquía,
aristocracia y democracia.
500
La monarquía fue la primera, eligiendo los hombres
en sus familias y después en los pueblos para su gobierno al que excedía a
los demás en bondad, cuya mano (creciendo la grandeza) honraron con el cetro,
y cuyas sienes ciñeron con la corona en señal de majestad y de la potestad
suprema que le habían concedido, la cual principalmente consiste en la justicia
para mantener con ella el pueblo en paz, y así faltando ésta, falta el orden
de república, y cesa el oficio de rey, como sucedió en Castilla reducida al
gobierno de dos jueces, y excluidos los reyes por las injusticias de D. Ordoño
y D. Fruela..."
(Idea de un príncipe político cristiano representada en cien
empresas. Por D. Diego de Saavedra Fajardo, caballero del orden de Santiago,
del consejo de S. M. en el Supremo de las Indias, etc. Empresa 22).
Las palabras de pueblo, pacto, consentimiento, han llegado
a causar espanto a los hombres de sanas ideas y rectas intenciones, por el
deplorable abuso que de ellas han hecho escuelas inmorales, que más bien que
democráticas, debieran apellidarse irreligiosas. No, no ha sido el deseo de
mejorar la causa de los pueblos lo que las ha movido a trastornar el mundo,
derribando los tronos, y haciendo correr torrentes de sangre en discordias
civiles; sino el ciego frenesí de arruinar todas las obras de los siglos,
atacando particularmente a la religión, que era el más firme de todo cuanto
había conquistado más sabio, más justo y saludable la civilización europea.
Y, en efecto, ¿no hemos visto a las escuelas impías, que
tanto ponderaban su amor a la libertad, plegarse humildemente bajo la mano
del despotismo, siempre que lo han considerado útil a sus designios? Antes
de la Revolución Francesa, ¿no fueron ellas las más bajas aduladoras de los
reyes, extendiendo desmedidamente sus facultades, con la idea de que el poder
real se emplease en abatir a la Iglesia? Después de la época revolucionaria
¿no las vimos agruparse alrededor de Napoleón, y no las vemos aún trabajando
en hacer su apoteosis? ¿Y sabéis por qué? Porque Napoleón fue la revolución
personificada, porque fué el representante y el ejecutor de las ideas nuevas,
que se querían sustituir a las antiguas; de la propia suerte que el Protestantismo
inglés ensalza a su reina Isabel porque afianzó sobre sólidas bases la Iglesia
establecida.
501
Las doctrinas trastornadoras, a más de los desastres
que acarrean ala sociedad, producen indirectamente otro efecto, que si bien
a primera vista puede parecer saludable, no lo es en la realidad; en el orden
de los hechos dan lugar a reacciones peligrosas, y en el de las ciencias,
apocan y estrechan las ideas, haciendo que se condenen como erróneos y dañosos
o se miren con desconfianza, principios que antes hubieran pasado por verdaderos
o cuando menos por equivocaciones inocentes. La razón de esto es muy sencilla:
el mayor enemigo de la libertad es la licencia.
En apoyo de esta última observación, es de notar que las
doctrinas más rigurosas en materias políticas han nacido en los países donde
la anarquía ha hecho más estragos; y cabalmente en aquellas épocas en que,
o estaba presente el mal, o muy reciente su memoria.
La revolución religiosa del siglo XVI, y los trastornos políticos
que fueron su consecuencia, afectaron principalmente el norte de Europa; habiéndose
preservado casi del todo el mediodía, en especial la Italia y la España. Pues
bien, cabalmente en estos dos últimos países fue donde se exageraron menos
la dignidad y las prerrogativas del poder civil, así como no se las deprimió
en teoría, ni se las atacó en la práctica.
La Inglaterra fue la primera nación entre las modernas, donde
se verificó una revolución propiamente dicha, porque no cuento en este número,
ni el levantamiento de los paisanos de Alemania, que a pesar de haber acarreado
espantosas catástrofes, no alcanzó a cambiar el estado de la sociedad, ni
tampoco la insurrección de las Provincias Unidas, que debe ser considerada
como una guerra de independencia; y precisamente en Inglaterra aparecieron
las doctrinas más exageradas y erróneas en pro de la suprema potestad civil.
Hobbes, que al propio tiempo que negaba a Dios sus derechos, los atribula
ilimitados a los monarcas de la tierra, vivió en la época más agitada y turbulenta de
la Gran Bretaña; nació en 1588 y murió en 1679.
En España, donde no penetraron hasta el último tercio del
pasado siglo las doctrinas impías y anárquicas que habían perturbado la Europa
desde el cisma de Lutero, ya hemos visto que se hablaba sobre los puntos más
importantes de derecho público con la mayor libertad, sosteniéndose doctrinas
que en otros países hubieran parecido alarmantes. Tan pronto como se nos comunicaron
los errores, se hizo sentir también la exageración; nunca se han ponderado
más los derechos de los monarcas que en tiempo de Carlos III, es decir, cuando
se inauguraba entre nosotros la época moderna.
502
La religión dominando en todas las conciencias,
las mantenía en la obediencia debida al soberano, y no había necesidad de
que se le favoreciese con títulos imaginarios, bastándole como le bastaban
los verdaderos. Para quien sabe que Dios prescribe la sumisión a la potestad
legítima, poco le importa que ésta dimane del cielo mediata o inmediatamente;
y que en la determinación de las formas políticas y en la elección de las
personas o familias que han de ejercer el mando supremo, le haya cabido a
la sociedad más o menos parte. Así vemos .que a pesar de hablarse en España
de pueblo, de consentimiento, de pactos, estaban rodeados los monarcas de
la veneración más profunda, sin que en los últimos siglos no ofrezca la historia
un solo ejemplar de atentado contra sus personas; siendo además muy raros
los tumultos populares, y debiéndose los que acontecieron a causas que nada
tenían que ver con estas o aquellas doctrinas.
¿Cómo es que a fines del siglo XVI no alarmaron al Consejo
de Castilla los atrevidos principios de Mariana en el libro De Rege et Regis
institutione, y a fines del XVIII le causaron espanto los del abate Spedalieri?
La razón no se encuentra tanto en el contenido de las obras como en la época
de su publicación; la primera salió a luz en un tiempo en que los españoles,
afianzados en los principios religiosos y morales, se parecían a aquellas
complexiones robustas que pueden sufrir alimentos de mala digestión; la segunda
se introdujo en nuestro suelo, cuando las doctrinas y los hechos de la Revolución
Francesa hacían estremecer todos los tronos de Europa, y cuando la Propaganda
de París comenzaba a malearnos con sus emisarios y sus libros.
Así como en un pueblo donde prevaleciesen y dominasen la
razón y la virtud, donde no se agitasen pasiones malas, donde todos los ciudadanos
se propusiesen por fin en todos sus actos civiles el bien y la prosperidad
de su patria, no serían temibles las formas más populares y más latas; porque
ni las reuniones numerosas producirían desórdenes, ni las intrigas oscurecerían
el mérito, ni sórdidos manejos ensalzarían al gobierno a personas indignas,
ni se explotarían los nombres de libertad y felicidad pública, para labrar
la fortuna y satisfacer la ambición de unos pocos; así también en un país
donde la religión y la moral reinen en todos los espíritus, donde no se mire
como vana palabra el deber, donde se considere como un verdadero crimen a
los ojos de Dios la turbación de la tranquilidad del Estado, y la rebelión
contra las autoridades legítimas, serán menos peligrosas las teorías en que
analizándose la formación de las sociedades e investigándose el origen del
poder civil, se hagan suposiciones más o menos atrevidas y se establezcan
principios favorables a los derechos de los pueblos.
503
Pero cuando estas condiciones faltan, poco vale la proclamación
de doctrinas rigurosas; de nada sirve el abstenerse de nombrar el pueblo como
una palabra sacrílega; quien no acata la majestad divina, ¿cómo queréis que
respete la humana?
Las escuelas conservadoras de nuestros tiempos, que se han
propuesto frenar el ímpetu revolucionario y hacer entrar las naciones en su
causa, han adolecido casi siempre de un defecto, que consiste en el olvido
de la verdad que acabo de exponer. La majestad real, la autoridad del gobierno,
la supremacía de la ley, la soberanía parlamentaria, el respecto a las formas
establecidas: el orden, son palabras que salen incesantemente de su boca,
presentando estos objetos como el paladión de la sociedad y condenando con
todas sus fuerzas la república, la desobediencia a la ley, la insurrección,
las asonadas, la anarquía; pero no recuerdan que estas doctrinas son insuficientes
cuando no hay un punto fijo donde se afiance el primer eslabón de la cadena.
Generalmente hablando, esas escuelas salen del seno mismo
de las revoluciones, tienen por directores a hombres que han figurado en ellas,
que han contribuido a promoverlas e impulsarlas, y que ansiosos de lograr
su objeto no repararon en mirar el edificio por sus cimientos, debilitando
el ascendiente de la religión y dando lugar a la relajación moral. Por esta
causa, se sienten impotentes cuando la prudencia o sus intereses propios les
aconsejan decir basta; y arrastrados como los demás en el furioso torbellino,
no aciertan a encontrar el medio de parar el movimiento, ni de darle la debida
dirección.
Oyese a cada paso
que se condena el Contrato Social de Rousseau, por sus doctrinas anárquicas;
mientras por otra parte se vierten otras, que tienden visiblemente al enflaquecimiento
de la religión; ¿creéis por ventura, que es solamente el Contrato Social lo
que ha trastornado la Europa?
Daños gravísimos
ha producido sin duda; pero mayores los ha causado la irreligión, que tan
hondamente socava todos los cimientos de la sociedad, que relaja los lazos
de la familia, y que dejando al individuo sin freno de ninguna clase, le entrega
a merced de sus pasiones, sin más guía que los consejos del torpe egoísmo.
Empiezan ya a penetrarse de estas verdades los pensadores
de buena fe; pero en las regiones de la política existe todavía el error de
atribuir a la simple acción de los gobiernos civiles una fuerza creadora,
que independientemente de las influencias religiosas y morales, alcanza a
constituir, organizar y conservar la sociedad. Poco importa que se diga otra
cosa en teoría, si se obra de esta suerte en la práctica; poco vale la proclamación
de algunos buenos principios, si a ellos no se acomoda la conducta.
504
Estas escuelas filosófico-políticas que se proponen
dirigir los destinos del mundo, proceden cabalmente de una manera diametralmente
opuesta a la del cristianismo. Éste, que teniendo por objeto principal el
cielo, no descuidó tampoco la prosperidad de los hombres en la tierra, se
encaminó directamente al entendimiento y al corazón, creyendo que para ordenar
bien la comunidad era necesario arreglar al individuo, que para tener una
sociedad buena era indispensable formar socios buenos.
La proclamación de
ciertos principios políticos, la institución de particulares formas, son la
panacea de algunas escuelas que creen posible dirigir la sociedad sin ejercer
eficaz influencia sobre el entendimiento y el corazón del hombre; la razón
y la experiencia están de acuerdo en enseñarnos lo que podemos prometernos
de semejante sistema.
Arraigar profundamente en los ánimos la religión y la buena
moral, he aquí el primer paso para prevenir las revueltas y la desorganización;
cuando aquellos sagrados objetos predominen en los corazones, no debe causar
recelo la mayor o menor latitud de las opiniones políticas. ¿Qué confianza
puede fundar un gobierno en un hombre que las profese altamente monárquicas,
si con éstas reúne la impiedad? Quien niega al mismo Dios sus derechos, ¿pensáis
que respetará los de los reyes de la tierra? "Ante todo, decía Séneca,
es el culto de los dioses, y la fe en su existencia, acatar su majestad, su
bondad, sin la cual no hay ninguna majestad." "Primum est Deorum cultus, Deos credere; deinde
reddere illis majestatem suam, reddere bonitatem, sine qua nulla majestas
est." (Séneca, Epist. 95.) He aquí cómo se expresa
sobre el mismo punto, el primer orador, y quizás el mayor filósofo de Roma,
Cicerón:
"Conviene
que los ciudadanos comiencen por estar persuadidos de que hay dioses señores
y gobernadores de todas las cosas, en cuyas manos están todos los acontecimientos,
que dispensan continuamente grandes bienes al linaje humano, que ven lo interior
del hombre, lo que hace, y el espíritu y la piedad con que profesa la religión,
y que llevan en cuenta la vida del pío y del impío."
"Sit igitur
jam hoc a principio persuasum civibus, dominos esse omnium rerum, ac moderatores
deos; Baque quae gerantur, eorum geri ditione, ac numine, eosdemque optime
de genere hominum mereri, et qualis piusque sit, quid agat, quid in se admittat,
qua mente, qua pietate colat religiones intueri: piorumque et impiorum habere
rationem." (Cic., De Nat. Deor., 2.)
Es preciso grabar profundamente en el ánimo estas verdades:
los daños de la sociedad no dimanan principalmente de las ideas ni sistemas
políticos; la raíz del mal está en la irreligión; y si ésta no se ataja, será
inútil que se proclamen los principios monárquicos más rígidos. Hobbes adulaba
a los reyes algo más por cierto que no lo hacía Belarmino; sin embargo, en
comparación del autor del Leviathan, ¿qué soberano juicioso no preferiría
por vasallo al sabio y piadoso controversista?
505
ACLARADO ya que la doctrina católica sobre el origen del
poder civil nada encierra que no sea muy conforme a la razón y conciliable
con la verdadera libertad de los pueblos, pasemos ahora a la segunda de las
cuestiones propuestas, investigando cuáles son las facultades del mismo poder,
y si bajo este aspecto enseña la Iglesia algo que sea favorable al despotismo,
a esa opresión de que tan calumniosamente se la ha supuesto partidaria. Invitamos
a nuestros adversarios a que nos lo señalen; seguros estamos de que no les
ha de ser tan fácil el hacer esta indicación, como el amontonar acusaciones
vagas, que sólo sirven para engañar incautos. Para sostenerlas debidamente,
menester seria aducir los textos de la Escritura, las tradiciones, las decisiones
conciliares o pontificias, las sentencias de los Santos Padres, en que se
otorguen al poder facultades excesivas, a propósito para menoscabar o destruir
la libertad de los pueblos.
Pensarán quizás algunos que, permaneciendo puras las fuentes,
han venido los comentadores a enturbiar los raudales; o en otros términos,
que los teólogos de los últimos siglos, constituyéndose en aduladores del
poder civil, han trabajado poderosamente en extender sus derechos, y por consiguiente
en cimentar el despotismo.
Como muchos se arrogan la facultad de juzgar a los doctores
de lo que se apellida época de decadencia, y lo hacen con tanta mayor serenidad
y desembarazo, cuanto no se han tomado nunca la pena de abrir las obras de
aquellos hombres ilustres, necesario se hace entrar en algunos pormenores
sobre este asunto, disipando preocupaciones y errores, que acarrean gravísimos
males a la religión, y no escasos prejuicios a la ciencia.
506
Merced a las declamaciones e invectivas de los
protestantes, imagínense algunos que toda idea de libertad hubiera desaparecido
de Europa, si no hubiese acudido a tiempo la pretendida Reforma del siglo
XVI, dado que a los teólogos católicos se los figuran como una turba de frailes
ignorantes que nada sabían sino escribir en mal lenguaje y peor estilo un
conjunto de necedades, que en último resultado no se encaminaban a otro blanco
que a ensalzar la autoridad de los papas y de los reyes; la opresión intelectual
y la política; el oscurantismo y la tiranía.
Que se padezcan ilusiones sobre objetos cuyo detenido examen
sea muy difícil, que los lectores se dejen engañar por un autor, cuando se
trata de materias en las que es menester deferir la palabra de éste, so pena
de quedarse del todo a oscuras, como por ejemplo, en la descripción de un
país o de un fenómeno vistos únicamente por el que narra, nada tiene de extraño;
pero que se sufran errores que pueden desvanecerse de un soplo con pasar algunos
ratos en la más oscura de las bibliotecas; que los autores de las brillantes
ediciones de París puedan desbarrar a mansalva sobre las opiniones de un escritor
que polvoriento y olvidado yace en la misma biblioteca donde aquél luce, y
quizás debajo del mismo estante; que el lector recorra ávido las hermosas
páginas empapándose de los pensamientos del autor, sin curarse de alargar
la mano al voluminoso tomo, que allá está esperando que le abran para desmentir
a cada página las imputaciones que con tanta ligereza, cuando no mala fe,
le está haciendo su moderno colega, esto es lo que no se concibe fácilmente,
lo que carece de excusa en todo hombre que se precia de amante de la ciencia,
de sincero investigador de la verdad.
A buen seguro que no anduvieran tan fáciles muchos escritores
en hablar de lo que no han estudiado, y en analizar obras que jamás han leído,
si no contaran con la docilidad y la ligereza de sus lectores; a buen seguro,
que andarían con más tiento en fallar magistralmente sobre una opinión, sobre
un sistema, sobre una escuela, en recopilar en dos palabras las obras de muchos
siglos, en decidir con una salida ingeniosa las cuestiones más graves, si
temieran que el lector tocado a su vez de la desconfianza, y participando
un poco del escepticismo de la época, no dará fe ciega a las aserciones sin
cotejarlas con los hechos a que se refieren.
Nuestros mayores no se creían autorizados, no diré para narrar,
pero ni aun para aludir, sin acotar cuidadosamente las citas de las fuentes
donde habían bebido; rayaba esto en exceso, pero nosotros nos hemos curado
del mal, de tal suerte que nos juzgamos dispensados de toda formalidad, siquiera
se trate de la materia más importante, y que más exija el testimonio de los
hechos. Y hechos son las opiniones de los escritores antiguos, hechos son
conservados en sus obras; y quien los juzga de un golpe sin descender a pormenores,
sin imponerse la obligación de citar los lugares a que se refiere, es sospechoso
de falsificar la historia; la historia repito, y la más preciosa, cual es
la del espíritu humano.
Esta ligereza de ciertos escritores proviene en buena parte
del carácter que ha tomado la ciencia en nuestro siglo. Ya no las hay particulares,
hay una ciencia general que las abraza todas, que encierra en su inmenso ámbito
todos los ramos de los conocimientos, y que por consiguiente obliga al común
de los espíritus a contentarse con noticias vagas, que por lo mismo son más
propias para remedar la abstracción y la universalidad. Nunca como ahora se
han generalizado los conocimientos, y nunca fue más difícil merecer el dictado
de sabio. El estado actual de la ciencia reclama, en quien pretenda poseerla,
gran laboriosidad en adquirir erudición, profunda meditación para ordenarla
y dirigirla, vasta y penetrante ojeada para simplificarla y centralizarla,
elevada comprensión para levantarse a las regiones donde la ciencia ha establecido
su asiento.
¿Cuántos son los hombres que reúnen estas circunstancias?
Pero volvamos al intento.
Los teólogos católicos tan lejos están de inclinarse al sostén
del despotismo, que dudo mucho puedan encontrarse mejores libros para formarse
ideas claras y verdaderas sobre las legítimas facultades del poder; y aun
añadiré que, generalmente hablando, propenden de un modo muy notable al desarrollo
de la verdadera libertad.
El gran tipo de las escuelas teológicas, el modelo de donde
no han apartado sus ojos durante muchos siglos, son las obras de Santo Tomás
de Aquino; y con entera confianza podemos retar a nuestros adversarios a que
nos presenten un jurista ni un filósofo donde se hallen expuestos con más
lucidez, con más cordura, con más noble independencia y generosa elevación,
los principios a que debe atenerse el poder civil. Su tratado de las leyes
es un trabajo inmortal; y a quien lo haya comprendido a fondo, nada le queda
que saber con respecto a los grandes principios que deben guiar al legislador.
Vosotros que despreciáis tan livianamente los tiempos pasados,
que os imagináis que hasta los nuestros nada se sabía de política ni de derecho
público, que allá en vuestra fantasía os forjáis una incestuosa alianza de
la religión con el despotismo, que allá en la oscuridad de los claustros entrevéis
urdida la trama del pacto nefando;
508 ¿Cuál pensáis sería la opinión de un religioso del siglo
XII sobre la naturaleza de la ley? ¿No os parece ver la fuerza dominándolo
todo, y cubierto el grosero engaño con el disfraz de algunas mentidas palabras
apellidando religión? Pues sabed que no dierais vosotros definición más suave;
sabed que no imaginaríais jamás, como él, que desapareciese hasta la idea
de la fuerza; que no concibierais nunca cómo en tan pocas palabras pudo decirlo
todo, con tanta exactitud, con tanta lucidez, en términos tan favorables a
la verdadera libertad de los pueblos, a la dignidad del hombre.
Como la indicada definición es un resumen de toda su doctrina,
y es además la norma que ha dirigido a todos los teólogos, puede ser mirada
como un compendio de las doctrinas teológicas en sus relaciones con las facultades
del poder civil, y presenta de un golpe cuáles eran, bajo este aspecto, los
principios dominantes entre los católicos.
El poder civil obra sobre la sociedad por medio de la ley;
pues bien, según Santo Tomás la ley es una disposición de la razón, enderezada
al bien común, y promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad.
Quaedam rationis ordinatio ad bonum commune, et ab eo qui
curara communitatis haber promulgator." (11 2x. quarst. 90,
art. 4.)
Disposición de la razón, rationis ordinatio: he aquí desterradas
la arbitrariedad y la fuerza; he aquí proclamado el principio de que la ley
no es un mero efecto de la voluntad; he aquí muy bien corregida la célebre
sentencia, quod principi placuit legis habet vigorem; sentencia que si bien
es susceptible de un sentido razonable y justo, no deja de ser algo inexacta,
y de resentirse de la adulación.
Un célebre escritor moderno ha empleado muchas páginas en
probar que la legitimidad no tiene su raíz en la voluntad sino en la razón,
infiriendo que lo que debe mandar sobre los hombres no es aquélla sino ésta;
con mucho menos aparato, pero con no menos solidez y con mayor concisión,
lo expresó el Santo Doctor en las palabras que acabo de citar: rationis ordinatio.
Si bien se observa, el despotismo, la arbitrariedad, la tiranía,
no son más que la falta de razón en el poder, son el dominio de la voluntad.
Cuando la razón impera, hay legitimidad, hay justicia, hay libertad; cuando
la sola voluntad manda, hay ilegitimidad, hay injusticia, hay despotismo.
Por esta causa la idea fundamental de toda ley es que sea conforme a razón,
que sea una emanación de ella, su aplicación a la sociedad; y cuando la voluntad
la sanciona, y la hace ejecutar, no ha de ser otra cosa que un auxiliar de
la razón, su instrumento, su brazo.
509 Claro es que sin acto de voluntad no hay ley; porque los
actos de la pura razón sin el concurso de la voluntad son pensamiento, no
mando; iluminan, no impulsan; por cuyo motivo no es posible concebir la existencia
de la ley, hasta que al dictamen de la razón que dispone, se añada la voluntad
que manda. Sin embargo esto no quita que toda ley deba tener un fundamento
en la razón, y que a ella se haya de conformar si ha de ser digna de tal nombre.
Estas observaciones no se escaparon a la penetración del
santo Doctor, y haciéndose cargo de ellas, disipa el error en que se podría
incurrir de que la sola voluntad' del príncipe hace la ley, y se expresa en
estos términos: "la razón recibe de la voluntad la fuerza de mover, como
más arriba se ha dicho (Quaest. 17, art. 1.): pues por lo mismo que la voluntad
quiere el fin, la razón impera sobre las cosas que se ordenan al fin; pero
la voluntad, para tener fuerza de ley en las cosas que se mandan, debe estar
regulada por alguna razón; y de este modo se entiende que la voluntad del''príncipe
tiene fuerza de ley: al contrario, la voluntad del príncipe fuera más bien
iniquidad que ley.
"Ratio habet vira movendi a voluntate, ut supra dictum
est. (Quaest. 17, art. 1.) Ex hoc enim quod aliquis vult finem, ratio imperat
de his quar sunt ad finem, sed voluntas de his quae imperantur, ad hoc quod
legis rationem habeat, oportet quod sit aliqua ratione regulata, et hoc modo
intelligitur quod voluntas principis habet vigorem legis; alioqum voluntas
principis magis esset finiquitas quam lex." (Quaest. 90, art. 1.)
Estas doctrinas de Santo Tomás han sido las de todos los
teólogos; y si ellas son favorables a la arbitrariedad y al despotismo, si
en algo se oponen a la verdadera libertad, si no son altamente conformes a
la dignidad del hombre, si no son la proclamación más explícita y terminante
del poder civil, si no valen algo más que las declaraciones de los derechos
imprescriptibles, díganlo la imparcialidad y el buen sentido. Lo que humilla
la dignidad del hombre, lo que hiere su sentimiento de justa independencia,
lo que introduce en el mundo el despotismo, es el imperio de la voluntad,
es la sujeción a ella por solo este título; pero el someterse a la razón,
el regirse por sus prescripciones, no abate, antes bien eleva, agranda; porque
agranda y eleva el vivir conforme al orden eterno, a la razón divina.
510 La obligación de obedecer a la ley no radica en la voluntad
de otro hombre, sino en la razón; pero aun ésta considerada en sí sola, no
la juzgaron los teólogos suficiente para mandar. Buscaron más alto la sanción
de la ley; y cuando se trató de obrar sobre la conciencia del hombre, de ligarla
con un deber, no hallaron en la esfera de las cosas creadas nada que a tanto
alcanzar pudiera. "Las leyes humanas,
dice el santo Doctor, si son justas, la fuerza de obligar en el fuero de la
conciencia la tienen de la ley eterna, de la cual se derivan, según aquello
de los Proverbios, Cáp. 8: Por mí reinan los reyes y los legisladores decretan
cosas justas.
Si quidem justa sunt,
habent vim obligandi in foro conscientix a lege aeterna, a qua derivantur,
secundum illud Proverb., cap. 8: Per me reges regnant, et legum condcones
justa decernunt " (11. 2x., q. 96, art. 3.)
Por donde
se ve que, según Santo Tomás, la ley justa se deriva, no precisamente de la
razón humana, sino de la ley eterna, y que de ésta recibe la fuerza de obligar
en el fuero de la conciencia.
Esto es sin duda algo más filosófico que el buscar la fuerza
obligatoria de las leyes en la razón privada, en los pactos, en la voluntad
general: así se explican los títulos, los verdaderos títulos de la humanidad;
así se limita razonablemente el poder civil, así se alcanza fácilmente la
obediencia, así se asientan sobre bases firmes e indestructibles los derechos
y los deberes de los gobernantes como de los gobernados. Así concebimos sin
dificultad lo que es el poder, lo que es la sociedad, lo que es el mando,
lo que es la obediencia. No reina sobre los hombres la voluntad de otro hombre,
no reina su simple razón, sino la razón emanada de Dios o mejor diremos la
misma razón de Dios, la ley eterna, Dios mismo.
Sublime teoría, donde halla el poder sus derechos, sus deberes,
su fuerza, su autoridad, su prestigio; y donde la sociedad encuentra su más
firme garantía de orden, de bienestar, de verdadera libertad: sublime teoría
que hace desaparecer del mando la voluntad del hombre, convirtiéndola en instrumento
de la ley eterna, en un ministerio divino.
Enderezada al bien común, ad bonum commune; ésta es otra
de las condiciones señaladas por Santo Tomás para constituir la verdadera
ley. Se ha preguntado si los reyes eran para los pueblos, o los pueblos para
los reyes: los que han hecho esta pregunta no pararon mucho la atención, ni
en la naturaleza de la sociedad, ni en su objeto, ni en el origen y fin del
poder. La concisa expresión que acabamos de citar, al bien común, ad bonum commune, responde felizmente
a esa pregunta. "Son injustas las leyes, dice el santo Doctor, de dos
maneras; o bien por ser contrarias al bien común, o por el fin, como cuando
algún gobierno impone leyes onerosas a los súbditos, y no de utilidad común,
sino más bien de codicia o de ambición: y éstas más, bien son violencias que
leyes Injusta.
511 Autem sunt leges
dupliciter; uno modo per contrarietatem ad bonum commune, e contrario praedictis:
vel ex fine, sicut cum aliquis prxsidens leges imponit onerosas subditis non
pertinentes ad utilitatem communem, sed magis ad propriam cupiditatem vel
gloriam ................... .et hujusmodi magissunt violenti quam leges." (1x..211,.q..96,
art. .4.)
Infiérese de esta doctrina que el mando es para el bien común,
que faltándole esta condición es injusta, que los gobernantes no están investidos
de su autoridad sino para emplearla en pro de los gobernados. Los reyes no
son los esclavos de los pueblos, como lo ha pretendido una filosofía absurda
que ha querido reunir monstruosamente las cosas más contradictorias: el poder
no es tampoco un simple mandatario que ejerce una autoridad ficticia, y dependiente
a cada instante del capricho de aquellos a quienes manda; pero tampoco son
los pueblos propiedad de los rey" tampoco pueden éstos mirar a sus súbditos
como esclavos, de quienes les sea lícito disponer conforme a su libre voluntad;
tampoco son los gobiernos árbitros absolutos de las vidas y de las haciendas
de sus gobernados; y están obligados a mirar por ellos, no como el dueño por
el esclavo de quien se utiliza, sino como el padre por el hijo, a quien ama
y cuya felicidad procura.
"El reino no es
para el rey, sino el rey para el reino",
dice el santo Doctor, a quien no me cansaré de citar; y con estilo notable
por su brío y energía, prosigue: "porque Dios los constituyó para regir
y gobernar, y para conservar a cada cual en su derecho; este es el fin de
la institución; que si hacen otra cosa, mirando por su interés particular,
no son reyes sino tiranos."
"Itere guod regnum non est propter regent, sed rea
propter regnum, quia ad hoc Deus providit de eis, ut regnum regant et gubernent,
et unumquemque in suo jure conservent; et hic est finis regiminis, quod si
aliud faciunt in seipsos commodum retorquendo, non sunt reges, sed tyranni"
(D. Th., De Reg. Prin., cap. 11.)
Según esta doctrina, es evidente que los pueblos no son para
los reyes, que los gobernandos no son para los gobernantes; sino que todos
los gobiernos se han establecido para el bien de la sociedad, y que este bien
debe ser el norte de los que mandan, sea cual fuere la forma de gobierno.
Desde el presidente de la más insignificante república, hasta
el más poderoso monarca, nadie puede eximirse de esta ley; porque es ley anterior
a las sociedades, ley que presidió a la formación de ellas, que es superior
a las leyes humanas, porque es emanada del autor de toda sociedad, de la fuente
de toda ley.
512 No, los pueblos no son para los reyes: los reyes son para
el bien de los pueblos, porque en faltando este objeto, el gobierno de nada
sirve, es inútil; y en esta parte no cabe diferencia entre la república y
la monarquía. Quien adula a los reyes con semejantes máximas, los pierde:
no es así como les ha hablado en todos tiempos la religión; no es éste el
lenguaje de los hombres ilustres que revestidos del hábito sacerdotal han
llevado a los poderosos de la tierra los mensajes del cielo.
"Reyes,
príncipes, magistrados, exclama el venerable Palafox, toda jurisdicción es
ordenada de Dios para conservación, no destrucción, de sus pueblos; para defensa,
no para ofensa; para derecho, no para injuria de los hombres. Los que escriben
que los reyes pueden lo que quieren, y fundan en su querer su poder, abren
la puerta a la tiranía. Los que escriben que los reyes pueden lo que deben,
y pueden lo que han menester para la conservación de sus vasallos, y para
la defensa de su corona, para la exaltación de la fe y religión, para la buena
y recta administración de justicia, para la conservación de la paz y para
el preciso sustento de la guerra, para el congruo y ordenado lucimiento de
la dignidad real, y para honesta sustentación de su casa y de los suyos; éstos
dicen la verdad sin lisonja, abren a la justicia la puerta, y a las virtudes
magnánimas y reales." (Historia Real
Sagrada, lib. 1, Cáp. 11.)
Cuando Luís XIV decía "el Estado soy yo" no lo
había aprendido ni de Bossuet, ni de Bourdaloue, ni de Massillón; el orgullo
exaltado por tanta grandeza y poderío, e infatuado por bajas adulaciones,
era quien hablaba por su boca; ¡hondos secretos de la Providencia!, el cadáver de ese hombre que se llamaba el Estado, fué insultado
en los funerales; y no había transcurrido todavía un siglo cuando su nieto
perecía en un cadalso.
Así expían sus faltas
las familias como las naciones; así llenándose la medida de la indignación,
el Señor recuerda a los hombres despavoridos que el Dios de las misericordias
es también el Dios de las venganzas; y que así como soltó sobre el mundo las
cataratas del cielo, así desencadena sobre los reyes y sobre los pueblos los
huracanes de la revolución.
Fundados los derechos y los deberes del poder en tan sólido
cimiento como es el origen divino, y regulados por norma tan superior cual
es la ley eterna, no hay necesidad alguna de ensalzarle con desmedido encarecimiento,
ni de atribuirle facultades que no le pertenecen; así como, de otra parte,
no se hace preciso exigirle el cumplimiento de sus obligaciones, con aquella
imperiosa altanería que le humilla y desvirtúa.
513 La lisonja y la amenaza son inútiles cuando hay otros resortes
que le comunican movimiento, y otros diques que le detienen en los límites
debidos. No se levanta la estatua del rey para que le tributen culto los pueblos;
ni se entrega a merced de los tributos para que la hagan objeto de befa y
escarnio, convirtiéndola en juguete de las pasiones de los demagogos.
Son bien notables la suavidad y templanza de la definición
que estarnos analizando; pues que ni siquiera se encuentra en ella la menor
palabra que pueda herir la más delicada susceptibilidad, aun de los ardientes
apasionados a las libertades públicas.
Después de haber hecho consistir la ley en el imperio de
la razón, después de haberle señalado por único objeto el bien común, al llegar
a la autoridad de quien la promulga, de quien debe cuidar de su ejecución
y observancia, no se habla de dominio, no se emplea ninguna expresión que
indicar pueda una sujeción excesiva, se usa de la palabra más mesurada que
cabe encontrar cuidado:
Qui communitatis
curan habet promulgata.
Adviértase que se trata de un autor que pesa las palabras
como metal precioso, que se sirve de ellas con escrupulosidad indecible, gastando
si es menester largo espacio en explicar el sentido de cualquiera que ofrezca
la menor ambigüedad; y entonces se comprenderá cuáles eran las ideas de este
grande hombre sobre el poder; entonces se verá si el espíritu de doctrinas
de opresión y despotismo ha podido prevalecer en las escuelas de los católicos,
cuando de tal suerte pensaba y se expresaba quien fué y es todavía un oráculo
tenido por poco menos que infalible.
Compárese esta definición dada por Santo Tomás, y adoptada
por todos los teólogos, con la señalada por Rousseau. En la de aquél, la ley
es la expresión de la razón, en la de éste la expresión de la voluntad; en
la de aquél es una aplicación de la ley eterna, en la de éste, el producto
de la voluntad general: ¿de qué parte están la sabiduría, el buen sentido?
Con haberse entendido entre los pueblos europeos la ley tal
como la explica Santo Tomás y todas las escuelas católicas, se desterró de
Europa la tiranía, se hizo imposible el despotismo asiático, se creó la admirable
institución de la monarquía europea; con haberse entendido tal como la explica
Rousseau, se creó la Convención con sus cadalsos v horrores.
La teoría de la voluntad general está ya casi abandonada
por todos los publicistas; y aun los mismos sostenedores de la soberanía popular
explican de tal manera su ejercicio, que no admiten que la ley haya de ser
el producto de la voluntad de todos los ciudadanos.
514 La, ley, dicen, no es la expresión de la voluntad general,
sino de la razón general; por manera, que así como el filósofo de Ginebra
pensaba que era menester andar recogiendo las voluntades particulares, como
para formar la suma que era la voluntad general, así piensan ahora los publicistas
de que hablamos, que es necesario recoger en la nación gobernada la mayor
suma de razón, para que colocada en la esfera del gobierno pueda servir de
guía y de regla, no siendo más los gobernantes que los instrumentos para aplicarla.
Lo que manda, dicen ellos, no son los hombres, sino la ley; y la ley no es
otra cosa que la razón y la justicia.
Esta teoría, en lo que tiene de verdad, y prescindiendo de
las malas aplicaciones que de ella se hacen, no es un descubrimiento de la
ciencia moderna; es un principio tradicional de Europa, que ha presidido a
la formación de nuestras sociedades, y organizado el poder civil de tal manera,
que en nada se parece al de los antiguos, ni tampoco al de los demás pueblos
actuales que no han participado de nuestra civilización.
Si bien se mira, éste es el principio que ha producido el
singular fenómeno de que las monarquías europeas, aun las más absolutas, han
sido muy diferentes de las asiáticas; y que aun cuando la sociedad carecía
de garantías legales contra el poder de los reyes, las tenía sin embargo morales,
y muy robustas. La ciencia moderna no ha descubierto, pues, un nuevo principio
de gobierno; sin advertirlo ha resucitado al antiguo; y reprobando la doctrina
de Rousseau, no ha dado, como dice, un paso adelante, sino atrás; que no siempre
es mengua el retroceder, pues que no lo es ni puede serlo el apartarse del
borde del precipicio para buscar el verdadero camino.
Rousseau se queja con mucha razón de que ciertos escritores
han exagerado de tal manera las prerrogativas de la potestad civil, que han
convertido a los hombres en un ganado del cual podían disponer los gobernantes
conforme a sus intereses o caprichos. Pero estas máximas no pueden achacarse
ni a la Iglesia católica, ni tampoco a ninguna de las ilustres escuelas que
se abrigan en su seno. El filósofo de Ginebra ataca vivamente a Hobbes y a
Grocio por haber sostenido esta doctrina; y si bien los católicos nada tenemos
que ver con dichos autores, observaré no obstante, que fuera injusto colocar
al segundo en la misma línea del primero.
Es verdad que Grocio ha dado algún motivo para que se le
culpe; sosteniendo que hay casos en que los imperios son, no para utilidad
de los gobernados sino de los gobernantes.
"Sic imperia quaedam
esse possunt comparata ad regum utilitatem." (De jure belli et pacis. L. 1, Cáp. 3.)
515 Pero, reconociendo la peligrosa tendencia de semejante principio,
es necesario convenir en que el conjunto de las doctrinas del publicista holandés
no se encaminan como las de Hobbes a la completa ruina de la moral.
Hecha a Grocio la debida justicia, no permitiendo que en
ningún sentido se exagere el mal, aun cuando se halle de parte de nuestros
adversarios, lícito ha de ser a los corazones católicos el complacerse en
notar que semejantes doctrinas no tuvieron jamás cabida entre los que profesamos
la verdadera fe: y que cabalmente las funestas máximas que conducen a la opresión
de la humanidad, hayan nacido entre aquellos que se desviaron de la enseñanza
de la Cátedra de San Pedro.
No; los católicos no han disputado nunca si los reyes tenían
ilimitado derecho sobre las vidas y las haciendas de los súbditos; de tal
suerte que jamás les irrogasen injuria, por más que llevaran hasta el último
exceso la arbitrariedad y el despotismo. Cuando la lisonja ha levantado su
voz exagerando las prerrogativas de los reyes, se ha visto desde luego sofocada
por el unánime clamor de los sostenedores de las sanas doctrinas; y no falta
un ejemplo singular de una retractación solemne, mandada por el tribunal de
la Inquisición a un predicador que se había excedido.
No sucedió así en Inglaterra, país clásico de aversión al
Catolicismo; mientras entre nosotros se prohibía severamente que se vertiesen
esas máximas degradantes, allí se entablaba esta cuestión con toda seriedad,
dividiéndose los publicistas en opiniones encontradas. (Véase t.
1, Pág. 508.)
El lector imparcial ha podido ya formar concepto sobre el
valor que encierran las declaraciones contra el derecho divino, y la pretendida
afinidad de las doctrinas católicas con el despotismo y la esclavitud. La
exposición que acabo de presentar no se funda ciertamente en varios raciocinios
a propósito para oscurecer la cuestión, huyendo, como suele decirse, el cuerpo
a la dificultad. Tratábase de saber en qué consistían esas doctrinas, y he
manifestado hasta la evidencia que los que las calumnian no las entienden,
y que de muchos puede suponerse que no se tomaron jamás el trabajo de examinarlas;
tanta es la ligereza y la ignorancia con que sobre las mismas se expresan.
Quizás habré multiplicado en demasía los textos y las citas;
pero recuérdese que no me proponía ofrecer un cuerpo de doctrina, sino examinarla
históricamente; la historia no exige discursos sino hechos; y los hechos en
materia de doctrinas no son otra cosa que el modo de pensar de los autores
que las profesaron.
516 En la saludable reacción que se va observando hacia los buenos
principios, conviene guardarse de presentar a los espíritus la verdad a medias;
importa a la causa de la religión católica que sus defensores no puedan ser
ni remotamente sospechosos de disimulo o mala fe. Por esto no he vacilado
en desarrollar el conjunto de las doctrinas de los escritores católicos, tal
como le he encontrado en sus obras. Los protestantes y los incrédulos han
logrado engañar oscureciendo y confundiendo; abrigo la esperanza de que aclarando
y deslindando haya logrado desengañar.
En lo que resta de la obra, propóngame todavía examinar otras
cuestiones relativas al mismo asunto, las que si no son más importantes, serán
por cierto más delicadas. Por esta causa me ha sido necesario allanar completamente
el camino, para que pudiese marchar por él con desembarazo y soltura.
He procurado que la causa de la religión se defendiese con
sus propias fuerzas, sin mendigar el apoyo de auxiliares que no necesita.
Como he procedido hasta aquí, procederé en adelante; porque estoy profundamente
convencido de que el Catolicismo sale perjudicado cuando al hacer su apología
se le identifica con intereses políticos, intentando encerrarle en estrecho
espacio donde no cabe su amplitud inmensa.
Los imperios pasan y desaparecen, y la Iglesia de Jesucristo
durará hasta la consumación de los siglos; las opiniones sufren cambios y
modificaciones, y los augustas dogmas de nuestra religión permanecen inmutables;
los tronos se levantan y se hunden; y la piedra sobre la cual edificó Jesucristo
su Iglesia, atraviesa la corriente de los siglos sin que prevalezcan contra
ella las puertas del infierno.
Cuando salgamos en su defensa penetrémonos del grandor de
nuestra misión: nada de exageraciones, nada de lisonjas; la verdad pura, con
lenguaje mesurado, pero severo y firme. Ora nos dirijamos a los pueblos, ora
hablemos a los reyes, no olvidemos que sobre la política está la religión,
sobre los pueblos y los reyes está Dios. VER
NOTA 29
517
VINDICADO ya el Catolicismo en lo concerniente al origen
y facultades del poder civil, llegamos a otro punto, si no más grave, por
cierto más delicado y espinoso. Y para que se vea que miro de frente la cuestión,
y que en defensa de la verdad no echo mano de disimulos y anfibologías, diré
explícitamente que voy a tratar de si en algún caso puede ser lícito resistir
a la potestad civil. No me es posible expresarme con más claridad, ni tampoco
asentar en términos más lisos y llanos, la cuestión más trascendental, más
difícil, más pavorosa que ofrecerse pueda en este linaje de materias.
Sabido es que el Protestantismo proclamó desde un principio
el derecho de insurrección contra las potestades civiles, y nadie ignora que
el Catolicismo ha predicado siempre la obediencia a ellas; por manera que
así como aquél fué desde su cuna un elemento de revoluciones y trastornos,
así lo ha sido éste de tranquilidad y buen orden. Esta diferencia podría inducir
a creer que el Catolicismo es favorable a la opresión, pues que deja a los
pueblos desarmados para vindicar la libertad. "Vosotros, nos dirán
los adversarios, predicáis la obediencia a las potestades civiles, anatematizáis
en todo caso la insurrección contra ellas; cuando sobrevenga, pues, la tiranía,
vosotros seréis sus más poderosos auxiliares, dado que con vuestra doctrina
detendréis el brazo pronto a levantarse en defensa de la libertad, y ahogaréis
con el grito de la conciencia la indignación que empiece a fermentar en los
corazones generosos."
Por cuyo motivo es
de la mayor importancia dilucidar en cuanto cabe esta gravísima materia, distinguiendo
la verdad del error, lo cierto de lo dudoso.
No faltarán hombres tímidos que no se atrevan a mirar cara
a cara esa clase de cuestiones, y quizás deseen que se las cubra con un velo;
velo que no osarían levantar, recelosos de encontrarse con un abismo.
518 Y a buen seguro que no carece de excusa su pusilanimidad,
supuesto que abismos hay aquí, y abismos insondables; peligros hay, y peligros
que hacen temblar. Un paso mal seguro puede llevaros a la perdición; con un
golpe imprudente podéis franquear la puerta a los huracanes, y trastornar
la sociedad. A pesar de todo, a esas personas tan excesivamente tímidas como
bien intencionadas, es necesario advertirles que de nada sirve su mesura,
que para nada aprovecha su previsora cautela. Sin ellas y a pesar de ellas,
las cuestiones son promovidas, agitadas, resueltas de un modo lastimoso; y
lo que es peor, las teorías salieron de la órbita de tales, bajaron al terreno
de la práctica; las revoluciones no disponen tan sólo de libros, se apoyan
en la fuerza: abandonaron la silenciosa vivienda del filósofo, y se colocaron
en las calles y en las plazas.
Llegadas las cosas a semejante extremo, es inútil andarse
con paliativos, ni echar mano de restricciones, ni apelar al silencio: conviene
decir la verdad, tal como sea, toda entera; pues que siendo verdad, no teme
los rayos de la luz ni los ataques del error; siendo verdad, no dañarán su
manifestación y propagación: porque Dios, autor de las sociedades, no ha necesitado
fundarlas sobre mentiras. Esto se hace tanto más necesario cuanto las vicisitudes
políticas han podido acarrear que algunos la desconociesen, o al menos no
la comprendiesen perfectamente; llegando otros a imaginarse que la proclamación
de las doctrinas de obediencia a las potestades legítimas, no habla sido más
que la voz de un partido que se esforzaba en asegurar su dominación.
Los hombres de malas doctrinas o de intenciones perversas
tienen su código, adonde acuden siempre que conviene a sus designios; sus
funestos errores o sus villanos intereses son la guía de sus pasos; allí buscan
su luz, de allí sacan sus inspiraciones. Preciso es, pues, que los de sana
doctrina y recta intención sepan también a qué atenerse en las oscilaciones
políticas; y que no sólo conozcan en general el principio de la obediencia
a las potestades legítimas, sino que alcancen cuáles son sus aplicaciones.
Verdad es que en los conflictos que consigo traen las turbulencias
civiles, no son pocos los que arrumban su propia convicción para acomodarse
a lo que exigen sus intereses; pero también es cierto que los hombres concienzudos
son todavía en crecido número; y se agrega a esto, que no siendo frecuente
que la generalidad de los individuos de una nación se halle apremiada de suerte
que no le sea dado escoger entre el sacrificio de sus convicciones y el arrostrar
peligros graves e inminentes, queda por lo común el necesario desahogo para
que éstas puedan ejercer su influjo, y prevenir o remediar muchos males.
519 Al decir de ciertos pesimistas, la razón y la justicia han
abandonado para siempre la tierra, dejándola en presa a los intereses, y sustituyendo
a los dictámenes de la conciencia las miras del egoísmo. A los ojos de estos
hombres es inútil ventilar y profundizar las cuestiones que puedan guiar en
la práctica; pues sean cuales fueren las convicciones teóricas, la resolución
en el hecho ha de ser una misma. Yo tengo la fortuna o la desgracia de mirar
las cosas con menos sobreceño, y de creer que hay todavía en el mundo, y muy
particularmente en España hombres de convicciones profundas, y de bastante
fuerza de ánimo para conformar con ellas su conducta. La más evidente prueba
de la exageración en que se cae cuando se pondera la inutilidad de las doctrinas,
es el ahínco con que procuran asirse de las mismas todos los partidos. Por
interés; o por pudor, todos las invocan; y este interés y este pudor no existirían
si las doctrinas no conservasen todavía en la sociedad un poderoso ascendiente.
Nada más propio para enredar las cuestiones que el tratar
muchas a un mismo tiempo; por cuyo motivo procuraré deslindar las varias que
aquí se ofrecen, resolviendo por separado las conducentes al objeto, y eliminando
las extrañas.
Ante todo es menester recordar el principio general, enseñado
en todos tiempos por el Catolicismo, a saber: la obligación de obedecer a
las potestades legítimas. Veamos ahora cuáles son las aplicaciones que de
él han de hacerse.
En primer lugar: ¿se debe obedecer a la potestad civil cuando
manda cosas que en si sean malas? No; ni se debe, ni se puede; por la sencilla
razón de que lo que es en sí malo está prohibido por Dios; y antes se ha de
obedecer a Dios que a los hombres.
En segundo lugar: ¿se ha de obedecer a la potestad civil,
cuando manda en materias que no están en el círculo de sus facultades? No;
porque con respecto a ellas no es potestad; pues, por lo mismo que se supone
que no llegan allá sus facultades, se afirma que, con respecto a tal punto,
no es verdadera potestad. Y no se crea que hable precisamente con relación
a negocios espirituales, y que a éstos únicamente aludo; entiendo esa limitación
del poder civil también con respecto a cosas puramente temporales. Para cuya
inteligencia es necesario recordar lo que dije ya en otra parte de esta obra,
a saber: que si bien el poder civil debe tener la fuerza y las atribuciones
bastantes para conservar el orden y la unidad en el cuerpo social, conviene,
sin embargo, que el gobierno no absorba de tal suerte al individuo 'y a la
familia, que resulten anonadados en su existencia peculiar, sin esfera propia
donde obrar puedan, prescindiendo de que son parte de la sociedad.
520 Una de las diferencias entre la civilización cristiana y
la pagana consiste en que ésta cuidaba de tal modo de la unidad social, que
en nada atendía a los derechos del individuo y de la familia; mientras aquélla
ha combinado los intereses del individuo y de la familia con los de la sociedad,
de tal manera que no se destruyan ni embaracen. Así, a más de la esfera donde
alcanza la acción del poder público, concebimos otras donde éste nada tiene
que ver, en las cuales viven los individuos y las familias sin tropezar con
la fuerza colosal del gobierno.
Justo es advertir aquí cuánto ha contribuido el Catolicismo
a mantener este principio que es una robusta garantía para la libertad de'
los pueblos. La separación de los dos poderes temporal y espiritual, la independencia
de éste con respecto a aquél, el estar depositado en manos diferentes, ha
sido una de las causas más poderosas de la libertad, que bajo diferentes formas
de gobierno disfrutan los pueblos europeos. Esta independencia del poder espiritual,
a más de lo que es en sí por su naturaleza, origen y objeto, ha sido desde
el principio de la Iglesia un perenne recuerdo de que el civil no tiene ilimitadas
sus facultades, de que hay objetos a que no puede llegar, de que hay casos
en que el hombre puede y debe decirle: no te obedeceré.
Éste es otro de los puntos en que el Protestantismo falseó
la civilización europea; y lejos de abrir el camino a la libertad, forjó las
cadenas de la esclavitud. Su primer paso fue abolir la autoridad del Papa,
echar a tierra la jerarquía, negar a la Iglesia toda potestad y colocar en
manos de los príncipes la supremacía religiosa; es decir, que su obra consistió
en retroceder a la civilización pagana, donde se hallaban reunidos el cetro
y el pontificado. Cabalmente la obra maestra en política se cifraba en separar
estas dos atribuciones, para que la sociedad no se hallara sojuzgada por un
poder único, ilimitado, que ejerciendo sus facultades sin ningún contrapeso,
llegase a vejarla y oprimirla. Sin miras políticas, sin designio por parte
de los hombres, resultó esta separación, dondequiera que se estableció el
Catolicismo; dado que así lo demandaba su disciplina y lo enseñaban sus dogmas.
Es singularidad bien notable que los amantes de las teorías
de equilibrios y contrapesos, los que tanto han ensalzado la utilidad de la
división de los poderes, para que compartida entre ellos la autoridad no degenere
en tiránica, no hayan advertido la profunda sabiduría que se encierra en esta
doctrina católica, aun mirándola únicamente bajo el aspecto social y político.
521 Lejos de esto se ha observado, al contrario, que todas las
revoluciones modernas han manifestado una decidida tendencia a reunir en una
sola mano la potestad civil y la eclesiástica. Prueba evidente de que esas
revoluciones han procedido de un origen opuesto al principio generador de
la civilización europea, y que en vez de encaminarla a su perfección la han
extraviado.
La supremacía
eclesiástica reunida con la civil produjo en Inglaterra el más atroz despotismo
bajo los reinados de Enrique VIII y de Isabel; y si aquel país logró posteriormente conquistar un mayor
grado de libertad, no fue ciertamente por esa investidura religiosa que dio
el Protestantismo al jefe del Estado, sino a pesar de ella. Y es de notar;
que cuando en los últimos tiempos ha ido entrando la Inglaterra en un más
ancho sistema de libertad, ha sido con el enflaquecimiento de la autoridad
civil en lo tocante a la religión, y con el mayor desarrollo del Catolicismo,
opuesto por principios a esa monstruosa supremacía.
En el norte de Europa, donde ha prevalecido también el sistema
protestante, la autoridad civil no ha reconocido límites; y en la actualidad
estamos viendo al emperador de Rusia entregarse a la más bárbara persecución
contra los católicos, mostrándose más receloso contra los defensores de la
independencia del poder espiritual, que no contra los clubes revolucionarios.
El autócrata está sediento de una autoridad sin límites; y un instinto certero
le conduce a ensañarse de un modo particular con la religión católica, que
es su principal obstáculo.
Es cosa digna de llamar la atención la uniformidad que en
esta parte se nota en todos los poderes que tienden al despotismo, sea bajo
la forma revolucionaria, sea bajo la monarquía. El mismo motivo que impulsaba
el absolutismo de Luís XIV a sufrir de mala gana las trabas que le imponía
la independencia del poder espiritual, y a, quebrantar en cuanto era posible
el de Roma, movía a la asamblea Constituyente cuando entraba en el propio
camino. El monarca se apoyaba en las regalías y en las libertades de la Iglesia
galicana; la Constituyente invocaba los derechos de la nación y los principios
de la filosofía; pero lo que en el fondo se agitaba era lo mismo: se trataba
si el poder civil debía reconocer algún límite o no; en el primer caso era
la monarquía que tendía al despotismo, en el segundo era la democracia que
se encaminaba al terror de la Convención.
522 Cuando Napoleón se propuso quebrantar la cabeza a la hidra
revolucionaria, reorganizar la sociedad y crear un poder, echó mano de la
religión, como del más poderoso elemento; y no habiendo en Francia otra religión
influyente que la católica, la llamó en su auxilio y firmó el Concordato.
Pero nótese bien, tan pronto como creyó haber
concluido su obra de reparación y reorganización, tan pronto como pasados
los momentos críticos de la afirmación de su poder, sólo se propuso extenderle,
desembarazándole de todo linaje de trabas, comenzó a mirar con sobreceño al
mismo pontífice, cuya asistencia a la coronación imperial tanto le había agradado;
y principiando por serias desavenencias acabó por romper con él, y por hacerse
su más violento enemigo.
Estas observaciones, que sujeto a la consideración de todos
los hombres pensadores, adquieren todavía más peso, parando la atención en
lo que ha sucedido con la monarquía eminentemente religiosa y católica, es
decir, la española. A pesar del predominio que entre nosotros ha ejercido
la religión católica, es bien extraño que se haya conservado siempre de un
modo muy particular el principio de resistencia a la corte de Roma; por manera
que al paso que durante la dinastía austríaca y la borbónica se procuraba
arrumbar las antiguas leyes en todo lo que tenían de favorable a la libertad
política, se guardaban como un depósito sagrado las tradiciones de resistencia
de Fernando el Católico, de Carlos V y de Felipe II.
Sin duda que el profundo arraigo que en España había alcanzado
el Catolicismo, no permitía que las cosas se llevasen al extremo; pero no
deja de ser verdad que el germen existía, y que se andaba trasmitiendo de
generación en generación, cual si esperase desenvolverse completamente en
tiempos más oportunos.
Presentóse más de bulto el hecho cuando con el entronizamiento
de la familia de Borbón se aclimató entre nosotros la monarquía de Luis XIV
y se borraron hasta los últimos vestigios de las antiguas libertades, en Castilla,
Aragón, Valencia y Cataluña; llegando la manía de las regalías a su más alto
punto en el reinado de Carlos III y de Carlos IV. ¡Notable coincidencia!,
que precisamente la época en que más suspicacia se mostró contra las pretensiones
de la corte de Roma, y la independencia del poder espiritual, fuese aquella
en que se hallaba en su mayor auge el despotismo ministerial, y lo que fué
peor todavía, la arbitrariedad de un privado.
Verdad es, que sin advertirlo los reyes, ni quizás algunos
de los ministros, obraba en aquella época el espíritu de las ideas de la escuela
francesa; pero esta circunstancia, lejos de desvirtuar en nada las reflexiones
que estamos presentando, las confirma más y más, probándolas tanto más sólidas
y trascendentales, cuanto que se aplican a situaciones muy diferentes.
523
Tratábase de destruir el antiguo poder y sustituirle
por otro no menos ilimitado, y para esto convenía conducirle al abuso de su
autoridad; pero al propio tiempo se asentaban los antecedentes que pudieran
ser invocados, cuando la revolución hubiese reemplazado la monarquía absoluta.
Graves reflexiones se agolpan a la mente, raras analogías se descubren entre
situaciones en apariencia las más opuestas, cuando se han visto causas contra
obispos por motivos semejantes a los que se alegaron en una famosa causa en
tiempo de Carlos III; y cuando en los supremos tribunales de nuestros tiempos
han resonado en boca de los fiscales las mismas doctrinas que oyó de boca
de los suyos el antiguo consejo.
Así se tocan los extremos al parecer más distantes, así se
llega al mismo término por diferentes caminos.
La autoridad del monarca lo era todo en los principios de
los antiguos fiscales, los derechos de la corona eran el arca santa que no
era lícito tocar, ni mirar siquiera sin cometer sacrilegio; la antigua monarquía
desapareció, el trono es una sombra de lo que fué, la revolución triunfante
le ha dado la ley, y después de cambio tan profundo, no ha mucho que un fiscal
del tribunal supremo acusando a un obispo de atentado contra los derechos
de la potestad civil, decía: "en el Estado, ni una hoja puede moverse
sin permiso del gobierno."
Estas palabras no necesitan comentarios; oyólas el que esto
escribe, y al ver tan lisa y llanamente proclamada la arbitrariedad, pareció
que un nuevo rayo de luz alumbraba la historia.
La gravedad e importancia de la materia reclamaba esta breve
digresión, para manifestar cuánto puede contribuir a la verdadera libertad
el principio católico de la independencia del poder espiritual; pues que en
el se encuentra la proclamación de que las facultades del poder civil reconocen
límites, y por tanto es una perenne condenación del despotismo. Volviendo,
pues, a la cuestión primitiva, ha de quedar por asentado que la potestad civil
debe ser obedecida cuando manda en el círculo de sus atribuciones; no hay
ninguna doctrina católica que prescriba la obediencia, cuando esta potestad
sale de la esfera que le pertenece.
No desagradará al lector el oír cómo entendía el principio
de la obediencia uno de los más ilustres intérpretes del dogma católico, el
santo Doctor a quien repetidas veces llevo citado. Según el, cuando las leyes
son injustas, y adviértase que esta injusticia pueden en su opinión tenerla
por muchos títulos, no obligan en conciencia, no deben ser obedecidas, a no
ser para evitar escándalo, para no acarrear mayores males;
524
Es decir, que en ciertos casos el cumplimiento
de la ley injusta podrá ser obligatorio, no por un deber que de ella emane,
sino por no desoír los consejos de la prudencia. He aquí sus palabras, sobre
las que llamo muy particularmente la atención de los lectores. "Las leyes
son injustas de dos maneras: o por contrarias al bien común, o por su fin,
como en el caso en que el: gobernante impone a sus súbditos leyes onerosas,
no por motivos de bien común, sino de propia codicia o ambición; o también
por su autor, como cuando alguno da una ley extralimitándose de la facultad
que tiene cometida; o también por su forma, como, por ejemplo, cuando se distribuyen
desigualmente entre la multitud las cargas, aun cuando sean ordenadas al bien
común; y esas leyes más bien son violencias que leyes; pues que como dice
San Agustín, lib. 1, De lib. arb., cap. 5, no parece ser ley la que no fuere
justa, y por tanto esas leyes no obligan en el fuero de la conciencia; a no
ser tal vez para evitar escándalo o perturbación, motivo por el cual debe
el hombre ceder de su propio derecho, según aquello de San Mateo: "Quien te forzare a llevar una carga por
espacio de mil pasos, anda con él todavía otros dos; y al que quiera pleitear
contigo y quitarte la túnica, dale también la capa."
De otra manera son
injustas las leyes por contrarias al bien divino, como las leyes de los tiranos
que inducen a la idolatría, o a otra cualquier cosa contraria a la ley divina;
y esas leyes de ninguna manera es lícito observarlas, porque, como se lee
en las Actas de los Apóstoles, Cáp. 5, "antes
se debe obedecer a Dios que a los hombres." "Injusta autem sunt leges dupliciter; uno
modo per contrarietatem ad bonum commune e contrario praedictis, vel ex fine,
sicut cum aliquis praesidens leges imponit onerosas subditis non pertinentes
ad utilitatem communem, sed magis ad propriam cupiditatem vel gloriam; vel
etiam ex auctore, sicut cum aliquis legem fert ultra sibi commissam potestatem;
vel etiam ex forma, cum inxqualiter onera multitudinis dispensantur, etiamsi
ordinentur ad bonum commune; et hujusmodi magis sunt violentiae quam leges,
quia sicut Augustinus dicit, lib. 1, De lib. arb., cap. 5, parum a princ.,
lea esse non videtur qux justa non fuerit, unde tales leges in foro conscientiae
non obligant, nisi forte propter vitandum scandalum vel turbationem, propter
quod etiam homo juri suo cedere debet secundum illud Math., cap. V qui te
angariaverit mille passus, vade cum eo alía duo, et qui abstulerit tibi tunicam
da el et pallium. Alio modo leges possunt esse injusta per contrarietatem ad bonum divinum,
sicut leges tyrannorum inducentes ad idololatriam vel ad quodcumque aliud
quod sit contra legem divinam, et tales leges nullo modo licet observare,
quia sicut dicitur Act., cap. v, obedire oported Deo magis quam hominibus."
(D. Th.,
1° 2x, quxst. 90, art. 1.)
525
Dedúcense de esta doctrina las reglas siguientes:
1° Que de ningún modo se debe obedecer a la potestad civil
cuando manda cosas contrarias a ley divina.
2° Que cuando las leyes son injustas no obligan en el fuero
de la conciencia.
3° Que tal vez será necesario prestarse a obedecer estas
leyes, por razones de prudencia, es decir, para evitar escándalo o perturbación.
4° Que las leyes son injustas por uno cualquiera de los motivos
siguientes: cuando son contrarias al bien común; cuando no se dirigen a este
bien; cuando el legislador excede sus facultades; cuando, aunque dirigidas
al bien común y emanadas de la autoridad competente, no entrañan la debida
equidad, como por ejemplo, si se reparten desigualmente las cargas públicas.
Citado y copiado está el respetable texto de donde se deducen
estas reglas: el insigne Autor ha sido la guía de todas las escuelas teológicas
en los seis últimos siglos; su autoridad; no se recusaba nunca en ellas, en
tratándose de puntos de dogma y de moral; y por tanto esas reglas deben ser
consideradas como un compendio de las doctrinas de los teólogos católicos
con respecto a la obediencia debida a la autoridad. Ahora bien, puede apelarse
con entera confianza al fallo de todos los hombres de buen sentido, para que
juzguen si en esas doctrinas se encuentra el menor resabio de despotismo,
si envuelven ninguna tendencia a la tiranía, si atenta en lo más mínimo contra
la verdadera libertad.
No se descubre en ellas ni el más ligero asomo de lisonja
al poder; sus límites se le señalan con severo rigor; y en pasando de ellos,
se le dice abiertamente: "Tus leyes no son leyes, sino violencias; no
obligan en conciencia; y si en tal caso se te obedece, no es por obligación,
es por prudencia, por evitar escándalo y perturbación; y con tal mengua para
ti, que lejos de poder gloriarte del triunfo, te asemejas al ladrón que roba
al hombre pacífico la túnica, y a quien éste por espíritu de paz le entrega
también la capa". Si estas doctrinas son de opresión y despotismo, nosotros
somos partidarios de ese despotismo y opresión porque entonces no comprendemos
cuáles serán las doctrinas que podrán llamarse favorables a la libertad.
Con estos principios se ha fundado la admirable institución
de la monarquía europea, con esta enseñanza se le han puesto los diques morales
de que se halla rodeada, y que la mantienen en la línea de sus deberes, aun
no existiendo garantías políticas.
526
Fatigado el ánimo de leer tantas y tan insulsas
declamaciones contra la tiranía de los reyes, y fastidiado por otra parte
con el lenguaje adulador y rastrero empleado en los tiempos modernos para
lisonjear al poder, ensánchase y complácese al encontrar la expresión pura,
sincera, desinteresada, en que con tanta sabiduría como recta intención y
generosa libertad se señalan los derechos y deberes de los gobiernos y de
los pueblos.
¿Qué libros habían consultado los hombres que hablaban así?
La Sagrada Escritura, los Santos Padres, las colecciones de los documentos
eclesiásticos. ¿Recibían por ventura sus inspiraciones de la sociedad que
los rodeaba? No; muy al contrario: en ella reinaban el desorden, la confusión;
ora campeaba una desobediencia turbulenta, ora dominaba el despotismo. Y sin
embargo, ellos hablan con una discreción, con un pulso, con una calma, cual
si vivieran en medio de la sociedad más bien ordenada. La divina revelación
era su guía, y ésta les enseñaba la verdad; tenían muy a menudo el disgusto
de verla desatendida y contrariada, pero ¿qué importan las circunstancias
por calamitosas que sean, cuando se escribe en esfera superior a la atmósfera
de las pasiones? La verdad es de todos los tiempos, decirla siempre; Dios
hará lo demás. VER NOTA 30
GRAVISIMAS son las cuestiones hasta aquí tratadas sobre la
obediencia debida al poder, pero lo es todavía más la cuestión de resistencia.
¿En ningún caso, en ninguna suposición, puede ser lícito resistir físicamente
al poder? ¿No puede encontrarse en parte alguna el derecho de destituirle?
¿Hasta qué punto llegan en esta materia las doctrinas católicas? He aquí los
extremos que vamos a examinar.
Ante todo, conviene dejar asentado que es falsa
la doctrina de aquellos que dicen que a un gobierno por solo serlo, considerando
únicamente el hecho, y aun suponiéndolo ilegítimo, se le debe obediencia.
527Esto es contrario a la sana razón, y nunca fue enseñado por
el Catolicismo. La Iglesia cuando predica la obediencia a las potestades,
habla de las legítimas; y en el dogma católico no cabe el absurdo de que el
mero hecho cree el derecho. Si fuese verdad que se debe obediencia a todo
gobierno establecido aun cuando sea ilegítimo, si fuese verdad que no es lícito
resistirle, sería también verdad que el gobierno ilegítimo tendría derecho
a mandar; y por tanto el gobierno ilegítimo quedaría legitimado por el solo
hecho de su existencia. Quedarían entonces legitimadas todas las usurpaciones,
condenadas las resistencias más heroicas de los pueblos, y abandonado el mundo
al mero imperio de la fuerza.
No, no es verdadera esa doctrina degradante, esa doctrina
que decide de la legitimidad por el resultado de la usurpación, esa doctrina
que a un pueblo vencido y sojuzgado por cualquier usurpador, le dice: "Obedece a tu
tirano, sus derechos se fundan en su fuerza, tu obligación en tu flaqueza".
No, no es verdadera esa doctrina que borraría de nuestra
historia una de sus más hermosas páginas, cuando, levantándose contra las
intrusas autoridades del usurpador, luchó por espacio de seis años en pro
de la independencia, y venció por fin al vencedor de Europa. Si el poder de
Napoleón se hubiese establecido entre nosotros, el pueblo español hubiera
tenido después el mismo derecho de sublevarse que tuvo en 1808; la victoria
no habría legitimado la usurpación.
Las víctimas del 2 de mayo no legitimaron el mando de Murat;
y aun cuando se hubieran visto en todos los ángulos de la Península las horribles
escenas del Prado, la sangre de los mártires de la patria cubriendo de indeleble
ignominia al usurpador y a sus satélites, hubiera sancionado más el santo
derecho del levantamiento en defensa del trono legítimo, y de la independencia
de la nación.
Es menester repetirlo: el mero hecho no crea derecho, ni en el orden
privado ni en el público; y, el día en que se reconociese este principio,
aquel día desaparecieran del mundo las ideas de razón y de justicia.
Los que por medio de esa funesta doctrina pretendieron quizás halagar a los
gobiernos, no advirtieron que los minaban en su base, y que esparcían el más
fecundo germen de usurpaciones y de insurrecciones.
¿Qué es lo que permanece seguro, si establecemos el principio
de que el buen éxito decide de la justicia, que el vencedor es siempre el
dominador legítimo? ¿No se abre anchurosa puerta a todas las ambiciones, a
todos los crímenes? ¿No se instiga a los hombres a que olvidando todas las
nociones de derecho, de razón, de justicia, no conozcan otra norma que la
fuerza brutal?
Por cierto que cuantos
gobiernos se hallen defendidos con tan peregrina enseñanza, deberían estarles
poco agradecidos a sus desatentados padrinos: esa defensa no es defensa, sino
insulto; y más bien que como seria apología debiera mirarse como crudo sarcasmo.
528 En efecto: ¿sabéis a qué viene a reducirse?, ¿sabéis como
puede formularse? Helo aquí: "Pueblos, obedeced
a quien os manda; vosotros decís que su autoridad fué usurpada; no lo negamos,
pero el usurpador, por lo mismo que ha logrado su fin, ha adquirido también
un derecho. Es un ladrón que os ha asaltado en medio del camino, os ha robado
vuestro dinero, es verdad; pero por lo mismo que vosotros no pudisteis resistirle,
y os fue preciso entregárselo, ahora que ya se halla en posesión de él, debéis
respetar ese dinero como una propiedad sagrada: es un robo, pero siendo el
robo un hecho consumado, no es lícito volver la vista atrás".
Presentada desde este punto de vista la doctrina del hecho,
se ofrece tan repugnante a las nociones más comúnmente recibidas, que no es
posible que la admita seriamente ningún hombre razonable. No negaré que hay
casos en que aun bajo un gobierno ilegítimo, conviene recomendar al pueblo
la obediencia; como en aquellos en que se está previendo que la resistencia
será inútil, y que no conducirá a más que a desórdenes y efusión de sangre;
pero recomendando al pueblo la prudencia, es menester no disfrazarla con malas
doctrinas, es necesario guardarse de templar la exasperación del infortunio,
propalando errores subversivos de todo gobierno, de toda sociedad.
Es de notar que todos los poderes, aun los más ilegítimos,
tienen un instinto más certero del que manifiestan los sostenedores de semejantes
doctrinas. Todo poder en el primer momento de su existencia, antes de obrar,
antes de ejercer ningún acto, lo primero que hace es proclamar su legitimidad.
La busca en el derecho divino o humano, la funda en el nacimiento
o en la elección, la hace dimanar de títulos históricos, o del súbito desarrollo
de extraordinarios acontecimientos; pero siempre viene a parar a lo mismo:
a la pretensión de la legitimidad; la palabra hecho no sale de sus labios;
el instinto de su propia conservación le está diciendo que no puede emplearla,
y que le bastaría hacerlo, para desvirtuar su autoridad, para menoscabar su
prestigio, para enseñar al pueblo el camino de la insurrección, para suicidarse.
Aquí se ve la más explícita condenación de la doctrina que
estamos impugnando; los usurpadores más imprudentes respetan mejor que ella
el buen sentido y la conciencia pública.
Sucede a veces que las doctrinas más erróneas se cubren con
el velo de la mansedumbre y la caridad cristianas; por cuyo motivo se hace
necesario hacerse cargo de los argumentos que en contra podrían allegar los
partidarios de una ciega sumisión a todo poder constituido.
529 La Sagrada Escritura, dirán ellos, nos prescribe la obediencia
a las potestades, sin hacer distinción alguna; luego el cristiano no debe
tampoco hacerla, sino someterse resignadamente a las que encuentra establecidas.
A esta dificultad pueden darse las soluciones
siguientes, todas cabales:
1)
La potestad ilegítima no es potestad;
la idea de potestad envuelve la idea de derecho; al contrario no es más que
potestad física, es decir, fuerza. Luego cuando la Sagrada Escritura prescribe la obediencia a
las potestades, habla de las legítimas.
2)
El Sagrado Texto, explicando la razón por qué debemos someternos
a la potestad civil, nos dice que ésta es ordenada por el mismo Dios, que
es ministro del mismo Dios; y claro es que de tan alto carácter no se halla
revestida la usurpación. El usurpador será, si se quiere, el instrumento de la Providencia,
el azote de Dios, como se apellidaba Atila, pero no su ministro.
3)
La Sagrada Escritura, así como prescribe
la obediencia a los súbditos con respecto a la potestad civil, así lo ordena
también a los esclavos con relación a sus dueños. Ahora bien, ¿de qué dueños
se trata? Es evidente que de aquellos que obtenían un dominio legítimo, tal
como entonces se entendía, conforme a la legislación y costumbres vigentes;
de otra suerte, seria preciso decir que el Sagrado Texto encarga la sumisión
aun a aquellos esclavos que se hallaban en tal estado no más que por un mero
abuso de la fuerza. Luego así como la obediencia a los amos mandada en los
Libros Santos no priva de su derecho al esclavo que fuese injustamente detenido
en esclavitud, tampoco la obediencia a las autoridades constituidas debe entenderse
sino cuando éstas sean legítimas, o cuando así lo dicte la prudencia para
evitar perturbación y escándalos.
En confirmación de la doctrina del hecho se cita a veces
la conducta de los primeros cristianos. "Éstos, se dice, obedecieron
a las autoridades constituidas, sin cuidar si eran legítimas o no. En aquella
época las usurpaciones eran frecuentes; el mismo trono del imperio se había
fundado sobre la fuerza; los que le iban ocupando sucesivamente debían no
pocas veces su elevación a la insurrección militar, y al asesinato del antecesor.
Sin embargo, no se vio que los cristianos entrasen nunca en la cuestión de
legitimidad: respetaban el poder establecido y cuando éste caía, se sometían
sin murmurar al nuevo tirano que se apoderaba del imperio." No puede
negarse que éste argumento es algo especioso, y que a primera vista presenta
una dificultad muy grave; no obstante, bastarán pocas reflexiones para convencerse
de su extrema futilidad.
530 Si ha de ser legitima y prudente la insurrección contra un
poder ilegítimo, es necesario que los que acometen la empresa de derribarle,
estén seguros de su ilegitimidad, se propongan sustituirle un poder legitimo,
y cuenten además con probabilidad de buen éxito. En no mediar estas condiciones,
la sublevación carece de objeto, es un estéril desahogo, es una venganza impotente,
que, lejos de acarrear a la sociedad ningún beneficio, sólo produce derramamiento
de sangre, exasperación del poder atacado, y por consiguiente mayor opresión
y tiranía.
En la época a que nos referimos, no existía por lo común
ninguna de las condiciones expresadas; y por tanto el único partido que podían
tomar los hombres de bien era resignarse tranquilamente a las calamitosas
circunstancias de su tiempo, y elevar sus oraciones al cielo para que se compadeciese
de la tierra. ¿Quién decidía si este o aquel emperador se había elevado legítimamente,
cuando las armas lo resolvían todo? ¿Qué reglas existían para la sucesión
imperial?
¿Dónde estaba la legitimidad que debiera sustituirse a la
ilegitimidad? ¿Estaba en el pueblo romano, en ese pueblo envilecido, degradado,
que besaba villanamente las cadenas del primer tirano que le ofrecía pan y
juegos? ¿Estaba en la indigna prole de aquellos ilustres patricios que dieron
la ley al universo?
¿Estaba en los hijos o parientes de este o de aquel emperador
asesinado, cuando las leyes no habían arreglado la sucesión hereditaria, cuando
el cetro del imperio flotaba a merced de las legiones, cuando tan a menudo
acontecía que el emperador víctima de la usurpación, no había sido a su vez
más que un usurpador, que escalara el trono pisando el cadáver de su rival?
¿Estaba en los antiguos
derechos de los pueblos conquistados, que reducidos a meras provincias del
imperio, habían perdido el recuerdo de lo que fueron un día, y faltos de espíritu
de nacionalidad, sin pensamiento que pudiera dirigirlos en su emancipación,
se hallaban además sin medios para resistir a las colosales fuerzas de sus
dueños?
Dígase de buena fe; ¿qué objeto podía proponerse quien en
semejantes circunstancias se arrojara a tentativas contra el gobierno establecido?
Cuando las legiones decidían de la suerte del mundo, elevando
y asesinando sucesivamente a sus amos, ¿qué podía, qué debía hacer el cristianismo?
Discípulo de un Dios de paz y de amor, no le era lícito tomar
parte en criminales escenas de tumulto y de sangre; incierta y fluctuante
la autoridad, no era él quien debía entrometerse en decidir si era legítima
o ilegitima; no le quedaba otro recurso que someterse a la potestad generalmente
reconocida; y, en sobreviniendo uno de los cambios a la sazón tan frecuentes,
resignarse a prestar la misma obediencia a los gobernantes nuevamente establecidos.
531 Mezclándose los cristianos en los disturbios políticos, no
hubieran alcanzado más que desacreditar la religión divina que profesaban,
dar asa a los falsos filósofos y a los idólatras para aumentar el catálogo
de las negras calumnias con que procuraban afearla, suministrar pretextos
a que se extendiese y acreditase la fama que acusaba al cristianismo de subversivo
de los Estados, excitar contra si el odio de los gobernantes y aumentar los
rigores de la persecución que tan crudamente acosaba a todos los discípulos
del Crucificado.
Esta situación ¿es acaso semejante a otras muchas que se
han visto en los tiempos antiguos y modernos? Esta conducta de los primeros
cristianos, ¿podía ser, por ejemplo, como pretendían algunos, la norma de
conducta de los españoles cuando se trató de resistir a la usurpación de Bonaparte?
¿Puede serlo de otro pueblo que se halle en circunstancias parecidas? ¿Puede
ser un argumento para asegurar en su poder a todo linaje de usurpadores? No;
el hombre por ser cristiano, no deja de ser ciudadano, de ser hombre, de tener
sus derechos y de obrar muy bien cuando en los límites de la razón y de la
justicia se lanza a defenderlos con intrépida osadía.
El ilustrísimo Sr. D. Félix Amat, arzobispo de Palmira, en
su obra póstuma titulada Diseño de la Iglesia Militante, dice estas notables
palabras: "que el solo hecho de que un gobierno se
halle constituido basta para convencer la legitimidad de la obligación de
obedecerle que tienen los súbditos, lo declaró bastante Jesucristo en la clara
y enérgica respuesta: Dad al César lo que es del César."
Como lo dicho más
arriba parece bastante para destruir semejante aserción y como además pienso
volver sobre este asunto examinando más detenidamente la opinión del citado
escritor y las razones en que la apoya, no me extenderé ahora en impugnarla.
Una observación emitiré que me ocurrió al leer los pasajes en que la desenvuelve.
La expresada obra ha sido prohibida en Roma; sean cuales fueren los motivos
de la prohibición, puede asegurarse, que tratándose de un libro donde se enseña
semejante doctrina, todos los pueblos amantes de sus derechos podrían suscribir
al decreto de la Congregación.
Ya que la oportunidad se brinda, digamos dos palabras sobre
los hechos consumados, que tan íntimamente se enlazan con la doctrina que
nos ocupa. Consumado significa una cosa perfecta en su línea: así un acto
lo será, cuando se le haya llevado a complemento. Aplicada esta palabra a
los delitos, se contrapone al conato, diciéndose que hubo conato de robo,
de asesinato, de incendio, cuando con algún acto se mostró el empeño de cometerlos,
como rompiendo la cerradura de una puerta, atacando con arma mortífera o principiando
a pegar fuego a un combustible; pero el delito no se llama consumado hasta
que en realidad se ha perpetrado el robo, dado la muerte o llevado a cabo
el incendio.
532 Del mismo modo, en el orden social y político, se apellidarán
hechos consumados una usurpación en que se haya derribado completamente al
poder legítimo, ocupando ya su puesto el usurpador; una providencia que esté
ejecutada en todas sus partes, como la supresión de los regulares en España,
y la incorporación de sus bienes al erario; una revolución que haya triunfado,
y que disponga sin rival de la suerte del país, como la de nuestras posesiones
de América. Con esta aclaración se manifiesta, que el ser un hecho consumado,
no muda su naturaleza; es un hecho acabado, pero no más que un simple hecho;
su justicia o injusticia, su legitimidad o ilegitimidad, no vienen expresadas
por aquel adjetivo. Atentados horrendos que jamás prescriben, que jamás dejan
de ser merecedores de ignominia y pena, se apellidan también hechos consumados.
¿Qué significan, pues, las siguientes expresiones que tan
a menudo se oyen en boca de ciertos hombres? "Respétense los hechos consumados.”
"Nosotros aceptamos siempre los hechos consumados", "es un
desacuerdo el luchar contra hechos consumados", "una sabia política
se acomoda y somete a los hechos consumados”. Lejos de mí el afirmar que todos
los que establecen semejantes reglas, profesen la funesta doctrina que ellas
suponen. Sucede muy a menudo que admitimos principios cuyas consecuencias
rechazamos, y que damos por buena una línea de conducta sin advertir las máximas
inmorales de donde arranca.
En las cosas
humanas está el mal tan cerca del bien, y el error de la verdad, la prudencia
linda de tal modo con la timidez culpable, la indulgente condescendencia se
halla tan inmediata a la injusticia, que así en teoría como en práctica, no
siempre es fácil mantenerse en los limites prescritos por la razón y los eternos
principios de la sana moral.
Cuando se habla del respeto a los hechos consumados, no faltan
hombres perversos que entienden significar sanción de crímenes, seguridad
de la presa cogida en las revueltas, ninguna esperanza de reparación para
las víctimas, tapar sus bocas para que no se oigan sus quejas. Pero otros
no abrigan semejantes designios; sólo padecen una confusión de ideas que nace
de no distinguir entre los principios morales y la conveniencia pública. Lo
que interesa, pues, en este punto es deslindar y fijar. Helo aquí en pocas
palabras.
Un hecho consumado, por sólo serlo, no es legítimo, y por
consiguiente no es digno de respeto.
533 El ladrón que ha robado, no adquiere derecho a la cosa robada;
el incendiario que ha reducido a cenizas una casa, no es menos digno de castigo
y merecedor de que se le fuerce a la indemnización, que si se hubiese detenido
en su conato; todo esto es tan claro, tan evidente, que no consiente réplica.
Quien lo contradiga es enemigo de toda moral, de toda justicia,
de todo derecho; establece el exclusivo dominio de la astucia y de la fuerza.
Por pertenecer los hechos consumados al orden social y político no cambian
de naturaleza: el usurpador que ha despojado de una corona al poseedor legítimo,
el conquistador que sin más título que la pujanza de sus armas ha sojuzgado
una nación, no adquieren con la victoria ningún derecho; el gobierno que haya
cometido grandes tropelías despojando a clases enteras, exigiendo contribuciones
no debidas, aboliendo fueros legítimos, no justifica sus actos por sólo tener
la suficiente fuerza para llevarlos a cabo. Esto no es menos evidente; y si
diferencia existe, está sin duda en que el delito es tanto mayor, cuanto se
han irrogado daños de más extensión y gravedad, y se ha dado un escándalo
público. Estos son los principios de sana moral; moral del individuo, moral
de la sociedad, moral del linaje humano, moral inmutable, eterna.
Veamos ahora la conveniencia pública. Casos hay en que un
hecho consumado a pesar de toda su injusticia, de toda su inmoralidad y negrura,
adquiere no obstante tal fuerza, que el no querer reconocerle, el empeñarse
en destruirle, acarrea una cadena de perturbaciones y trastornos, y quizás
sin ningún fruto. Todo gobierno está obligado a respetar la justicia y hacer
que los súbditos la respeten; pero no debe empeñarse en mandar lo que no sería
obedecido, no teniendo medios para hacer triunfar su voluntad. En tal situación,
si él no ataca los intereses legítimos, si no procura la reparación a las
víctimas, no comete ninguna injusticia; pues se asemeja a quien estuviese
mirando a los ladrones que acaban de consumar el delito, y careciese de medios
para forzarlos a restituir lo robado. Supuesta la imposibilidad, nada importa
el decir que el gobierno no es un simple particular, sino un protector nato
de todos los intereses legítimos; pues que a lo imposible nadie está obligado.
'Y es menester advertir que la imposibilidad en este caso
no es necesario que sea física; basta que sea moral. Así, aun cuando el gobierno
contase con medios materiales suficientes para ejecutar la reparación, si
previese que el emplearlos había de traer graves compromisos al Estado, poniendo
en peligro la tranquilidad pública o esparciendo para más adelante semillas
de trastornos, existiría la imposibilidad moral; porque el orden y los intereses
públicos son objetos que reclaman su preferencia, pues que son los primordiales
de todo gobierno; y por tanto, lo
que no se puede hacer sin que ellos peligren, debe ser mirado como imposible.
534 La aplicación de estas doctrinas será siempre una cuestión
de prudencia, sobre la que nada puede establecerse en general; como dependiente
de mil circunstancias, debe ser resuelta no por principios abstractos, sino
en vista de los datos presentes, pesados y apreciados por el tino político.
He aquí el caso del respeto a los hechos consumados: conociendo su injusticia,
conviene no desconocer su fuerza; el no atacarlos, no es sancionarlos. La
obligación del legislador es atenuar el daño en cuanto cabe, pero no exponerse
a agravarle, empeñándose en una reparación imposible. Y como es altamente
dañoso a la sociedad el que grandes intereses permanezcan mal seguros, dudosos
de su porvenir, conviene excogitar los medios justos que sin envolver complicidad
en el mal, prevengan los daños que podrían resultar de la situación incierta
creada por la misma injusticia.
Una política justa no sanciona lo injusto; pero una política
cuerda no desconoce nunca la fuerza de los hechos. No los reconoce aprobando,
no los acepta haciéndose cómplice; pero, si existen, si son indestructibles,
los tolera; transigiendo con dignidad, saca de las situaciones difíciles el
mejor partido posible, y procura hermanar los principios de eterna justicia
con las miras de conveniencia pública. No será difícil ilustrar este punto
con un ejemplo que vale por muchos. Después de los grandes males, de las enormes
injusticias de la Revolución Francesa, ¿cómo era posible una completa reparación?
¿En 1814 era dable volver a 1789? Volcado el trono, niveladas las clases,
dislocada la propiedad, ¿quién era capaz de reconstruir el edificio antiguo?
Nadie.
Así concibo el respeto a los hechos consumados, que más bien
debieran llamarse indestructibles. Y para hacer más sensible mi pensamiento,
lo presentaré bajo una forma bien sencilla. Un propietario que acaba de ser
arrojado de sus posesiones por un vecino poderoso carece de medios para recobrarlas.
No tiene ni oro ni influencia, y la influencia y el oro sobran a su expoliador.
Si apela a la fuerza, será rechazado; si acude a los tribunales, perderá el
pleito; ¿qué recurso le resta? Negociar para transigir, alcanzar lo que pueda,
y resignarse con su mala suerte. Con esto queda dicho todo: siendo de notar
que a tales principios se acomodan los gobiernos. La historia y la experiencia
nos enseñan que los hechos consumados se les respeta cuando son indestructibles;
es decir, cuando ellos mismos entrañan bastante fuerza para hacerse respetar;
en otro caso, no. Nada más natural: lo que se funda en derecho,
no puede apoyarse en la fuerza. VER
NOTA 31
535
DE LO DICHO en los capítulos anteriores se infiere que es
lícito resistir con la fuerza a un poder ilegítimo. La religión católica no
prescribe la obediencia a los gobiernos de mero hecho; porque en el orden
moral el mero hecho es nada. Más cuando el poder es legítimo en sí, pero tiránico
en su ejercicio, ¿es verdad que nuestra religión prohíba en todos los casos
la resistencia física, de suerte que el deber de la no resistencia sea uno
de sus dogmas? ¿En ningún supuesto, por ningún motivo, podrá ser lícita la
insurrección? A pesar de la eliminación de cuestiones que acabo de hacer,
todavía es necesario distinguir de nuevo para fijar con exactitud el punto
hasta que llega el dogma, y desde el cual empiezan las opiniones.
En primer lugar: es cierto que un particular no tiene derecho
de matar al tirano por autoridad propia. En el concilio de Constanza, sesión
15, fue condenada
como herética la siguiente proposición: "Cualquier vasallo
o súbdito puede y debe lícita y meritoriamente matar a un tirano cualquiera,
hasta valiéndose de ocultas asechanzas, o astutos halagos o adulaciones, no
obstante cualquier juramento o pacto con él, y sin esperar la sentencia o
el mandato de ningún juez."
"Quilibet tyranus potest et debet licite et meritorie
occidi per quemcumque vasallum suum vel subditum etiam per clanculares insidias,
et subtiles blanditias vel adulaciones, non obstante quocunaeluc prestito
juramento, seu confoederatione factis cum eo, non expectata sententia vel
mandato judicis cujuscumque."
La proposición anterior ¿condena toda especie de insurrección?
No. Habla de la muerte dada al tirano por un particular cualquiera; y no todas
las resistencias las hace un simple particular, y no en todas las insurrecciones
se trata de matar al tirano.
536 Lo
que se hace con esta doctrina es cerrar la puerta al asesinato, poniendo un
dique a un sinnúmero de males que inundarían la sociedad, una vez establecido
que cualquiera puede por su autoridad propia dar muerte al gobernante supremo.
¿Quién se atreverá a culpar semejante principio de favorable a la tiranía?
La libertad de los pueblos no debe fundarse en el horrible
derecho del asesinato; la defensa de los fueros de la sociedad no se ha de
encomendar al puñal de un frenético. Siendo tan vastas y variadas las atribuciones
del poder público, ha de acontecer por necesidad que con sus providencias
ofenda repetidas veces a diferentes individuos. El hombre inclinado a exagerar
y a vengarse, abulta fácilmente los daños que sufre; y pasando de lo particular
a lo universal, propende a mirar como a malvados a los que en algo les perjudican
o contrarían.
Apenas recibe el menor agravio del que gobierna, clama desde
luego contra lo insoportable de la tiranía; y la arbitrariedad real o imaginada,
que contra él se comete, píntala como una de las infinitas que se ejercen,
o como el comienzo de las que se quieren ejercer. Conceded, pues, a un particular
cualquiera el derecho de matar al tirano; decid al pueblo que para consumar
lícita y meritoriamente un acto semejante, no se necesita ni sentencia ni
mandato de ningún juez; y desde luego veréis perpetrado con frecuencia el
horrendo crimen.
Los reyes más sabios, más justos y bondadosos, perecerán
víctimas del hierro parricida, o de la copa mortífera: sin dar ninguna garantía
a la libertad de los pueblos, habréis expuesto a formidables azares los más
caros intereses de la sociedad.
La Iglesia Católica, haciendo esta solemne
declaración, ha dispensado a la humanidad un inmenso beneficio. La muerte violenta del que ejerce el supremo poder suele
acarrear trastornos y efusión de sangre, provoca medidas de suspicaz precaución
que degeneran fácilmente en tiránicas: resultando que un crimen que se funda
en el excesivo odio a la tiranía, contribuye a establecerla más arbitraria
y cruda. Los pueblos modernos deben estar agradecidos a la Iglesia Católica
de haber asentado este principio santo y tutelar; quien no le aprecie en su
justo valor, quien eche de menos las sangrientas escenas del imperio romano
o de la monarquía bárbara, muestra sentimientos muy bastardos e instintos
muy feroces.
Grandes naciones se han visto y se ven todavía entregadas
a crueles zozobras, merced al olvido de esta máxima católica: la historia
de los tres siglos últimos, y la experiencia del presente nos manifiestan,
que la augusta enseñanza de la Iglesia fue dada a los pueblos con alta previsión
de los peligros que los amenazaban.
537 No hay aquí adulación a los reyes, pues que no son ellos
los únicos que se aprovechan de la doctrina: la proposición habla en general,
y así están comprendidas las demás personas que con un título cualquiera ejercen
el poder supremo, sea cual fuere la forma de gobierno, desde el autócrata
de las Rusias hasta el presidente de la república más democrática.
Es digno de notarse que en las constituciones modernas salidas
del seno de las revoluciones, se ha tributado sin pensarlo un solemne homenaje
a la máxima católica: en ellas se declara la persona del monarca sagrada e
inviolable. ¿Qué significa esto sino la necesidad de ponerla bajo impenetrable
salvaguardia? Achacabais a la Iglesia el haber escudado la persona de los
reyes, y vosotros la declaráis inviolable; os burlabais de la ceremonia de la consagración del rey, y
vosotros le declaráis sagrado. En los dogmas y disciplina de la
Iglesia debían de estar entrañados junto con eterna verdad principios de bien
alta política, cuando vosotros os habéis visto precisados a imitarla; sólo
que habéis presentado como obra de la voluntad de los hombres, lo que ella
mostraba como obra de la voluntad de Dios.
Pero si el poder supremo abusa escandalosamente
de sus facultades, si las extiende más allá de los límites debidos, si conculca
las leyes fundamentales, persigue la religión, corrompe la moral, ultraja
el decoro público, menoscaba el honor de los ciudadanos, exige contribuciones
ilegales y desmesuradas, viola el derecho de propiedad, enajena el patrimonio
de la nación, desmiembra las provincias, llevando sus pueblos a la ignominia
y a la muerte, ¿también en este caso, prescribe el Catolicismo obediencia?
¿También veda el resistir?
¿También obliga a los súbditos a mantenerse quietos, tranquilos,
como corderos entregados a las garras de bestia feroz?
¿Ni en los particulares, ni en las corporaciones principales,
ni en las clases mas distinguidas, ni en el cuerpo total de la república,
en ninguna parte podrá encontrarse el derecho de oponerse, de resistir, después
de haber agotado todos los medios suaves, de representación, de consejo, de
aviso, de súplica? ¿También en casos tan desastrosos, la Iglesia Católica
deja a los pueblos sin esperanza, a los tiranos sin freno?
En tales extremos gravísimos, teólogos opinan que es lícita
la resistencia; pero los dogmas de la Iglesia no descienden a estos casos;
ella se ha abstenido de condenar ninguna de las opuestas doctrinas; en tan
apuradas circunstancias la no resistencia no es un dogma. Jamás la Iglesia
ha enseñado tal doctrina; quien sostenga lo contrario, que nos muestre una
decisión conciliar o pontificia que lo acredite. Santo Tomás de Aquino, el
cardenal Belarmino, Suárez, y otros insignes teólogos conocían a fondo los
dogmas de la Iglesia; y sin embargo consultad sus obras, y lejos de hallar
en ellas esa enseñanza, encontraréis la opuesta.
538 Y la Iglesia no los
ha condenado; y " no los ha confundido, ni con
los escritores " sediciosos que tanto abundaron, entre los protestantes,
ni con los modernos revolucionarios, eternos perturbadores de toda sociedad.
Bossuet y otros autores de nota no piensan como Santo Tomás, Belarmino y Suárez;
esto hace que la opinión contraria sea respetable, pero no que se convierta
en dogma. Puntos hay de la más alta importancia en que las opiniones del ilustre
obispo de Meaux sufren contradicción; y sabido es que en este mismo caso de
un exceso de tiranía, en otros tiempos se reconocieron en el Papa facultades
que le niega Bossuet.
El abate Lamennais en su impotente y obstinada resistencia
a la Sede Romana ha recordado estas doctrinas de Santo Tomás y otros teólogos,
pretendiendo que condenarle a el era condenar escuelas hasta ahora muy respetadas
y tenidas por intachables. (Affaires
de Rome.)
El abate Gerbet en su excelente impugnación de los errores
de Lamennais ha observado, muy juiciosamente, que el Sumo Pontífice reprobando
las doctrinas modernas había intentado cortar el renuevo de los errores de
Wiclef; que al tiempo de la condenación de este heresiarca eran bien conocidas
las doctrinas de Santo Tomás y demás teólogos, y que sin embargo nadie las
había creído envueltas en ella.
El ilustre impugnador creyó que esto bastaba para quitar
al abate de Lamennais el escudo con que procuraba defender y ocultar su apostasía;
y por este motivo se desentendió de un cotejo de ambas doctrinas.
Efectivamente, a los ojos de todo hombre juicioso es suficiente
esta reflexión para convencerse que las doctrinas de Santo Tomás en nada se
parecen a las de Lamennais; pero tal vez no será inútil presentar en breves
palabras ese importante parangón; pues en los tiempos que corren, y en tales
materias, es muy conveniente saber no sólo que semejantes doctrinas discrepan,
sino también en qué discrepan.
La teoría de Lamennais puede compendiarse en los términos
siguientes: igualdad de naturaleza en todos los hombres; y como consecuencias
necesarias:
1)
Igualdad de derechos, comprendiendo en
ellos los políticos;
2)
Injusticia de toda organización social
y política en que no existe esta completa igualdad, como se verifica en Europa
y en todo el universo;
3)
Conveniencia y legitimidad de la insurrección
para destruir los gobiernos y cambiar la organización social;
4)
Término del progreso del linaje humano:
la abolición de todo gobierno.
539 Las doctrinas de Santo Tomás sobre estos puntos se reducen
a lo siguiente:
Igualdad de la naturaleza en todos los hombres; es decir, igualdad de esencia, pero salvas las desigualdades
de las dotes físicas, intelectuales y morales; igualdad de todos los hombres
ante Dios; es decir, igualdad de origen en ser todos criados por Dios; igualdad
de destino en ser todos criados para gozar de Dios; igualdad de medios en
ser todos redimidos por Jesucristo, en poder recibir todas las gracias de
Jesucristo, pero salvas las desigualdades que en los grados de gracia gloria
le pluguiere al Señor establecer:
1)
Igualdad
de derechos sociales y políticos.
Imposible, según el santo Doctor; antes bien utilidad y legitimidad de ciertas
jerarquías; respeto debido a las establecidas por las leyes; necesidad de
que unos manden y otros obedezcan; obligación de vivir sumiso al gobierno
establecido en el país, sea cual fuere su forma; preferencia dada al monárquico.
2)
Injusticia
de toda organización social y política en que no existe esta igualdad. Error opuesto a la razón y a la fe. Antes al contrario,
la desigualdad fundada en la misma naturaleza del hombre y de la sociedad,
y si es efecto y castigo del pecado original en lo que tiene a veces de injusto
o dañoso, no obstante, hubiera existido hasta en el estado de inocencia.
3)
Conveniencia
y legitimidad de la insurrección para destruir los gobiernos y cambiar la
organización social. Opinión errónea y funesta. Sumisión debida a los gobiernos
legítimos; conveniencia de sufrir con longanimidad aun a los que abusen de
sus facultades; obligación de agotar todos los recursos de súplica, de consejo,
de representación, antes de apelar a otros medios; empleo de la fuerza sólo
en casos muy extremos, muy raros, y todavía con muchas restricciones, como
veremos en su lugar.
4)
Término
del progreso del linaje humano, la abolición de todo gobierno. Proposición absurda, sueño irrealizable. Necesidad de gobierno
en toda reunión; argumentos fundados en la naturaleza del hombre; analogías
sacadas del cuerpo humano, del orden mismo del universo. Existencia de un
gobierno hasta en el estado de la inocencia.
He aquí las doctrinas: comparad y juzgad. Imposible me es
aducir los textos del Santo, ellos llenarían el volumen. Sin embargo, si alguno
de los lectores desea informarse por sí mismo, a más de los trozos insertados
en el Apéndice que va al fin de este libro, y puede leer todo el opúsculo
De regimine principum, los comentarios sobre la Carta a los romanos, y los
lugares de la Suma en que el santo Doctor trata del alma, de la creación del
hombre, del estado de inocencia, de los ángeles y sus jerarquías, del pecado
original y sus efectos, y muy particularmente el precioso tratado de las Leyes
y el de justicia, donde discute el origen del derecho de propiedad, y del
de castigar.
540 Quien así lo haga, se quedará convencido de la verdad y
exactitud de cuanto acabo de decir; de que, al defender M. de Lamennais sus
desvaríos, anduvo muy desacertado cuando se empeñó en hacer cómplices de su
apostasía a escritores insignes, a santos que veneramos sobre los altares.
Como en las materias graves y delicadas la confusión trae
el error, los enemigos de la verdad tienen un interés en derramar tinieblas,
en sentar proposiciones generales, vagas, susceptibles de mil sentidos; entonces
buscan con ansia un texto que sea favorable a alguna de las muchas interpretaciones
posibles, y dicen ufanos: "Ved con cuánta injusticia nos condenáis; ved
cuán ignorantes sois; lo que nosotros decimos, lo habían dicho siglos ha los
doctores más insignes y acreditados."
El abate de Lamennais debió de contar mucho con la credulidad
de sus lectores, cuando quiso darles a entender que en Roma no había una buena
alma que advirtiese al Papa que al condenar las doctrinas del apóstol de la
revolución condenaba con él al ángel de las escuelas, y a otros teólogos insignes.
Es regular que M. de Lamennais los había leído muy de prisa, y a trozos; y
en Roma son muchos los que han consumido una larga vida en estudiarlos.
Conocidas son las fogosas declamaciones de Lutero, Zuinglio,
Knox, Jurieu y otros corifeos del Protestantismo para levantar a los pueblos
contra sus príncipes, y las violentas y groseras invectivas que contra éstos
se permitían, para enardecer a la muchedumbre; semejante extravío lo contemplan
con horror los católicos. De la propia suerte miran con espanto la anárquica
doctrina de Rousseau, cuando asienta que "las
cláusulas del contrato social son de tal manera determinadas, por la naturaleza
del acto, que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto...
volviendo cada cual a sus derechos primitivos, y a su libertad natural."
(Contrato Social. Lib. 1, Cáp. 6.)
Las doctrinas de los teólogos citados no encierran ese germen
fecundo de insurrecciones y desastres; pero tampoco se muestran tímidos y
pusilánimes para cuando llega el último extremo. Predican el sufrimiento,
la paciencia, la longanimidad; pero hay, un punto en que dicen basta: no aconsejan
la insurrección, pero tampoco la prohíben; en vano se les exigiría que para
casos tan extremos predicasen la obligación de la no resistencia como una
verdad dogmática.
541 Lo que no conocen como dogma, no pueden enseñarlo como tal
a los pueblos. No es suya la culpa si estalla la tormenta, si se levantan
bramando las olas, sin que pueda apaciguarlas otra mano que la del Señor que
cabalga los aquilones y domina la tempestad.
Durante muchos siglos se profesó y practicó en Europa una
doctrina que ha sido muy criticada por los que no acertaron a comprenderla.
La intervención de la autoridad pontificia en las desavenencias entre los
pueblos y los soberanos, ¿era por ventura otra cosa que el cielo viniendo
como árbitro y juez a poner fin a las discordias de la tierra?
La potestad temporal de los papas sirvió admirablemente a
los enemigos de la Iglesia para meter ruido, y declamar contra Roma; pero
esto no quita que sea un hecho histórico, y un fenómeno social que ha llenado
de admiración a los hombres más insignes de los tiempos modernos, contándose
entre ellos algunos protestantes.
En la Sagrada Escritura se encarga a los siervos que obedezcan
a sus señores, aunque sean díscolos; pero lo más que puede inferirse de aquí,
extendiendo estas palabras al orden civil, es que un príncipe, por ser malo,
no pierde el dominio sobre sus súbditos, condenándose anticipadamente el error
de los que hacían depender el derecho de mandar de la santidad de la persona
que lo poseía.
Este principio es anárquico, incompatible con la existencia
de toda sociedad; porque una vez establecido, queda la potestad incierta y
fluctuante, dejándose ancha puerta a los perturbadores para declarar decaído
de la misma al que le pluguiere mirar como culpable.
Pero la cuestión que ventilamos es muy diferente; y la opinión
de los expresados teólogos nada tiene que ver con semejante error. También
ellos dicen que se ha de obedecer a los príncipes, aunque sean díscolos; también
condenan la insurrección que no tiene otro pretexto que los vicios de las
personas que ejercen el poder supremo; tampoco admiten que un abuso cualquiera
de la autoridad sea bastante a legitimar la resistencia: pero no creen contradecir
al Sagrado Texto cuando admiten que en casos extremos es lícito oponer un
valladar a los desmanes de un tirano.
"Si los gobernantes por ser malos no pierden la potestad,
¿cómo se concibe que sea lícito resistirles?" No lo será ciertamente
en 1o que mandan dentro del círculo de sus facultades; pero cuando se extralimitan,
sus mandatos, como dice Santo Tomás, más bien son violencias que leyes.
542 "Al poder supremo nadie puede juzgarlo"; esto es
verdad, pero sobre él están los principios de razón, de moral, de justicia,
de la religión; por ser supremo no deja de estar obligado a cumplir lo prometido,
a observar lo jurado. No se forman las sociedades con el soñado pacto de Rousseau,
pero existen en ciertos casos verdaderos pactos entre los príncipes y los
pueblos, de los cuales no pueden apartarse ni éstos ni aquéllos.
En la famosa Proclamación católica a la majestad piadosa de Felipe el Grande,
rey de las Españas y emperador de las Indias, por los Concelleres y Consejo
de Ciento de la ciudad de Barcelona, en 1640, en una época tan
profundamente religiosa, que los concelleres alegan, como alto timbre de gloria,
el culto de la fe católica de los catalanes, la devoción catalana a la Virgen
Nuestra Señora y al Santísimo Sacramento, en aquella misma época que el orgullo
y la ignorancia apellidan de fanatismo y degradación servil, decían nuestros concelleres al monarca:
"Además de la obligación civil (hablan
de los usos, constituciones y actos de corte de Cataluña), obligan en conciencia,
y su rompimiento sería pecado mortal: porque no le es lícito al príncipe contravenir
al contrato: libremente se hace, pero ilícitamente se provoca: aunque nunca
estuviese sujeto a leyes civiles, lo está a la razón.
Y aunque es señor de leyes, no lo es de contratos
que hace con sus vasallos; pues en este acto es particular persona, y el vasallo
adquiere igual derecho, porque el pacto ha de ser entre iguales. Y así como
el vasallo no puede lícitamente faltar a la fidelidad de su señor, ni éste
tampoco a lo que le prometió con pacto solemne, antes menos se ha de presumir
el rompimiento de parte del príncipe. Si la palabra real ha de tener fuerza
de ley, más firmeza pide la que se da en contrato solemne." (Proclamación católica, § 27).
Los cortesanos impelían al monarca a echar mano de la fuerza
para hacer entrar en el orden a los catalanes; el ejército de Castilla estaba
aparejándose para penetrar en el Principado; y en tan apurado trance, después
de agotados los medios de representación y de súplica, se expresan los concelleres
en estos términos: "Últimamente,
pueden tanto las persuasiones continuas de los que aborrecen con odio interminable
a los catalanes, que no sólo han procurado desviar de la rectitud y equidad
de V. M, los medios propuestos de la paz y sosiego, que debían ser admitidos,
siquiera para experimentarlos; pero para llegar al cabo de la malicia, proponen
a V. M. como obligación forzosa que se prosiga en la opresión del Principado,
acudiendo a él con ejército, para entregarle libremente al antojo de soldados
de saco y pillaje universal; exponiéndole a que pueda decir (si no tuviera
atenencia al amor y fidelidad que a V. M. ha tenido, tiene y tendrá siempre) que en
virtud de tanto rompimiento de contrato le dan por libre, cosa que ni la provincia
la imagina, antes ruega a Dios no la permita.
543 Y como el Principado
sabe por experiencia que estos soldados no tienen respeto, ni piedad a casadas,
vírgenes inocentes, templos, ni al mismo Dios, ni a las imágenes de los santos,
ni a lo sagrado de los vasos de las iglesias, ni al Santísimo Sacramento del
altar, que se ha visto este año dos veces a las llamas, aplicadas por estos
soldados, está puesto universalmente en armas, para defender (en caso tan
apretado, urgente y sin esperanza de remedio) la hacienda, la vida, la honra,
la libertad, la patria, las leyes y sobre todo los templos santos, las imágenes
sagradas y el Santísimo Sacramento del altar, sea por siempre alabado, que en semejantes
casos los sagrados teólogos sienten, no sólo ser lícita la defensa, pero también
la ofensa para prevenir el daño; siendo lícito el ejercicio de las armas,
desde el seglar al religioso, pudiendo y aún debiendo contribuir con bienes
seglares y eclesiásticos, y por ser esta causa universal pueden unirse y confederarse
los invadidos y hacer juntas para ocurrir con prudencia a estos daños."
(§ 36.)
Así se hablaba a los monarcas en un tiempo en que la religión
preponderaba sobre todo; y no saberlos que las doctrinas de los concelleres,
quienes conforme al estilo de la época tuvieron cuidado de acotar los parajes
de donde las sacaban; fuesen condenadas por heréticas.
Sería la más insigne
mala fe el confundirlas con las de muchos protestantes y revolucionarios modernos;
basta dar una ojeada sobre esa clase de escritos para conocer desde luego
la diferencia de principios y de intenciones.
Los que sostienen que en ningún caso, por extremo que se
imagine, aunque se trate de lo más precioso y sagrado, es lícito resistir
a la potestad civil, creen afirmar el trono de los reyes, y de éstos hablan
casi siempre; pero debieran advertir que su doctrina se extiende también a
todos los poderes supremos, en todas las formas de gobierno. Porque los textos
de la Sagrada Escritura que recomiendan la obediencia a las potestades, no
se refieren únicamente a los reyes, sino que hablan de las potestades superiores
en general, sin excepción, sin distinciones; luego al presidente de una república
tampoco se le podría resistir en ningún caso.
Se dirá que el presidente tiene determinadas sus facultades;
pero ¿acaso no las tiene determinadas un monarca? Hasta en los gobiernos absolutos,
¿por ventura no existen leyes que marcan los límites de ellas? ¿No es ésta
la distinción que señalan continuamente los defensores de la monarquía, cuando
rechazan la mala fe de sus adversarios que se empeñan en confundirla con el
despotismo?
544 "Pero, se replicará, el presidente de una república
es temporal"; ¿y si fuera perpetuo? Además, el ser las facultades más
o menos duraderas, no las hace mayores ni menores. Si un consejo, si un hombre,
si una familia, son revestidos de tal o cual derecho, en fuerza de esta o
aquella ley, con estas o aquellas limitaciones, con ciertos pactos, con ciertos
juramentos, el consejo, el hombre, la familia, están obligados a lo pactado,
a lo jurado, sean las facultades más o menos grandes, y la duración limitada
o perpetua. Estos son principios de derecho natural, tan ciertos, tan sencillos,
que no consienten dificultad.
Hasta los teólogos adictos al Sumo Pontífice enseñan una
doctrina que conviene recordar, por la analogía que tiene con el punto que
estamos examinando. Sabido es que el Papa reconocido como infalible cuando
habla ex cathedra, no lo es sin embargo como persona particular, y en este
concepto podría caer en herejía. En tal caso, dicen los teólogos que el Papa
perdería su dignidad; sosteniendo unos que se le debería destituir, y afirmando
otros que la destitución quedaría realizada por el mero hecho de haberse apartado
de la fe.
Escójase una cualquiera de estas opiniones, siempre vendría
un caso en que sería lícita la resistencia; y esto ¿por qué? Porque el Papa
se habría desviado escandalosamente del objeto de su institución, conculcaría
la base de las leves de la Iglesia, que es el dogma, y por consiguiente caducarían
las promesas y juramentos de obediencia que se le habían prestado. Spedalieri
al proponer este argumento observa que no son ciertamente de mejor condición
los reyes que los papas, que a unos y a otros les ha sido concedida la potestad
in aedifictionem,
non in destructionem; añadiendo que si los Sumos Pontífices
permiten esta doctrina con respecto a ellos, no deben ofenderse de la misma
los soberanos temporales.
Es cosa peregrina el observar el celo monárquico con que
los protestantes y los filósofos incrédulos inculpan a la religión católica,
porque se ha sostenido en su seno que en ciertos casos pueden los súbditos
quedar libres del juramento de fidelidad; mientras otros de las mismas escuelas
le echan en cara el apoyo que presta al despotismo, con su detestable doctrina
de la no resistencia, como se expresa el doctor Beattie.
La potestad directa, la indirecta, la declaratoria
de los papas, han servido
admirablemente para asustar a los reyes; los principios peligrosos de las
obras teológicas eran un excelente recurso para gritar alarma, y hacer que se mirase al Catolicismo como un semillero de
máximas sediciosas. Sonó la hora de las revoluciones, las circunstancias cambiaron,
las necesidades fueron otras, a ellas se acomodó el lenguaje.
545 Los católicos, antes sediciosos y tiranicidas, fueron declarados
fautores del despotismo, rastreros aduladores de la potestad civil; antes
los jesuitas, de acuerdo con la infernal política de la corte de Roma, andaban
minando todos los tronos, para levantar sobre sus ruinas la monarquía universal
del Papa; el hilo de la horrible trama fue cogido; y fortuna, porque de no,
al cabo de poco el mundo hubiera sufrido un cataclismo espantosos.
Vivían aún los jesuitas expulsados, y expiaban sus crímenes
en el destierro, cuando estallando la revolución francesa, preludio de tantas
otras, se mudó de repente la faz de los negocios. Los protestantes, los incrédulos, los amigos de la antigua disciplina,
y celosos adversarios de los abusos de la curia romana, conocieron a fondo
la nueva situación, se identificaron con ella: desde entonces los jesuitas,
los católicos, el papa, ya no fueron sediciosos ni tiranicidas, sino maquiavélicos
sostenedores de la tiranía, enemigos de los derechos y libertad del pueblo:
así como antes se había descubierto la liga de los jesuitas con el Papa para
establecer la teocracia universal, así ahora se descubrió, merced a las indagaciones
de filósofos superiores y de cristianos severos e incorruptibles, se descubrió
el pacto nefando del Papa con los reyes, para oprimir, envilecer, degradar
a la mísera humanidad.
¿Queréis
descifrado el enigma? Helo aquí en pocas
palabras.
Cuando los reyes son poderosos, cuando reinan seguros sobre
sus tronos, cuando la Providencia retiene encadenadas las tempestades, y el
monarca levanta al cielo su frente orgullosa, y manda a los pueblos con ademán
altivo, la Iglesia Católica no le adula: "eres polvo, le dice, y al polvo
volverás; el poder no se te ha dado para destruir, sino para edificar; tus
facultades son muchas, pero no carecen de limites; Dios es tu juez, como del
más ínfimo de tus vasallos.
“Entonces la Iglesia
es tachada de insolencia; y si algunos teólogos se atreven a desentrañar el
origen del poder civil, a aclarar con generosa libertad los deberes a que
está sujeto, y a escribir sobre el derecho público, con prudencia, pero sin
servilismo, los católicos son sediciosos. Estalla la tempestad, los tronos
caen, la revolución manda, derrama a torrentes la sangre de los pueblos, troncha
cabezas augustas, todo en nombre de la libertad; la Iglesia dice: "esto
no es libertad, esto es una serie de crímenes; jamás la fraternidad y la igualdad
por mí enseñadas fueron vuestras orgías y guillotinas"; entonces la Iglesia
es vil lisonjera, y en sus palabras y en sus hechos se ha revelado indudablemente
que el sumo pontificado era el áncora mas segura de los déspotas, se ha probado
que la curia romana se había comprometido en el pacto nefando VER NOTA 32
546
YA HEMOS visto cuál ha sido la conducta de la religión cristiana
con respecto a la sociedad: es decir, que cuidando muy poco de que fueran
estas o aquellas las formas políticas establecidas en el país, se dirigía
siempre al hombre, procurando iluminar su entendimiento y purificar su corazón;
bien segura de que logrados estos objetos, naturalmente seguiría la sociedad
un rumbo acertado. Esto debiera ser bastante para vindicarla del cargo que
se le ha pretendido achacar llamándola enemiga de la libertad de los pueblos.
Siendo innegable que el Protestantismo no ha revelado al
mundo ningún dogma por el cual se manifestaran ni mayor dignidad del hombre,
ni nuevos motivos de consideración y respeto, y demás estrechos lazos de fraternidad,
no puede la Reforma pretender que por su impulso hayan adelantado en nada
las naciones modernas; y por tanto no puede tampoco alegar en esta parte ningún
título que la haga acreedora a la gratitud de los pueblos. Pero como acontece
a menudo que menospreciado el fondo de las cosas se hace mucho caso de apariencias;
y como se ha dicho que el Protestantismo se avenía mejor que el Catolicismo
con aquellas instituciones que suelen considerarse como garantías de mayor
grado de libertad, será menester no esquivar el parangón; ya que hacer lo
contrario sería desentenderse del espíritu del siglo, y manifestar recelos
de que el Catolicismo no puede salir airoso de semejante cotejo.
Observaré en primer lugar, que los que miran el Protestantismo
como inseparable de las libertades públicas, tienen por contrario al mismo
Guizot, a quien seguramente no puede achacarse que escasee de simpatías por
la Reforma. "En Alemania, dice este célebre publicista, lejos de demandar
las instituciones libres, no diré que aceptase la servidumbre, pero no se
quejó, viendo que desaparecía la libertad." (Historia general de la civilización
europea. Lección 12.)
He citado a Guizot, porque como estamos tan acostumbrados
a traducir, y se ha pretendido imbuirnos en la opinión de que los españoles
no servimos sino para creer a ciegas lo que nos dicen los extranjeros, es
menester que en tratando de cuestiones graves eche uno mano de autoridad extranjera;
del contrario, mediaría el riesgo de ser motejado el atrevido escritor de
ignorante y atrasado.
547 Además, que para ciertos publicistas la autoridad de M. Guizot
será decisiva; porque en algunas de las producciones que han visto la luz
pública con pretensiones de filosofía de la historia; se conoce a la legua
que el libro de texto de sus autores han sido las obras del escritor francés.
¿Qué es lo que hay de verdadero o de falso, de exacto o inexacto
en la aserción que enlaza el Protestantismo con la libertad? ¿Qué nos dicen
sobre esto la historia y la filosofía? ¿El Protestantismo hizo adelantar a
los pueblos, contribuyendo al establecimiento y desarrollo de las formas libres?
Para colocar la presente cuestión en su propio terreno y
desenvolverla cumplidamente, es necesario fijar la vista sobre la situación
de Europa a fines del siglo XV y principios del XVI. Es indudable que avanzaban
rápidamente hacia la perfección el individuo y la sociedad; pues que así lo
indican el asombroso desarrollo de la inteligencia, el planteo de muchas mejoras,
el anhelo de otras nuevas, y la ventajosa organización que se iba introduciendo
en todos los ramos; organización que, si bien dejaba mucho que desear, era
tal, sin embargo, que por cierto no podía comparársele con la de los tiempos
anteriores. .
Observando atentamente la sociedad de aquella época, ora
nos atengamos a lo que nos revelan los escritos, ora reparemos en los acontecimientos
que se iban realizando, notaremos cierta inquietud, cierta ansiedad, cierta
fermentación, que al paso que indican la existencia de grandes necesidades
todavía no satisfechas, muestran también que había un conocimiento bastante
claro de ellas. Lejos de descubrirse en el espíritu del hombre, ni descuido
de sus intereses, ni olvido de sus derechos y dignidad, ni apocado desaliento
a la vista de los obstáculos y, dificultades, échase de ver que abundaba de
previsión y cautela, que estaba señoreado por pensamientos elevados y grandiosos,
que rebosaba de sentimientos nobles, que latía en su pecho un corazón intrépido
y brioso.
Grande era a la sazón el movimiento de la sociedad europea,
contribuyendo a ello tres circunstancias muy notables: el entrar en el orden
civil la masa total de los hombres, resultado necesario del desaparecimiento
de la esclavitud, y de la agonía en que estaba ya el feudalismo; el carácter
mismo de la civilización, en la que todo marchaba junto y de frente; y por
fin la existencia de un medio que aumentaba incesantemente la extensión y
velocidad, cual era la imprenta.
548 Si quisiéramos valernos de una expresión físico-matemática
que por su analogía viene aquí muy a propósito, diríamos que la cantidad del
movimiento había de ser muy grande, porque, siendo ésta el producto de la
masa por la velocidad, eran a las sazones muy grandes, tanto la masa como
la velocidad.
Este poderoso movimiento, que traía su origen de un bien,
que en sí era un bien, y que se encaminaba a un bien, andaba, no obstante,
acompañado de inconvenientes y peligros; al paso que inspiraba halagüeñas
esperanzas, no dejaba de infundir recelos y temores. Era la Europa un pueblo
viejo; pero entonces puede decirse que se había remozado. Sus inclinaciones
y necesidades la impulsaban a grandes empresas; y se lanzaba a ellas con el
ardimiento y osadía del joven fogoso e inexperto que siente latir en su pecho
un corazón grande, y oscilar en su despejada frente la centella del genio.
A la vista de situación semejante, ocurre desde luego que
había un gran problema que resolver, y era: encontrar los medios más a propósito,
para que sin embargar el movimiento de la sociedad, se la pudiese dirigir
por un camino que la apartara de precipicios, y la condujera al término donde
encontrase lo que forma el objeto de sus deseos: inteligencia, moralidad,
felicidad.
Basta dar una ojeada a ese problema para asombrarse de su
inmensa magnitud: tantos son los objetos a que se extiende, las relaciones
que abarca, los obstáculos y dificultades que encierra. Al contemplarle con
atención, comparándole con la debilidad del hombre, como que el ánimo se siente
desalentado y abatido.
Pero el problema existía, y no como objeto de especulación
científica, sino como una verdadera necesidad, y necesidad urgente, apremiadora.
En tales casos las sociedades hacen lo mismo que el individuo: cavilan, ensayan,
tantean, forcejean por salir del paso del mejor modo posible.
El estado civil de los hombres iba mejorándose cada día;
mas para conservar esas mejoras y llevarlas a perfección era necesario un
medio; he aquí el problema de las formas políticas. ¿Cuáles debían ser éstas?
y, ante todo, ¿de qué elementos podía disponerse?; ¿cuál era su respectiva
fuerza, cuáles sus tendencias, relaciones y afinidades? ¿Cómo debía hacerse
la combinación?
549 Monarquía,
aristocracia, democracia, he aquí tres poderes
que se presentaban juntos, para disputarse la dirección y el mando de la sociedad.
Por cierto que no eran enteramente iguales, ni en fuerzas,
ni en medios de acción, ni en inteligencia para aplicarlos; pero todos eran
respetables; todos tenían pretensiones de alcanzar predominio más o menos
decisivo; y ninguno carecía de probabilidades de triunfo. Esta simultaneidad
de pretensiones, esta rivalidad de tres poderes tan diferentes en su origen,
naturaleza y objeto, forma uno de los caracteres más distintivos de aquella
época, es como la llave para explicar buena parte de los principales acontecimientos,
y, a pesar de la variedad de aspectos con que se presenta, puede señalarse
como un hecho general que se realizaba en todos los pueblos de Europa, que
habían entrado en el camino de la civilización.
Aún antes de internarnos más en la materia, la sola indicación
de tal hecho sugiere la reflexión de que debe ser muy falso que el Catolicismo
entrañe tendencias contrarias a la verdadera libertad de los pueblos; pues
que la civilización europea, que por tantos siglos había estado bajo la influencia
y tutela de esta religión, no ofrecía ningún principio de gobierno dominando
de una manera exclusiva.
Tiéndase la vista por toda Europa, y no se verá un solo país
en que no se verifique el mismo hecho: en España, en Francia, en Inglaterra,
en Alemania, ora bajo el nombre de Cortes, ora de Estados Generales, ora de
Parlamentos o Dietas, por todas partes lo mismo; con solas aquellas modificaciones,
que no podían menos de llevar consigo las circunstancias de cada país. Lo
que hay aquí de muy notable es, que si se verifica alguna excepción es en
favor de la libertad; y ¡cosa singular!
esto sucede cabalmente en Italia, es decir, allí donde se había sentido más
de cerca la influencia pontificia.
En efecto: nadie ignora los nombres de las repúblicas de
Génova, Pisa, Sena, Florencia y Venecia; nadie ignora que la Italia era el
país donde parecían encontrar más elementos las formas populares, hallando
aplicación en aquella península, cuando en otras partes iban ya perdiendo
terreno. No quiero yo decir que las repúblicas italianas fuesen un modelo
que debiera ser imitado por los demás pueblos de Europa; y no se me oculta
que aquellas formas de gobierno traían consigo gravísimos inconvenientes;
pero ya que tanto se apela a ESPIRITU
Y TENDENCIAS, ya que tanto se quiere achacar a la religión católica afinidad
con el despotismo, y a los papas afición a oprimir, bueno será recordar estos
hechos que pueden esparcir algunas dudas sobre las aserciones que con tono
tan magistral se nos presentan como dogmas filosófico-históricos.
Si la Italia
conservó su independencia, a pesar de los esfuerzos que para arrebatársela
hicieron los emperadores de Alemania, lo debió en gran parte a la firmeza
y energía de los papas.
550 Para comprender a fondo las relaciones del Catolicismo con
las instituciones políticas, averiguar hasta qué punto haya tenido afinidad
con éstas o aquéllas, y formar cabal concepto del influjo que en esta parte
ejerció el Protestantismo sobre la civilización europea, es menester examinar
detenidamente y por separado cada uno de los elementos que se disputaban la
preponderancia; y entrando después a examinarlos en sus relaciones, alcanzaremos
en cuanto cabe lo que venía a ser aquel informe complexo.
Cada uno de estos tres elementos pueden considerarse de dos
maneras: o bien atendiendo a las ideas que sobre ellos se tenían a la sazón,
o bien a los intereses que los mismos representaban, y juego que en la sociedad
ejercían. Es necesario pararse mucho en esta distinción, porque de otra manera
se padecerían capitales equivocaciones.
En efecto: no siempre marcharon de frente las ideas que se
tenían sobre un principio de gobierno, con los intereses por él representados,
y con el papel por el mismo ejercido; y aunque se deja bien entender que esos
extremos debían tener entre sí muy estrechas relaciones, y que no podían sustraerse
a efectiva y recíproca influencia, no es por ello menos cierto que son muy
diferentes entre sí, y que su diferencia da origen a consideraciones muy varias,
y presenta la cosa desde puntos de vista nada parecidos.
MONARQUÌA. La idea de monarquía permaneció siempre en el seno de la
sociedad europea, hasta en los tiempos en que tuvo menos aplicación; y es
notable, que
aun cuando se la desvirtuaba y anonadaba en la práctica, se la conservaba
robusta en teoría. La naturaleza del objeto representado por esa
idea no puede decirse que fuera para nuestros mayores una cosa enteramente
fija; pues que mal podía serlo cuando las continuas variaciones y mudanzas
que en ella veían no debían de permitirles que se formasen un concepto bien
determinado y exacto. No obstante, si damos una ojeada a los códigos en los
lugares en que tratan de la monarquía, y los escritos que con respecto a ella
se han conservado, echaremos de ver que las ideas sobre este punto estaban
más determinadas de lo que pudiera creerse.
551 Estudiando con atenta observación el curso del pensamiento
en aquellas épocas, se advierte que en general los hombres estaban muy faltos
de espíritu analítico, y que su saber consistía más en erudición
que en filosofía: por manera, que apenas saben dar un paso que
no sea al apoyo de un sinnúmero de autoridades.
Este gusto por la erudición, que se descubre a la primera
ojeada en aquellas páginas que son un tejido de citas, y que debió de ser
muy natural, pues que fue tan general y duradero, produjo bienes de gran cuantía;
no siendo el menor, el que de este modo se eslabonó la sociedad moderna con
la antigua, se conservaron muchos monumentos que sin tal afición se habrían
perdido, y se desenterraron otros que hubieran sido víctimas del polvo. Pero
en cambio acarreó también muchos males, y entre ellos el de ahogar el pensamiento,
no permitiéndole abandonarse a sus inspiraciones propias, que a decir verdad,
en algunos puntos hubieran sido quizás mas felices que las de los antiguos.
Como quiera, el hecho es así; y observándole con respecto
a la materia que nos ocupa, notaremos que las ideas sobre la monarquía eran
un cuadro en que figuraban a la vez los reyes del pueblo judío, y los emperadores
de Roma; cuyas figuras se presentaban, retocadas por la mano del cristianismo.
Es decir, que los principios sobre la monarquía estaban formados de lo que
decían las Sagradas Escrituras y los códigos romanos. Buscad por todas partes
la idea de emperador, de rey, de príncipe, y siempre hallaréis lo mismo; ora atendáis al origen del poder, ora a su extensión, ora
a su ejercicio y objeto.
Pero ¿cuáles eran las ideas que se tenían sobre la monarquía?
¿Qué significaba esta palabra? Tomada en su generalidad, prescindiendo de
las diferentes modificaciones que introducían en su significado la variedad
de circunstancias, expresaba el mando supremo de la sociedad, puesto
en manos de un solo hombre, obligado empero a ejercerle conforme a razón y
a justicia. Esta era la idea capital, la única que estaba fija;
era como un polo en torno del cual giraban todas las otras cuestiones.
¿Tenía el monarca la facultad de legislar por sí solo, sin
consultar las juntas generales que con diferentes nombres representaban las
varias clases del reino? Al entrar en esta cuestión ya estamos en un terreno
nuevo, hemos bajado de la teoría a la práctica, hemos acercado la idea a su
objeto de aplicación: y entonces, preciso es confesarlo, todo vacila, se oscurece;
desfilan por delante de los ojos mil hechos incoherentes, extraños, opuestos;
y los pergaminos donde están escritos los fueros, las libertades, las leyes
de los pueblos, dan lugar a cien interpretaciones diferentes, multiplicando
las dudas y complicando las dificultades.
552 Conócese, desde luego, que las relaciones del monarca con
sus súbditos, o, mejor diré, el modo con que debía ejercer el gobierno, no
estaba bien determinado, que se resentía del desorden de que iba saliendo
la sociedad, de aquella irregularidad inevitable en la reunión de cuerpos
muy extraños, y combinación de elementos rivales, cuando no hostiles: es decir,
que vemos un embrión, y por tanto es imposible que se nos presenten formas
regulares y bien desenvueltas.
En esa idea de monarquía ¿se encerraba algo de despotismo?
¿Algo que sujetara al hombre a la mera voluntad de otro hombre, prescindiendo
de las leyes eternas de la razón y de la justicia? Eso no; entonces volvemos
a encontrar un horizonte claro y despejado, donde los objetos se presentan
con lucidez, sin sombra que los ofusque ni anuble. La respuesta de todos los escritores es terminante:
el mando ha de ser conforme a razón y a justicia, lo demás es tiranía.
Por manera, que el principio proclamado por M. Guizot en
su Discurso sobre la Democracia moderna, y en su Historia de la Civilización
europea, a saber que la sola voluntad no forma derecho, que las leyes para
que sean tales han de estar acordes con las de la razón eterna, único origen
de todo poder legítimo, principio que quizás algunos juzgarán aplicado de
nuevo a la sociedad, es ya tan viejo como el mundo, reconocido por los antiguos
filósofos, desenvuelto, inculcado, aplicado por el cristianismo, y que anda
en todas las páginas de los juristas y teólogos.
Pero ya sabemos lo que valía este principio en las antiguas
monarquías, y lo que vale todavía en los países donde no se halla establecido
el cristianismo. Allí, ¿quién recuerda de continuo a los reyes la obligación
de ser justos?
Observad, al contrario, lo que sucede entre los cristianos:
las palabras de razón y de justicia salen incesantemente de la boca de los
vasallos, porque ellos saben bien que nadie tiene derecho de tratarlos de
otra manera: y lo saben bien porque con el cristianismo se les ha comunicado
un profundo sentimiento de la propia dignidad, con el cristianismo se les
ha acostumbrado a mirar la razón y la justicia, no como nombres vanos, sino
como caracteres eternos grabados en el corazón del hombre por la mano de Dios,
como un recuerdo
perenne de que si el hombre es una criatura débil, sujeta a errores y flaquezas,
no obstante lleva en sí la imagen de la verdad eterna, de la justicia inmutable.
Si alguien se empeñase en poner en duda lo que acabo de decir,
bastará, para mostrarle su sinrazón, recordar los numerosos textos que llevo
citado en este tomo, en que los más aventajados escritores católicos manifiestan
su manera de pensar sobre el origen y facultades de la potestad civil.
553 Esto en cuanto a las ideas; por lo que toca a los hechos,
se nota mucha variedad, según los tiempos y países. Durante la fluctuación
de los pueblos bárbaros, y mientras prevaleció el régimen feudal, la monarquía
es muy inferior a la idea que le sirve de tipo; pero al adelantar el siglo
XVI, las cosas cambian de aspecto.
En Alemania, en Francia, en Inglaterra, en España reinan
monarcas poderosos que llenan el mundo con la faena de sus nombres; en su
presencia se inclinan humildemente la aristocracia y la democracia; y si una
que otra vez se atreven a levantar la frente, sucumben para quedar más abatidas.
Sin duda que el trono no ha llegado todavía al colmo de fuerza y de prestigio
que adquirirá en el siglo inmediato; pero su destino está fijado irrevocablemente;
en su porvenir están el poder y la gloria; la aristocracia y la democracia
pueden trabajar por compartirlos, pero fuera intento vano el tratar de apropiárselos.
Las sociedades europeas han menester un centro robusto y fijo;
y la, monarquía satisface cumplidamente esta necesidad imperiosa; los pueblos
que así lo comprenden y lo sienten, se abalanzan presurosos hacia el principio
salvador, colocándose bajo la salvaguarda del trono.
La cuestión no está ya en si el trono debe existir o no;
ni tampoco en si ha de preponderar sobre la aristocracia y la democracia;
ambos problemas están ya resueltos: a principios del siglo XVI, son ya hechos
necesarios así la existencia como la preponderancia. Quedaba, empero, por
resolver si el trono debía prevalecer de una manera tan decisiva que anonadase en el orden político
los dos elementos aristocrático y democrático; si en adelante debía
durar la combinación que había existido basta entonces; o si desapareciendo
los dos rivales, continuaría dominando solo el poder monárquico.
La Iglesia se oponía a la potestad real, cuando ésta trataba
de extender la mano a las cosas sagradas; pero su celo no la conducía nunca
a rebajar a los ojos de los pueblos una autoridad que les era tan necesaria.
Muy al contrario; pues además que con sus doctrinas favorables a toda autoridad
legítima cimentaba más y más el poder de los reyes, procuraba revestirlos
de un carácter sagrado, empleando en la coronación ceremonias augustas.
Algunos han acusado a la Iglesia de tendencias anárquicas,
por haber luchado con energía contra las pretensiones de los soberanos; al
paso que otros la han tachado de favorable al despotismo, porque predicaba
a los pueblos el deber de la obediencia a las potestades legítimas.
554 Si no me engaño, estas acusaciones tan opuestas prueban que
la Iglesia ni ha sido aduladora ni anarquista; y que, manteniendo la balanza en el fiel, ha dicho la verdad así a los
reyes como a los pueblos.
Dejemos al espíritu de secta que ande buscando hechos históricos
para manifestar que los papas se proponían destruir la monarquía civil, confiscándola
en provecho propio; entre tanto no olvidemos que, como dice el protestante
Muller, el Padre de los fieles era en los siglos bárbaros el tutor que Dios
había dado a las naciones europeas, y así no extrañaremos que entre él y sus
pupilos se suscitasen desavenencias.
Para conocer la intención que preside a las acusaciones dirigidas
contra la corte de Roma con respecto a la monarquía, basta reflexionar sobre
la cuestión siguiente. El crear entre los pueblos de Europa una autoridad
central muy robusta, señalándole al propio tiempo sus límites para que no
abusara de su fuerza, lo consideran todos los publicistas como un beneficio
inmenso, y ensalzan hasta las nubes todo cuanto ha contribuido directa o indirectamente
a producirlo; ¿cómo es, pues, que en tratándose de la conducta de los papas,
se apellide afición al despotismo el apoyo prestado a la autoridad real, y
se califique de usurpación trastornadora el empeño de limitar en ciertos puntos
las facultades de los monarcas? La respuesta no es difícil VER
NOTA 33
.
ARISTOCRACIA. La aristocracia, en cuanto expresa las clases privilegiadas,
comprendía dos muy, distintas en origen y naturaleza: nobleza y clero. Una
y otra abundaban de poder y riquezas, ambas se levantaban muy alto sobre el
pueblo, y eran ruedas de mucha importancia en la máquina política. Había,
no obstante, entre las dos una diferencia muy notable, cual es, que el principal
cimiento de la grandeza y poder del clero eran las ideas religiosas; ideas
que circulaban por toda la sociedad, que la animaban, le daban vida, y que
por tanto aseguraban por mucho tiempo la preponderancia de los eclesiásticos;
cuando el grandor e influencia de los nobles estribaba solamente en un hecho
necesariamente pasajero, a saber, la organización social de aquella época;
organización que sufría ya entonces modificaciones profundas, pues que la
sociedad se iba desembarazando a toda prisa de las ligaduras del feudalismo.
555 No quiero decir que los nobles no tuvieran legítimos derechos
al poder e influencia que ejercían, pero sí que la mayor parte de estos derechos,
aunque se supongan fundados muy justamente en leyes y en títulos, no tenían
sin embargo una trabazón necesaria con ninguno de los grandes principios conservadores
de la sociedad; principios que rodean de inmensa fuerza y ascendiente a la
persona o a la clase que de un modo u otro los representa.
Como ésta es una materia poco desentrañada, y de cuya explicación
depende la inteligencia de grandes hechos sociales, será bien desenvolverla
con alguna amplitud, y examinarla con detenimiento.
¿Qué representaba la monarquía? Un principio altamente conservador de la sociedad, un principio
que ha sobrevivido a todos los embates que le han dirigido las teorías y las
revoluciones, al que se han aferrado, como a única áncora de salvación, aun
aquellas naciones en que más han cundido las ideas democráticas, y en que
más se han arraigado las instituciones liberales. Ésta es una de las causas
porque hasta en los tiempos más calamitosos para la monarquía, cuando abrumada
a la vez por el orgullo feudal y la inquietud y agitación de la democracia
naciente, se divisaba apenas su poder entre las oleadas de la sociedad, como
el fluctuante mástil de un navío en naufragio, aun en ese tiempo se encuentran
ligadas a la idea de la monarquía las de fuerza y poderío; se pisaba y ultrajaba
de mil maneras la dignidad real, y se confesaba no obstante que era una cosa
sagrada e inviolable.
Este fenómeno de no estar la teoría acorde con la práctica,
de ser una idea más fuerte que el hecho por ella expresado, no debe causar
extrañeza; pues que tal es siempre el carácter de las ideas que engendran
grandes mudanzas; se presentan primero en la sociedad, se difunden, se arraigan,
se filtran por todas las instituciones; viene el tiempo preparando las cosas,
y si la idea es moral y justa, si indica la satisfacción de una necesidad;
al fin llega un momento en que los hechos ceden, la idea triunfa, y todo se
doblega y humilla en su presencia. He aquí lo que sucedía con respecto a la
monarquía: bajo una u otra forma, con estas o aquellas modificaciones, era
para los pueblos de Europa una verdadera necesidad, como lo es todavía; y
por eso debía prevalecer sobre sus adversarios, por eso debía sobrevivir a
todos los contratiempos.
556 Por lo que toca al clero, no es necesario detenerse en manifestar
que representaba el principio religioso; verdadera necesidad social para todos
los pueblos del mundo, si se le toma en general; verdadera necesidad social
para los pueblos de Europa, si se le toma en el sentido cristiano.
Ya se deja, pues, entender que la nobleza no podía compararse
con la monarquía ni el clero, ya que no es dable encontrar en ella la expresión
de ninguno de los altos principios representados por aquélla y por éste.
Amplios privilegios, posesión antigua de grandes propiedades,
y todo esto garantido por las leyes y costumbres de la época, enlazado con
gloriosos recuerdos de hechos de armas, cubierto con pomposos nombres, blasones
y títulos de ascendientes ilustres; he aquí lo que se encerraba en la aristocracia
secular; pero todo esto no envolvía ninguna relación esencial e inmediata
con las grandes necesidades sociales; era propio de una organización particular
que por precisión había de ser pasajera; pertenecía demasiado al derecho meramente
positivo, humano, para que pudiera contar con larga duración, y lisonjearse
de salir airoso en sus pretensiones y exigencias.
Se me objetará tal vez, que la existencia de una clase intermedia
entre el monarca y el pueblo es una verdadera necesidad, reconocida por todos
los publicistas, y fundada en la misma naturaleza de las cosas. En efecto,
estamos presenciando que en las naciones donde ha desaparecido la aristocracia
antigua se ha formado otra nueva, o bien por el curso de los acontecimientos,
o por la acción del gobierno. Mas esta dificultad nada tiene que ver con el
punto de vista bajo el cual yo considero la cuestión.
No niego la necesidad de una clase intermedia; sólo afirmo
que la nobleza antigua, tal como era, no entrañaba elementos que asegurasen
su conservación, pues que podía ser reemplazada por otra, como en efecto lo
ha sido. La superioridad de inteligencia y fuerza es lo que da a las clases
seglares importancia social y política; cuando la dicha superioridad dejase
de hallarse en la nobleza, ésta debía decaer. A principios del siglo XVI el
trono y el pueblo iban alcanzando cada día mayor ascendiente; aquél haciéndose
el centro de todas las fuerzas sociales, y éste adquiriendo mayor riqueza
por medio de la industria y comercio. Por lo tocante a conocimientos, el descubrimiento
de la imprenta los iba generalizando, y hacía imposible que en adelante fueran
el patrimonio exclusivo de ninguna clase.
557 Era evidente, pues, que a la sazón se le escapaba a la nobleza
su antiguo poder, que no tenía otros medios de conservar de él alguna parte,
sino el trabajar por no perder del todo los títulos que se lo habían dado.
Desgraciadamente
para ella, el valor de sus propiedades iba menguando cada día; no solamente
a causa de las dilapidaciones ocasionadas por el lujo, sino también, porque
tomando grande incremento la riqueza no territorial, y sufriendo profundos
cambios todos los valores, por razón de la nueva organización social y del
descubrimiento de América, perdieron mucho de su importancia los bienes raíces.
Si menguaba la fuerza de la propiedad territorial, caminaban
más rápidamente a su ruina los derechos jurisdiccionales; combatidos de un
lado por la potestad de los reyes, y de otro por las municipalidades, y demás
centros donde obraba el elemento popular. De suerte, que aun suponiendo un
profundo respeto a los derechos adquiridos, y sólo dejando que las cosas siguiesen
su curso ordinario, era indispensable que pasado cierto tiempo llegase la
antigua nobleza al estado de abatimiento en que actualmente se halla.
No podía suceder lo mismo con respecto al clero. Despojado
de sus bienes, cercenados o abolidos sus privilegios, todavía le quedaba el
ministerio religioso. Éste, nadie lo ejercía sino él; lo que bastaba para
asegurarle poderosa influencia, a pesar de todos los vaivenes y trastornos.
El plan
de la obra demandaba ocuparse con algún detenimiento de las comunidades religiosas,
pero no consentía que se diese a esta materia todo el desarrollo de que es
susceptible.
En efecto:
podríase en mi juicio hacer la historia de las comunidades religiosas, de
manera que conduciendo paralelamente la de los pueblos donde se han establecido,
resultase demostrado por extenso lo mismo que en compendio llevo ya probado,
a saber, que la fundación de los institutos religiosos, a más del objeto superior
y divino que era su blanco, ha sido en todas épocas la satisfacción de una
necesidad religiosa y social. Por mas que no quepa en mis fuerzas el emprender
un trabajo de tamaña importancia, capaz de arredrar, aun cuando únicamente
se atendiese a la inmensa extensión que exigiría su cumplido desempeño, quiero
insinuar la idea, por si otro que se sienta con la capacidad, erudición y
tiempo necesarios para emprenderla, se resuelve a levantar a nuestro siglo
ese nuevo monumento histórico-filosófico.
Concebido
el plan desde este punto de vista, y subordinado a la unidad de objeto cuyo
fundamento se ve en los hechos claros, se columbra en los oscuros, y se deja
conjeturar en los ocultos, podría un trabajo semejante tener toda la variedad
apetecible: que el asunto se brindaría a ella, convidando a descender a particularidades
en extremo interesantes, que fueran como los episodios de un gran poema.
La disposición
de los ánimos cada día más favorables a los institutos religiosos, merced
al desengaño que va cundiendo con respecto a las negras calumnias que los
protestantes y filósofos habían sabido inventar, y al escarmiento producido
por las decepciones de vanas teorías, allanaría al escritor el camino para
que pudiese marchar con más desembarazo. La senda está bastante trillada;
sólo faltaría ensancharla y hacerla penetrar más adentro para conducir a un
mayor número a la región de la verdad.
Previa esta
indicación, réstame ahora consignar, aun cuando no sea más que apuntando,
algunos hechos que no han podido tener cabida en el texto, y que he preferido
reunirlos todos en una nota, porque perteneciendo a un mismo asunto, no me
ha parecido conveniente distraer a cada paso la atención del lector cortando
el hilo de las observaciones.
Entre los
gentiles fueron también conocidos los ascetas, con cuyo nombre se distinguían
los que se dedicaban a la abstinencia y al ejercicio de virtudes austeras.
De suerte que aún antes del cristianismo se tenía alguna idea del mérito de
esas virtudes que se han querido criticar en los que profesan esta religión
divina.
Las vidas
de los filósofos están llenas de ejemplos que comprueban la aserción. Sin
embargo, ya se deja conocer que, faltos de la luz de la fe y de los auxilios
de la gracia, sólo podían los gentiles ofrecer una levísima sombra de lo que
con el tiempo debían realizar los ascetas cristianos.
Ya hemos
recordado el fundamento que en el Evangelio tiene la vida monástica, en lo
que encierra de ascética; y desde la cuna de la Iglesia la encontramos ya
establecida bajo una u otra forma. Orígenes nos habla de ciertos hombres que
se abstenían de comer carne y cuanto hubiese tenido vida, para reducir el
cuerpo a servidumbre. (Orígenes contra Celston, lib. 5). Dejando aparte a
otros escritores antiguos, vemos que Tertuliano hace mención de algunos que
se abstenían del matrimonio, no porque lo condenasen sino para ganar el reino
del cielo. (TERTULIANO, lib. 2, De cultu foeminaron).
Es de notar
que el sexo débil participó muy particularmente de esa fuerza de espíritu
que para el ejercicio de las grandes virtudes había comunicado el cristianismo.
En los primeros siglos de la Iglesia eran ya muchas las vírgenes y, las viudas
consagradas al Señor, y ligadas con
voto de perpetua castidad. En los antiguos concilios vemos que se dispensaba
un cuidado particular a esa porción escogida del rebaño de la Iglesia, siendo
objeto de la solicitud de los Padres el arreglar sobre este punto la disciplina
de una manera conveniente. Las vírgenes hacían su profesión pública en la
Iglesia, recibían el velo de la mano del obispo, y para mayor solemnidad se
las distinguía con una especie de consagración.
Esta ceremonia
exigía cierta edad en la persona que se consagraba a Dios, siendo notable
que en este punto anduviera muy varia la disciplina.
En Oriente se las recibía a los 17 y hasta a
los 16 años, según sabemos por San Basilio (Epis. canon. 19); en África a
los 25, según vemos por el canon 49 del concilio 39 de Cartago; y en Francia
a los 40, como consta en el canon 19 del concilio de Agde.
Aun cuando
viviesen en la casa de sus padres, se las contaba entre las personas eclesiásticas;
y así como en caso de necesidad les suministraba la Iglesia los alimentos,
así también, si faltaban al voto de castidad, eran excomulgadas, y, debían
sujetarse a la penitencia pública si querían ser restituidas a la comunión
de la Iglesia. Quien desee enterarse de estos pormenores vea el canon 33 del
concilio 39 de Cartago, el 19 del de Ancira y el 16 del de Calcedonia.
El estado
de la Iglesia en los tres primeros siglos, sujeto a una persecución casi continua,
debió de impedir, naturalmente, que las personas amantes de la vida ascética
fueran Hombres o mujeres, se reuniesen para practicarla juntos en medio de
las ciudades. Opinan algunos que la propagación de la vida ascética, ejercida
en el desierto, se debe en gran parte a la persecución de Decio, la que, siendo
muy cruel en Egipto, hizo que se retirasen a las soledades de la Tebaida y
otras de los alrededores muchos cristianos; comenzando de esta suerte a plantearse
aquel sistema de vida que tan prodigiosa extensión había de tomar en los tiempos
venideros.
San Pablo,
si nos atenemos a lo que dice San Jerónimo, fué el fundador de la vida solitaria.
Ya desde
los primeros siglos se habían introducido algunos abusos, pues vemos que en
tiempos de San Jerónimo eran ciertos monjes detestados en Roma: "Quousque genus detestabile monachorum urbe
non pellitur", dice el santo en boca de los romanos escribiendo a
Paula; pero bien pronto se rehabilitó la opinión de los monjes, comprometida
quizás por los sarabaitas y giróvagos, especie de vagamundos que lo que menos
cuidaban era la práctica de las virtudes de su estado, antes bien se entregaban
a la gula y demás placeres con vergonzoso desenfreno.
San Atanasio,
el mismo San Jerónimo, San Martín y otros hombres célebres, entre los cuales
se distinguió muy particularmente San Benito, realzaron el esplendor de la
vida monacal haciendo de ella la apología más elocuente, y el ejemplo de las
austeras virtudes por ellos practicadas.
A pesar
de la multiplicación de los monjes, así en Oriente como en Occidente, es notable
que no se distinguieron en diferentes órdenes, y que durante los diez primeros
siglos se consideraban todos como de un mismo instituto, según observa Alabillón.
Esto ofrecía algo de bello en la unidad que en cierto modo formaba con todos
los monasterios una sola familia; pero necesario es confesar que la diversidad
de órdenes, que luego se fué introduciendo, era muy a propósito para dar cumplida
cima a los muchos y variados objetos que en lo sucesivo llamaron la atención
de las fundaciones religiosas.
La disciplina
que se introdujo de no poder fundarse ninguna religión sin preceder la aprobación
pontificia era necesaria, supuesto el ardor de nuevas fundaciones que se desplegó
en los tiempos siguientes: por manera que a no mediar este prudente dique
se habría introducido el desorden, dándose ocasión a que imaginaciones exaltadas
traspasasen los límites debidos.
Se complacen
algunos en recordar los excesos a que se entregaron algunos individuos de
las órdenes mendicantes, pidiéndole prestadas a Mateo de París sus narraciones,
y recordando los lamentos del mismo San Buenaventura. Sin ánimo de excusar
el mal donde quiera que se halle, observaré, sin embargo, que las circunstancias
de la época en que se fundaron aquellos institutos, Y el tenor de vida que
debían llevar, si es que habían de llenar los objetos a que se destinaban,
según tengo indicado en el texto, hacían poco menos que inevitables los males
de que se lamentan con sinceridad los hombres piadosos y con afectación y
exageración los enemigos de la Iglesia.
Es de notar que las órdenes mendicantes fueron ya desde su nacimiento
el blanco del odio más encarnizado y que se las perseguía con atroces calumnias.
Esto confirma
más y más lo que llevo dicho en el texto sobre los grandes bienes producidos
por dichos institutos, dado que tan despiadadamente los combatía el genio
del mal. Las cosas llegaron a tal extremo que fué preciso tratar seriamente
de atajar el daño respondiendo a la impostura con una brillante apología.
Llamábase a los mendicantes estado condenado,
y se tenía el empeño de sostener tan desatentada doctrina con la autoridad
de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres.
Guillermo
de Santo Amor, y Sigerio, maestros de París, escribieron un libro sobre este asunto, y lo presentaron a
Clemente IV, lo que dio motivo al famoso opúsculo de santo Tomás titulado Contra impugnantes Dei cultum et religionem,
compuesto a instancia del mencionado Sumo Pontífice. He aquí, en pocas palabras,
la historia de este escrito, tal como se la encuentra entre las obras del
santo Doctor, en el pequeño prefacio que precede al opúsculo:
"Tempore sancti Ludovici, Francoruna Regís,
Wilhelmus de Sancto Amore, Sigeriusque,
magistri Parisienses, multique sequaces in hunc inciderunt errorem, ut religiosorum
mendicantium statum damnatum assererent, librumque sacrilegum multis sacra
paginse sanctorumque auctoritatibus, licet rnale intellectis, et perverse
expositis refertum, Clementi IV summo pontifici obtulerunt. Pontifex igitur
reverendo magistro Joanni de Vercellis, magistro ordinis Praedicatorum, dictum
librum tramsmisit, praecipiens ut eident per famosissimum tunc in toto orbe
doctoren fratrem Thomam de Aquino faceret responderi, Devotissimus igitur pater et
doctor Thomas, fratrum in capitulo generali Anagniae congregatorum orationibus
se faciens commendatura, praefatum librum studiose perlegit, quem reperit
crroribus plenum.
Quo comperto,
alium ipso librum, qui incipit: Ecce inimici tui sonuerunt, et qui oderunt
te, extulerunt caput, etc., tam cito tamque eleganter et copiose composuit,
ut non humano ingenio eum visus sit edidisse, sed potius in spiritu accepisse
de dextera sedentis in throno; quem librum, in quo omnia nequissimorum tela
penitus extinxerat, praefatus sumnnis Pontifex tanquam vere catholicum approbans,
librumque contrarium tanquam haereticum et nefarium damnans, ipsius auctores
cum complicibus deposuit de cathedra magistratus, expulsosque de Parisiensi
studio, onmi dignitate privavit. Praedictus vero doctor post divinitus obtentam
victoriam Parisios rediens, omnes dicti operis artículos publice et solemniter
repetens disputavit firmavitque".
El citado
opúsculo es notable bajo muchos aspectos, y en particular porque nos manifiesta
que ya entonces se acumulaban contra estos institutos las mismas acusaciones
que se les han dirigido después. Otra particularidad hay que notar, y es que
se les echaba en cara temo un defecto o un abuso lo mismo que, según llevo
probado, debía de servir mucho a la sazón para que las nuevas fundaciones
alcanzasen su santo objeto de defender la Iglesia contra los ataques de sus
numerosos enemigos, y de contribuir a la conservación y buen orden de los
Estados.
El hábito
humilde y grosero los hacía parecer bien a los ojos de los pueblos, demostrando
de una manera palpable que la austeridad de la vida y, el desprecio de las
vanidades del mundo no eran exclusivos de las falsas sectas que ostentaban
hipócritamente su santidad; y el hábito era objeto
de crítica y maledicencia.
Practicaban
los religiosos las obras de caridad; ejercían poderoso ascendiente sobre los
pueblos por medio de la predicación de la divina palabra; alcanzaban alto
renombre por su aplicación a las ciencias; procuraban acreditar su profesión
por todas partes estableciendo viva comunicación entre los miembros de ella,
y entre éstos y el mundo; se defendían de sus adversarios con el brío y energía
que demandaban la calamidad de los tiempos y el espíritu impetuoso e invasor
de las sectas pervertidas; se esmeraban en granjearse el afecto de las gentes,
visitaban la choza del pastor como el palacio del monarca; en una palabra,
desplegaban contra el error y el vicio una acción tan viva, tan eficaz, y
sobre todo tan universal, que el infierno tembló en su presencia, y puso en
movimiento todos sus recursos de ataque para desacreditar aquellos mismos
medios de que se valían los apóstoles de la verdad para defenderla y propagarla.
El santo Doctor se ve precisado a sincerar a
sus hermanos en todos los indicados puntos, bastando dar una ojeada al título
de algunos capítulos, para convencerse de cuán al vivo se sentían lastimados
los enemigos de la Iglesia con las armas esgrimidas por los nuevos atletas
que se habían presentado en la arena.
Tertia
pars principalis totius operis, in qua ostenditur quomodo religiosorum faniam
corrumpere nituntur, in multis eos frivole impugnando, et primo quod habitum
vilem et humilem deferunt. (Cap. 8).
Quomodo
religiosos impugnant, quantum ad opera charitatis. (Cap. 9).
Quomodo
religiosos impugnant, quantum ad discursum propter salutem animarum. (Cal).
10).
Quomodo
religiosos impugnant, quantum ad studium. (Cap. 11).
Quomodo
religiosos impugnant, quatum ad ordinatam praedicationem. (Cap. 12).
Quomodo
judiciuni pervertunt in rebus religiosos infamando, primo quod se et suam
religionem commandant et per epistolas commendari procurant. (Cap. 13).
Secundo, de hoc quod religiosi detractoribus suis resistunt.
(Cap. 14).
Tertio, de hoc quod religiosi in judicio contendunt.
(Cali, 15).
Quarto, de hoc quod religiosi persecutores suos puniri
procurant. (Cap. 16).
Quinto, de hoc quod religiosi hominibus placero volunt.
(Cap. 17).
Sexto, de hoc quod rcligiosi gaudent de his quae per
eos Deus magnifice operatur. (Cap. 18).
Septimo, de hoc guod religiosi curias principum freguentant.
(Cap. 19).
Si para
conocer los efectos que una institución produce puede servir de algo el mirar
cuáles son sus enemigos, y si para apreciar los medios por los cuales se les
hace aquella mas temible, conviene fijar la atención en los cargos y acusaciones
que se le dirigen, será menester confesar que los nuevos institutos religiosos
habían acertado a encontrar la conducta que debía seguirse en aquellas circunstancias,
y que por tanto dispensaron un alto beneficio a la religión y a la sociedad.Es
también digno de notarse que ya en aquella sazón se empleaban los medios de
que hemos visto echar mano después para denigrar
a las
comunidades religiosas y destruir o debilitar su ascendiente sobre el ánimo
de los pueblos.
También
entonces se argumentaba, como suele decirse, a particulari ad universales,
atribuyendo a toda la comunidad los excesos de que se hacían reos algunos
pocos. También vernos que el santo Doctor se ve precisado a rechazar las calumnias
que a toda la orden se achacaban fundándose en los extravíos de este o aquel
individuo, pues que echa en cara a sus adversarios la mala fe con que procuraban
infamar a los religiosos, abultando los vicios en que, más o menos, siempre
incurre la fragilidad humana.
El frenesí contra los nuevos institutos
llegaba hasta un punto inconcebible: se los llamaba falsos apóstoles, falsos
profetas, nuncios del Anticristo y hasta Anticristos.
Échase de
ver que cuando los protestantes, al agotar contra el Papa el diccionario de
los dicterios le llamaban con tanta frecuencia el Anticristo, no inventaban
la peregrina denominación: las falsas sectas que los precedieron apellidaban
ya con el mismo título a los defensores de la verdad. En particular que los
católicos, al atacar a sus adversarios, no acostumbran alarmarse tan fácilmente,
ni expresarse con tanta destemplanza. La venida del Anticristo la dejan para
cuando Dios disponga, y no adjudican ligeramente este dictado a los sectarios,
por más caracteres que presenten que les den mucha semejanza con el hombre
de perdición.
De los hechos
que acabo de apuntar podemos sacar una lección muy saludable, para no dejarnos
alucinar fácilmente por los enemigos de la Iglesia.
La táctica
favorita de éstos suele ser la siguiente: levantan un grito unánime de censura,
reprobación o execración contra el objeto que a ellos no les agrada; y
luego, volviéndose a los espectadores, les dicen: "¿No oís qué
clamor tan firme y tan universal está condenando lo mismo que nosotros condenamos?
Necesitáis más para convenceros de que nuestra causa es justa y que nuestro,
adversarios no abrigan otra cosa que maldad e hipocresía?"
Así hablan
y así alucinan a no pocos, haciendo resonar con el suyo el clamoreo de los
siglos anteriores; olvidándose de advertir que los que claman ahora son los
sucesores de los que clamaban entonces; y que este ruido sólo prueba que en
todos tiempos ha tenido la Iglesia católica numerosos enemigos. Esto ya lo
sabíamos, hace más de 18 siglos que nos lo pronosticó el Divino Fundador.
Así, cuando
en nuestros tiempos se ha querido dar mucha importancia a los clamores que
se han oído contra instituciones muy santas, pretendiendo que eran el eco
de la opinión de las personas sensatas e inteligente, se ha perdido de vista,
sin duda, que en todas épocas ha sucedido lo mismo; y que si por semejante
oposición fuera necesario desistir de ciertas empresas, no se podría llevar
a cabo ninguna.
Y no entiendo
decir con esto que sea necesario ni conveniente el despreciar las quejas y,
reclamaciones, y, que no pueda acarrear perjuicios de la mayor trascendencia
el descuidar la observación del verdadero estado de las cosas; no ignoro que
la verdadera prudencia no se desentiende nunca de las circunstancias que rodean
los objetos, y que hay virtudes que en su propio nombre indican que importa
discernir, mirar en rededor, apellidándose discreción y circunspección. Pero
lejos de que a estas virtudes se oponga lo arriba indicado, es, al contrario,
una aplicación de lo que ellas mismas nos prescriben.
En efecto:
¿qué regla más prudente y discreta que el discernir entre quejas y quejas,
entre reclamaciones y reclamaciones, entre lamentos y lamentos?
Las sentidas palabras de San Bernardo y de San
Buenaventura ¿podrán confundirse con las violentas e insidiosas declamaciones
de los herejes de su tiempo? ; ¿Pueden suponerse iguales intenciones a Lutero,
a Calvino, a Zuinglio, que a San Ignacio, San Carlos Borromeo, San Francisco
de Sales? He aquí lo que no debe confundirse cuando se trata de formar concepto
sobre los abusos que en esta o aquella época afligieron a la Iglesia.
Condenemos
el final dondequiera que se encuentre; pero hagámoslo con sinceridad, con
intención pura, con vivo deseo del remedio, no por el maligno placer de presentar
a la vista de los fieles cuadros dolorosos y repugnantes. Guardémoslos siempre
de aquel falso celo que nada respeta; y no queramos constituirnos en instrumento
de destrucción bajo el color de promovedores de reforma. No creamos a todo
espíritu, no descuidemos de aliar la prudencia de la serpiente con la sencillez
de la paloma.
Ya llevo
demostrado con abundantes testimonios de los teólogos escolásticos cómo debe
entenderse el origen divino del poder civil; y bien se echa de ver que nada
hay, en esto que no sea muy conforme a la sana razón, y muy conducente a los
altos fines de la sociedad.
Fácil me
hubiera sido acumular en mayor número dichos testimonios; he creído que bastaban
los aducidos para esclarecer la materia y dejar satisfechos a todos los lectores,
que dejando aparte preocupaciones injustas, deseen sinceramente prestar oídos
a la verdad. Sin embargo, con la mira que este importante asunto quede tratado
bajo todos aspectos, quiero que se ilustre algo más aquel célebre pasaje del
apóstol San Pablo en la carta a los romanos, Cáp. 13, en que se habla del
origen de las potestades, y, de la sumisión y obediencia que les son debidas.
Y no se
crea que me proponga alcanzar este objeto con raciocinios más o menos especiosos;
cuando se ha de exponer el verdadero sentido de algún texto de la Sagrada
Escritura no conviene atender principalmente a lo que nos dice nuestra flaca
razón, sino al modo con que lo entiende la Iglesia católica; para lo cual
es preciso consultar aquellos escritores, que gozan de grande autoridad por
su sabiduría y sus virtudes, podemos esperar que no se apartaron de aquella
máxima: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus traditum est.
Ya hemos
visto un notable pasaje de San Juan Crisóstomo, donde explica el mismo punto
con micha claridad y solidez; cómo y también algunos testimonios de santos
Padres,que nos indican los motivos que tenían los apóstoles para inculcar
con tanto ahinco la obligación de obedecer a las potestades legítimas; y así
sólo nos falta insertar a continuación los comentarios que sobre el citado
texto del apóstol San Pablo hacen algunos escritores ilustres. En ellos se
encontrará un cuerpo de doctrina, por decirlo así, y viéndose la razón de
los preceptos del Sagrado Texto, se alcanzará más fácilmente su genuino sentido.
Véase en
primer lugar con qué sabiduría; con qué prudencia y piedad expone esta importante
materia un escritor, no de los siglos de oro, sino de los que apellidamos,
con demasiada generalidad, siglos de ignorancia y barbarie: San Anselmo. En
sus comentarios sobre el capítulo 13 de la carta a los romanos dice así:
Omnis anima potestatibus sublimioribus
subdita sit. Quae eutem sunt, a Deo ordinata sunt. ltaque qui resistit potestad,
Dei ordinationi resistit. Qui autem resistunt; ipsi sibi damnationem acquirunt.
Sicut superius reprehendit illos,
qui gloriabantur de meritis, ita nunc, ingreditur illos redarguere, qui postquam
erant ad fiden conversi, nolebant subjici alicui potestati. Videbatur enim
quod infideles, Dei fidelibus non deberent dominari, etsi fideles deberent
esse pares. Quam superoiam removet, dicens: Omnis anima, id est, omnis homo,
sit humiliter subdita potestatibus, vel saecularibus, vel ecclesiasticis,
sublimioribus se: hoc est, omnis homo, sit subjetus superpositis sibi potestatibus.
A parte enim majore significat totum
hominem, sicut rursum a parte inferiore totus homo significatur ubi propheta
dicit; Quia videbit omnis caro salutare Dei.
Et recte admonet ne quis
ex eo quod in libertatem vocatus est, factusque christianus, extollatur in
superbiam, et non arbitretur in hujus vitae itinere servandum esse ordinem
suum, et potestatibus, quibus pro tempere rerum temporalium gubernatio nadita
est, non se putet esse subdendum.
Cum enim constemus ex anima et corpore, et quamdiu
in hac vita ternporali sumus, etiam rebus temporalibus ad subsidium ejusdem
vitae utamur, oportet nos ex ea parte, quae ad hanc vitam pertinet, subditos
esse potestatibus, id est, res humanas cum aliquo honore administrantibus:
ex illa vero parte, qua Deo credimus, et in regnum ejus vocamur, non debemus
subditi esse cuiquam homini, id ipsum in nobis evertere cupienti, quod Deus
ad vitam aeternam donare dignatus est. Si quis ergo putat, quoniam christianus
est, non sibi esse vectigal reddendum sive tributum, aut non esse honorem
exhibendum debitum eis qua haec curan potestatibus, in magno errore versatur.
Item si quis sic se putat esse subdendum, ut etiam in suam fidem habere potestatem
arbitretur eum qui temporalibus administrandis aliqua sublimitate praecellit,
in majorem errorem labitur. Sed modus iste servandus est, quem Dominus ipse
praecepit, ut reddamus Caesari quae sunt Caesaris, et Deo quae sunt Dei.
Quamvis eninn ad illud
regnum vocati simus, ubi nulla erit potestas hujusmodi, in hoc tamen itinere
conditionem nostram pro ipso rerum humanarum ordine debemus tolerare, nihil
simulate facientes, et in hoc non tam hominibus, quam Deo, qui hoc jubet,
obtemperantes. Itaque omnis
anima sit subdita sublimioribus potestatibus, id est, omnis homo sit subditus
primum divinae pote tati, deinde mundanae. Nam si mundana potestas jusserit
quod non debes facere, contemne potestatem timendo sublimiorem potestatem.
Ipsos humanarum rerum gradus adverte.
Si aliquid
jusserit imperator,
nonne faciendum est? Tamen si contra proconsulem jubeat, non utique contemnis
potestatem, sed eligis majori servire. Non hic debet minor irasci, si major
praelata est. Rursus si aliquid proconsul jubeat, et aliud imperator, numquid
dubitatur, ille contemplo huic esse serviendum? Ergo si aliud imperator, et
aliud Deus jubeat, quid faciemus?
Numquid non Deus imperatori est praeferendus?
Ita ergo sublimioribus potestatibus anima subjiciatur, id est, homo. Sive
idcirco ponitur anima pro homine, qui secundum hanc discernit, cui subdi debeat,
et cui non. Vel homo, qui promotione virtutum sublimatus est, anima vocatur
a digniore parte.
Vel, non solum corpus sit subditum, sed anima,
id est, voluntas: hoc est, non solum corpore, sed et voluntate serviatis.
Ideo debetis subjici, quia non est potestas nisi a Deo. Nunquam enim posset
fiera nisi operatione solius Dei, ut tot homines uni servirent, quem considerant
unius secum esse fragilitatis et naturae. Sed quia Deus subditis inspirat
timorem et obediendi voluntatem, contigit ita. Nec valet quisquam aliquid
posse, ni-si divinitus ei datum fuerit. Potestas omnis est a Deo. Sed ea quae
sunt, a Deo ordinata sunt.
Ergo potestas est ordinata, id est, rationabiliter
a Deo disposita. ltaque qui resistit potestati, nolens tributa dare, honorem
deferre et his similia, Dei ordinationi resistit, qui hoc ordinavit, ut talibus
subjiciamur. Hoc enim contra illos dicitur, qui se putabant ita debere uti
libertare christiana, ut nulli vel honoren deferrent, vel tributa redderent.
Unde magnum poterat adversus christianam religionem
scandalum nasci a principibus saeculi. De bona potestate patet, quod eam perfecit
Deus rationabiliter. De mala quoque videri potest, dum et boni per eam purgantur,
et mali damnantur, et ipsa deterius praecipitatur. Qui potestati resistit,
cum Deus eam ordinaverit, Dei ordinationi resistit. Sed hoc tam grave peccatum
est, quod qui resistunt, ipsi pro contumacia et perversitate sibi demnationem
eterna mortis acquirut. Et ideo non deber quis resistere, sed subjici.
Origen del poder, su objeto,
sus deberes, sus límites, todo se encuentra en este notable pasaje; siendo
de advertir que el santo confirma expresamente lo que llevo insinuado en el
texto sobre la mala inteligencia que en los primeros tiempos daban algunos
a la libertad cristiana, creyendo que traía consigo la abolición de las potestades
civiles, y particularmente de las infieles. También observa el escándalo que
de esta doctrina podía dimanar y, por consiguiente, pone de manifiesto que
los apóstoles, aun cuando no se proponían señalar al poder civil un origen
extraordinario y sobrenatural, como es el del eclesiástico, tuvieron, sin
embargo, razones particulares para inculcar que aquel poder viene de Dios,
y que quien lo resiste, resiste a la ordenación de Dios.
Pasando a siglos posteriores encontraremos
las mismas doctrinas en los expositores más insignes. Cornelio a Lápide explica
el citado lugar del propio modo que San Anselmo, señalando las mismas razones
para evidenciar los motivos que tenían presentes los apóstoles cuando recomendaban
la obediencia a las potestades civiles. Dice así:
Omnis anima (omnis homo) potestatibus sublimioribus,
id est, principibus et magistratibus, qui potestate regendi et imperandi sunt
praediti; ponitur enim abstractum pro concreto; potestatibus, hoc est, potestate
preditis; subdita sit, scilicet is in rebus, in quibus potestas illa sublimior
et superior est, habetque jus et jurisdictionem, puta in temporalibus, subdita
sit regi et potestati civili, quod proprie hic intendit Apostolus; per potestatem
enim civilem intelligit; in ' spiritualibus vero subdita sit Pralatis, Episcopis
et Pontifici.
Nota. Pro potestatibus sublimioribus, potestatibus
supereminentibus vel praecellentibus; ut Noster vertit 1 Pet. 2: sive regi
quasi praecellenti, Syrus vertit, potestatibus dignitate paeditis; id est,
magistratibus saecularibus, qui potestate regendi prediti sunt, sive duces,
sive gubernatores, sive consules, pretores, etc.
Seculares enim magistratus hic intelligere Apostolum
patet, quia his solvuntur tributa et vectigalia, quae hisce potestatibus solvi
jubet ipse, v. 7. Ita sanc. Basilius de Constit. monast., c.23.
Nota ex Clemente Alexand. lib. 4. Stromatum, et S. Aug.
in psal. 118. cont. 31. Initio Ecclesiae, puta tempore Christi et Pauli, rumor
eras, per Evangelium politias humanas, regna et respublicas seculares everti; uti jam fit ab haereticis praetendentibus
libertatem Evangeli: unde contrarium docent, et studiose inculcant, Christus,
cum solvi: didrachma, et cum jussit Caesari reddi ea quae Caesaris sunt; et
Apostoli: adque ne in odium traheretur christiana religio et ne christiani
abuterentum libertate fidei ad omnem malitiam.
Ortus est: hic rumor ex secta Judae et Galliaeorum,
de qua Actor. 5. in fine, qui pro libertate sua tuenda omne dominium Caesaris
et vectigal, etiam morte proposita, abnuebant, de quo Josephus libr. 18. Antiqu.
1. Quae secta diu inter Judaeos viguit; adeoque Christus et apostoli in ejus
suspicionem vocati sunt, quia origine erant Galilaei, et rerum novarum praecones.
Hos Galilaeos secuti sunt Judaei omnes, et de facto romanis rebellarunt: quod
dicerent populum Dei liberum non debere subjici et servire infidelibus romanis;
ideoque a -Tito excisi sunt. Hinc etiam eadem calumnia in christianos, qui
origine erant et habebantur Judaei, derivata est: unde apostoli, ut eam amoliantur,
saepe docent princibus dandum esse honorem et tributum.
Quare octo argumentis probat hic Apostolus princibus
et magistratibus deberi obecientiam..............................
Hic rationibus probat Apostolus Evangelium et
christianismum regna et magistratis non evertere, sed firmare et stabilire:
quia nil regna et principes ita confirmat, ac subditorum bona, christiana
et sancta vita. Adeo, ut etiam nunc principes Japones et Indi Gentiles ament
christianos, et suis copiam faciant baptismi et christianismi suscipiendi,
quia subditos christianos, magis quam ethnicos, faciles et obsequentes, regnaque
sea per eos magis firmara, paciri et florere experiuntur.
Por lo tocante
al modo con que la potestad civil ha venido de Dios, está de acuerdo con los
teólogos el insigne expositor; pies que también hace uso de la distinción
entre la comunicación mediata y la inmediata, teniendo cuidado de recordar
de cuán diferente manera se entiende el origen divino, cuando se habla de
la potestad eclesiástica,
Así, explicando aquellas palabras,
"no
hay potestad que no venga de Dios", continúa:
Non est
enim potestas nisi a Deo; quasi diceret
principatus et magistratus non a diabolo, nec a solo homine, sed a Deo ejusque
divina ordinatione el dispositione conditi et instituti sunt: eis ergo obediendum
est.
Nota primo.
Potestas saecularis est a Deo mediate, quia natura et recta ratio, quae a
Deo est, dictat, et hominibus persuasit praeficere republicae
magistratus a quibus regantur. Potestas vero Ecclesiastica immediate est
a Deo instituta; quia Christus ipse Petrum et apostolos Ecclesioe praefecit.
Con no menor caudal de doctrina expone el
mismo pasaje el insigne Calmet, aduciendo gran copia de textos de los Santos
Padres, donde se manifiesta lo que pensaban sobre el poder civil los primeros
cristianos, y cuán calumniosamente se los acusaba de perturbadores del orden
público.
Omnis anima potestatibus etc. Pergit hic Apostolus
docere Fideles vitae ac morum officia. Quae superiori capite vidimus, eo
desinunt ut bonus ordo et pax in Ecclesia interque Fideles servetur. Haec
potissimum spectant ad obedientiam, quam unusquisque superioribus potestatibus
debet. Christianorum libertatem atque a Mosaicis legibus immunitatem commendaverat
Apostolus; at ne quis monitis abutatur, docet hic quae debeat esse subditorum
subjectio erga Reges et Magistratus.
Hoc ipsum gravissime
monuerant primos Ecclesiae discipulos Petrus et Jacobus; repetitque Paulus
ad Titum scribens, sive ut christianos, insectantium injuriis undique obnoxios,
in patientia contineret, sive ut
vulgi opinionem deleret, qua discipuli Jesu Christi, omnes ferme Galilaei,
sententiam Judae Gaulonitae sequi et principum auctoritati repugnare censebantur.
Omnis anima, quilibet quavis conditione aut dignitate, potestatibus sublimioribus subdita sit; Regibus, Principibus,
Magistratibus, iis denique legitima est auctoritas, sive absoluta, sive alteri
obnoxia. Neminem excipit Apostolus,
non Presbyteros, non Praesules, non monachos, ait Theodoretus; illaesa tamen
Ecclesiasticorum immunitate.
Tunc
solummodo parere non debes, cum aliquid divinae legi contrarium imperatur:
tunc enim praeferenda est debita Deo obedientia; quin tamen vel arma capere
adversus Principes, vel in seditionem abire liceat. Repugnandum est in iis tantum, quae justitiam ac Dei
legem violant; in caeteris parendum. Si imperaverit aut idolorum cultum aut
justitiae violationem cum necis vel bonorum jacturae interminatione,
vitam et fortunas discrimini objicito ac repugnato; in reliquis autem obtempera.
Non est enim potestas nisi a Deo. Absolutissima in libertate conditus est horno, nulli
creatae rei, at uni Deo subditus. Nisi mundum invasisset una cum Adami transgressione
peccatum, mutuam aequaliter libertatem homines servassent. At libertate abusos
damnavit Deus, ut parerent iis, quos ipse principes illis daret, ob poenam
arrogantiae, qua pares Conditori effici voluerunt. At inquies, quis nesciat,
quorumdam veterum imperiorum initia et incrementa ex injuria atque ambitione
profecta? Nemrod, exempli, causa, Ninus, Nabuchodonosor, allique quamplures,
an Principes erant a Deo constituti?
Nonne similius vero est, violenta imperia primum
exorta esse ab imperandi libidine? Liberorum vero imperiorum originem fuisse
hominum metum, qui sese impares propulsandae externorum injuria sentientes,
aliquem sibi Principem creavere, datamque sibi a Deo naturalem ulciscendi
injurias potestatem, volentes libentesque alteri tradiderunt? Quam vere igitur
docet Apostolus quamlibet potestatem a Deo esse, Eumque esse posita inter
homines auctoritatis institutorem!
Adviértase cómo en las cuatro maneras
que señala, según las que puede decirse que la potestad viene de Dios, no
hay ninguna extraordinaria y sobrenatural, pues todas ellas se reducen a
confirmarnos más y más lo que ya nos enseña la razón y el mismo orden de las
cosas.
Omnimo Deus potestatis auctor et causa est:
1. Quod
hominibus tacite inspiraverit consilium sujiciendi se uni, a quo defenderentur.
2. Quod
imperia inter homines utilissima sint servandae concordiae, disciplinae ac religioni. Porro quidquid boni est, a Deo sicut fonte proficiscitur.
3. Cum potestas
tuendi ab aggressore vitam vel opes, hominibus a Deo tradita, atque ab ipsis
in Principem conversa, a Deo primum proveniat, Principes ea potestate ab hominibus
donati hanc ab ipso Deo accepisse jure dicuntur; quamobrem Petrus humanam
creaturam nuncupat, quam Paulus potestatem a Deo institutam: humana igitur
et divina est, varia ratione spectata, uti diximus.
4. Denique suprema auctoritas a Deo est, utpote
quam Deus, a sapientibus institutanz probavit.
Nulla unquam gens saecularibus potestatibus
magis paruit, quam prima aetatis christiani, qui a Christo Jesu et ab apostolis
edocti, nunquam ausi sunt Principibus a Providentia sibi datis re-pugnare.
Discipulos fugere tantum jubet Christus. Ait Petrus, Christum nobis exemplum
reliquisse, cum sese Judicum iniquitate pessime agi passus est. Monet hic
Paulus resistere te Dei voluntati, atque aeternae damnationis reum effici,
si potestati repugnas.
Quamvis nimius et copiosus noster populus, non tamen adversus violentiam
se ulciscitur: patitur, ait Sanct. Cyprianus. Satis virium est ad pugnam; at omnia perpeti ex Christo didicimus. Cui bello
non idonei, non prompti fuissemus, etiam copiis impares, qui tam libenter
trucidamur? Si non apud istam disciplinam magis occidi liceret, quam occidere,
inquit Tertullianus.
Cum nefanda patimur, ne verbo quidem reluctamur,
sed Deo remittimus ultionem, scribebat Lactantius. Sanct. Ambrosius:
coactus repugnare non no-vi. Dolere
potero, potero flere, potero gemere: adversus arma, milites, Gothos quoque,
lacrymae meae arma sunt. Telia enim sunt munimenta Sacerdotis. Aliter nec
debeo nec possum resistere.
He dicho
en el texto que se notaba una particular coincidencia de opiniones sobre
el origen de la sociedad, entre los filósofos antiguos, faltos de la luz de
la fe, y los modernos que la han abandonado; que unos y otros careciendo de
la única guía que es la narración de Moisés, al examinar el origen de las
cosas sólo acertaban a encontrar el caos, así en el orden físico como en el
moral.
En confirmación
de mi aserto, he aquí pasajes notables de dos hombres célebres, en donde el
lector encontrará con poca diferencia el mismo lenguaje que en Hobbes, Rousseau
y otros de la misma escuela. "Hubo un tiempo, dice Cicerón, en que andaban los hombres por
los campos a manera de brutos, alimentándose de la presa como fieras, no decidiendo
nada por la razón, sino todo por la fuerza. No se profesaba entonces religión alguna, ni
se observaba moral, ni había leyes para el matrimonio; el padre no sabía quiénes
eran sus hijos, ni se conocían los bienes traídos por los principios de equidad.
Así, en medio del error y de la ignorancia, reinaban tiránicamente las ciegas
y temerarias pasiones, valiéndose para saciarse, de sus brutales satélites
que son las fuerzas del cuerpo".
"Nam fuit quoddam tempus cum in agris
homines passim bestiarum more vagabantur, et sibi victo ferino vitam propagabant;
nec ratione animi quidquam, sed pleraque viribus corporis administrabant.
Nondum divinae religionis, non humani officii ratio colebatur: nemo nuptias
viderat legitimas, non certos quisquam inspexerat libe-ros; non jus aquabile
quid utilitatis haberet, acceperat. Ita propter errorem atque inscitiam,
caeca ac temeraria dominatrix animi cupiditas, ad se explendam viribus corporis
abutebatur, perniciosissimis satellitibus". (De Inv.
1.).
La misma
doctrina se encuentra en Horacio.
Cum prorepserunt primis animalia
terris,
Mutum et turpe
pecus, glandem atque cubilia propter
Unguibus et pugnis, dein
fustibus atque ita porro
Pugnabant
armis, quae post fabricaverat usus;
Donec verba, quibus voces,
sensusque notarent,
Nominaque invenere: dehinc
absistere bello,
Oppida coeperunt munire et
ponere leges,
Ne quis fur esset, neu latro,
neu quis adulter.
Nam fuit ante
Helenam mulier teterrima belli
Causa: sed
ignotis perierunt mortibus illi,
Quos venerem
incertam rapientes more ferarum,
Viribus editior
caedebat, ut in greges taurus.
Jura inventa metu injusti fateare
necesse est,
Tempora si fastosque velis evolvere
mundi
Nec natura potest justo secernere
iniquum,
Dividit ut bona diversis, fugienda
petendis.
(Satyr. Lib. 1. Sat. 3.)
Cuando del suelo por la vez primera
La raza pululó de los humanos,
Sustento y madriguera
Mudos, cual muda fiera,
Disputaron con uñas y con manos,
Con palos pelearon en seguida,
Y armas más tarde usó su enojo ciego..
Que la necesidad fabricó luego:
En un lenguaje al fin convino el hombre,.
Y a cada objeto señaló su nombre.
Cesó entonces la guerra encarnizada;
Los pueblos mal seguros,
Se rodearon de elevados muros,
Y la ley acatada
Al adúltero y ladrón señaló pena:
Pues mucho antes que naciese Helena,
De guerra atroz y dura
Fué causa amor, y fuélo la hermosura;
Si bien a aquel que como bruto andaba
Y en pos la vaga Venus se lanzaba,
Rival de más valor dabale muerte,
Cual mata al otro débil toro fuerte.
Que para reprimir toda violencia
Se inventaron las leyes,
De los siglos pasados la experiencia
Lo prueba y de los fastos la lectura,
Pues sí basta natura
Lo útil a discernir de lo dañoso,
No de lo justo así lo criminoso.
A propósito de la cuestión sobre el origen
mediato o inmediato del poder civil, es notable que en tiempo de Ludovico
Bávaro los príncipes del imperio aprobaran solemnemente la opinión que sostiene
que el poder imperial proviene inmediatamente de Dios. En una constitución
imperial publicada contra el romano pontífice, establecieron la proposición
siguiente: "para evitar todo mal,
declaramos que la dignidad y potestad imperial procede inmediatamente de sólo
Dios. Ad tantum malum
evitandum, declaramus, quod Imperialis dignitas et potestas est immediate
a Deo solo.
Para formarnos
una idea del espíritu y tendencias de esta doctrina, recordemos quién era
Ludovico Bávaro. Excomulgado por Juan XXII y después por Clemente VI, llegó
hasta el extremo de deponer a este último pontífice, estableciendo en la Silla
al antipapa Pedro
de Corbaria; por cuyo motivo habiéndole amonestado repetidas veces
el Papa, le declaró por fin despojado de la dignidad imperial, procurando
que le sucediese Carlos IV.
El luterano
Ziegler, acérrimo defensor de la comunicación inmediata, explica su doctrina
comparando la elección del príncipe con la del ministro de la Iglesia, a quien,
dice, no confiere el pueblo su potestad espiritual sino que le viene inmediatamente
de Dios.
En esta
misma explicación se echa de ver con cuánta verdad he dicho en el texto, que
la tendencia de semejante doctrina era en aquellos tiempos el equiparar las
dos potestades: temporal y espiritual, dando a entender que ésta no podía
pretender sobre aquella ninguna superioridad, por motivo del origen. No diré,
sin embargo, que a este blanco se encaminase directamente la declaración hecha
en tiempo de Ludovico Bávaro, pues que más bien debe ser mirada como una especie
de arma de que se echaba mano para combatir la autoridad pontificia, cuyo
ascendiente se temía en aquellas circunstancias.
Pero es bien sabido que las doctrinas a más
de la acción que ejercen, según el uso que de ellas se hace, entrañan otra
fuerza exclusivamente propia, y cuya acción se va desarrollando a medida que
se brinda la oportunidad. Algún tiempo después vemos que los monarcas ingleses, defensores
de la supremacía religiosa que acababan de invadir, sostienen la misma proposición
asentada en la constitución imperial.
No sé con
qué fundamento se ha podido decir que la opinión de Ziegler había sido la
común antes de Puffendorf, pues consultando los escritores, así eclesiásticos
como seglares, no creo que pueda encontrarse fundamento para aserción semejante.
Necesario es hacer justicia aun a los mismos adversarios; la opinión de Ziegler,
que defienden Boecler y otros, fué combatida también por algunos luteranos,
entre ellos por Bohemero, quien observa que esta opinión no es a propósito
para la seguridad de la república y de los príncipes, como lo pretenden sus
partidarios.
Repetiré aquí lo que llevo ya explicado en el texto: no creo que, bien entendida la opinión de la comunicación inmediata, sea tan inadmisible y dañosa como algunos han querido suponer; pero, como se prestaba de suyo a una mala inteligencia, los teólogos católicos se portaron muy bien, combatiéndola en lo que podía encerrar de atentatorio contra el origen divino de la potestad eclesiástica.
NOTA 29 Muchos y muy notables
pasajes pudiera ofrecer al lector, en los que se echaría de ver cuán ajeno
de la verdad es lo que han dicho los enemigos del clero católico, achacándole
que era favorecedor del despotismo, y que había contraído con éste una inicua
alianza.
Pero, deseoso de no fatigar con demasiados textos
y citas, y consultando la brevedad, presentaré una muestra de cuáles eran
en este punto las opiniones corrientes en España a principios del siglo XVII,
a pocos años de la muerte de Felipe II, del monarca que se nos pinta a cada
paso como horrible personificación del fanatismo religioso y de la esclavitud
política.
Entre las
muchas obras que por aquellos tiempos se escribieron sobre, estas delicadas
materias, hay una muy singular y que según parece, no es de las más conocidas.
Su título es:
Tratado de república y policía cristiana, para
reyes y príncipes, y para los que en el gobierno tienen sus veces. Compuesto
por Fray Juan de Santa Ataría, religioso descalzo de la provincia de San José,
de la orden de nuestro glorioso Padre San Francisco.
Se Imprimió
en Madrid en 1615 con todas las licencias, aprobaciones y demás requisitos
de estilo, y debió tener en aquella sazón muy buena acogida, pues que ya en
1616 se reimprimió en Barcelona en casa de Sebastián de Cormellas.
¿Quién sabe
si esta obra inspiró a Bossuet la idea de componer la que se titula Política sacada de
las palabras de la Sagrada Escritura? Lo cierto es que el título
es análogo, y el pensamiento es el mismo en sí, bien que ejecutado de otra
manera.
"Esta dificultad, dice, pienso yo vencer, proponiendo a los
reyes en este tratado, no mis razones, ni las que pudiera traer de grandes
filósofos y historias humanas, sino las palabras de Dios y de sus santos,
y, las historias divinas y canónicas, de cuya enseñanza no se podrán desdeñar,
ni tendrán por afrenta el sujetarse, por más poderosos y soberanos que sean,
siendo cristianos, por haberlas dictado el Espíritu Santo autor de ellas.
Y si alegare ejemplos de reyes gentiles y me aprovechare de la antigüedad,
y me sirviere de las sentencias de filósofos extranjeros en el pueblo de Dios,
será muy de paso, y como quien toma su Hacienda de los que injustamente la
retienen y poseen".
(Cap. 2).
La obra
está dedicada al rey, a quien dirigiéndose el buen religioso y rogándole que
la lea y que no se deje alucinar por los que podrían pretender apartarle de
su lectura, le dice con una candidez que encanta: "y
no le digan que son metafísicas y cosas impracticables, o casi imposibles".
El epígrafe
que precede al primer capítulo es: Ad
vos (o reges) sunt hi sermones mea, ut discatis sapientiam, et non excidatis:
qui enim custodierint justa, juste justificabuntur: et qui didiscerint ista,
invenient quid respondeant. (Spa. 6, v. 10).
En el capítulo
I, cuyo título es: "En que brevemente se trata lo que en sí comprende
este nombre, república y de su definición", se leen estas notables palabras:
"De suerte que la monarquía,
para que no degenere, no ha de ir suelta y absoluta (que es loco el mando
y, poder), sino atada a las leyes en lo que se comprende de debajo de la ley,
en las cosas particulares y temporales al consejo, por la trabazón que ha
de tener con la aristocracia, que es el ayuda y consejo de los principales
y sabios, que de no estar así bien templada la monarquía, resultan grandes
yerros en el gobierno, poca satisfacción y muchos disgustos en los gobernados.
Todos los hombres que ha habido de mejor juicio, y más sabios en todas facultades,
han tenido por el más acertado este gobierno y sin él, jamás ciudad ni reino
se ha tenido por bien gobernado. Los
buenos reyes y grandes gobernadores, le han siempre favorecido; así bien como
los no tales, llevados de su soberanía, han echado por otro camino.
Conforme a esto, si el monarca, sea
quien fuere, se resolviere por sola su cabeza, sin acudir a su consejo, o
contra el parecer de sus consejeros, aunque acierte en su resolución, sale de los términos de la monarquía, y se
entra en los de la tiranía. De cuyos ejemplos y malos sucesos están llenas
las historias; baste uno por muchos, y sea el de Tarquino Superbo en el primer
libro de Tito Livio, que con su grande soberbia para enseñorearse de todo,
y que nadie le fuese a la mano, puso gran cuidado en enflaquecer la autoridad
del senado romano en número de senadores, a propósito de determinar él, por
sí solo, lo que ocurría en el reino".
En el capítulo
11, donde busca, "Qué significa el nombre de rey", se lee lo
siguiente: "Y aquí asienta bien la tercera significación de este nombre
rey, que es lo mismo que padre; como consta del Génesis adonde los sichimitas
llamaron al suyo Abimelech, que quiere decir padre mío y señor mío. Y antiguamente se
llamaban los reyes padres de sus repúblicas.
De aquí
es, que definiendo el rey Teodorico la majestad real de los reyes (según refiere
Cassiodoro) dijo así: Princeps est Pastor
publicus et conmunis. No es otra cosa el rey sino un padre público y común
de la república. Y por parecerse tanto el oficio de rey al de padre, llamó
Platón al rey, padre de las familias.
Y el filósofo
Jenofonte dijo: Bonus princeps nibil
differt a bono patre.
La diferencia
no está en más de tener pocos o muchos debajo de su imperio. Y por cierto
que es muy, conforme a razón que se les dé a los reyes este título de padres,
porque lo han de ser de sus vasallos y de sus reinos, mirando por el bien
y conservación de ellos, con afecto y providencia de padres. Porque no es
otra cosa (dice Homero) el reinar, sino un gobierno paternal, como el de un
padre con sus propios hijos: Ipsum namque
regnum imperium est supte natura paternum.
No hay mejor modo para bien gobernar, que vestirse
el rey de autor de padre, y Mirar a los vasallos como a hijos, nacidos de
sus entrañas. El autor de un padre para con sus hijos, el cuidado que no le
falte nada, el ser todo para cada uno de ellos, tiene gran similitud con la
piedad del rey para con sus vasallos.
Padre se
llama, y el nombre le obliga a corresponder con obras a lo que significa.
También porque este nombre padre es muy propio de reyes, que si bien se considera
entre los nombres y epítetos de majestad y señorío, es el mayor, y que los
comprende todos, el género, las especies, padre sobre señor, sobre maestro,
sobre capitán y caudillo; finalmente es nombre sobre todo otro nombre humano,
que denota señorío y providencia.
La antigüedad
cuando quería honrar mucho a un emperador le llamaba padre de la república,
que era más que César y que Augusto, y que cualquiera otro nombre glorioso,
ora fuese por lisonjearlos, ora por obligarlos a los grandes efectos que obliga
este nombre de padre.
Al fin, con el nombre se les dice a los reyes
lo que han de hacer, que han regir, y gobernar y mantener en justicia sus
repúblicas y reinos; que han de apacentar como buenos pastores sus racionales
ovejas; que las han de medicinar y curar como médicos; y que han de cuidar
de sus vasallos como padres de sus lujos, con prudencia, con amor, con desvelo,
siendo más para ellos que para sí mismos; porque los reyes, más obligados
están al reino y a la república, que a sí: porque si miramos al origen e institución de rey y reino, hallaremos que
el rey se hizo para el bien del reino y no el reino para el bien del rey".
En el capítulo
III, cuyo título es: "Si el nombre de rey es nombre de oficio", se expresa de
esta suerte: "Y fuera de lo dicho, el ser el nombre de rey nombre de
oficio, se confirma con aquella común sentencia: "El beneficio se da
por el oficio".
Por lo cual,
siendo los reyes tan grandes beneficiados, no sólo por los grandes tributos
que les da la república, sino también por los que llevan de los beneficios
y rentas eclesiásticas, cosa cierta es que tienen oficio, y el mayor de todos,
a cuya causa todo el reino les acude y con tanta largueza, lo cual dijo San
Pablo en la carta que escribió a los Romanos: Ideo et tributa praestatis, etc.
No pechan
de balde los reinos: tantos estados, tantos cargos, tan grandes rentas, tanta
autoridad, nombre y dignidad tan grande, no se le da sin carga. En balde tuvieran
el nombre de reyes, si no tuvieran a quien regir y gobernar y les tocara esa
obligación: in multitudinne populi dignitas Regis.
Tan gran
dignidad, tan grandes haberes, tanta grandeza, majestad y honra, con censo
perpetuo lo tienen de regir y gobernar sus estados, conservándolos con paz
y justicia.
Sepan
pites los reyes, que lo son. para servir a los reinos, pues también se lo
pagan, y que tienen oficio que les obliga al trabajo: Qui praest in sollicitudine, dice San Pablo.
Este es el título y, nombre del rey y, del que gobierna: el que va delante
no en la honra y contentos solamente, sino en la solicitud y cuidado. No piensen
que son reyes solamente de nombre y representación, que no están obligados
a más de hacerse adorar, y representar muy bien la persona real, y aquella
soberana dignidad, como hubo algunos reyes, tan olvidados de su oficio como
si no lo fueran. No hay cosa más muerta y de menos sustancia que una imagen
de sombra, que no menea brazo ni cabeza sino al movimiento del que la causa.
Mandaba
Dios a su pueblo que no tuviesen figuras de bulto, ni pinturas fingidas, que
donde no hay mano, la muestran, donde no hay, rostro, le descubren y donde
no hay cuerpo, le representan a la vista, y con acciones de vivo, como si
viese y hablase, porque
no es Dios amigo de figuras fingidas, de hombres pintados, ni reyes de talla,
como aquellos de quien dijo David: Os habent et non loquentur,
oculos habent et non videbunt.
Lengua que
no habla, ojos que no ven, oídos que no oyen, manos que no obran, ¿de qué
sirve todo? No es más que ser ídolos de piedra, que no tienen de reyes más
que aquella representación exterior.
Todo nombre
y autoridad, y para nada hombres, no dicen bien.
Los nombres
que Dios pone a las cosas, son como el título de un libro, que en pocas palabras
contiene todo lo que hay en él. El nombre de rey, es dado por Dios a los reyes,
y en él se encierra todo lo que de oficio están obligados a hacer.
Y si las
obras no dicen con el nombre, es como cuando con la boca dice uno que sí,
y con la cabeza está haciendo señas que no, que parece cosa de burla y, no
hay entenderlo. Burlería y, engaño sería el letrero en la tienda que dice:
aquí se vende oro fino, si en la verdad fuese oropel.
El nombre
de rey no ha de estar ocioso y como por demás, en la persona real; sirva de
lo que suena, y pregona; rija y gobierne el que tiene nombre de regir y gobernar:
no han de ser reyes de anillo (como dicen), esto es de solo nombre.
En Francia
hubo tiempo en que los reyes no tenían más que nombre de reyes, gobernándolo
todo sus capitanes generales y, ellos no se ocupaban más que en darse a deleite
de gula y lujuria, como bestias, y porque constase que eran vivos (porque
nunca salían) se mostraban una vez en el año, en el primer día de mayo, en
la plaza de París, sentados en un trono real, como rey-es representantes;
v allí los saludaban y servían con dones, y. ellos hacían algunas mercedes
a quien le parecía.
Y porque
se vea la miseria a que habían llegado, dice Eynardo en el principio de la
vida que escribió de Carlo Magno, que no tenían valor ninguno, ni daban muestras
de hechos ilustres, sino solamente el nombre vacío de rey, porque en el hecho
no lo eran, ni tenían mano en el gobierno y riquezas del reino que todo lo
poseían los prefectos del palacio, a quien llamaban mayordomos de la casa
real, que de tal manera se apoderaban de todo, que al triste rey, no le dejaban
nada, sino el título, sentado en una silla con su cabellera y barba larga,
representaba su figura, y dando a entender que oía a los embajadores que venían
de todas partes, y que les daba respuesta cuando volvían; pero verdaderamente
respondía lo que le habían enseñado o dado por escrito, y, eso les respondía,
como que salía de su cabeza.
De manera
que de la potestad real no tenían sino el inútil nombre de rey y aquel trono
y majestad, tan de risa, que los verdaderos reyes y señores eran aquellos,
sus privados, que con su potencia los tenían oprimidos. De un rey de Samaria
dijo Dios, que no era más que un poco de espuma, que vista de lejos parece
algo, y llegándola a tocar no es.
Simia in
tecto rex fatuos in solio suo (S Bernardo .De considerat ad Eug. Cap 7).
Mona en el tejado, que con apariencias de hombre
le tiene por tal quien no sabe lo que es; así un rey vano en su trono. La
mona también sirve de entretener a los muchachos, y el rey de risa a los que
le miran sin acciones de rey, con autoridad y sin gobierno. Un Rey vestido
de púrpura, con grande majestad sentado en un trono, conforme su grandeza,
grave, severo y terrible en la apariencia, y en el hecho todo nada. Como pintura
de mano del Griego, que puesta en alto y mirada de lejos, parece muy bien,
y representa mucho; pero de cerca todo es rayas y borrones.
El toldo
y majestad muy grande y bien mirado, no es más que un borrón y sombra de rey.
Simulaera gentium, llama David a los reyes
de solo nombre, o como traslada el Hebreo: Imago fictilis et contrita.
Imagen de
barro cascada, que por mil partes se rezuma; simulacro vano, que representa
mucho, y todo es mentira; y que les cuadra muy bien el nombre que falsamente
puso Elifaz a Job, con que siendo rey tan bueno y justo, le motejó de hombre sin fondo,
ni sustancia, que no tenía más que apariencias exteriores, llamándole Myrmicoleón,
que es un animal que el latino le llama fornica-leo porque tiene una compostura
monstruosa en la mitad del cuerpo, representa un fiero león, que
siempre fué símbolo de rey, y en la otra mitad, una hormiga, pues
significa una cosa muy flaca y sin sustancia.
La autoridad, el nombre, el trono y majestad no hay más que
pedir de fuerte león, y muy poderoso rey; pero el ser, la sustancia de hormiga.
Reyes ha
habido que con solo su nombre espantaban y, ponían hiedo al mundo; pero ellos
en sí, no tenían sustancia, ni en su reino no eran más que una hormiga, el
nombre y oficio muy grande, pero sin obras. Reconózcase, pues, el rey por
oficial no sólo de un oficio, sino por oficial general y superintendente en
todos los oficios, porque en todos ha de obrar y hablar. San Agustín y santo
Tomás, explicando aquel lugar de San Pablo que trata de la dignidad Episcopal,
dicen que la palabra Episcopal se
compone en griego de dos dicciones, que significan lo mismo que Sztperintendens.
El nombre de obispo, de rey, y, de cualquiera otro superior, es nombre que
dice superintendencia y asistencia en toldos los oficios. Esto significa el
cetro real, de que en los actos públicos usan los reyes, ceremonia de que
usaban los egipcios y la tomaron de los hebreos, que para dar a entender la
obligación de un buen rey, pintaban un ojo abierto puesto en alto, sobre la
punta de una vara en forma de cetro, significando en lo uno, el poder grande
que tiene el rey, y la providencia y vigilancia que ha de tener; en lo otro,
que no se ha de contentar con sólo tener la suprema potestad y el mas alto
y eminente lugar, y con eso echarse a dormir y descansar, Sino que 111 de
ser el primero en el gobierno y en el consejo, y el todo en los oficios, desvelándose
en mirar y, remirar como hace cada uno en el.
En cuya
significación la vio también Jeremías cuando preguntándole Dios qué era lo
que veía, respondió: Virgam vigilantem ego
video. Muy bien has visto, y de verdad te digo, que yo, que soy cabeza, velaré
sobre mi cuerpo; yo que soy, pastor, velaré sobre mis ovejas; yo, que soy
rey, y monarca, velaré sin descansar sobre todos mis inferiores.
Regem festinantem, traslada el Caldeo, rey que
se da prisa, porque aunque tenga ojos, y vea, si se esta quedo en su reposo,
en sus gustos y, pasatiempos, y no anda de una parte a otra, procura ver y
saber todo lo bueno y malo que pasa en su reino, es como si no fuese; mire
que es cabeza, y de león, que aun durmiendo tiene los ojos abiertos, que es
vara que tiene ojos y vela, abra pues los suyos y, no duerma confiado de los
que por ventura están ciegos, o no tienen ojos como topos, y si los tienen,
no es más que para ver su negocio y divisar muy de lejos lo que es en orden
a su medra y acrecentamiento. Ojos para sí, que fuera mejor que no los tuvieran,
ojos de milano y de aves de rapiña".
En el capítulo
IV, que tiene por título "Del
oficio de los Reyes", explica de esta manera el origen del poder
real y sus obligaciones:
"De
aquí se sigue, que la institución del estado real o de rey, que se representa
en la cabeza no fué sólo para el uso y aprovechamiento del mismo rey, sino
para el de todo su reino. Y así, ha de ver, oír, sentir y entender, no sólo
por sí o para sí, sino por todos y para todos. No ha de tener la mira sola
en sus importancias, sino también en el bien de sus vasallos, pues para ellos
y no para sí solo nació el rey, en el mundo.
Adverte
(dijo Séneca al emperador Nerón) Rempublicam non esse tuam, sed te reipublicae.
Aquellos primeros hombres, que dejando la soledad
se juntaron a vivir en comunidad conocieron que naturalmente, cada uno retira
por si y por los suyos, y nadie por todos; y acordaron escoger uno de valor
prestante a quien todos acudiesen y entre todos, el más señalado en virtud, prudencia y fortaleza, que presidiese
a todos y los gobernase, velase por todos y fuese solícito del provecho y
utilidad común todos, como lo es un padre de sus hijos y un pastor de S71S
ovejas.
Y considerando que este tal varón, ocupándose
no en sus cosas, sino en las ajenas, no podía mantenerse a si y a su casa
(porque entonces todos comían del trabajo de sus manos), determinaron darle
todos de comer y sustentarle, para
que no se distrajese en otras ocupaciones que las del bien común y gobierno
público. Para este fin fueron establecidos; este fué el principio que tuvieron
los reyes y ha de ser el cuidado del buen rey, que cuide más del bien público
que del particular.
Toda su
grandeza es a costa de mucho cuidado, congoja e inquietud del alma y cuerpo,
para ellos sirve de cansancio y para los otros de descanso, sustento y amparo,
como las hermosas flores, fruta, que aunque hermosean el árbol, no son tanto
para él, ni por su respeto, cuanto para los otros.
No piense nadie, que todo el bien está en la hermosura y lozanía
con que campea la flor, y campean los floridos del mundo; los poderosos reyes
y príncipes flores son, pero flores que consumen la vida y, dan mucho cuidado,
y la fruta otros la gozan más que ellos mismos; porque (como dice Nilón Judío)
el rey para su reino, es lo que el sabio para el ignorante, lo que el pastor
para las ovejas, lo que el padre para los hijos, lo que la luz para las tinieblas
y lo que Dios acá en la tierra para todas las criaturas; que este título dio
a Moisés cuando le hizo rey y caudillo de su pueblo, que fué decirle que había
de ser como Dios, padre común de todos, que a todo esto obliga el oficio y
dignidad de rey.
Omnium domos illus vigilia defendit, omnium otium
illius industria, omnium vacationem illius occupatio (Séneca Lib. De Consol.)
Así se lo
dijo el profeta Samuel al rey Saúl, recién electo en rey, declarándole las
obligaciones de su oficio: Mira Saúl que hoy te ha ungido Dios en rey sobre
todo este reino, de oficio estás obligado a todo su gobierno; no te han hecho
rey para que te eches a dormir y te honres, y autorices con la dignidad real,
sino para que le gobiernes y, mantengas en paz y justicia, para que le defiendas
y ampares de sus enemigos.
Rex eligitus, non ut
sui ipsius curam habeat (dijo Sócrates), et sese molliter curet, sed ut per
ipsum qui elegerunt, bene, beateque vivant.
No fueron
criados ni introducidos en el mundo para su sola comodidad y regalo, y que
los buenos bocados todos sirvan a su plato (que si ello fuera, ninguno se
les sujetara de gracia), sino para el provecho, y bien común de todos sus
vasallos, para su gobierno, para su amparo, para su aumento, para su conservación,
y para su servicio, que así se puede decir, porque aunque al parecer el cetro
y corona tienen cara de imperio y señorío, en todo rigor el oficio es de siervo.
Servus communis, sive servus honoratus, llaman
algunos al rey.
Quia a tota Republica stipenia accipit, ut serviat
omnibus.
Y es título de que también se honra el Sumo Pontífice, Servus servorum
Dei.
Y aunque antiguamente este nombre
de siervo era infame, después que Cristo le recibió en su persona, quedó honrado;
y como no repugna ni
contradice al ser y naturaleza de Hijo de Dios, tampoco al ser y grandeza
de rey.
"Bien
lo entendió, y se lo dijo Antígono, rey de Macedonia a su hijo, reprendiéndole
porque trataba con más que moderado imperio a sus vasallos. ¿An ignoras, fili
mi, regnum nostrum nobilem esse servitutem?
Confirmándose
con lo que antes había dicho Agamenón: Vivimos (dice) al parecer en mucha
grandeza, y alto estado; y en efecto criados somos, y esclavos de nuestros
vasallos. Éste es el oficio de los buenos reyes; honradamente servir; porque
en siéndolo, no dependen sus acciones de sola la voluntad de sus personas,
sino de las leves y reglas que le dieron, y condiciones con que le aceptaron.
Y cuando falten a éstas (que suenan convención humana) no pueden faltar a
las que les dio la ley, natural y divina, tan señora de los reyes como de
los vasallos, que casi todas se contienen en aquellas palabras de Jeremías,
con que (según parecer de San Jerónimo) da Dios el oficio a los reyes:
Facite judicium et justitiam, liberate vi oppresum
de manu calumniatoris, et advenam et pupillum et viduam nolite contristare,
neque opprimatis inique et sanguinem innocentem non affundatis.
Ésta es la suma en que se cifra el oficio del
rey, éstas las leyes de su arancel, por el cual está obligado a mantener en
paz y justicia al huérfano y a la viuda, al pobre y al rico, al poderoso y
al que poco puede.
A su cargo
están los agravios que sus ministros hacen a los unos, y las injusticias que
padecen los otros; las angustias del triste, las lágrimas del que llora: y
otras mil cargas y aun carretadas de cuidados, y obligaciones, que le corren
a cualquiera que es príncipe y cabeza del reino: que aunque lo sea en el mandar
y gobernar, en el sustentar y sobrellevar las cargas de todos, ha de ser pies,
sobre quien cargue y estribe el peso de todo el cuerpo de la república.
De los reyes
y monarcas, dice el santo Job (como ya vimos) que por razón de su oficio llevan
y traen a cuestas el mundo. En figura de esto, como se apunta en el libro
de la Sabiduría: In veste ponderis,
quam babebat sunmus Sacerdos, totus erat orbis terrarum.
En siendo uno rey, téngase por dicho que le
han echado a cuestas una carga tan grande, que un carro fuerte aun no la podrá
llevar. Bien lo sentía Moisés, que habiéndole Dios hecho su Virrey y Capitán
General y Lugarteniente suyo en el gobierno, en lugar de darle gracias por
el cargo tan honroso que le había dado, se quejaba de que ha cargado sobre
sus hombros una carga tan pesada:
¿Cur
afflixisti servum tuum? Cur imposuisti pondos universi popilis humus
super me?
Y pasa más adelante con sus quejas, y dice:
¿Numquid ego concepi omnem hanc multitudinem? Aut genui eam ut dicas mihi,
Porta eos?
¿Parílos
yo, Señor, por ventura?, ¿O engéndrelos yo, por que me digas que me los eche
a cuestas, y los lleve? Y es mucho de notar que no le dijese Dios a Moisés
semejante palabra; porque sólo le mandó que los rigiese y. gobernase, que
hiciese su oficio de su capitán y caudillo: y que dijo él, que le mandó que
se los echase a cuestas, Porta eos.
Parece que se queja de vicio, pues
no le dicen más de que sea su capitán, que los rija, mande y gobierne. Dicen
acá, al buen entendedor pocas palabras. El que bien sabe, y entiende qué cosa
es gobernar, y ser cabeza, sabe que gobierno y carga es todo uno. Y los mismos
verbos, Regere y Portare, son sinónimos, y, tienen una misma significación;
no hay gobierno ni cargo, sin carga y trabajo.
En el repartimiento
de los oficios que hizo Jacob con sus hijos, señaló a Rubén por primero en
la herencia, y mayor en el gobierno: Prior in donis, major in imperio. Y San
Jerónimo traslada: major ad portandum porque imperio y carga son una misma
cosa: y cuanto el imperio es mayor, mayor es la carga y el trabajo.
San Gregorio
en los Morales dice que la potestad, el dominio y señorío, que los reyes tienen
sobre todos, no se ha de tener por honra sino por trabajo: Potestas accepta
non honor, sed onus aestimatur.
Y esta verdad
alcanzaron aun los más ciegos gentiles: y uno de ellos vio en este mismo término,
hablando de otro que estaba muy hinchado, y contento con el cargo y oficio
que su dios Apolo le había dejado: Laetus erat mixtoque oneri gaudebat honore.
De suerte,
que el reinar y mandar, es una mezcla de un poco de honra, y de mucha carga.
Y la palabra latina que significa honra, no difiere de la que significa carga
más que en una letra, Onos, et omus; y nunca faltó ni faltará jamás quien por la honra tome la carga; aunque todos toman lo menos
que pueden de lo pesado, y lo mas de lo honroso, aunque no es esto lo más
seguro".
Si semejante
lenguaje puede tacharse de lisonja, no es fácil atinar en qué deberá de consistir
el decir verdades. Y cuenta, que no sueltas como de paso, sino que se las
inculca con tanto ahínco que hasta llegaría a rayar en desacato, si el candor
infantil con que están expresadas no revelase la intención más pura. El pasaje
es largo, pero interesante porque en él está pintado el espíritu de la época.
Otros muchos
textos podría aducir, donde se vería cuan calumniosamente se ha supuesto que
el clero católico era favorable al despotismo; porque no quiero concluir sin
insertar dos excelentes pasajes del sabio P. Fr. Fernando de Ceballos, monje
jerónimo del monasterio de San Isidro del Campo, conocido por su obra titulada:
La falca filosofía o el Ateísmo, Deísmo,
Materialismo, y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado, contra
los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas.
(Madrid, 1776). Véase con qué pulso aprecia este sabio monje la influencia
de la religión sobre la sociedad, en el lib. 2, disert.
12, nrt. 2.
"El gobierno moderado y suave es
el que Más conviene al espíritu del Evangelio.
"Una
de las excelencias que deben estimarse en nuestra santa Religión es lo que
ayuda con sus importantes verdades a la política humana, para que con menos
trabajo conserve el buen orden entre los hombres. "La religión cristiana
(dice con verdad Montesquieu) va muy distante del puro despotismo. Esto
es, porque siendo la dulzura tan recomendada en el Evangelio, se opone por ella a la cólera despótica, con que el príncipe se
quisiera hacer justicia y ejercitar sus crueldades".
"Conviene
advertir, que esta oposición del
Cristianismo a la crueldad del príncipe no debe ser activa, sino pasiva,
y con aquella dulzura que no puede dejar sin olvidar su carácter. En esto
se diferencian los cristianos católicos de los calvinistas y demás protestantes.
Basnage y Jurieu han escrito a nombre de toda su reforma, que los pueblos
pueden hacer la guerra a sus príncipes, siempre que se sientan oprimidos
por ellos, o cuando les parezca que se portan como tiranos.
"La
Iglesia católica no ha variado jamás la doctrina que acerca de esto recibió
de Jesucristo y de los apóstoles.
Ama la moderación; se goza en lo bueno; pero no resiste a lo malo, sino lo vence con la paciencia.
"A
los gobiernos que se dirigen por las falsas religiones, no les basta una política
moderada: y es en ellos un mal necesario el despotismo o tiranía de los príncipes,
la atrocidad de las penas, y el rigor de unas leves inflexibles
y
crueles.
Y por qué
la religión católica solamente puede purgar de esta inhumanidad a los gobiernos
humanos?
"Lo primero, por la fuerte impresión que
causan sus dogmas; y lo segundo por la gracia de Jesucristo que hace a los
hombres dóciles para obrar lo bueno, y fuertes contra lo malo.
"Donde faltan estos dos socorros, a causa
de profesarse una religión vana, es necesario que la falta de virtud que se
nota en ésta para contener a los ciudadanos, la supla el gobierno cuanto
es posible, por los esfuerzos de una política violenta, dura y llena de terrores
que muevan.
"Pues
la religión católica libra a los gobiernos de la necesidad de esta dureza
por el influjo que tienen sus dogmas sobre las acciones humanas. Se observa
que en el Japón, no teniendo la religión dominante algunos dogmas, ni proponiendo
alguna idea de paraíso, ni de infierno, hacen las leyes por suplir este defecto,
ayudándose de la crueldad con que están hechas, y, de la puntualidad con que
se ejecutan.
"Donde
los deístas, fatalistas y filósofos inspiraren el error de la necesidad
de nuestras acciones, no podrá evitarse que las leyes sean más terribles
y sangrientas que cuantas se vieron jamás en los pueblos bárbaros: porque
no habiendo ya los hombres de moverse a obrar lo mandado ni a omitir lo prohibido,
sino por motivos sensibles,
al modo de las bestias, deberán
estos motivos o pena, ser de día en día más tremendas,
para que con el uso no pierdan la fuerza de hacerse sentir.
La religión
cristiana que enseña e ilustra admirablemente el dogma de la libertad racional,
no tiene necesidad de una vara de hierro para conducir a los hombres,
"El
miedo de los infiernos, ya eternos por los delitos no detestados, o ya temporales
por las manchas de los pecados ya confesados, excusa a los jueces la necesidad
de mayores suplicios. Por otra parte la esperanza del Paraíso por las obras,
palabras y pensamientos buenos, lleva a los hombres a ser justos, no sólo
en lo público, sino en lo secreto de su corazón.
"Los
gobiernos que no tienen este dogma del infierno y de la gloria, ¿con que leyes
o castigos podrán hacer de ciudadanos verdaderamente hombres de bien? Luego
los materialistas que niegan el artículo de otra vida, y los deístas que lisonjean
a los malos con la seguridad del Paraíso, ponen a los gobiernos en el trabajo
de armarse con todos los instrumentos de terror
y de ejecutar siempre los más crudos suplicios, para contener a los pueblos:
si es que no los dan de abandonar a que se destruyan los unos a los otros.
"Al
mismo estado llegaron ya los protestantes, negando el artículo del infierno
eterno, y dejando, cuando más, el temor de unas penas que tendrán fin. De
suerte que, como ha dicho D'Alembert al clero de Ginebra, los primeros reformadores
negaron el purgatorio, dejando el infierno; pero los calvinistas y reformados
modernos, haciendo limitada la duración del infierno, sólo dejan esto que
propiamente llamamos purgatorio.
"¡El
dogma del Juicio Final, donde se harán patentes a todo el mundo las faltas
mas mínimas que cometió cada uno aun en secreto, cuán eficaz debe ser para
enfrenar hasta los pensamientos, deseos, y todos los aviesos del corazón,
y de las pasiones! Pues otro tanto alivia al gobierno político del trabajo
y continua vigilancia que había de multiplicar sobre una ciudad que no tuviese
idea de
dicho
juicio, ni algún respecto a este fin".
"Algunos
desvaríos de los que hablan los filósofos nacen de algunos conocimientos
que tuvieron despiertos, o cuando estaban en su razón o en la santa religión.
Así es cuando pronuncian aquello de que "la religión ha sido inventada
por la política, para ahorrar a los Soberanos el cuidado de ser justos, de
hacer buenas leyes, y de gobernar bien".
"Esta
necedad, que ya queda disipada donde se trata de las religiones hechas, supone
con todo eso la verdad que ahora tratamos.
Porque siendo
evidente a todos, y aun a los filósofos que deliran así, el auxilio que da
a los gobiernos humanos la religión cristiana por sus dogmas, y lo que coopera
la buena vida de los ciudadanos aun en este mundo; toman de aquí ocasión
para maliciar tan neciamente. Pero en el fondo, y aun a su pesar, ellos quieren
decir que los dogmas de la religión son tan amigos y cómodos para los que
gobiernan, y tan eficaces para darles allanado lo más del trabajo, que parecen
hechos a su deseo y según los designios
de un magistrado o gobierno político.
§
III
“Ni se dice
por esto que con la religión sola hayan de gobernarse los hombres descuidando
enteramente los jueces y no haciendo uso de las leyes y de las penas. Cuando
creemos la eficacia de los dogmas
que nos enseña la religión, no presumimos tan temerariamente, que dejemos
sin uso y sin necesidad para las sociedades los oficios de las leyes y de
la política. El Apóstol nos dice que la ley solamente no tendría necesidad
de ser puesta para el justo: reglas como hay tantos, malvados, que a fuerza
de no considerar su fin y los terribles juicios de Dios viven por solas sus
pasiones, queda la necesidad de las leyes y penas presentes para refrenarlos.
Así la religión
católica no excluye la buena política, ni extingue sus oficios, sino los ayuda
y es ayudada por ellos, para el buen régimen de los pueblos: de suerte que
con mucho menos rigor y severidad pueden andar bien regidos".
& III
"La segunda razón por la que basta
un gobierno mas moderado y más fácil en los estados católicos, es por los
socorros que para obrar bien y aborrecer el mal da la gracia del Evangelio,
ya con el uno de los sacramentos, y ya con otros auxilios de espíritu celestial.
Sin esto cualquiera ley es pesada, y con esta unción todo yugo se suaviza,
y se hace la carga ligera".
En el art. 3, defendiendo
a la monarquía de los cargos que le hacen sus enemigos, rechaza la nota y
despotismo que se intenta
achacarle; y con esta ocasión, pasa a explicar los justos límites de la autoridad
real, y desvanece el argumento que para exagerar sus prerrogativas, fundaban
algunos en la Sagrada Escritura; y se expresa de esta suerte:
"Cuando algunos han objetado a la monarquía
el peligro en que cada ciudadano tiene sus cosas propias, respecto de que
el soberano puede ocuparlas, más bien han argüido contra la naturaleza del
despotismo, que contra la forma de gobierno monárquico.
"¿De qué sirve (dice Theseo en Eurípides) juntar riquezas
para sus herederos, y criar con cuidado a sus hijas, si la mayor parte de
los primeros han de ser arrebatados por un tirano, y las segundas han de servir
a sus deseos más desenfrenados?".
"Ve
aquí claramente cómo no se habla sino de un tirano cuando se intenta argüir
contra el oficio de un monarca. Es verdad que los frecuentes abusos que han
hecho los reyes de su poder, han confundido su nombre y su forma. Ya se ha
notado por otros que los antiguos apenas tuvieron conocimiento de la verdadera
monarquía; y debía ser, porque no veían sino su abuso.
"Esto
me da lugar de hacer una observación sobre el caso en que los hebreos pidieron
ser gobernados por reyes. "Constitúyenos un rey fue la proposición que
hicieron al profeta para que nos juzgue,
así como se usa en todas las naciones".
Desagradó
a Samuel esta liviandad que iba a causar una revolución total en el gobierno
dado por Dios. Éste manda a Samuel que disimule pacientemente la injuria del
pueblo, que principalmente caía sobre el Señor, a quien desechaban para que
no reinase más sobre ellos. Al modo que me negaron a mí (le dice) y sirvieron
a los dioses ajenos no extrañes que se rebelen contra ti, y pidan reyes como
los de las naciones. Siempre es de advertir cuán inmediatas andan la mudanza
del gobierno y la mudanza de la religión, especialmente si es desde la verdadera
a la falsa.
"Pero
lo que principalmente quiero notar es la aceptación que se hace de la demanda
del pueblo. Éste pide precisamente ser gobernado por reyes, así como lo eran
todas las demás naciones. El Señor castiga su espíritu de revuelta con entregarlos
a sus deseos. Manda a Samuel que conteste a la súplica; pero que les muestre
antes el derecho del rey, que había de reinar sobre ellos, según pedían, que
era a la norma de las naciones.
"Pues
ved aquí el tenor de la regalía, o el derecho de rey que nos ha de mandar.
Os quitará vuestros hijos, y los pondrá en sus carros; de ellos hará batidores
para su séquito, y para que corran delante de sus carrozas. De éstos hará
Tribunos, y Centuriones; a otros los ocupará en arar sus campos, en recoger
sus cosechas, en fabricarle armas y máquinas de guerra. A vuestras hijas las
hará sus ungüentarias, sus horneras y panaderas.
Tomará vuestras
mejores viñas y tierras, y las dará a sus Siervos. Diezmara vuestros frutos
y los réditos de vuestras viñas para mantener sus eunucos y criados. También
os quitará vuestros siervos y siervas, y los mejores mozos y los asnos; y
lo empleará todo en sus obras.
Tomará también
las décimas de vuestras manadas, y hasta vosotros seréis sus esclavos. Entonces
reclamaréis contra el rey que pedisteis y elegisteis; pero Dios no os escuchará,
porque así lo habéis deseado. El pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y exclamaron:
No hay que hablarnos, rey hemos de tener, y seremos como
todas las gentes".
"Algunos,
empeñados en sacar de caja la potestad de los reyes, han tornado de ahí la
fórmula de ley, regia; qué empeños tan ciegos, y tan poco honrosos y favorables
a los monarcas legítimos, cuales son los católicos!
El que a
ciencia cierta no quiera errar sobre este lugar de la escritura, o el que
no estuviere ciego, verá así en su contexto, como en el cotejo que haga con
otros lugares, que
aquí no se describe el derecho legítimo o de derecho, sino el de hecho.
Quiero decir: no se explica lo que deben hacer los reyes justos, Sino lo que
habían hecho y, hacían los reyes de las naciones paganas, que eran y, se llamaban
ordinariamente tiranos.
"Reflexionen
para esto que el pueblo no pedía sino igualarse, en cuanto a la política,
con las naciones gentiles. No tuvo la prudencia de pedir un rey, como debía
ser, sino como solían ser entonces; y que esto mismo es lo que Dios les concede,
porque si Dios ha dado alguna vez a los pueblos reyes en su furor (como dice
el profeta), ¿qué pueblo mereció esto mejor que el que desechaba al mismo
Dios, y no quería que reinase sobre él?
"En
efecto castigó Dios severamente a su pueblo, dándole lo que pedía neciamente.
Le concedió un rey que hiciese lo que por ser costumbre, aunque mala, se llamaba
derecho real.
Tal era
el quitar los hijos e hijas a los ciudadanos, despojarlos de sus tierras,
viñas, heredades, y aun de su libertad, haciéndolos esclavos y lo desatas
que refiere el texto.
"¿Qué
hombre del presente siglo, si aunque no entienda lo que se lee en la Escritura,
entiende lo que se ha escrito acerca de la naturaleza de gobiernos y de su
corrupción, puede imaginar que el texto expresado de Samuel contiene la forma
legítima de la regalía o de la tiranía?
Toca a esta
potestad quitar a los vasallos sus bienes, sus tierras, sus riquezas, sus
hijos e hijas, y su misma libertad natural? ¿Ésta es una monarquía, o un despotismo
el más tirano?
"Para
acabarles de romper su engaño, no es menester más que llevarlos desde este
lugar al capítulo 21 del libro 111 de la historia de los Reyes para que se
instruyan sobre el suceso de Naborlt, vecino de Jezrael.
Achab, rey de Israel, quiere ampliar el palacio
o casa de placer que tenía en dicha vi11a. Una viña de Naboth, vecina al palacio,
entraba en el plan de los jardines que se le habían de añadir. El rey no la
toma desde luego por su autoridad; sino la pide al dueño, bajo las condiciones
honestas de satisfacerle todo el precio en que la estimase, o de darle otra
mejor en otro término. Naboth no se conviene, porque era una herencia de sus
mayores.
"El
rey, no acostumbrado a que se le negase cosa, se echa en su cama por la fuerza
del dolor; entra la reina que era Jezabel, y le dice que no tenga pena, que
es grande su autoridad: Grandis auctoritatis es: que ella le pondrá en posesión
de la viña.
La infame
hembra escribió a los jueces de Jezrael, para que procesasen a Naboth sobre
una calumnia que le procurarían probar con dos testigos pagados y le condenasen
n muerte. La reina fué servida y Naboth apedreado. Tanto era necesario para
que su viña entrase en el Fisco, y regada con la sangre del dueño, brotase
flores al palacio de tales príncipes.
"Pero
no produjo en efecto, así para el rey- como para la reina, sino mortales cicutas
y abrojos.
Elías se
presentó delante de Achab cuando bajaba a tomar posesión de la viña de Naboth,
y le hizo saber que él, su posteridad y toda su casa, hasta el perro que orinaba
contra la pared, serían arrasados sobre la tierra.
"Pregunto
aquí a los que hacen legítimo el jus Regis que descubrió el Profeta al pueblo:
¿cómo se castiga tan severamente en Achab y en Jezabel el haber quitado la
viña y la vida a Naboth, si el rey podía quitar a sus vasallos las viñas y
olivas más escogidas, que es una de las cosas que se expresan por Samuel?
"Si
Achab tenía este derecho, desde que le constituyeron rey del pueblo de Dios;
¿cómo anda tan comedido que suplica a Naboth, siendo él un príncipe tan violento?
¿Para qué es tampoco necesario acusar con otra calumnia a Naboth? Bastaba
para procesarle, que hubiese resistido al derecho del rey, negándole por su
justo valor lo que convenía para ensanchar el palacio y los Insertos. Con
todo esto, Naboth no hacía injuria al rey en no quererle vender su patrimonio,
y esto aun en el juicio de la ambiciosa reina, que encarecía la grande autoridad
de su marido.
"Esta
grande potestad que aquí le acordaba Jezabel al rey, es como el jus Regis
que le ponderó Samuel al pueblo; o como he dicho, un derecho y potestad de
hecho o de fuerza física, para quitarlo todo y arrastrar con todo, como describe
Montesquieu al tirano.
"No se haga mención de éste ni de otro lugar
de la Santa Escritura para justificar la idea de un gobierno tan mal entendido.
La doctrina de la religión católica ama la monarquía legítima, según sus dignos
caracteres, y aun según las propiedades con que se describe por los políticos
modernos: a saber, por un poder paternal y soberano, pero según las leyes
fundamentales del Estado. Dentro de tan honestos límites es ordenadísima esta
potestad, la más dilatada que hay entre los poderes temporales. Y la más favorecida
y sostenida por la religión verdadera".
He aquí
el horrible despotismo que enseñaban esos hombres tan villanamente calumniados:
dichosos los pueblos que alcanzaran príncipes cuyo gobierno se conformase
con estas doctrinas!
La gravedad
de las materias tratadas en los capítulos a que se refieren las notas siguientes
me obliga a insertar con alguna extensión los textos que comprueban la verdad
de cuanto llevo establecido. He creído conveniente dejar los latinos sin traducir,
por no aumentar en demasía el número de las páginas; y además, porque serán
pocos los que no posean esta lengua entre los que se quieran instruir a fondo
en la materia, y que por consiguiente tomen algún interés en leer los textos
originales.
Muchos y
muy notables pasajes pudiera ofrecer al lector, en los que se echaría de ver
cuán ajeno de la verdad es lo que han dicho los enemigos del clero católico,
achacándole que era favorecedor del despotismo, y que había contraído con
éste una inicua alianza.
Pero, deseoso de no fatigar con demasiados textos
y citas, y consultando la brevedad, presentaré una muestra de cuáles eran
en este punto las opiniones corrientes en España a principios del siglo XVII,
a pocos años de la muerte de Felipe II, del monarca que se nos pinta a cada
paso como horrible personificación del fanatismo religioso y de la esclavitud
política.
Entre las
muchas obras que por aquellos tiempos se escribieron sobre, estas delicadas
materias, hay una muy singular y que según parece, no es de las más conocidas.
Su título es:
Tratado de república y policía cristiana, para
reyes y príncipes, y para los que en el gobierno tienen sus veces. Compuesto
por Fray Juan de Santa Ataría, religioso descalzo de la provincia de San José,
de la orden de nuestro glorioso Padre San Francisco.
Se Imprimió
en Madrid en 1615 con todas las licencias, aprobaciones y demás requisitos
de estilo, y debió tener en aquella sazón muy buena acogida, pues que ya en
1616 se reimprimió en Barcelona en casa de Sebastián de Cormellas.
¿Quién sabe
si esta obra inspiró a Bossuet la idea de componer la que se titula Política sacada de
las palabras de la Sagrada Escritura? Lo cierto es que el título
es análogo, y el pensamiento es el mismo en sí, bien que ejecutado de otra
manera.
"Esta dificultad, dice, pienso yo vencer, proponiendo a los
reyes en este tratado, no mis razones, ni las que pudiera traer de grandes
filósofos y historias humanas, sino las palabras de Dios y de sus santos,
y, las historias divinas y canónicas, de cuya enseñanza no se podrán desdeñar,
ni tendrán por afrenta el sujetarse, por más poderosos y soberanos que sean,
siendo cristianos, por haberlas dictado el Espíritu Santo autor de ellas.
Y si alegare ejemplos de reyes gentiles y me aprovechare de la antigüedad,
y me sirviere de las sentencias de filósofos extranjeros en el pueblo de Dios,
será muy de paso, y como quien toma su Hacienda de los que injustamente la
retienen y poseen".
(Cap. 2).
La obra
está dedicada al rey, a quien dirigiéndose el buen religioso y rogándole que
la lea y que no se deje alucinar por los que podrían pretender apartarle de
su lectura, le dice con una candidez que encanta: "y
no le digan que son metafísicas y cosas impracticables, o casi imposibles".
El epígrafe
que precede al primer capítulo es: Ad
vos (o reges) sunt hi sermones mea, ut discatis sapientiam, et non excidatis:
qui enim custodierint justa, juste justificabuntur: et qui didiscerint ista,
invenient quid respondeant. (Spa. 6, v. 10).
En el capítulo
I, cuyo título es: "En que brevemente se trata lo que en sí comprende
este nombre, república y de su definición", se leen estas notables palabras:
"De suerte que la monarquía,
para que no degenere, no ha de ir suelta y absoluta (que es loco el mando
y, poder), sino atada a las leyes en lo que se comprende de debajo de la ley,
en las cosas particulares y temporales al consejo, por la trabazón que ha
de tener con la aristocracia, que es el ayuda y consejo de los principales
y sabios, que de no estar así bien templada la monarquía, resultan grandes
yerros en el gobierno, poca satisfacción y muchos disgustos en los gobernados.
Todos los hombres que ha habido de mejor juicio, y más sabios en todas facultades,
han tenido por el más acertado este gobierno y sin él, jamás ciudad ni reino
se ha tenido por bien gobernado. Los
buenos reyes y grandes gobernadores, le han siempre favorecido; así bien como
los no tales, llevados de su soberanía, han echado por otro camino.
Conforme a esto, si el monarca, sea
quien fuere, se resolviere por sola su cabeza, sin acudir a su consejo, o
contra el parecer de sus consejeros, aunque acierte en su resolución, sale de los términos de la monarquía, y se
entra en los de la tiranía. De cuyos ejemplos y malos sucesos están llenas
las historias; baste uno por muchos, y sea el de Tarquino Superbo en el primer
libro de Tito Livio, que con su grande soberbia para enseñorearse de todo,
y que nadie le fuese a la mano, puso gran cuidado en enflaquecer la autoridad
del senado romano en número de senadores, a propósito de determinar él, por
sí solo, lo que ocurría en el reino".
En el capítulo
11, donde busca, "Qué significa el nombre de rey", se lee lo
siguiente: "Y aquí asienta bien la tercera significación de este nombre
rey, que es lo mismo que padre; como consta del Génesis adonde los sichimitas
llamaron al suyo Abimelech, que quiere decir padre mío y señor mío. Y antiguamente se
llamaban los reyes padres de sus repúblicas.
De aquí
es, que definiendo el rey Teodorico la majestad real de los reyes (según refiere
Cassiodoro) dijo así: Princeps est Pastor
publicus et conmunis. No es otra cosa el rey sino un padre público y común
de la república. Y por parecerse tanto el oficio de rey al de padre, llamó
Platón al rey, padre de las familias.
Y el filósofo
Jenofonte dijo: Bonus princeps nibil
differt a bono patre.
La diferencia
no está en más de tener pocos o muchos debajo de su imperio. Y por cierto
que es muy, conforme a razón que se les dé a los reyes este título de padres,
porque lo han de ser de sus vasallos y de sus reinos, mirando por el bien
y conservación de ellos, con afecto y providencia de padres. Porque no es
otra cosa (dice Homero) el reinar, sino un gobierno paternal, como el de un
padre con sus propios hijos: Ipsum namque
regnum imperium est supte natura paternum.
No hay mejor modo para bien gobernar, que vestirse
el rey de autor de padre, y Mirar a los vasallos como a hijos, nacidos de
sus entrañas. El autor de un padre para con sus hijos, el cuidado que no le
falte nada, el ser todo para cada uno de ellos, tiene gran similitud con la
piedad del rey para con sus vasallos.
Padre se
llama, y el nombre le obliga a corresponder con obras a lo que significa.
También porque este nombre padre es muy propio de reyes, que si bien se considera
entre los nombres y epítetos de majestad y señorío, es el mayor, y que los
comprende todos, el género, las especies, padre sobre señor, sobre maestro,
sobre capitán y caudillo; finalmente es nombre sobre todo otro nombre humano,
que denota señorío y providencia.
La antigüedad
cuando quería honrar mucho a un emperador le llamaba padre de la república,
que era más que César y que Augusto, y que cualquiera otro nombre glorioso,
ora fuese por lisonjearlos, ora por obligarlos a los grandes efectos que obliga
este nombre de padre.
Al fin, con el nombre se les dice a los reyes
lo que han de hacer, que han regir, y gobernar y mantener en justicia sus
repúblicas y reinos; que han de apacentar como buenos pastores sus racionales
ovejas; que las han de medicinar y curar como médicos; y que han de cuidar
de sus vasallos como padres de sus lujos, con prudencia, con amor, con desvelo,
siendo más para ellos que para sí mismos; porque los reyes, más obligados
están al reino y a la república, que a sí: porque si miramos al origen e institución de rey y reino, hallaremos que
el rey se hizo para el bien del reino y no el reino para el bien del rey".
En el capítulo
III, cuyo título es: "Si el nombre de rey es nombre de oficio", se expresa de
esta suerte: "Y fuera de lo dicho, el ser el nombre de rey nombre de
oficio, se confirma con aquella común sentencia: "El beneficio se da
por el oficio".
Por lo cual,
siendo los reyes tan grandes beneficiados, no sólo por los grandes tributos
que les da la república, sino también por los que llevan de los beneficios
y rentas eclesiásticas, cosa cierta es que tienen oficio, y el mayor de todos,
a cuya causa todo el reino les acude y con tanta largueza, lo cual dijo San
Pablo en la carta que escribió a los Romanos: Ideo et tributa praestatis, etc.
No pechan
de balde los reinos: tantos estados, tantos cargos, tan grandes rentas, tanta
autoridad, nombre y dignidad tan grande, no se le da sin carga. En balde tuvieran
el nombre de reyes, si no tuvieran a quien regir y gobernar y les tocara esa
obligación: in multitudinne populi dignitas Regis.
Tan gran
dignidad, tan grandes haberes, tanta grandeza, majestad y honra, con censo
perpetuo lo tienen de regir y gobernar sus estados, conservándolos con paz
y justicia.
Sepan
los reyes, que lo son. para servir a los reinos, pues también se lo pagan,
y que tienen oficio que les obliga al trabajo: Qui praest in sollicitudine, dice San Pablo.
Este es el título y, nombre del rey y, del que gobierna: el que va delante
no en la honra y contentos solamente, sino en la solicitud y cuidado. No piensen
que son reyes solamente de nombre y representación, que no están obligados
a más de hacerse adorar, y representar muy bien la persona real, y aquella
soberana dignidad, como hubo algunos reyes, tan olvidados de su oficio como
si no lo fueran. No hay cosa más muerta y de menos sustancia que una imagen
de sombra, que no menea brazo ni cabeza sino al movimiento del que la causa.
Mandaba
Dios a su pueblo que no tuviesen figuras de bulto, ni pinturas fingidas, que
donde no hay mano, la muestran, donde no hay, rostro, le descubren y donde
no hay cuerpo, le representan a la vista, y con acciones de vivo, como si
viese y hablase, porque
no es Dios amigo de figuras fingidas, de hombres pintados, ni reyes de talla,
como aquellos de quien dijo David: Os habent et non loquentur,
oculos habent et non videbunt.
Lengua que
no habla, ojos que no ven, oídos que no oyen, manos que no obran, ¿de qué
sirve todo? No es más que ser ídolos de piedra, que no tienen de reyes más
que aquella representación exterior.
Todo nombre
y autoridad, y para nada hombres, no dicen bien.
Los nombres
que Dios pone a las cosas, son como el título de un libro, que en pocas palabras
contiene todo lo que hay en él. El nombre de rey, es dado por Dios a los reyes,
y en él se encierra todo lo que de oficio están obligados a hacer.
Y si las
obras no dicen con el nombre, es como cuando con la boca dice uno que sí,
y con la cabeza está haciendo señas que no, que parece cosa de burla y, no
hay entenderlo. Burlería y, engaño sería el letrero en la tienda que dice:
aquí se vende oro fino, si en la verdad fuese oropel.
El nombre
de rey no ha de estar ocioso y como por demás, en la persona real; sirva de
lo que suena, y pregona; rija y gobierne el que tiene nombre de regir y gobernar:
no han de ser reyes de anillo (como dicen), esto es de solo nombre.
En Francia
hubo tiempo en que los reyes no tenían más que nombre de reyes, gobernándolo
todo sus capitanes generales y, ellos no se ocupaban más que en darse a deleite
de gula y lujuria, como bestias, y porque constase que eran vivos (porque
nunca salían) se mostraban una vez en el año, en el primer día de mayo, en
la plaza de París, sentados en un trono real, como reyes representantes; v
allí los saludaban y servían con dones, y. ellos hacían algunas mercedes a
quien le parecía.
Y porque
se vea la miseria a que habían llegado, dice Bernardo en el principio de la
vida que escribió de Carlo Magno, que no tenían valor ninguno, ni daban muestras
de hechos ilustres, sino solamente el nombre vacío de rey, porque en el hecho
no lo eran, ni tenían mano en el gobierno y riquezas del reino que todo lo
poseían los prefectos del palacio, a quien llamaban mayordomos de la casa
real, que de tal manera se apoderaban de todo, que al triste rey, no le dejaban
nada, sino el título, sentado en una silla con su cabellera y barba larga,
representaba su figura, y dando a entender que oía a los embajadores que venían
de todas partes, y que les daba respuesta cuando volvían; pero verdaderamente
respondía lo que le habían enseñado o dado por escrito, y, eso les respondía,
como que salía de su cabeza.
De manera
que de la potestad real no tenían sino el inútil nombre de rey y aquel trono
y majestad, tan de risa, que los verdaderos reyes y señores eran aquellos,
sus privados, que con su potencia los tenían oprimidos. De un rey de Samaria
dijo Dios, que no era más que un poco de espuma, que vista de lejos parece
algo, y llegándola a tocar no es.
Simia in
tecto rex fatuos in solio suo (S Bernardo .De considerat ad Eug. Cap 7).
Mona en el tejado, que con apariencias de hombre
le tiene por tal quien no sabe lo que es; así un rey vano en su trono. La
mona también sirve de entretener a los muchachos, y el rey de risa a los que
le miran sin acciones de rey, con autoridad y sin gobierno. Un Rey vestido
de púrpura, con grande majestad sentado en un trono, conforme su grandeza,
grave, severo y terrible en la apariencia, y en el hecho todo nada. Como pintura
de mano del Griego, que puesta en alto y mirada de lejos, parece muy bien,
y representa mucho; pero de cerca todo es rayas y borrones.
El toldo
y majestad muy grande y bien mirada, no es más que un borrón y sombra de rey.
Simulaera gentium, llama David a los reyes
de solo nombre, o como traslada el Hebreo: Imago fictilis et contrita.
Imagen de
barro cascada, que por mil partes se resuma; simulacro vano, que representa
mucho, y todo es mentira; y que les cuadra muy bien el nombre que falsamente
puso Elifaz a Job, con que siendo rey tan bueno y justo, le motejó de hombre sin fondo,
ni sustancia, que no tenía más que apariencias exteriores, llamándole Myrmicoleón,
que es un animal que el latino le llama fornicaleo porque tiene una compostura
monstruosa en la mitad del cuerpo, representa un fiero león, que
siempre fué símbolo de rey, y en la otra mitad, una hormiga, pues
significa una cosa muy flaca y sin sustancia.
La autoridad, el nombre, el trono y majestad no hay más que
pedir de fuerte león, y muy poderoso rey; pero el ser, la sustancia de hormiga.
Reyes ha habido que con solo su nombre espantaban
y, ponían hiedo al mundo; pero ellos en sí, no tenían sustancia, ni en su
reino no eran más que una hormiga, el nombre y oficio muy grande, pero sin
obras. Reconózcase, pues, el rey por oficial no sólo de un oficio, sino por
oficial general y superintendente en todos los oficios, porque en todos ha
de obrar y hablar. San Agustín y santo Tomás, explicando aquel lugar de San
Pablo que trata de la dignidad Episcopal, dicen que la palabra Episcopal se compone en griego de dos dicciones, que
significan lo mismo que Sztperintendens. El nombre de obispo, de rey, y, de
cualquiera otro superior, es nombre que dice superintendencia y asistencia
en toldos los oficios.
Esto significa el cetro real, de que en los actos
públicos usan los reyes, ceremonia de que usaban los egipcios y la tomaron
de los hebreos, que para dar a entender la obligación de un buen rey, pintaban
un ojo abierto puesto en alto, sobre la punta de una vara en forma de cetro,
significando en lo uno, el poder grande que tiene el rey, y la providencia
y vigilancia que ha de tener; en lo otro, que no se ha de contentar con sólo
tener la suprema potestad y el mas alto y eminente lugar, y con eso echarse
a dormir y descansar, Sino que él debe ser el primero en el gobierno y en
el consejo, y el todo en los oficios, desvelándose en mirar y, remirar como
hace cada uno en el.
En cuya
significación la vio también Jeremías cuando preguntándole Dios qué era lo
que veía, respondió: Virgam vigilantem ego
video. Muy bien has visto, y de verdad te digo, que yo, que soy cabeza, velaré
sobre mi cuerpo; yo que soy, pastor, velaré sobre mis ovejas; yo, que soy
rey, y monarca, velaré sin descansar sobre todos mis inferiores.
Regem festinantem, traslada el Caldeo, rey que
se da prisa, porque aunque tenga ojos, y vea, si se esta quedo en su reposo,
en sus gustos y, pasatiempos, y no anda de una parte a otra, procura ver y
saber todo lo bueno y malo que pasa en su reino, es como si no fuese; mire
que es cabeza, y de león, que aun durmiendo tiene los ojos abiertos, que es
vara que tiene ojos y vela, abra pues los suyos y, no duerma confiado de los
que por ventura están ciegos, o no tienen ojos como topos, y si los tienen,
no es más que para ver su negocio y divisar muy de lejos lo que es en orden
a su medra y acrecentamiento. Ojos para sí, que fuera mejor que no los tuvieran,
ojos de milano y de aves de rapiña".
En el capítulo
IV, que tiene por título "Del
oficio de los Reyes", explica de esta manera el origen del poder
real y sus obligaciones:
"De
aquí se sigue, que la institución del estado real o de rey, que se representa
en la cabeza no fué sólo para el uso y aprovechamiento del mismo rey, sino
para el de todo su reino. Y así, ha de ver, oír, sentir y entender, no sólo
por sí o para sí, sino por todos y para todos. No ha de tener la mira sola
en sus importancias, sino también en el bien de sus vasallos, pues para ellos
y no para sí solo nació el rey, en el mundo.
Adverte
(dijo Séneca al emperador Nerón) Rempublicam non esse tuam, sed te reipublicae.
Aquellos primeros hombres, que dejando la soledad
se juntaron a vivir en comunidad conocieron que naturalmente, cada uno retira
por si y por los suyos, y nadie por todos; y acordaron escoger uno de valor
prestante a quien todos acudiesen y entre todos, el más señalado en virtud, prudencia y fortaleza, que presidiese
a todos y los gobernase, velase por todos y fuese solícito del provecho y
utilidad común todos, como lo es un padre de sus hijos y un pastor de sus
ovejas.
Y considerando que este tal varón, ocupándose
no en sus cosas, sino en las ajenas, no podía mantenerse a si y a su casa
(porque entonces todos comían del trabajo de sus manos), determinaron darle
todos de comer y sustentarle, para
que no se distrajese en otras ocupaciones que las del bien común y gobierno
público. Para este fin fueron establecidos; este fué el principio que tuvieron
los reyes y ha de ser el cuidado del buen rey, que cuide más del bien público
que del particular.
Toda su
grandeza es a costa de mucho cuidado, congoja e inquietud del alma y cuerpo,
para ellos sirve de cansancio y para los otros de descanso, sustento y amparo,
como las hermosas flores, fruta, que aunque hermosean el árbol, no son tanto
para él, ni por su respeto, cuanto para los otros.
No piense nadie, que todo el bien está en la hermosura y lozanía
con que campea la flor, y campean los floridos del mundo; los poderosos reyes
y príncipes flores son, pero flores que consumen la vida y, dan mucho cuidado,
y la fruta otros la gozan más que ellos mismos; porque (como dice Nilón Judío)
el rey para su reino, es lo que el sabio para el ignorante, lo que el pastor
para las ovejas, lo que el padre para los hijos, lo que la luz para las tinieblas
y lo que Dios acá en la tierra para todas las criaturas; que este título dio
a Moisés cuando le hizo rey y caudillo de su pueblo, que fué decirle que había
de ser como Dios, padre común de todos, que a todo esto obliga el oficio y
dignidad de rey.
Omnium domos illus vigilia defendit, omnium otium
illius industria, omnium vacationem illius occupatio (Séneca Lib. De Consol.)
Así se lo
dijo el profeta Samuel al rey Saúl, recién electo en rey, declarándole las
obligaciones de su oficio: Mira Saúl que hoy te ha ungido Dios en rey sobre
todo este reino, de oficio estás obligado a todo su gobierno; no te han hecho
rey para que te eches a dormir y te honres, y autorices con la dignidad real,
sino para que le gobiernes y, mantengas en paz y justicia, para que le defiendas
y ampares de sus enemigos.
Rex eligitus, non ut
sui ipsius curam habeat (dijo Sócrates), et sese molliter curet, sed ut per
ipsum qui elegerunt, bene, beateque vivant.
No fueron
criados ni introducidos en el mundo para su sola comodidad y regalo, y que
los buenos bocados todos sirvan a su plato (que si ello fuera, ninguno se
les sujetara de gracia), sino para el provecho, y bien común de todos sus
vasallos, para su gobierno, para su amparo, para su aumento, para su conservación,
y para su servicio, que así se puede decir, porque aunque al parecer el cetro
y corona tienen cara de imperio y señorío, en todo rigor el oficio es de siervo.
Servus communis, sive servus honoratus, llaman
algunos al rey.
Quia a tota Republica stipenia accipit, ut serviat
omnibus.
Y es título de que también se honra el Sumo Pontífice, Servus servorum
Dei.
Y aunque antiguamente este nombre
de siervo era infame, después que Cristo le recibió en su persona, quedó honrado;
y como no repugna ni
contradice al ser y naturaleza de Hijo de Dios, tampoco al ser y grandeza
de rey.
"Bien
lo entendió, y se lo dijo Antígono, rey de Macedonia a su hijo, reprendiéndole
porque trataba con más que moderado imperio a sus vasallos. ¿An ignoras, fili
mi, regnum nostrum nobilem esse servitutem?
Confirmándose
con lo que antes había dicho Agamenón: Vivimos (dice) al parecer en mucha
grandeza, y alto estado; y en efecto criados somos, y esclavos de nuestros
vasallos.
Éste es el oficio de los buenos reyes; honradamente
servir; porque en siéndolo, no dependen sus acciones de sola la voluntad de
sus personas, sino de las leves y reglas que le dieron, y condiciones con
que le aceptaron. Y cuando falten a éstas (que suenan convención humana) no
pueden faltar a las que les dio la ley, natural y divina, tan señora de los
reyes como de los vasallos, que casi todas se contienen en aquellas palabras
de Jeremías, con que (según parecer de San Jerónimo) da Dios el oficio a los
reyes: Facite judicium et
justitiam, liberate vi oppresum de manu calumniatoris, et advenam et pupillum
et viduam nolite contristare, neque opprimatis inique et sanguinem innocentem
non affundatis.
Ésta es la suma en que se cifra el oficio del
rey, éstas las leyes de su arancel, por el cual está obligado a mantener en
paz y justicia al huérfano y a la viuda, al pobre y al rico, al poderoso y
al que poco puede.
A su cargo
están los agravios que sus ministros hacen a los unos, y las injusticias que
padecen los otros; las angustias del triste, las lágrimas del que llora: y
otras mil cargas y aun carretadas de cuidados, y obligaciones, que le corren
a cualquiera que es príncipe y cabeza del reino: que aunque lo sea en el mandar
y gobernar, en el sustentar y sobrellevar las cargas de todos, ha de ser pies,
sobre quien cargue y estribe el peso de todo el cuerpo de la república.
De los reyes
y monarcas, dice el santo Job (como ya vimos) que por razón de su oficio llevan
y traen a cuestas el mundo. En figura de esto, como se apunta en el libro
de la Sabiduría: In veste ponderis,
quam babebat sunmus Sacerdos, totus erat orbis terrarum.
En siendo uno rey, téngase por dicho que le
han echado a cuestas una carga tan grande, que un carro fuerte aun no la podrá
llevar. Bien lo sentía Moisés, que habiéndole Dios hecho su Virrey y Capitán
General y Lugarteniente suyo en el gobierno, en lugar de darle gracias por
el cargo tan honroso que le había dado, se quejaba de que ha cargado sobre
sus hombros una carga tan pesada:
¿Cur
afflixisti servum tuum? Cur imposuisti pondos universi popilis humus
super me?
Y pasa más adelante con sus quejas, y dice:
¿Numquid ego concepi omnem hanc multitudinem? Aut genui eam ut dicas mihi,
Porta eos?
¿Parílos
yo, Señor, por ventura?, ¿O engéndrelos yo, por que me digas que me los eche
a cuestas, y los lleve? Y es mucho de notar que no le dijese Dios a Moisés
semejante palabra; porque sólo le mandó que los rigiese y. gobernase, que
hiciese su oficio de su capitán y caudillo: y que dijo él, que le mandó que
se los echase a cuestas, Porta eos.
Parece que se queja de vicio, pues
no le dicen más de que sea su capitán, que los rija, mande y gobierne. Dicen
acá, al buen entendedor pocas palabras. El que bien sabe, y entiende qué cosa
es gobernar, y ser cabeza, sabe que gobierno y carga es todo uno. Y los mismos
verbos, Regere y Portare, son sinónimos, y, tienen una misma significación;
no hay gobierno ni cargo, sin carga y trabajo.
En el repartimiento
de los oficios que hizo Jacob con sus hijos, señaló a Rubén por primero en
la herencia, y mayor en el gobierno: Prior in donis, major in imperio. Y San
Jerónimo traslada: major ad portandum porque imperio y carga son una misma
cosa: y cuanto el imperio es mayor, mayor es la carga y el trabajo.
San Gregorio
en los Morales dice que la potestad, el dominio y señorío, que los reyes tienen
sobre todos, no se ha de tener por honra sino por trabajo: Potestas accepta
non honor, sed onus aestimatur.
Y esta verdad
alcanzaron aun los más ciegos gentiles: y uno de ellos vio en este mismo término,
hablando de otro que estaba muy hinchado, y contento con el cargo y oficio
que su dios Apolo le había dejado: Laetus erat mixtoque oneri gaudebat honore.
De suerte,
que el reinar y mandar, es una mezcla de un poco de honra, y de mucha carga.
Y la palabra latina que significa honra, no difiere de la que significa carga
más que en una letra, Onos, et omus; y nunca faltó ni faltará jamás quien por la honra tome la carga; aunque todos toman lo menos
que pueden de lo pesado, y lo mas de lo honroso, aunque no es esto lo más
seguro".
Si semejante
lenguaje puede tacharse de lisonja, no es fácil atinar en qué deberá de consistir
el decir verdades. Y cuenta, que no sueltas como de paso, sino que se las
inculca con tanto ahínco que hasta llegaría a rayar en desacato, si el candor
infantil con que están expresadas no revelase la intención más pura. El pasaje
es largo, pero interesante porque en él está pintado el espíritu de la época.
Otros muchos
textos podría aducir, donde se vería cuan calumniosamente se ha supuesto que
el clero católico era favorable al despotismo; porque no quiero concluir sin
insertar dos excelentes pasajes del sabio P. Fr. Fernando de Ceballos, monje
jerónimo del monasterio de San Isidro del Campo, conocido por su obra titulada:
La falca filosofía o el Ateísmo, Deísmo,
Materialismo, y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado, contra
los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas.
(Madrid, 1776). Véase con qué pulso aprecia este sabio monje la influencia
de la religión sobre la sociedad, en el lib. 2, disert.
12, nrt. 2.
"El gobierno moderado y suave es
el que Más conviene al espíritu del Evangelio.
"Una
de las excelencias que deben estimarse en nuestra santa Religión es lo que
ayuda con sus importantes verdades a la política humana, para que con menos
trabajo conserve el buen orden entre los hombres. "La religión cristiana
(dice con verdad Montesquieu) va muy distante del puro despotismo. Esto
es, porque siendo la dulzura tan recomendada en el Evangelio, se opone por ella a la cólera despótica,
con que el príncipe se quisiera hacer justicia y ejercitar sus crueldades".
"Conviene
advertir, que esta oposición del
Cristianismo a la crueldad del príncipe no debe ser activa, sino pasiva,
y con aquella dulzura que no puede dejar sin olvidar su carácter. En esto
se diferencian los cristianos católicos de los calvinistas y demás protestantes.
Basnage y Jurieu han escrito a nombre de toda su reforma, que los pueblos
pueden hacer la guerra a sus príncipes, siempre que se sientan oprimidos
por ellos, o cuando les parezca que se portan como tiranos.
"La
Iglesia católica no ha variado jamás la doctrina que acerca de esto recibió
de Jesucristo y de los apóstoles.
Ama la moderación; se goza en lo bueno; pero no resiste a lo malo, sino lo vence con la paciencia.
"A
los gobiernos que se dirigen por las falsas religiones, no les basta una política
moderada: y es en ellos un mal necesario el despotismo o tiranía de los príncipes,
la atrocidad de las penas, y el rigor de unas leves inflexibles
y
crueles.
Y por qué
la religión católica solamente puede purgar de esta inhumanidad a los gobiernos
humanos?
"Lo primero, por la fuerte impresión que
causan sus dogmas; y lo segundo por la gracia de Jesucristo que hace a los
hombres dóciles para obrar lo bueno, y fuertes contra lo malo.
"Donde faltan estos dos socorros, a causa
de profesarse una religión vana, es necesario que la falta de virtud que se
nota en ésta para contener a los ciudadanos, la supla el gobierno cuanto
es posible, por los esfuerzos de una política violenta, dura y llena de terrores
que muevan.
"Pues la religión católica libra a los gobiernos
de la necesidad de esta dureza por el influjo que tienen sus dogmas sobre
las acciones humanas. Se observa que en el Japón, no teniendo la religión
dominante algunos dogmas, ni proponiendo alguna idea de paraíso, ni de infierno,
hacen las leyes por suplir este defecto, ayudándose de la crueldad con que
están hechas, y, de la puntualidad con que se ejecutan."Donde los deístas,
fatalistas y filósofos inspiraren el error de la necesidad de nuestras acciones,
no podrá evitarse que las leyes sean más terribles y sangrientas que cuantas
se vieron jamás en los pueblos bárbaros: porque no habiendo ya los hombres
de moverse a obrar lo mandado ni a omitir lo prohibido, sino por motivos
sensibles, al modo de
las bestias, deberán estos motivos o pena, ser de día
en día más tremendas, para que con el uso no pierdan la fuerza de hacerse
sentir.
La religión cristiana que enseña e ilustra admirablemente
el dogma de la libertad racional, no tiene necesidad de una vara de hierro
para conducir a los hombres.
"El miedo de los infiernos, ya eternos
por los delitos no detestados, o ya temporales por las manchas de los pecados
ya confesados, excusa a los jueces la necesidad de mayores suplicios. Por
otra parte la esperanza del Paraíso por las obras, palabras y pensamientos
buenos, lleva a los hombres a ser justos, no sólo en lo público, sino en lo
secreto de su corazón.
"Los gobiernos que no tienen este dogma
del infierno y de la gloria, ¿con que leyes o castigos podrán hacer de ciudadanos
verdaderamente hombres de bien? Luego los materialistas que niegan el artículo
de otra vida, y los deístas que lisonjean a los malos con la seguridad del
Paraíso, ponen a los gobiernos en el trabajo de armarse
con todos los instrumentos de terror y de ejecutar siempre los más crudos
suplicios, para contener a los pueblos: si es que no los dan de abandonar
a que se destruyan los unos a los otros.
"Al mismo estado llegaron ya los protestantes,
negando el artículo del infierno eterno, y dejando, cuando más, el temor de
unas penas que tendrán fin. De suerte que, como ha dicho D'Alembert al clero
de Ginebra, los primeros reformadores negaron el purgatorio, dejando el infierno;
pero los calvinistas y reformados modernos, haciendo limitada la duración
del infierno, sólo dejan esto que propiamente llamamos purgatorio.
"¡El dogma del Juicio Final, donde se harán
patentes a todo el mundo las faltas mas mínimas que cometió cada uno aun en
secreto, cuán eficaz debe ser para enfrenar hasta los pensamientos, deseos,
y todos los aviesos del corazón, y de las pasiones! Pues otro tanto alivia
al gobierno político del trabajo y continua vigilancia que había de multiplicar
sobre una ciudad que no tuviese idea de dicho juicio,
ni algún respecto a este fin".
"Algunos desvaríos de los que hablan los
filósofos nacen de algunos conocimientos que tuvieron despiertos, o cuando
estaban en su razón o en la santa religión. Así es cuando pronuncian aquello
de que "la religión ha sido inventada por la política, para ahorrar a
los Soberanos el cuidado de ser justos, de hacer buenas leyes, y de gobernar
bien".
"Esta necedad, que ya queda disipada donde
se trata de las religiones hechas, supone con todo eso la verdad que ahora
tratamos.
Porque siendo
evidente a todos, y aun a los filósofos que deliran así, el auxilio que da
a los gobiernos humanos la religión cristiana por sus dogmas, y lo que coopera
la buena vida de los ciudadanos aun en este mundo; toman de aquí ocasión
para maliciar tan neciamente. Pero en el fondo, y aun a su pesar, ellos quieren
decir que los dogmas de la religión son tan amigos y cómodos para los que
gobiernan, y tan eficaces para darles allanado lo más del trabajo, que parecen
hechos a su deseo y según los designios
de un magistrado o gobierno político.
§
III "
Ni se dice por esto que con la religión sola hayan de gobernarse los hombres
descuidando enteramente los jueces y no haciendo uso de las leyes y de las
penas. Cuando creemos la eficacia de los dogmas
que nos enseña la religión, no presumimos tan temerariamente, que dejemos
sin uso y sin necesidad para las sociedades los oficios de las leyes y de
la política. El Apóstol nos dice que la ley solamente no tendría necesidad
de ser puesta para el justo: reglas como hay tantos, malvados, que a fuerza
de no considerar su fin y los terribles juicios de Dios viven por solas sus
pasiones, queda la necesidad de las leyes y penas presentes para refrenarlos.
Así la religión
católica no excluye la buena política, ni extingue sus oficios, sino los ayuda
y es ayudada por ellos, para el buen régimen de los pueblos: de suerte que
con mucho menos rigor y severidad pueden andar bien regidos".
& III
"La segunda razón por la que basta
un gobierno mas moderado y más fácil en los estados católicos, es por los
socorros que para obrar bien y aborrecer el mal da la gracia del Evangelio,
ya con el uno de los sacramentos, y ya con otros auxilios de espíritu celestial.
Sin esto cualquiera ley es pesada, y con esta unción todo yugo se suaviza,
y se hace la carga ligera".
En el art. 3, defendiendo
a la monarquía de los cargos que le hacen sus enemigos, rechaza la nota y
despotismo que se intenta
achacarle; y con esta ocasión, pasa a explicar los justos límites de la autoridad
real, y desvanece el argumento que para exagerar sus prerrogativas, fundaban
algunos en la Sagrada Escritura; y se expresa de esta suerte:
"Cuando algunos han objetado a la monarquía
el peligro en que cada ciudadano tiene sus cosas propias, respecto de que
el soberano puede ocuparlas, más bien han argüido contra la naturaleza del
despotismo, que contra la forma de gobierno monárquico.
"¿De qué sirve (dice Theseo
en Eurípides) juntar riquezas para sus herederos, y criar con cuidado a sus
hijas, si la mayor parte de los primeros han de ser arrebatados por un tirano,
y las segundas han de servir a sus deseos más desenfrenados?".
"Ve
aquí claramente cómo no se habla sino de un tirano cuando se intenta argüir
contra el oficio de un monarca. Es verdad que los frecuentes abusos que han
hecho los reyes de su poder, han confundido su nombre y su forma. Ya se ha
notado por otros que los antiguos apenas tuvieron conocimiento de la verdadera
monarquía; y debía ser, porque no veían sino su abuso.
"Esto
me da lugar de hacer una observación sobre el caso en que los hebreos pidieron
ser gobernados por reyes. "Constitúyenos un rey fue la proposición que
hicieron al profeta para que nos juzgue,
así como se usa en todas las naciones".
Desagradó a Samuel esta liviandad que iba a causar
una revolución total en el gobierno dado por Dios. Éste manda a Samuel que
disimule pacientemente la injuria del pueblo, que principalmente caía sobre
el Señor, a quien desechaban para que no reinase más sobre ellos. Al modo
que me negaron a mí (le dice) y sirvieron a los dioses ajenos no extrañes
que se rebelen contra ti, y pidan reyes como los de las naciones. Siempre
es de advertir cuán inmediatas andan la mudanza del gobierno y la mudanza
de la religión, especialmente si es desde la verdadera a la falsa.
"Pero lo que principalmente quiero notar
es la aceptación que se hace de la demanda del pueblo. Éste pide precisamente
ser gobernado por reyes, así como lo eran todas las demás naciones. El Señor
castiga su espíritu de revuelta con entregarlos a sus deseos. Manda a Samuel
que conteste a la súplica; pero que les muestre antes el derecho del rey,
que había de reinar sobre ellos, según pedían, que era a la norma de las naciones.
"Pues ved aquí el tenor de la regalía, o
el derecho de rey que nos ha de mandar. Os quitará vuestros hijos, y los pondrá
en sus carros; de ellos hará batidores para su séquito, y para que corran
delante de sus carrozas. De éstos hará Tribunos, y Centuriones; a otros los
ocupará en arar sus campos, en recoger sus cosechas, en fabricarle armas y
máquinas de guerra. A vuestras hijas las hará sus ungüentarias, sus horneras
y panaderas.
Tomará vuestras mejores viñas y tierras, y las
dará a sus Siervos. Diezmara vuestros frutos y los réditos de vuestras viñas
para mantener sus eunucos y criados. También os quitará vuestros siervos y
siervas, y los mejores mozos y los asnos; y lo empleará todo en sus obras.
Tomará también las décimas de vuestras manadas,
y hasta vosotros seréis sus esclavos. Entonces reclamaréis contra el rey que
pedisteis y elegisteis; pero Dios no os escuchará, porque así lo habéis deseado.
El pueblo no quiso oír la voz de Samuel, y exclamaron: No hay que hablarnos,
rey hemos de tener, y seremos como todas las gentes".
"Algunos, empeñados en sacar de caja la
potestad de los reyes, han tornado de ahí la fórmula de ley, regia; qué empeños
tan ciegos, y tan poco honrosos y favorables a los monarcas legítimos, cuales
son los católicos!
El que a
ciencia cierta no quiera errar sobre este lugar de la escritura, o el que
no estuviere ciego, verá así en su contexto, como en el cotejo que haga con
otros lugares, que
aquí no se describe el derecho legítimo o de derecho, sino el de hecho.
Quiero decir: no se explica lo que deben hacer los reyes justos, Sino lo que
habían hecho y, hacían los reyes de las naciones paganas, que eran y, se llamaban
ordinariamente tiranos.
"Reflexionen para esto que el pueblo no
pedía sino igualarse, en cuanto a la política, con las naciones gentiles.
No tuvo la prudencia de pedir un rey, como debía ser, sino como solían ser
entonces; y que esto mismo es lo que Dios les concede, porque si Dios ha dado
alguna vez a los pueblos reyes en su furor (como dice el profeta), ¿qué pueblo
mereció esto mejor que el que desechaba al mismo Dios, y no quería que reinase
sobre él? "En efecto castigó Dios severamente a su pueblo, dándole lo
que pedía neciamente. Le concedió un rey que hiciese lo que por ser costumbre,
aunque mala, se llamaba derecho real.
Tal era
el quitar los hijos e hijas a los ciudadanos, despojarlos de sus tierras,
viñas, heredades, y aun de su libertad, haciéndolos esclavos y lo desatas
que refiere el texto.
"¿Qué
hombre del presente siglo, si aunque no entienda lo que se lee en la Escritura,
entiende lo que se ha escrito acerca de la naturaleza de gobiernos y de su
corrupción, puede imaginar que el texto expresado de Samuel contiene la forma
legítima de la regalía o de la tiranía?
Toca a esta
potestad quitar a los vasallos sus bienes, sus tierras, sus riquezas, sus
hijos e hijas, y su misma libertad natural? ¿Ésta es una monarquía, o un despotismo
el más tirano?
"Para
acabarles de romper su engaño, no es menester más que llevarlos desde este
lugar al capítulo 21 del libro 111 de la historia de los Reyes para que se
instruyan sobre el suceso de Naborlt, vecino de Jezrael.
Achab, rey de Israel, quiere ampliar el palacio
o casa de placer que tenía en dicha vi11a. Una viña de Naboth, vecina al palacio,
entraba en el plan de los jardines que se le habían de añadir. El rey no la
toma desde luego por su autoridad; sino la pide al dueño, bajo las condiciones
honestas de satisfacerle todo el precio en que la estimase, o de darle otra
mejor en otro término. Naboth no se conviene, porque era una herencia de sus
mayores.
"El
rey, no acostumbrado a que se le negase cosa, se echa en su cama por la fuerza
del dolor; entra la reina que era Jezabel, y le dice que no tenga pena, que
es grande su autoridad: Grandis auctoritatis es: que ella le pondrá en posesión
de la viña.
La infame
hembra escribió a los jueces de Jezrael, para que procesasen a Naboth sobre
una calumnia que le procurarían probar con dos testigos pagados y le condenasen
n muerte. La reina fué servida y Naboth apedreado. Tanto era necesario para
que su viña entrase en el Fisco, y regada con la sangre del dueño, brotase
flores al palacio de tales príncipes.
"Pero
no produjo en efecto, así para el rey- como para la reina, sino mortales cicutas
y abrojos.
Elías se
presentó delante de Achab cuando bajaba a tomar posesión de la viña de Naboth,
y le hizo saber que él, su posteridad y toda su casa, hasta el perro que orinaba
contra la pared, serían arrasados sobre la tierra.
"Pregunto
aquí a los que hacen legítimo el jus Regis que descubrió el Profeta al pueblo:
¿cómo se castiga tan severamente en Achab y en Jezabel el haber quitado la
viña y la vida a Naboth, si el rey podía quitar a sus vasallos las viñas y
olivas más escogidas, que es una de las cosas que se expresan por Samuel?
"Si
Achab tenía este derecho, desde que le constituyeron rey del pueblo de Dios;
¿cómo anda tan comedido que suplica a Naboth, siendo él un príncipe tan violento?
¿Para qué es tampoco necesario acusar con otra calumnia a Naboth? Bastaba
para procesarle, que hubiese resistido al derecho del rey, negándole por su
justo valor lo que convenía para ensanchar el palacio y los Insertos. Con
todo esto, Naboth no hacía injuria al rey en no quererle vender su patrimonio,
y esto aun en el juicio de la ambiciosa reina, que encarecía la grande autoridad
de su marido.
"Esta
grande potestad que aquí le acordaba Jezabel al rey, es como el jus Regis
que le ponderó Samuel al pueblo; o como he dicho, un derecho y potestad de
hecho o de fuerza física, para quitarlo todo y arrastrar con todo, como describe
Montesquieu al tirano.
"No se haga mención de éste ni de otro lugar
de la Santa Escritura para justificar la idea de un gobierno tan mal entendido.
La doctrina de la religión católica ama la monarquía legítima, según sus dignos
caracteres, y aun según las propiedades con que se describe por los políticos
modernos: a saber, por un poder paternal y soberano, pero según las leyes
fundamentales del Estado. Dentro de tan honestos límites es ordenadísima esta
potestad, la más dilatada que hay entre los poderes temporales. Y la más favorecida
y sostenida por la religión verdadera". He aquí el horrible despotismo
que enseñaban esos hombres tan villanamente calumniados: dichosos los pueblos
que alcanzaran príncipes cuyo gobierno se conformase con estas doctrinas!
La gravedad de las materias tratadas en los capítulos
a que se refieren las notas siguientes me obliga a insertar con alguna extensión
los textos que comprueban la verdad de cuanto llevo establecido. He creído
conveniente dejar los latinos sin traducir, por no aumentar en demasía el
número de las páginas; y además, porque serán pocos los que no posean esta
lengua entre los que se quieran instruir a fondo en la materia, y que por
consiguiente tomen algún interés en leer los textos originales.
Véase cómo
habla Santo Tomás del poder real, con cuán sólidas y generosas doctrinas le
señala sus deberes en el libro tercero De regimine principuni, capítulo 11.
Hic Sanctus Doctor declaras de dominio rcgali,
in quo con. ¡stir, ct in quo diffcrt a politico, et quo modo distinguitur
diversinlode secundum diversas rationes.
Nunc autem ad regale dominum est procedenduna,
ubi est distinguenduni de ipso secundum diversas regiones, et prout a diversis
varie invenitur traditum. Et primo quidem, in sacra Scriptura aliter leges regalis dominii traduntur
in Deuteronomio per Moysen, aliter in 1. Regum per Samuelem prophetam, uterque
tamen in persona Dei differenter ordinat regem ad utilitatem subditorum, quod
est proprium regum, ut Philosophus tradit in 8. Ethic. Cum, inquit, constitutus
fuerit rex, non multiplicabit sibi equos, nec reducet populum in Egyptum,
equitatus numero sublevatus, non habebit uxores plurimas, quae alliciant animan
ejus, neque argenti, aut auri immensa pondera: quod quidem qualiter habet
intelligi, supra traditur in hoc lib. describetque sibi Deuteronomium legis
hujus, et habebit secum; legetque illud omnibus diebus vitae suae, ut discat
timere Dominum Deum suum, et custodire verba ejus et caeremonias, et ut videlicet
possit populum dirigere secundum Iegem divinam, unde et rex Salomon
in principio sui regiminis hanc sapientiam a Deo petivit, ad directionem sui
regiminis pro utilitate subditorum, sicut scribitur 3. lib. Regum.
Subdit vero dictus Moyses in codem lib. Nec
elevetur cor ejus in superfluum super fratres suos, neque declinet vel in
partem dexteram, vel sinistram, ut longo tempore regat ipse et fi lius ejus
super Israel.
Sed in 1.Regum traduntur
leges regni, magis ad utilitatem regis, et supra patuit in lib. 2.hujus operis,
ubi ponuntur verba omnino pertinentia ad conditionem servilem, et tamen Samuel
leges quas tradit cum sint penitus despoticae, dicit esse regales. Philosophus
autem in 8. Ethic. magis concordat cuna primis legibus. Tria enim ponit de
rege in cod.4.videlicet, quod ille legitimus est rex qui principaliter bonum
subditorum intendit. Item, ille rex est, qui curam subditorum habet, ut bene
operentur, quemadmodum pastor ovium. Ex quibus omnibus manifestum est quod.
juxta istum, modum despoticum multum differat a regali, ut idem Philosophus
videtur dicere in 1. Politic.Item. quod regnum non est propier regem, sed
rex propter regnum.
Quia ad hoc Deus providit
de eis, ut regnum regant et gubement, et unumquemque in suo jure
conservent: et hic est finis regiminis, quod si aliud faciunt in seipsos commodum
retorquendo, non sunt reges, sed tyranni. Contra quos dicit Domimus in Ezech.: Vae pastoribus
Israel, qui pascunt semetipsos.
Nonne greges pascuntur a pastoribus? Lac comedebatis,
et lanis operiebamini, et quod crassum crat occidebatis; gregena autem meum
non pascebatis: quod infirmum fuit, non consolidastis, et quod agrotum non
sanastis, quod confractum non alligastis, quod abjectum non reduxistis, et
quod perierat non quaesisti; sed cum austeritate imperabatis eis et cum potentia.
In quibus verbis nobis sufficienter
forma regiminis traditur redarguendo contrarium.
Amplius autem regnum ex hominibus constituitur,
sicut domus ex parietibus, et corpus humanum ex membris, ut Philos. dicit
in 3. Politic. Finis ergo regis est, ut regimen prosperer, quod homines conserventur per
regem. Et hinc habet commune bonum cujuslibet principatus participationem
divina bonitatis: unde bonum commune dicitur a Philopopho in l.
Eth. esse quod omnia appetunt, et esse bonum
divinum, tit sicut Deus qui est Rex regum, et Dominus dominantium, cujus virtute
principes imperant, ut probatum est supra, nos regit et gubernat non propter
seipsum, sed propter nostram salutem: ita et reges faciant et alii dominatores
in orbe.
He hablado
en el texto de la opinión del ilustrísimo señor D. Félix arzobispo de Palmira,
con respecto a la obediencia debida a los gobiernos de hecho, observando que
los principios de dicho autor, a más de ser falsos son altamente contrarios
a los derechos de los pueblos.
Al parecer se hallaba el citado escritor en
algunas dificultades para encontrar una máxima, a la cual fuere dable atenerse
en los casos que pudieran ocurrir, y que en efecto ocurren con demasiada frecuencia.
Temía la
oscuridad y confusión de ideas que suelen introducir, o cuando se trata de
definir la legitimidad en un caso dado; y procurando remediar el mal, creo
que lo agravó sobremanera.
He aquí
cómo explica su opinión en su obra titulada Diseño de la Iglesia militante,
Cap. 3, art. 2:
"Cuanto
más discurro sobre las dudas indicadas, más claro veo que es imposible resolver
aún las antiguas con alguna seguridad; y mas imposible sacar de ellas luz
para resolver las que ahora fomentan tanto el espíritu dominante de insubordinación
al juicio y a la voluntad de quien manda, como el conato de limitar más y
más la libertad civil de quien obedece. Y guiado con los varios puntos y especies
que acabo de proponer sobre la potestad suprema de toda sociedad verdaderamente
civil, me parece que en vez de gastar el tiempo en discusiones especulativas,
podrá ser útil proponer una máxima práctica, justa y oportuna para conservar
la tranquilidad pública, especialmente en los reinos o repúblicas cristianas,
y proporcionar algún medio para restablecerla o asegurarla, donde esté perdida
o agitada.
"Máxima. Es indudablemente
legítima la obligación que tienen todos los socios de obedecer al gobierno,
que se halla ciertamente constituido de hecho en cualquiera sociedad civil.
Se dice ciertamente constituido, porque no se habla de las entradas o ocupaciones
pasajeras en tiempo de guerra. De esta máxima se siguen dos consecuencias:
1ª Tomar
parte en asonadas o reuniones de gentes dirigidas a las autoridades constituidas,
para obligar a éstas a que dispongan lo que no creen justo, es acción siempre contraria a la recta razón natural, y
siempre ilegítima contra la ley natural y la del Evangelio.
2ª Reunirse
y armarse pocos o muchos socios particulares para juntar fuerzas físicas y
pelear contra el gobierno ya constituido, es siempre una verdadera rebeldía,
la más contraria al espíritu de nuestra divina religión".
No repetiré
aquí lo que llevo dicho ya sobre la falsedad, inconvenientes y peligros de
semejante doctrina; sólo sí añadiré que por lo mismo que se trata de un gobierno
constituido solo de hecho, es contradictorio el otorgarle el derecho de mandar
y de hacerse obedecer.
Si se dijese
que un gobierno constituido de hecho está obligado mientras lo es, a defender
la justicia, a evitar los crímenes, y a procurar que no se disuelva la sociedad,
se establecerían verdades comunes que todos reconocen, y que nadie niega;
pero añadir que es ilícito, que es contra nuestra divina religión el reunirse,
el juntar fuerzas para pelear contra el gobierno constituido de hecho; es
una doctrina que jamás profesaron los teólogos católicos, que jamás admitió
la verdadera filosofía, que jamás practicaron los pueblos.
Pongo a
continuación algunos pasajes notables de Santo tomas, de Suárez, del cardenal
Belarmino, donde explican sus opiniones a que he aludido en el texto, tocante
a las disidencias que puedan sobrevenir entre gobernantes y gobernados.
Recuerdo
lo que llevo ya indicado en otro lugar. Aquí no se trata tanto de examinar
hasta qué punto puedan ser verdaderas estas o aquellas doctrinas, como de
saber cuáles eran en los tiempos a que nos referimos; cuál fué la opinión
de aventajados doctores con respecto a las delicadas cuestiones de que se
habla.
D. Thomas.
2. 2. Q. 42 art. 2 ad tertium.
Utrum seditio
sit semper peccatum mortale.
3. Arg. Laudantur qui
multitudinem a potestate tyrannica liberant, sed hoc non de facili potest
fieri sine aliqua dissensione multitudinis, dum una pars multitudinis nititur
retinere tyrannum, alia vero nititur eum abjicere; ergo seditio potest fieri
sine peccato.
Ad tertitum dicendum:
quod regimen tyrannicum non est justum quia non ordinatur ad bonum commune,
sed ad bonum privatum regentis, ut patet per Philosophum; et ideo perturbatio
built,; regiminis non habet rationem seditionis, nisi forte quando sic inordinate
perturbatur tyranni regimen, quod mtiltitudo subjecta majus detrimentum patitur
ex perturbatione consequenti quam ex tyranni regimine; magis autem tyrannus
seditioses est, qui in populo sibi subjecto discordias et seditiones nutrit,
ut tutius dominari possit; hoc enim tyrannicum est cum sit ordinatum ad bonum
proprium praesidentis cum multitudinis nocumento.
Cardinalis Cajetanus
in hunc textum: "Quis sit autem modus ordinatus perturbandi tyrannum,
et qualem tyrannum, puta secundum regimen tantum, vel secundum regimen et
titulum, non est praesentis intentionis: sat est nunc, quod utrumque tyrannum
licet ordinate perturbare absque seditione quandoque; illum ut bono reipublicae vacet, istum ut expellatur".
LIB 1 De regimine principum. Cap. 10
Quod rex et princips
studere debet ad bonum regimen propter bonum sui ipsius, et utile quod inde
sequitur, cujus contrarium sequitur regimen tyrannicum.Tyrannorum vero dominium
diuturnum esse non potest, cum sit multitudini odiosum. Non potest enim diu
conservari, quod votis multorum repugnant. Vix enim a quoquam praesens vita
transigitur quin aliquas adversitates patiatur.Adversittatis autem tempore
occasio deesse non potest contra tyrannum insurgendi, et ubi adsit occasio,
non deerit ex multis vel unus qui occasione non utatur.
Insurgentem autem, populus votive prosequitur: nec de facili carebit effectu. quod
cum favore multitudinis attentatur. Vix ergo potest contingere, quod tyranni
dominium protendatur in longum. Hoc etiam manifeste patet, si quis consideret
unde tyranni dominum conservatur. Non conservatur amore, cum parva, vel nulla
sit amicitia subjectae multitudinis ad tyrannum, ut ex praehabitis patet:
de subditorum autem fide tyranis confidendum non est.
Non invenitur tanta virtus
in multis, ut fidelitates virtute reprimantur, ne indebitae servitutis jugum,
si possint, excutiant.Fortassis autem nec fidelitati cotrarium reputabitur
secundum opinionem multorum, si tyrannicae nequitive qualitereumque obvietur.
Restat
ergo tit solo timore tyranni regimen sustentetur; unde et timeri se a subditis
tota intentione procuram. Timor autem est debile fundamentum. Nam qui timore
subduntur, si ocurrat occasio qua possim impunitatem sperare, contra praesidentes
insurgunt eo ardentius, quo magis contra voluntatem ex solo timore cohibebantur.
Sicut
si aqua per violentiam includatur, cum aditum invenerit, impetuosius fluit.
Sed nec ipse timor caret periculo, cum ex nimio timore plerique in desperationem
inciderint. Salutis autem desperatio audacter ad quaelibet attentanda praecipitat.
Non potest igitur tyranni dominium esse diuturnum. Hoc etiam non minus exemplis,
quam rationibus apparet.
Lib. 1. Caput V1
Conclusio: quod regimen unius simpliciter sit optimum; ostendit qualiter multitudo
se debet habere circa ipsum, quia auferenda est ei occasio ne tyrannizet,
et quod etiam in hoc est tolerandus propter majus malum vitandum.Quia ergo
unius regimen prxligendum est, quod est optimum, et contingit ipsum in tyrannidem
concerti, quod est pessimum, ut ex dictis palet, laborandum est diligenti
studio, út sic multitudini provideatur de rege, ut non incidat in tyrannum.
Primum autem neccesarium,
ut talis conditionis homo ab illis ad quos hoc spectat officium, promoveatur
in regem, quod non sit probabile in tyrannidem declinare. Unde Samuel Dei
providentiam erga institutionem regis commendans, ait 1. Regum 13: Quaesivit sibi Dominus
virum secundum cor suum: deinde sie disponenda est regni gubernatio, ut regi
jam instituto tyrannidis substrahatur occasio. Simuletiam sic eius temperetur
potestas ut in tyrannidem de facili declinare non possit.
Quae quidem tit fiant
in sequentibus coniderandum erit.
Demum vero curandum est.
si rex in tyrannidem diverteret, qualiter posset ocurri. Et quidem si non
fuerrt excessus tyrannidis, utilius est remissam tyrannidem tolerate ad tempus,
quam tyrannum agendo multis implicari periculis, quae sunt graviora ipsa tyrannide.
Potestne contingere ut qui contra tyrannum agunt, prxvalere non possint, et
sic provocatus tyrannus magis desaeviat. Quod si praevalere quis possit adversus
tyrannum, ex hoc ipso proveniunt multoties gravissim dissensiones in populo,
sive dum in tyrannum insurgitur, sive post dejectionem tyranni erga ordinationem
regiminis multitudo separatur in partes.
Contingint etiam ut interdum
dum alicuius auxilio multitudo expellit tyrannum, ille potestate acepta tyrannidem
arripiat, et timens pati ab alio quod ipse in alium fecit, graviori servitute
subditos opprimat. Sic enim in tyrannide solet contingere, ut posterior gravior
fiat quam praecedens, dum praecedentia gravamina non deserit, et ipse ex sui
cordis malitia nova excogitat: unde Syracusis quondam Dionysii mortem omnibus
desiderantibus, anus quaedam ut incolumis et sibi superstes esset, continue
orabat: quod ut tyrannus cognovit, cur hoc, faceret interrogavit.
Tum illa: puella, inquit,
existens cum gravem tyrannum haberemus, mortem ejus cupiebam; quo interfecto,
aliquantulum durior successit; ejus quoque doininationem finiri magnum existimabam,
tertium te importuniorem habere coepimus rectorem; itaque si tu fueris absumptus,
deterior in locum tuum succedet. Et si sit intelerabilis excessus tyrannidis,
quibusdam visuin fuit, ut ad fortium virorum virtutem pertineat tyrannum interimere,
seque pro liberatione multitudinis exponere periculis mortis: cujus rei exemplum
etiam in veteri Testamento habetur.
Nam Aioth quidam Eglon
regem Moab, qui gravi servitute populum Dei premebat, sica infixa in ejus
femore interemit, et factus est populi judex.
Sed hoc Apostolicae doctrinae
non congruit. Docetne nos Petrus, non bonis tantum et modestis, verum etiam
discolis dominis reverenter subditos esse.
2. Petr. 2.
Haec est enim gratia,
si propter conscientiam Dei sustineat quis tristitias patiens injuste: inde
cum multi Romani Imperatores fidem Christi persequerentur tyrannice, magnaque
multitudo tam nobilium, quam populi esset ad fidem conversa, non resistendo,
sed mortem Pat ienter et armati sustinentes pro Christo laudantur, ut in sacra
Thebaorum legione manifeste apparet; magisque Aioth iudicandus est hostem
interimisse, quam populi rectorem, licet tyrannum; unde et in veteri Testamento
leguntur occisi fuisse hi qui occiderunt Joas regem Juda, quamvis a culto
Dei recedentem, eorumque filiis reservatis secundum legis praeceptum.
Esset autem hoc multitudini
periculosum et ejus rectoribus, si privata prxsumptione aliqui attentarent
prxsidentium necem etiam tyrannorum. Plerumque enim hujusmodi periculis magis
exponunt se mali quam boni. Malis autem solet esse grave dominium non minus
regum quam tyrannorum, quia secundum sententiam Salomonis: Dissipat impios rex sapiens. Magis igitur ex hujus
prxsumptione immineret periculum multitudini de amissione regis, quam remedium
de substractione tyranni. Videtur autem magis contra tyrannorum saevitiam non privata
praes umptione aliquorum, sed auctoritate publica procedendum. Primo quidem,
si ad jus multitudinis alicujus pertineat sibi providere de rege, non injuste
ab eadem rex institutus potest destitui, vel refraenari ejus potestas, si
potestate regia tyrannite abutatur. Nec putanda est talis multitudo infideliter
agere tyrannum destituem, etinm si eidem in perpetuo se ante subjecerat quia
hoc ipse meruit in multitudinis regimine se non fideliter gerens, ut exigir
regis officium: quod ei pactum a subditis non reservetur.
Sic Romani Tarquinium
Superbum quem in regem susceperant, propter ejus et filiorum tyrannidem a
regno ejecerunt substituta minori, scilicet consularia, potestate. Sic etiam
Domitianus, qui medestissimis Imperatoribus Vespasiano patri, et Tiro fratri
ejus successerat, dum tyrannidem exercet, a senatu Romano interemptus, omnibus
quae perverse Romanis fecerat por Senatusconsultum jute et salubriter in irritum
revocatis. Quo factum est, ut Bertus Joannes Evangelista, dilectus dei discipulus,
qui por ipsum Domitianum in Pathmos insulam fuerat exilio relegatus, ad Ephesum
per Senatusconsultum remitteretur. Si vero ad ius alicujus superioris pertineat
multitudini providere de rege, spectandum est nico remedium contra tvranni
nequitiam. Sic Archelai, qui in Judea pro llerode parte suo regnare jam coeperat,
paternam malitiam imitantis, Judaeis contra cum querimoniam ad Caesarem Augustum
deferentibus, primo quidem potestas diminuitur, ablato sibi regio nomine,
et medietate regni sui inter duos fratres suos divisa: deinde cum nec sic
a tyrannide compesceretur, a Tiberio Caesare relegatus est in exillium apud
Lugdunurm, Gallix civitatem. Quod si omnino contra tyrannum auxilium humanum
haberi non potest. recurrendum est ad regem omnium Deum, qui est adjutor in
opportunitatibus et in tribulatione.
Ejus enim potentiae subest,ut
cor tvranni crudele convertat in mansuetudinem, secundum Salomonis sententiam,
Prever. 21: Cor regir in manu Dei, quocumque voluerit inclinabit illud. Ipse
enim regir Assueri crudelitatem, qui JudTis mortem parabat, in mansuerudinem
vertit. Ipse est
qui ita Nalmchodonosor crudelem regem convertir quod factus est divinae potentiae
pr aedicator. Nunc igitur, inquit, ego Nabuchodonosor laudo, et magnifico,
et glorifico regem coeli, quia opera ejus vera et viae ejus judicia, et gradientes
in superhia potest humiliare dan. 4, Tyrannos vero quos reputat conversione
indignos, potest auferre ele medio vel ad infimum statum reducere, secundum
illud Sapientis, Eccles. 10: Sedem ducum superborum destruxit Deus, et sedere
fecit mites pro eis. Ipso enim qui videos afflictionem populi soi in Egypto,
et audiens eorum clamoreen Pharaonem tyrannum dejecit cum exercitu sue in
mate; ipse est Tii memoratum Nabuchadonosor prius superhientem pon solum ejectum
ele regni solio, sed etiam ele horalinum consortio, in similitudinem bestiae
commutavit. Nec enim abbreviata manus ejus est, ut populum suum a tyrannis liberare
non possit. Promittit enim populo sue Pet Isaiam, requiem se daturum a labore
et confus ione, ac servitute dura, qua ante servierat, et per Ezech. 34 licit:
Liberabo meum gregem ele ore corum pastorum, qui pascunt seipsos. Sed ut lane
beneficium populus a Deo consequi mereatur, deber a peccatis cessari, quia
in ultionem peccati divina permissione impii accipiunt pricipatum, dicente
domino per 0. 13: Dabo tibi regem in furore meo, et in Job 34, dicitur. quod
regnare facit hominem hypocritam propter peccata populi. Tollenda est igitur
culpa, ut cosset a tyrannorum plaga.
Suárez. Lisp. 13. De hello. Sec. 8. Utrum seditio sit intrinsece mala.
Seditio dicitur bellum
commune intra eamdem Rempublicam, quod geri potest, ve] inter dual partes
ejus, vei inter Principem et Rempublicam. Dice
primo: Seclitio inter duns partes Republicae semper est mala ex parte aggressoris:
ex parte vero defendentis se justa est. Hoc secundum per se est notum. Primum
ostenditur: quia mulla cernitur ibi legitima auctoritas ad indicendum bellum;
haec residet in supremo Principe, ut vidimus sect. 2. Dices, interdum poterit
Princeps eam auctoritateni concedere, si magna necessitas publica urgeat.
At tune jam non censetur aggredi pars Rcipublicx, sed Princeps ipre; sicque
nulla Brit seditio de qua loquimur. Sed, quid si fila Rcipublica: pars sit
vere offensa ab alia, peque possit per Principem jus suum obtinere? Respondeo,
non posse plus efficere, quam possit persona privata, ut ex superiorihus constare
facile potest.
Dico secundo: bellum
Republicae contra Principem, etiamsi aggresivum, non est intrinsece malum;
habere tamen deber conditioner justi alias belli, ut honestetur.
Conclusio solum haber locura, quando Princeps est tyrannus;
quod duobus modis contingit, ut Cajet. notar 2. 2, q. 64, articulo primo ad
tertium: primo si tyrannus sit quoad dominium et potestatem: secundo solum
quoad regimen.
Quando priori modo accidit tyrannis, tota Respublica,
et quodlibet eius membrum, jus habet contra illum: urde quilibet Potent se
ad Rempublicam a tyrannide vindicare. Ratio eat: quia tyrannus ille aggressor
est, et inique bellum mover contra Rempublicam et singula membra: ande omnibus
comnetit ius defensionis. Ira Cajetanus eo loco, surnique pote t ex d, Thom.
in secundo distinctione 44, quaestione secunda, articulo secundo.
Ile posteriori tyranno idem docuit Joann. llus,
immo de omni iniquo superiore; quod damnatum est in concilio Constant, Sessione
R et 15; unde cota veritas est, contra hujusnodi tyrannum nullam privatam
personara, nut potestatem imperfectam posse inste movere bellum aggres ivum,
atque illud esset proprio seditio.
Probatur, quoniam ille.
ut supponitur, veras est dominus: inferiores nutem jus non habent indicendi
bellum, sell defendcndi se tantum: quod pop habet locura in hoc tyranno: namque
ilie arm scraper singulis facit iniuriam, atque si invaderent. id solum po
sent efficere, quod ad suam defensionem sufficeret.
At vero tota Respublica
posset bello insurgere contra ejusmodi tyrannum, peque tune excitaretur propria
seditio (hoc siquidem nonien in malam partem sumi consuevit). Ratio est, quia
tune tota Respublica superior est Rege: naco, cum ipsa dederit illi potestatem,
ea conditione led se censetur, ut politice, non tyrannice regeret, alias ab
ipsa posset deponi. Est tamen observandum, ut ille vere, et manifeste tyrannice
ngat; concurrantque alix conditioner ad honestatem belli positas.
Lege divum
Thoman, 1. de regimine principum, cap. 6. dico tertio: Bellum Respublica
contra Regona neutro modo tyrannum, est proprissime seditio, intrinsece malura,
Est corta, et indo constat; quia deest tune et causa justa, et potestas. Ex quo etiam
e contrario constat, bellum Principis contra Rempublicam sibi subditam, ex
parte potcstatis posse esse justum si ndsint aliae conditioner; si vero desint,
injustum omnimo else.
Bellarminus, de Romano Pont. (Lib. V, c. VII). Tertia ratio.
Non licet christianis
tolerare Regem infidelem, aut haereticum, si ille conetur pertrahere subditos
ad suam haerevel infidelitatem; at judicare, an Rex pertrahat ad haeresim,
necee, pertinet ad Pontificem cui est commissa cura religionis; ergo Pontificis
est judicare Regem esse deponendum vel non deponendum.Probatur hujus argumenti
propositio ex capite 17. Deuter., ubi prohibetur poolus cligere Regem qui
pon sir de fratribus suis, id est, non Judium, ne videlicet pertrahat Judios
ad idololatriam, ergo etiam christiani prohibentur eligere Regem non christianum.
Nam Mud praeceptum morale est. et naturali aequitate nititur.
Rursum ejusdem periculi
et damni est eligere non christianum, et non deponere non christianum, ut
notum est; ergo tenentur christiani non pati suver se Regem non christianum,
si ille cenetur avertere populum a fide, Addo autem istam conditionalem, propter
eos Principes infideles, nui habuerunt dominium supra populum suum, antequam
populus converteretur ad fidem. Si enim tales Principes non conentur fideles a fide avertere,
non existimo posse eos privari suo dominio. Quamquam contrarium sentit
B. Tomas in 2. 2, quaest. 10, art. 10. At si iidem Principes conentur populum
a fide avertere, onmium consensu possunt et debent privari suo dominio
Quod si chiristiani olim
non deposuerunt Neronem et Diocletianum, et Julianum Apostatam, et Valentem
Arianum, et similes, id fuit quia deerant vires temporales christianis. Nam
quod alioqui jure potuissent id facere, patet ex Apostolo 1. Corint. 6, ubi jubet constitui novos judices
a christianis temporalium causarum ne cogerentur christiani causam dicere
coram judice Christi persecutore.
Sicut enim novi judices
constitui, potuerunt, ita et novi Principes et Reges propter eadem, causam,
si vires adfuissent. Praeterea tolerare Regem haereticum, vet infidelem conantem
pertrahere homines ad suam sectam, est exponer, religionem evidentissimo periculo:
Qualis enim est Rector civitatis, tales et habitantes in ea, Eccles. 10; unde
est illud: Regis ad exemplum totus componitur orbis.
Et experientia idem docet, ran quia Hieroboam
Rex idolatra fuit, maxima etiam regni pats continuo idola tolere coepit, 3.
Regum, 12: et post Christi adventum, regnante Constantino, florebat fides
christiana; regnante Constancio, florebat Arianismus; regnante, Juliano, iterum
refloruit Ethnicismus; et in Anglia nostris temporibus regnante Henrico, et
postem Eduardo, totum regnum a fide quodammodo apostatavit; regnante Maria,
iterum totum regnum ad Ecclesiam rediit; regnante Elisabeth, iterum regnare
coepit Calvinismus, et vera exulare religio.
At non tenentur christiani,
immo nee debent cum evidenti periculo religionis tolerare Regent infidelem.
Nam quando jus divinum et jus humanum pugnant, debet servari jus divinum omisso
humano; de jure autem divino est servare veram fidem et religionem, quae una
tantum est non multa, de jure autem humano est quod hunt aut illum habeamus
Regem.
Denique, sur non potest
liberari populus fidelis a jugo Regis infidelis et pertrahentis ad infidelitatem,
si conlux fidelis liber est ab obligatione manendi cum conjuge infideli, quando
filo non vult manere cum conjuge christiana sine injuria fidei? ut aporte
deduxit ex Paulo 1. ad Cor. 7. Innocentius
III, cap. Gaudemus, extra de divortiis.
Non enim minor est potestas
conjugis in conjugem, quam Regis in subditos, sed aliquando etiam major.
Véase
como hablaba en España, en los tiempos apellidados del despotismo, el P. Márquez,
en su obra titulada El Gobernador Cristiano, y bien sabido es que no
fue éste un libro oscuro que circulase a escondidas; antes al contrario, se
hicieron de él repetidas ediciones, así en España como en el extranjero. Pongo
a continuación la portada, y al propio tiempo una reseña de las ediciones
que se hicieron en distintas épocas países y lenguas, tal como se halla en
la de Madrid de 1773.
El Gobernador Cristiano deducido de
la vida de Moysés, príncipe del Pueblo de Dios, por el R. P. M. J. R. Juan
Márquez, de la orden de S. Agustín. predicador de S. NI. el Rey D. Felipe
III, Calificador del Santo Oficio y Cathedrático de vísperas de Teología,
de la universidad de Salamanca.
Nueva sexta impresión. Con licencia.
Madrid 1773.
El Gobernador Cristiano,
compuesto a instancias y en obsequio del Excelentísimo Señor Duque de Feria.
Salió a luz la primera vez en Salamanca, el año de 1612. La segunda en la
misma Citadad el año 1619. La tercera en Alcalá el año 1634; y finalmente
en Madrid la cuarta, el año 1640.
La quinta fuera de España en Bruselas,
el año 1664. Entre cuantos de los nuestros, han escrito en este genero, es
Obra Príncipe,
La
Tradujo en italiano el P. Martín de S. Bernardo, de la Orden del Cister, y
la hizo imprimir en Nápoles, el año 1646. También fue vertida en la lengua
francesa por el Señor de Virión, consejero del Duque de Lorena, y se dió a
luz en Nancy en 1621.
Libro 1ª. Cap. 8
Resta
satisfacer a las objeciones contrarias, a las cuales decimos que ni la ley
divina ni natural, han dado facultad a las Repúblicas para atajar la tiranía
por medios tan agrios como derramar la sangre de los Príncipes que Dios hizo
Vicarios suyos con autoridad de vida y muerte sobre los detrás.
Y
en cuanto a resistir a sus crueldades, no hay duda sino que se puede y debe
hacer, no obedeciéndolos en cosa contra la ley de Dios, hurtándoles el cuerpo
y reparándoles los golpes, como hizo Jonatás con Saúl su padre, cuando le
vió tomar la lanza contra sí, que se levantó de la mesa y salió en busca de
David, para avisarle que se pusiese en salvo.
Y
oponiéndoseles a veces con armas en mano para impedirles la ejecución de determinaciones
notoriamente temerarias y crueles, porque, como dice santo Tomás, no es esto
mover sedición, sino atajarla y salir al remedio de ella; "Tertuliano
afirma lo mismo: dice, illis, nomen factionis acconmodandum est,
qui in odium bonorum et proborum conspirant; cum boni, cum pii congregantur,
non est factio dicenda, sed curia.
Por
lo cual el bienaventurado San Hermenegildo, glorioso mártir de España, se
armó en campo contra el rey Leovigildo Arriano, para resistirle en la gran
persecución que movía contra los católicos, como afirman los historiadores
de aquel tiempo. Verdad es que San Gregorio Turorense condena este hecho de
nuestro rey mártir aunque no por haberse opuesto a su rey, sino porque era
juntamente rey y padre; y pretende que por más hereje que fuera, no le había
el hijo de resistir.
Pero
esta réplica es sin fundamento, cono nota de ella Baronio, y a la autoridad
de un Gregorio se opone la de otro mayor; este es San Gregorio Magno en la
Prefación al libro de sus Morales, donde aprueba la Legacía de San Leandro,
a quien envió San Hermenegildo a Constantinopla a pedir ayuda al emperador
Tiberio contra su padre Leovigildo. Y no hay duda de que por estrecha que
es la obligación de la piedad con los padres, es mayor la de la Religión:
y que por cumplir con ella, se ha de aventurar todo, y que para casos como
éstos, está escrito lo que se dijo de la Tribu de Leví: Qui
dixerunt patri suo, et matri suae, nescio vos, et fratibus suis ignoro vos,
nescierunt filios sous.
Y
esto fué cuando al mandato de Moisés tomaron las armas contra su parentela,
en castigo del pecado de la idolatría.
Pues
¿Que si el Príncipe llegare a hacer fuerza personal contra la vida del vasallo,
y adujese las cosas a estrecho que no se pudiese éste defender sin tratarle
como hacía Nerón, saliendo de noche por las calles de Roma y acometiendo con
gente armada a los que venían seguros y descuidados?
Digo
que le podría matar en este caso, repeliendo la fuerza, conforme a parecer
de muchos, porque lo que dijo fray Domingo de Soto: que estando el vasallo
en este aprieto se ha de dejar matar, y preferir la vida del Príncipe a la
suya, sólo ha lugar cuando de su muerte se hubiesen de seguir grandes turbaciones
y guerras civiles en el reino; de otra manera sería grande inhumanidad obligar
a los hombres a tanto, pero por defender la hacienda de sus manos, no sería
lícito ponerlas en el, porque en esto privilegiaron las leyes divinas y humanas
a los príncipes, que no se puede derramar su sangre con el achaque que bastara
contra la de otros invasores y la razón es porque la vida de los reyes es
el alma y trabazón de las repúblicas y pesa más que los bienes de los particulares,
y es menor daño tolerar una y otra
injuria, que dejar el Estado sin cabeza.
Para dar
una idea de cómo se trataba aún en aquellos tiempos de limitar el poder
del monarca, formando asociaciones entre los pueblos y aun entre estos, los
grandes y el clero, pongo a continuación la carta de la
hermandad que hicieron los
reinos de León y Galicia con el de Castilla, tal cono se halla
en la colección titulada Bullarimn ordinis Militae
Sancti Jacobi Gloriosissimi Hispaniarum patroni, Pág.
223, en la cuál se echa de ver de que en aquellos tiempos existía un vivo
instinto de libertad, bien que limitadas las ideas a un orden muy secundario.
"1. En el Nombre de Dios é de Santa
María, Amén. Sepan quantos esta carta vieren como por muchos desafueros, é
muchos daños, é muchas forcias, é muertes, é prisiones é despechamientos sin
ser oídos, é deshonras, é otras muchas cosas sin guisa que eran contra Dios
é contra justicia é contra fuero é gran daño de todos los Refinos que pos
el Rey, Don Alfonso facia, por ende Nos los infantes é los Prellados é los
Ricos Omes, é los Conceios, é los Ordenes, é la Cavalleria del Regno de Leon,
é de Galicia veyendo que eramos desaforados é mall trechos segun sobredicho
es; é que non llo podiemos sofrir, nuestro señor el Infante Don Sancho tovo
por que bien é mandó que fuessemos todos de una voluntad é de un corazón el
conusco, é nos con ell para mantenernos en nuestros fueros é nuestros privilegios
é nuestras cartas, e nuestros usos, é nuestras costumbres, é nuestras libertades
é nuestras franquezas, que oviemes en tiempo del Rey D. Alfonso so Visavuelo
que venció la Bataia de Merida, é en tiempo del Rey Don Fernando so Avuelo,
é del Emperador é de los otros Reyes de España que fueron ante dellos é del
Rey D. Alfonso so Padre aquellos de que nos mavs pagarmos, é fizonos jurar
é prometer según dizen las cartas que son entre ell, é Nos. E veiendo que
es á servicio de Dios é de Santa María é de la Corte Cellestiall, é guarda
é onrra de Sancta Iglesia, é del Infante D. Sancho é de los Reyes que serán
despues del], é proe de toda la tierra, facemos Hermandat, é establecemos
agora siempre jamás Nos todos los Refinos sobredichos con los Consejos del
Rcgno de Castiella é con llos infantes é con líos rico Omes é con los fijosdalgo
é con llos Prellados é con Ilas Ordenes é con llos Cavalleros, é Con todos
los otros que hy son, é quisieren ser en esta guisa.
2. Que guardemos á Nuestro Señor el
Infante Don Sancho é á todos los otros Reys que despues dell vernan todos
sus derechos, é todos sus Señoríos bien é cumplidamiente assi como gelos prometimos,
é se sontienen enll Privilcio que nos el dió en esta razona I? nombrada mientre
la justicia por razón del Señorío. E Martiniega dola soliera dár, é como la
silíen dár de derecho al Rey D. Alfonso que venció la Bataia de Merida. E
Moneda acabo de siete años do la solien dár, é como la solien dár non mandando
ellos labrar Moneda. lantar al¡ do la soliera ayer los Reys ele fuero una
vez en el] año veniendo ál Lugar as i como la daban al Rey Don A Ifonso so
visavuelo é al Rey Don Fernando so abuelo los sobredichos. Fonsadera quando
fuer en Hueste ali do solían dár de fuero` é de derecho en tiempo de los Reys
sobredichos, guardando á cada uno •os privilcios é sus cartas é sus libertades
é sus franquezas que tenemos.
3. Otrosí que guardemos todos nuestros
fueros é usos, é costumbres. Privileios, é cartas, é todas nuestras libertades
é franquezas siempre en tal manera, que si el Rey, ó el Infante D. Sancho
ó los Reys que vernan despues dcllos, ó otros qualesquier , señores, ó Alcaldes,
Merinos, ó otros qualesquier Ornes nos quisieren passar contra ello en todo
ó en parte dello, o en qualquiel guisa, quier ó en qualquier tiempo, que seamos
todos unas á ambiarlo á dezir al Rey, ó á [don Sancho, ó á los Reys que vernan
de pues dcllos, assi como el prilcio dize, aquello que fuer á nuestro agravamiento,
é si ellos lo quisieren enderezar é sin non, que seamos todos unos á defendernos
é ampararnos assi como dize no Privileio que nos díá nuestro señor el Infante
Don Sancho.
4. Otrosí que ningun eme desta Hermandat
non sea peyndrado nin tomado ninguna cosa de lo suio contra fuero é contra
"so del Lugar en estos Conceios de la Hermandat sobredicha, nin consientan
á ninguno quel prenden, mayas quel demanden por so fuero ala do debiere.
5. Otrosí ponemos que si Alcalde ó Merino
ó otro Orne qualquier matare algun Ome de nuestra Hermandat por carta del
Rey, el del Infante Don Sancho ó por ó mandado ó ele los otros Reys que serán
despues delos sin seer oído é juzgado por fuero, que la Hermandat que lo matemos
por ello, é si lo aver non podiermos, que finque por enemigo de la Hermandat,
é qualquier de la Hermandat, que lo encubriere, caga en la pena del pciuro
é del omenaie, é quel fagamos assi como oquel que va contra esta Hermandat.
6. Otrosí ponemos que los diezmos de
los Puertos que los non denlos sinon aquelos derechos que solían dar en tiempo
del Rey Don Alfonso ó del Rey, Don Ferrand, é de los Conceios de la Hermandat
que non consientan á ninguno que los tomen.
7. Otrosí que ningun Infant nin Ricome
que nonsen Merino, nin Endelantrado en ell Regno de Leen nin de Galicia nin
Infancon, nin Cavallero que aya grand ornegio sabudo con Cavalleros, é con
otros Omes de la tierra é que non sea ele fuera del Rcgno. E esto facemos
porque fue usado en tiempo riel Rey Don Alfonso é del Rey Don Ferrand.
8. Otrosí que todos aquellos que quisieren
apellar del juizio del Rey, ó de D. Sancho ó de los otros Reys que fueren
despues dcllos, que puedan apellar, é que hayan la Alzada para el Libro: JYDGO
en Leon, assi como lo soliera aver en tiempo de los Reys que fueron ante deste.
E si dar non quisieren la pellacion á aquel que npellare, que nos que fagamos
aquelo que manda el privileio que nos dió D. Sancho.
9. E para quardar é cumplir todos los
fechos de esta Hermandat, fascemos un Seello de dos tablas que son de tall
siñal, enlla una tablas vna fiugura de Leen, é enlla otra una figura de Santiago
en so Cavado é con vna Espada enlla mano derecha é en la mano ezquerda una
Seña, é una Cruz encima é por señales Veneras, é las letras dizen assi: Se
vello de la Hermandat de los Regnos de Leon, é de Galicia, para seellar las
cartas que oviermos menster para fecho de esta Hermandat.
l. E Nos toda la Hermandat de Castiella
facemos Pleyto, é Omenaie á toda la Hermandat de los Regnos de Leen é Galicia
de nos ayudar bien á lealmientre á guardar é á mantener todas estas cosas
sobredichas é cada una deltas. E si lo non ficieremos, que seamos traidores
por ello como quien mata Señor é traye Castiello, é nuncas ayamos manos, nin
armas, nin lenguas con que nos podamos defender.
2. E porque esto non pueda venir en
dubda, é sea más firme para siempre jamays, feriemos seellar esta carta con
ambos los Seellos de la Hermandat de Castiella, é de Leon, é Galicia é diemosla
al Maestre Don Pedro Núñez é á la Orden de Cavalleria de Santiago que son
con nosco en esta Hermandat. Fecha esta carta en Valladolid ocho días de Jullio.
Era mil é trescientos é veinte años".
Habían
pasado largos siglos, no había dominado en España otra religión que la católica,
y todavía se conservaba en su fuerza y viveza la idea de que el Rey debía
ser el primero en la observancia de las leyes, y que no debía mandar a los
pueblos por mero capricho, sino por principios de justicia y con miras de
conveniencia púbica. Saavedra en sus Empresas, hablaba de la manera siguiente:
"Vanas
serán las leyes si el Príncipe que las promulga no las confirmare y defendiere
con su ejemplo y vida. Suave le parece al pueblo la ley a quien obedece el
mismo autor de ella.
In comune jubes siquid, censesve tenendum,
Primus jussa subi, tunc observantior aequi
Fit populus, nec ferre vetat, cum viderit ipsum
Auctorem parere sibi.
Las leyes que promulgó Servio Tulio
no fueron solamente para el pueblo, sino también para los reyes. Por ellas
se han de juzgar las causas, entre el príncipe y los súbditos, como de Tiberio
lo refiere Tácito: Aunque estamos libres de las leyes (dijeron los emperadores
Severo y Antonino) vivamos con ellas. No obliga al príncipe la fuerza de ser
ley, sino la de la razón en que se funda, cuando es ésta natural y común a
todos, y no particular a los súbditos para su buen gobierno, porque en tal
caso a ellos solamente toca la observancia; aunque también debe el príncipe
guardarlas, si lo permitiese el caso, para que a los demás sean suaves.
En esto parece que consiste el ministerio
del mandato de Dios a Ezequiel, que se comiese el volumen, para que viendo
que había sido el primero en gustar las leyes y que le habían parecido dulces,
le imitasen todos. Tan sujetos están los reyes de España a las leyes, que
el Fisco en las causas del Patrimonio Real corre la misma fortuna que cualquier
vasallo, y en caso de duda es condenado; así lo mandó Felipe Segundo, y Hallándose
su nieto Felipe Cuarto, glorioso padre de V. A. presente al votar el Consejo
Real un pleito importante a la Cámara, ni en los jueces falto entereza y constancia
para condenarle, ni en su Majestad rectitud para oírlos sin indignación. Feliz
reinado, en quien la causa del príncipe es de peor condición."
[i]
"Quod necesse est homines simul munt
mutuo passiones suas in com viventes ab aliquo diligenter regi".
"Et siquidem homini conveniret singulariter vivere, sicut
multis anima - lium, nullo alio dirigente indigeret ad finein,
sed ipse sibi unusquisque esset animal, rex sub Deo summo rege, in quantum
per lumen rationis divinitus datum sibi, in suis actibus seipsum dirigeret.
Naturale autem est homini ut sir animal sociale, et politicum, in moltitudine
vivens, magis etiam quam omnia alia animalia, quod quidem naturalis necessitas
declarat.
Aliis enim animalibus natura praparavit cibum, tegumenta pilorum, defensionem,
ut dentes, cornua, ungues vel saltem velocitatem ad fugarn. Homo autem institutus est nullo horum sibi a
natura preparato, sed loco omnium data est ei ratio, per quam sibi haec
omnia officio manuum posset praeparare, ad quae omnia praparanda onus homo
non sufficit. Nam unus homo per se sufficienter vitam transigere non posset.
Est igitur homini naturale, quod in societate multorum vivat. Amplius, aliis
animalibus insita est naturalis industria ad omnia ea quuae sunt eis utilia
vel nociva , sicut ovis naturaliter aestimet lupum inimicum. Quaedam etiam
animalia ex noturali industria cognoscunt aliquas herbas medicinales, et
alia eorum vita necessaria.Homo autem horum, quae sunt suae vitae necessaria,
naturalem cognitionem habet solum in communi, quasi eo per rationem valente
ex universalibus principiis ad cognitionem singulorum quae necessaria sunt
humanae vitae, perventre. Non est autem possibile , quod unus homo ad ommia liujusmodi per suam
rationem pertingat. Est igitur necessarium homini, quod in moltitudine vivat,
et unas ab alio adjuvetur, et diversi diversis inveniendis per rationem occuparentur, puta, unus in medicina, alius in hoc, alius in alio .
Hoc etiam evidentissime declaratur per hoc, quod est proprium hominis
locutione uti, per quam unus homo aliis suum conceptum totaliter potest
esprimere. Alia quidem animalia exprimunt mutuo passiones suas in comuni,
us canis in latratu iram , et alia animaliapasiones sua diverseis modis.
Magis igitur homo est communicativus alteri,
quam quodcumque aliud animal, quod gregale videtur, ut grus, formica et
apis. Hoc ergo considerans Salomon in Ecclesiaste
ait: "Me lius est esse duos quam unum. Habent enim emolumentum mutuae
sccietatis". Si ergo naturale est homini quod in societate
multorum vivat, necesse est in hoininibus esse, per quod multitúdo regatur.
Multis enim existentibus ho minibus, et uno~uoque id quod est si bi congruum
providente.multitudo in diversa dispergeretur, nisi etiam esset
aliquis de eo
quod ad bonum multitudi nis pertinet, curam habens, sicut et corpus hommis,
et culuslibet animalis, deflueret, nisi esset aliqua vis regitiva communis
in corpore, qux ad bonum commune onaniuna membrorum inten deret. Quod considerans Salomon dicit: "ubi
non est Gubernator, dissipa birur populus",
Hoe autem
rationabi liter accidit:
non enim idem est quod proprium, et quod commune. Secun
duna propria quidem differunt, secunlia vel nociva, sicut ovis naturaliter
dum autem commune uniuntur, dimstirnet lupum inimicum. Quaedam versorum
autem diversit stint causm. Oportet igitur praeter id quod movet ad proprium
bonum uniuscujusque, esse aliquid, quod move it ad bonum commune multorum.
Propter quod et in omnibus qua in unum ordinantur, aliquid invenitur alterius
regitivum. In universitate enim corportim, per pri mum corpus, scilicet
ceeleste, alia cor pora ordine quodam divinx providennlre. Non cct autem
possibile, quod ti:r reguntur, omniaque corpora, per creaturam rationalem.
In uno etiam homine anima regit corpus, atque in ter animvc partes, irascibilis
et concu piscibilis ratione reguntur. Itemque in ter membra corporis unum
est prin cipale, quod omnia movet, ut cor, aut medicina, alius in hoc,
alius in alio. caput. Oportet igitur esse in onini tnultitudine aliquod
regitivum. (D. Th. Opusc. De regimine principrnn. L. 1, cap. 1).
[ii]
* Ubi considerandurn est, quod dominium vel praelatio
introducta sunt ex jure humano: distinctio autem fidelium et infidelium
est ex jure divino. Jus autem divinum quod est ex gratia, non tollit jus
humanum quod est ex naturali ratione: ideo distinctio fidelium et infidelium
secundum se considerata, non tnllit dominium et pra'lationem infidelium
supra fideles. (2. 2. quaest. 10, art. 10).
[iii]
** Respondeo
dicendum quod sicut supra dictum est (quaest. 10, art. 10), infidelitas
secundum se ipssm non repugnat dominio, eo quod dominium introductum est
de jure gentium, quod est jus humanum. Distinctio nutem fidelium et infidelium
est secundum jus divinum, per quod non tollitur jus hominum. ,(2. 2, qu2est.
12, art. 2).
[iv]
*** Respondeo dicendum
quod sicut actiones rerum naturalium proceduut ex potentiis
naturalibus; ita etiam operationes hunanae procedunt ex humana voluntate.
Oportuit autem in rebus naturalibus,
ut saperinra moverent inferiora ad sus actiones
per excellentiam naturalis virtutis collatae divinitus.
Unde et oportet in rebus humanis, quod superiores moveant inferiores per
suam voluntatem ex vi auctoritatis divinitus ordinatae. Movere autem per
rationem et voluntatem est pracipere: et ideo sicut ex ipsn ordine naturali
divinítus instituto inferiora in rebus naturalibus necesse habent subjici
motiont superiorum, ita etiam in rebus lurmanis ex ordine juris naturalis
et divini, tenentur inferiores suis superioribus obedire. (2. 2. qaest.
104, art. 2).
[v]
*
Obedire autem superiori debitum est secundum divinum ordinem rebus inditum,
ut ostensurn est. (2. 2. quaest. 104, art. 2).
[vi]
** Respondeo
dicendum quod fides Christi est justitiae principium, et causa,
secundum illud Rom. 3. "Justitia Dei per fidem Jesu Christi";
et ideo per fidem Christi non tollitur ordo justitiae, sed magis firmatur.
Ordo autem justitiae `requirit, ut inferiores suis superioribus obediant:
aliter enim non posset humanarum rerum status conservari. Et ideo per
fidem Christi non excusantur fideles, quin principibus secularibus obedire
teneantur. (2. 2. quaest. 104, art. 6).
[vii]
Certum est politicam potestatem
a Deo esse, a quo non nisi res bonae et licita' procedunt, in quod probat
Aug. in coto fere 4 et 5 liter.
de Civit. Dei.
Nam sapiencia Dei clamat, Proverb. 8: Per me
reges regnant; et infra: Per me principes imperant. Et Daniel 2: Deus Coeli
regnum et imperium dedit tibi, etc., et Dan. 4: Cum bestiis ferisque erit
habitatio tua, et fornum, tit bus comedes, et roce coeli infunderis: septem
quoque tempura mutabuntur super te, donec scias quod dominetur Excelsus
super regnum hominum, et cuicumque voluerit, det illud. (Bell. De Laicis. L. 3, c. 6). Sed hic observanda
stint aliqua. Primo politicam potestatem in universum consideratam,
non descendendo
in particulari ad Monarchiam,
Aristocratiam, vel Democratiam immediate esse
a solo Deu, nam consequitur necessaro naturam hominis proinde
esse ah "lo, qui
fecit naturam hominis; praeterea haec potestas est de jure naturae, non enim pendet ex consensu hominum,
nam velint, nolint, debet regi ah aliliquo, nisi
velint perire humanum genus, quod est contri naturae in At jus naturae
es t jus divinum, jure igitur divino introducta est gubernatio, et hoc videtur proprie velle Apostolus, cum dicit Rom. 13: Qui potestati
resistit, Dei ordinationi
resistit. (Ibid.)
[viii]
Secundo nota, hanc potestatem immediate esse tanquam in subjecto,
in rota multitudine nam hac potestas est de jure divino. At ¡vis divinum
nulli homini particular¡ dedit hanc potestatem, ergo dedit multitudini;
praterea sublato jure positivo. non est major ratio cur ex multis xqualibus
unus potius, quam alitrs dorninetur; igitur potestas totius est multitudinis.
Denique humana societas debet esse perfecta respublica, ergo debet habere
potestatem se ipsam conservandi, et proinde puniendi perturbares pacis,
etc. (lb.)
[ix]
Tertio nota, hanc potestatem transferri a nrultitudine in unum vel plures
eodem jure narur.u; naco Respub. non potest per se ipsam exercere hanc
potestatem, ergo tenetur cam transferre inliqucm unum vel aliquos paucos;
et lice modo potestas principum, in genere considerate, est etiant de jure
natune, et db,ino; nee posset genus huntannurn, etiamsi totum simul conveniret,
contrariunm statuere, nimirum, ut nulli essent principes vel rectores.
(lb.)
[x]
** Quarto nota, in particular singulas species regiminis else ele jure
gentium, non de jure natura; nam pender a consenso multitudinis constituere
super se regem vel consoles, Vel alias magistratus, ut patct; et si causa
legitima adsit, potest multitudo muta re regnum in Aristocratiam aut Democratiant,
et e contrario, ut Rome facturo legimus.
[xi]
Quinto nota,
ex dictis sequi, hanc potestatem in particular¡ esse quidem a Deo, sed mediante
concilio, et electione muntana, ut alia omnia qua? ad jus gentium pertinent,
jus enim gentium c:t quasi conclusio deducts ex jure natur;r per Humanum
discursum. Ex quo colliguntur due diferenti:e inter potestatem politicam
et ecclesiasticam: una ex parte subjecti, nam politice est in tnultitudine,
ecclesiastics in uno nomine tanquam in subjecto immediate; altera ex parte
efficientis, quod politice universa considerara est de jure divino, in
particular¡ considerara est de jure gentium; ecclesiastics omnibus modis
est de jure divino et immediate a Deo (lb.)
[xii]
* In hac re comnnmis sententia videtur esse, hane potetatem
dari im Cayet. Cover.,
Victor y Soto. De Leg. mam
dando hane potestatem. (Cit. a efficiant subjectum capaz hujus potestatis;
Deus autem quasi tribuat forut Nomines, quasi disponnet materiam, mediate a Deo ut auctore naturae, ita L. 3, c. 3).
[xiii]
** Secundo
sequitur ex dictis, potestatem civilem,
quoties in uno homine,
vel principe reperitur, legitimo, ae ordinario jure, a populo et communitate
manase vel proxime vel remote, nee posse aliter haberi, ut justa sit. (Ibid., cap. 4).
[xiv]
Defensio Fidei Catholicae et Apostolicae adversus anglicanae sectae errores,
cum responsione ad apologiam pro juramento fidelitatis et Praefationem
monitoriam serenissirni Jacobi Angliae Regis, Auctore P. D. Francisco Suario Granatensi, e Societate Jesu, Sacrae Theologiae
in celebri conimbricensi Academia Primario Professore, ad serenissimos
totius Christian; orbis Catholicns Reges ae Principes. Lib. 3, De Primatu Summi Pontificia, Cap. 2. Utrum Principatus
pnliti. cus sit immediate a Deo, seu ex divina institutione.
...In qua Rex serenissimus, non solum novio, et singular; modo opinatur,
sed etiam acriter invehitur in Cardinalem Bellarminum eo quod asseruerit,
non Regibus au ctoritatem a Dco inmediate, perinde ae Pontificibus ease
concessam. Asserit ergo ipse, Regem non a populo, sed inmediate a Deo suam
potestatem habere: suam vero sententiam quibusdam argumentis, et exemplis
suadere conatur, quorum efficaciam in segi enti capite expendemus.
Sed quamquam controversia haec ad fidei dogmata directe non pertineat (nihil
enim ex divina Scriptura, aut Patrum traditione in illa definitum ostendi
potest), nihilominus diligenter tractanda, et explicanda est. Tum quia potest
esse occasio errandi in aliis dogmatibus; turn etiam quia praedicta regis sententia, prout ab ipso asseritur, it intenditur,
nova et singularis est, et ad exagerandam temporalem potestatem, et spiritualem
extenuandam videtur inventa. Tun, denique quia sententiam illustrissimi
Bellarmini antiquam, receptam, verarn ac necessariam esse censemus.
[xv]
R. P. Hermanni
Busembaum Societatis
Jesu Theologia moralis non
pluribus partibus aucta
a R.
P. D. Alphonso de Ligorio Rectore majore congregationis
S.
S. Redemptoris; adjuncta in calce operis praeter indicem rerum, et v erborum
locupletissimum, perutili instructiore ad praxim confessariorum latine reddita.
Lib. 1. Trae. 2, De
Legibus. Cap. 1, De natura, et obligatione
legis. Dub. 2.
104. Certum
est dari in hominibus potestatem ferendi leges; sed potestas haec quoad leges civiles a natura
nemini competit, nisi communitati hominum, et ab hac transfertur in unum,
vel in plures, a quibus communitas regatur.
[xvi]
Theologia Christiana Dogmatico-Moralis.
Auctore P. F. Daniele Concina ordinis Praedicatorum. Editio novissima, tomus
sextus, de jure nat. et gent., etc. Romae, 1768.
Lib. 1. De jure natur. et gent., etc. Dissertatio 4, De leg. hum.
C. 2. Summae potestatis originem a Deo communiter arcessunt scriptores omnes. Idque declaravit Salomon, Prov.
8: "Per me reges regnant, et legum conditores justa decernunt". Et profecto quemadmodum inferiores principes
a summa majestate, ita summa majestas terrena a supremo Rege, Dominoque
Dominantium pendeat necesse est. Illud in disputationem vocant turn Theologi, tum Jurisconsulti, sitne a Deo proxitne, au tantum remote haec potestas summa? Immediate a Deo haberi contendunt plures, quod ah honinibus neque conjuctim, neque sigillatim acceptis haberi
possit. Omnes enim patresfamilias aequales sunt, soloque oeconomica in proprias
familias potestate fruuntur. Ergo civilem politicamque potestatem, qua ipsi
carent, conferre allis nequeunt. Turn si potestas summa a communitate, tanquam
a superiore uni aut pluribus collata esset, revocari ad nutum ejusdem communiatis
posset, cum superior proarbitrio
retractare communicatam potestatem valeat; quod in magnum. societatis detrimentum
recideret.
Contra disputant alii et quidem probabilius ac verius, advertentes, omnem quidem potestatem
a Deo esse; sed addunt, non transferri in particulares homines immediate,
sed mediante societatis civilis consensu. Quod haec potestas sit immediate, non in aliquo singulari, sed in tota hominum collectione, docet
conceptis verbis S. Thomas 1. 2. qu. 90, art. 3 ad 2 et qu. 97, art. 3
ad 3, quern sequuntur Dominicus Soto lib. 1, qu. 1, art. 3. Ledesma 2
part, qu. 18, art. 3. Covarruvias in pract. cap. 1, Ratio evidens est; quia
omnes homines nascuntur libcri respectu civilis imperii; ergo nemo in alium
civil potestate potitur Neque ergo in singulis, neque in aliquo determinato
potestas haec reperitur. Consequitur ergo in tota hominum collectione eamdem
extare. Quae potestas non confertur a Deo per aliquam actionetn peculiarem
a creatione distinctam; sed est veluti proprietas ipsam rectam rationem
consequens, quatenus recta ratio praescribit ut homines in unum moraliter
congregati, expresso, aut tacito consensu modurn dirigendae conservandae
propugnandaeque societatis praecribant.
[xvii]
" Hine infertur, potestatem
residentern in Principe, Rege, vel in pluribus, aut optimatibus, aut plebeis,
ab ipsa comrnunitate aut proxime, aut remote proficisci. Nam potestas haec
a Deo immediate non est. Id enim nobis constare peculiari revelatione deberet;
quemadmodum scimus, Saulem et Daviderrn electos a Deo fuisse. Ab ipsa ergo
commmunitate dimanet oportet. Falsam itaque reputamus opinionem illam quae
asserit, potestatem hanc immediate et proxime a Deo conferri Regi. Principi et cuique
supremae potestati, excluso Reipublicae tacito, aut expreso consensu. Quamquam
lis haec verborum potius quam rei est. Nam potestas haec a Deo auctore naturae
est, quatenus disposuit, et ordinavit ut ipsa Respublica pro societatis
conservatione et defensione uni. aut pluribus supremam regimims potestatem
conferret. Immo facta designatione imperantis, nut imperantium, potestas
haec a Deo manare dicitur, quatenus jure naturali et divino tenetur societas
ipsa parere imperanti. Quoniam re ipsa Deus ordinavit ut per unurn, aut
per plures hominum societas regatur. Et hac via ommia conciliantur cita; et oracula Scripturarum
vero in sensu exponuntur. Qui resistir potestati, Dei ordinationi
resistit. Et iterum: Non est potestas nisi a Deo: ad Rom. 8. Et
Petrus, ep. 1, cap. 2; Subjecti igitur
esrote omni humanae creaturae propter Deum, sive Regi, etc Item Joann.,
19: Non haberes potestatem adversum me ullam, nisi tibi datum esset desuper.
Quae et alia testimonia evincunt, ommia
a Deo, supremo rerum oimnium moderatore, disponi et ordinari. At non propterea humana_ consilia,
et operationes excluduntur; ut sapienter interpretantur S. Augustinus tract.
6. in Joann et Lib. 22 cont. Faustum cap. 47, et S Joamnes Chrysostomus
hom. 23 in Epist. ad Rom.
[xviii]
* Quinam possint ferre leges? Dico I. Potestas
legislativa competit communitati vel illi, qui
curam communitatis gerit. (Ibid., art. 3).
Prob. 1.
Ex Isidoro, L. 5, Etymol., c. 10, et refertur C. Lex. Dist. 4 ubi dicit:
Lex est constitutio populi, secundum quam majores natu simul cum plebibus
aliquid sanxerunt (Ibid. in art. 1, 0).
Prob.
1. Ratione (ibid.). Illius est condere legem, cujus est prospicere bono
communi; quia ut dictum est, leges feruntur propter bonum commune: atqui
est communitatis vel illius, qui curam communitatis habet, prospicere bono
communi; sicut enim bonum particulare est finis proportionatus agenti
particulari, ita bonum commune est finis proportionatus communitati, vel
ejus vices gerenti; ergo. Confirmatur (ibid. ad 2). Lex habet vim imperandi
et coercendi; atqui nemo privatus habet vim imperandi multitudini et earn
coercendi; sed sola ipsa multitudo, vel ejus Rector: ergo. (Tract. de Legi.,
art. 4).
[xix]
Dices: Superioris est imperare et coercere;
atqui communitas non est sibi superior: ergo. R. D. Min. Communitas sub
eodem respectu considerata, non est sibi superior, C. Sub diverso respectu,
N. Potest itaque communitas considerari collective, per modum unius corporis
moralis, et sic considerata est superior sibi consideratae distributive
in singulis membris. Item potest considerari vel ut gerit vices Dei, a quo
omnis potestas legislativa descendit, justa illud Proverb. per me reges
regnant, et legum conditores justa decernunt; vel ut est gubernabilis
in ordine ad bonum commune: primo modo considerata est superior et legislativa,
secundo modo considerata est inferior et leges susceptiva.
[xx]
Quod ut clarius percipiatur, observandum
est hominem inter animalia nasci maxime destitutum pluribus tum corporis
cum animae necessariis: pro quibus indiget aliorum consortio et adjutorio,
censequenter eutn suapte natura nasci animal sociale; secietas autem, quam
natura, naturalisve ratio dictat ipsi necessariam, diu subsistere non potest,
nisi aliqua publica potestate gubemetur, juxta illud Proverb.: Ubi non
est gubernator, populus corruet.
Ex
quo sequitur, quod Deus, qui dedit talem naturam, simul ei dederit potestatem
gubernativam et legislativam; qui enim dat formam, dat etiam ea, quae haec
forma necessario exigit. Verum, quia haes potestas gubernativam et legislativam
non potest facile exerceri a tota multitudine; difficile namque foret,
omnes et singulos simul convenire toties quoties providendum est de necessariis
bono communi, et de legibus ferendis; ideo solet multitudo transferre suuni
jus seu potestatem gubernativam, vel in aliquos de populo ex omni conditione,
et dicitur Democratia; vel in paucos optimates, et dicitur Aristocratia;
vel in unum tatum, sive pro se solo sive pro successoribus jure hereditario,
et dicitur Monarchia. Ex quo sequitur, omnem potestatem esse a Deo, ut
dicit Apost. Rom. 13, immediate quidem et jure naturae in coinmunitate,
mediate autem tantum et jure humano in Regibus et aliis rectoribus: nisi
Deus ipse inunediate aliquibus hanc potestatem conferat, ut contulit Moysi
in populum Israel, et Christus SS. Pontifici in totam Ecclesiam. Hanc potestatem legislativam in
Christianos, maxime
justos, non agnoscunt Lutherani et Calvinistae, secuti in hoc Valdenses,
Wicleflum et Joan. Huss, damnatos in Conc. Constant., Sess, 6. can. 15.
Et quamvis Joannes Huss eam agnosceret in Pincipibus bonis, eam tamen denegabat
malis, pariter ideo dammatus in eodem Concil. Sess. 8.
[xxi]
Compendium Salmaticense,
Auctore R. P. E. R. Antonio a S. Joeph olim Lectore, Priore ac Examinatore
Synodali in suo Collegio Burgensi, nunc Procuratore
generali in Romana Curia pro Carmelitarum discalceatarum hispanica congregatione.
Romae, 1779. Superiorum permissu. Tractatus tertius de legibus.
Cap. 2.
De potestate ferendi leges. Punctum 1. De potestate legislativa civili Inq.
1. An detur in hominibus potestas condendi legos civiles? R. Affirm. constat ex illo
Prov. 8: Per me reges regnant, et legum conditores justa decernunt. Idem
patet ex Apost. ad Rom. 13, et tanquam de fide est definitum in Cone. Const.
sess. 8. et ultima.
Probaratiom quia ad conservationem boni communis requiritur
publica potestas, qua communitas gubernetur: nom ubi non est gubernator,
corruet populus; sed nequit gubernator communitatem nisi mediis legibus
gubernare; ergo certum est dari in hominibus potestatem condendi legos,
quibus populus possit gubernari. Ira D. Th. lib. 1 de regim. princip. c.
1 et 2.
Inq. 2. An potestas legislativa civilis conveniat Principi
immediate a Deo? R. omnes asserunt dictam potestatem habere Príncipes a
Deo. Verius tamen dicitur non immediate,
sed mediante populi
consensu illam eos a Deo recipere. Nam omnes homines sunt in natura aequales, nee unos est
superior, nee alius inferior ex natura, nulli enim dedit natura supra alterum
potestatem, sed haec a Deo data est hominum communitati, quae judicans
rectius fore gubernandam per unam vel per plures personas determinatas,
suam, transtulit potestatem in unum, vel plures, a quibus regeretur, ut
ait D.
Th. 1, 2, q. 90. a. 3. ad 2.
Ex hoc naturali
principio oritur discrimen regiminis civilis.
Nam si Respublica transtulit omnem suam potestatem in unum solum, appellatur
Regimen Monarchicum: si illam optimatibus populi, nuncupatur Regimen Aristocraticum:
si vero populus, aut Respublica sibi retineat talem potestatem, dicitur
regimen Dernocraticum. Habent igitur Príncipes regendi potestatem a Deo,
quia supposita electione a Republica facta, Deus illam potestatem, qua
in communitate erat, Principi confert. Unde nomine Dei regit, et gubernat, et qui illi resistit, Dei ordinationi resistit,
ut dicit Apost. loco
supra laudato.