EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO
Autor : JAIME BALMES CAP 31 A 45 CON NOTAS
TOMO 3
CIERTA suavidad general de costumbres que en tiempo de guerra
evita grandes catástrofes y en medio de la paz hace la vida más dulce v apacible,
es otra de las calidades preciosas que llevo señaladas como características
de la civilización europea. Éste es un hecho que no necesita de prueba; se
le ve, se le siente por todas partes al dar en torno de nosotros una mirada;
resalta vivamente abriendo las páginas de la historia, y comparando nuestros
tiempos con otros tiempos, sean los que fueren. ¿En qué consiste esta suavidad
de costumbres? ¿Cuál es su origen? ¿Quién la ha favorecido? ¿Quién la ha contrariado?
He aquí unas cuestiones a cual más interesante, y que se
enlazan de un modo particular con el objeto que nos ocupa; porque en pos de
ellas se ofrecen desde luego al ánimo estas preguntas: el Catolicismo ¿ha
influido en algo en crear esta suavidad de costumbres?, ¿le ha puesto algún
obstáculo o le ha causado algún retardo? Al Protestantismo ¿le ha cabido alguna
parte en esta obra, en bien o en mal?
Conviene ante todo fijar en qué consiste la suavidad de costumbres;
porque aun cuando esta sea una de aquellas ideas que todo el mundo conoce,
o más bien siente; no obstante cuando se trata de esclarecerla y analizarla
es necesario dar de ella una definición cabal y exacta, en cuanto sea posible.
La suavidad
de costumbres consiste en la ausencia de la fuerza, de modo que serán más
o menos suaves en cuanto se emplee menos o más la fuerza. Así costumbres suaves no es lo mismo que costumbres benéficas;
éstas incluyen el bien, aquéllas excluyen la fuerza; costumbres suaves tampoco
es lo mismo que costumbres morales, que costumbres conformes a la razón y
a la justicia; no pocas veces la inmoralidad es también suave, porque anda
hermanada, no con la fuerza, sino con la seducción y la astucia.
Así es que la suavidad de costumbres consiste en dirigir
al espíritu del hombre, no por medio de la violencia hecha al cuerpo, sino
por medio de razones enderezadas a su entendimiento, o de cebos ofrecidos
a sus pasiones; y por esto la suavidad de costumbres no es siempre el reinado
de la razón, pero es siempre el reinado de los espíritus; por más que éstos
sean no pocas veces esclavos de las pasiones con las cadenas de oro que ellos
mismos se labran.
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Supuesto que la suavidad de costumbres proviene
que en el trato de los hombres sólo se emplean la convicción, la persuasión
o la seducción, claro es que las sociedades más adelantadas, es decir, aquellas
donde la inteligencia ha llegado a gran desarrollo, deben participar más o
menos de esta suavidad. En ellas la inteligencia domina porque es fuerte,
así como la fuerza material desaparece porque el cuerpo se enerva.
Además, en sociedades muy adelantadas que por precisión acarrean
mayor número de relaciones y mayor complicación en los intereses, son necesarios
aquellos medios que obran de un modo universal y duradero, siendo además aplicables
a todos los pormenores de la vida. Estos medios son sin disputa los intelectuales
y morales; la inteligencia obra sin destruir, la fuerza se estrella contra
el obstáculo; o le remueve o se hace pedazos ella misma; y he aquí un eterno
manantial de perturbación que no puede existir en una sociedad de relaciones
numerosas y complicadas, so pena de convertirse ésta en un caos, y perecer.
En la infancia de las sociedades encontramos siempre un lastimoso
abuso de la fuerza. Nada más natural; las pasiones se alían con ella porque
se le asemejan; son enérgicas como la violencia, rudas como el choque. Cuando
las sociedades han llegado a mucho desarrollo, las pasiones se divorcian de
la fuerza y se enlazan con la inteligencia; dejan de ser violentas y se hacen
astutas.
En el primer caso, si son los pueblos los que luchan, se
hacen la guerra, se combaten y se destruyen; en el segundo pelean con las
armas de la industria, del comercio, del contrabando; si son los gobiernos,
se atacan, en el primer caso con ejércitos, con invasiones; en el segundo
con notas; en una época los guerreros lo son todo; en la otra no son nada;
su papel no puede ser de mucha importancia cuando en vez de pelear se negocia.
Echando una ojeada sobre la civilización antigua, se nota
desde luego una diferencia singular entre nuestra suavidad de costumbres y
la suya; ni griegos, ni romanos alcanzaron jamás esta preciosa calidad en
el grado que distingue la civilización europea. Aquellos pueblos más bien
se enervaron, que no se suavizaron; sus costumbres pueden llamarse muelles,
pero no suaves; porque hacían uso de la fuerza siempre que este uso no demandaba
energía en el ánimo ni vigor en el cuerpo.
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Es sobremanera digna de notarse esa particularidad
de la civilización antigua, sobre todo de la romana; y este fenómeno que a
primera vista parece muy extraño, no deja de tener causas profundas. A
más de la principal, que es la falta de un elemento suavizador, cual es el
que han tenido los pueblos modernos, la caridad cristiana, descendiendo a algunos pormenores encontraremos
las razones de que no pudiese llegar a establecerse entre los antiguos la
verdadera suavidad de costumbres.
La esclavitud, que era uno de los elementos constitutivos
de su organización doméstica y social, era un eterno obstáculo para introducirse
en aquellos pueblos esa preciosa calidad. El hombre que puede arrojar a otro
hombre a las murenas, castigando así con la muerte el haber quebrado un vaso;
el que puede por un mero capricho quitar la vida a uno de sus semejantes en
medio de la algazara de un festín; quien puede acostarse en un blando lecho
con los halagos de la voluptuosidad y el esplendor de la más suntuosa magnificencia,
sabiendo que centenares de hombres están encerrados y amontonados en oscuros
subterráneos por su interés y por sus placeres; quien puede escuchar el gemido
de tantos desgraciados que demandan un bocado de pan para atravesar una noche
cruel que enlazará las fatigas y los sudores del día siguiente con los sudores
y fatigas del día que pasó, ese tal podrá tener
costumbres muelles pero no suaves; su corazón podrá ser cobarde
pero no dejará de ser cruel. Y tal era cabalmente la situación del hombre
libre en la sociedad antigua; esta organización era considerada como indispensable,
otro orden de cosas no se concebía siquiera como posible.
¿Quién removió ese obstáculo? ¿No fue la Iglesia Católica
aboliendo la esclavitud, después de haber suavizado el trato cruel que se
daba a los esclavos?
Véanse los capítulos XV, XVI, XVII, XVIII
y XIX de esta obra con las notas que a ellos se refieren, donde se halla
demostrada esta verdad con razones y documentos incontestables.
El derecho de vida y muerte concedido por las leyes a la
potestad patria introducía también en la familia un elemento de dureza, que
debía de producir resultados muy dañosos. Afortunadamente el corazón de padre
estaba en lucha continua con la facultad otorgada por la ley; pero si esto
no pudo impedir algunos hechos cuya lectura nos estremece, ¿no hemos de pensar
también que en el curso ordinario de la vida pasarían de continuo escenas
crueles que recordarían a los miembros de la familia ese derecho atroz de
que estaba investido su jefe? Quien sabe que puede matar impunemente, ¿no
se dejará llevar repetidas veces al ejercicio de un despotismo cruel, y a
la aplicación de castigos inhumanos?
271Esa tiránica extensión de la potestad patria a derechos que
no concedió la naturaleza fue desapareciendo sucesivamente por la fuerza de
las costumbres y de las leyes secundadas también en buena parte por la influencia
del Cristianismo (Ver Cáp. XIV). A esta causa puede agregarse otra que tiene
con ella mucha analogía: el despotismo que el varón ejercía sobre la mujer,
y la escasa consideración que ésta disfrutaba.
Los juegos públicos eran también entre los romanos otro elemento
de dureza y crueldad. ¿Qué puede esperarse de un pueblo cuya principal diversión
es asistir fríamente a un espectáculo de Homicidios, que se complace en mirar
cómo perecen en la arena a centenares los hombres, o luchando entre sí, o
en las garras de las bestias?
Siendo español no puedo menos de intercalar un párrafo para
decir dos palabras en contestación a una dificultad, que no dejará de ocurrírsele
al lector cuando vea lo que acabo de escribir sobre los combates de hombres
con fieras. ¿Y los toros en España?, se me preguntará naturalmente; ¿no es
un país cristiano católico donde se ha conservado la costumbre de lidiar los
hombres con las fieras?
Apremiante parece la objeción, pero no lo es tanto que no
deje una salida satisfactoria. Y ante
todo, Y para prevenir toda mala inteligencia, declaro que esa diversión popular
es en mi juicio bárbara, digna si posible fuese de ser extirpada completamente.
Pero toda vez que acabo de consignar esta declaración tan
explícita y terminante, permítaseme hacer algunas observaciones para dejar
en buen puesto el nombre de mi Patria. En primer lugar, debe notarse que hay
en el corazón del hombre cierto gusto secreto por los azares y peligros. Si
una aventura ha de ser interesante, el héroe ha de verse rodeado de riesgos
graves y multiplicados; si una historia ha de excitar vivamente nuestra curiosidad,
lo puede ser una cadena no interrumpida de sucesos regulares y felices.
Pedimos encontrarnos a menudo con hechos extraordinarios
y sorprendentes; y por más que nos cueste decirlo, nuestro corazón al mismo
tiempo que abriga la compasión más tierna por el infortunio, parece que se
fastidia si tarda largo tiempo en hallar escenas de dolor, cuadros salpicados
de sangre. De aquí el gusto por la tragedia, de aquí la afición a aquellos
espectáculos donde los actores corran, o en la apariencia o en la realidad,
algún grave peligro.
No explicaré yo el origen de este fenómeno, bástame consignarlo
aquí para hacer notar a los extranjeros que nos acusan de bárbaros, que la
afición del pueblo español a la diversión de los toros no es más que la aplicación
a un caso particular de un gusto cuyo germen se encuentra en el corazón del
hombre.
272 Los que tanta humanidad afectan cuando se trata de la costumbre
del pueblo español, deberían decirnos también: ¿de dónde nace que se vea acudir
un concurso inmenso a todo espectáculo que por una u otra causa sea peligroso
a los actores; de dónde nace que todos asistieran con gusto a una batalla
por más sangrienta que fuese, si era dable asistir sin peligro; de dónde nace
que en todas partes acude un numeroso gentío a presenciar la agonía y las
últimas convulsiones del criminal en el patíbulo; de dónde nace finalmente
que los extranjeros cuando se hallan en Madrid se hacen cómplices también
de la barbarie española asistiendo a la plaza de toros?
Digo todo esto, no para excusar en lo más mínimo una costumbre
que me parece indigna de un pueblo civilizado, sino para hacer sentir que
en esto como casi en todo lo que tiene relación con el pueblo español, hay
exageraciones que es necesario reducir a límites razonables. A más de esto
hay que añadir una reflexión importante, que es una excusa muy poderosa de
esa reprensible diversión.
No se debe fijar la atención en la diversión misma, sino
en los males que acarrea. Ahora bien: ¿cuántos son los hombres que mueren
en España lidiando con los toros? Un número escasísimo, insignificante, en
proporción a las innumerables veces que se repiten las funciones; de manera
que si formara un estado comparativo entre las desgracias ocurridas en esta
diversión y las que acaecen en otras clases de juegos, como las corridas de
caballos y otras semejantes, quizás el resultado manifestaría que la costumbre
de los toros, bárbara como es en sí misma, no lo es tanto sin embargo, que
merezca atraer esa abundancia de afectados anatemas con que han tenido a bien
favorecernos los extranjeros.
Y volviendo al objeto principal, ¿cómo puede compararse una
diversión donde pasan quizás muchos años sin perecer un solo hombre, con aquellos
juegos horribles donde la muerte era una condición necesaria al placer de
los espectadores?
Después del triunfo de Trajano sobre los lacios, duraron los juegos ciento veintitrés días, pereciendo en
ellos el espantoso número de diez mil gladiadores.
Tales eran los juegos que formaban la diversión, no sólo
del populacho romano, sino también de las clases elevadas; en esa repugnante
carnicería se gozaba aquel pueblo corrompido que hermanaba con la voluptuosidad
más refinada la crueldad más atroz. Y he aquí la prueba convincente de lo
dicho más arriba, a saber: que las costumbres pueden ser muelles sin ser suaves;
antes se aviene muy bien la brutalidad de una molicie desenfrenada con el
instinto feroz del derramamiento de sangre.
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En los pueblos modernos, por corrompidas que
sean las costumbres, no es posible que se toleren jamás espectáculos semejantes.
El principio de la caridad ha extendido demasiado sus dominios para que puedan
repetirse tamaños excesos.
Verdad es que no
recaba de los hombres que se hagan recíprocamente todo el bien que deberían,
pero al menos impide que se hagan tan fríamente el mal, que puedan asistir
tranquilos a la muerte de sus semejantes, cuando no les impele a ello otro
motivo que el placer causado por una sensación pasajera. Ya desde la aparición
del Cristianismo comenzaron a echarse las semillas de esta aversión a presenciar
el homicidio. Sabida es la repugnancia de los cristianos a los espectáculos
de los gentiles, repugnancia que prescribían y avivaban las santas amonestaciones
de los primeros pastores de la Iglesia. Era cosa reconocida que la caridad
cristiana era incompatible con la asistencia a unos juegos, donde se presentaba
el homicidio bajo las formas más crueles y refinadas. "Nosotros, decía bellamente uno de los
apologistas de los primeros siglos, hacemos poca diferencia entre matar a
un hombre o ver que se le mata". VER NOTA 21
LA SOCIEDAD moderna debía al parecer distinguirse por la
dureza y crueldad de sus costumbres, pues que siendo un resultado de la sociedad
de los romanos, y de la de los bárbaros, debía heredar de ambas esa dureza
y crueldad. En efecto, ¿quién ignora la ferocidad de costumbres de los bárbaros
del Norte? Los historiadores de aquella época nos han dejado narraciones horrorosas
cuya lectura nos hace estremecer. Se llegó a pensar que estaba cercano el
fin del mundo, y a la verdad que los que hacían semejante presagio eran bien
excusables de creer que estaba muy próxima la mayor de las catástrofes cuando
eran tantas las que abrumaban a la triste humanidad.
274 La imaginación no alcanza a figurarse lo que hubiera sido
del mundo en aquella crisis, si el Cristianismo no hubiese existido; y aun
suponiendo que se hubiese llegado a organizar de nuevo la sociedad bajo una
u otra forma, no hay duda en que las relaciones, así privadas como públicas,
habrían quedado en un estado deplorable, tomando además la legislación un
sesgo injusto e inhumano. Por esta razón fue un beneficio inestimable la influencia
de la Iglesia en la legislación civil; y la misma prepotencia temporal
del clero fue una de las primeras salvaguardias de los más altos intereses
de la sociedad.
Mucho se ha dicho contra este poder temporal del clero, y
contra este influjo de la Iglesia en los negocios temporales; pero ante todo
era menester hacerse cargo de que ese poder y ese influjo fueron traídos por
la misma naturaleza de las cosas; es decir, que fueron naturales, y por consiguiente
el hablar contra ellos es un estéril desahogo contra la fuerza de acontecimientos
cuya realización no era dado al hombre impedir.
Eran además legítimos; porque cuando la sociedad se hunde,
es muy legítimo que la salve quien pueda; y en la época a que nos referimos
sólo podía salvarla la Iglesia. Ésta, como que no es un ser abstracto, sino
una sociedad real y sensible, debía obrar sobre la civil por medios también
reales y sensibles. Supuesto que se trataba de los intereses materiales de
la sociedad, los ministros de la Iglesia debían tomar parte de una u otra
suerte en la dirección de estos negocios. Estas reflexiones son tan obvias
y sencillas, que para convencerse de su verdad y exactitud basta el simple
buen sentido.
En la actualidad están generalmente acordes sobre este punto
cuantos entienden algo en historia; y si no supiésemos cuanto trabajo suele
costar al entendimiento del hombre el entrar en el verdadero camino, y sobre
todo cuanta mala fe se ha mezclado en esa clase de cuestiones, difícil fuera
explicar cómo se ha tardado tanto en ponerse todo el mundo de acuerdo sobre
una cosa que salta a los ojos, con la simple lectura de la historia. Pero
volvamos al intento.
Esa informe mezcla de la crueldad de un pueblo
culto pero corrompido, con la ferocidad atroz de un pueblo bárbaro, orgulloso
además de sus triunfos, y abrevado de sangre vertida en tantas guerras continuadas
por tan largo tiempo, dejó en la sociedad europea un germen de dureza y
crueldad, que se hizo sentir por largos siglos y cuyo rastro ha llegado
hasta épocas recientes.
El precepto de la caridad cristiana estaba en las cabezas,
pero la crueldad de los romanos combinada con la ferocidad de los bárbaros
dominaba todavía el corazón; las ideas eran puras, benéficas, como emanadas
de una religión de amor; pero hallaban una resistencia terrible en los hábitos,
en las costumbres, en las instituciones, en las leyes, porque todo llevaba
el sello mas o menos desfigurado de los dos principios que se acaban de señalar.
275
Reparando en la lucha continua, tenaz, que se
traba entre la Iglesia Católica y los elementos que le resisten, se conoce
con toda evidencia que las ideas cristianas no hubieran alcanzado a dominar
la legislación y las costumbres si el Cristianismo no hubiese sido mas que
una idea religiosa abandonada al capricho del individuo, tal como la conciben
los protestantes, si no se hubiese realizado en una institución robusta, en
una sociedad fuertemente constituida, cual es la Iglesia Católica. Para que
se forme concepto de los esfuerzos hechos por la Iglesia, indicaré algunas
de las disposiciones tomadas con el objeto de suavizar las costumbres.
Las enemistades particulares tenían a la sazón un carácter
violento;
el derecho se decidía por el hecho, y el mundo estaba amenazado de no ser
otra cosa que el patrimonio del más fuerte.
El poder público, que o no existía, o andaba como confundido
en el torbellino de las violencias y desastres que su mano endeble no alcanzaba
a evitar ni a reprimir, era impotente para dar a las costumbres una dirección
pacífica haciendo que los hombres se sujetasen a la razón y a la justicia.
Así vemos que la Iglesia a mas de la enseñanza y de las amonestaciones generales,
inseparables de su augusto ministerio, adoptaba en aquella época ciertas medidas
para oponerse al torrente devastador de la violencia, que todo lo asolaba
y destruía.
El concilio de Arlés, celebrado a mediados del siglo V, por
los años de 443 a 452, dispone en su canon 50 que no se debe permitir
la asistencia a la iglesia a los que tienen enemistades públicas hasta que
se hayan reconciliado con sus enemigos.
El concilio de Angérs, celebrado en el año 453, prohíbe en
canon 34 las violencias y mutilaciones.
El concilio de Agde en Languedoc, celebrado en el año 506
ordena en su canon 31 que los enemigos que no quieran reconciliarse sean desde
luego amonestados por los sacerdotes, y si no siguieren los consejos de éstos sean excomulgados.
En aquella época tenían los galos la costumbre de andar siempre
armados, y con sus armas entraban en la iglesia. Alcanzase fácilmente que
una costumbre semejante debiera de traer graves inconvenientes, haciendo no
pocas veces de la casa de oración arena de venganzas y de sangre. A mediados
del siglo VII vemos que el concilio de Chalóns, en su canon 17, señala la
pena de excomunión contra todos los legos que promuevan tumultos o saquen
la espada para herir a alguno en las iglesias o en sus recintos.
276
Esto nos indica la prudencia y la previsión con
que había sido dictado el canon 29 del tercer concilio de Orleáns, celebrado
en el año 538, donde se manda que nadie asista con armas a misa ni a vísperas.
Es curioso observar la uniformidad de plan y la identidad
de miras con que marchaba la Iglesia. En países muy distantes, y en época
en que no podía ser frecuente la comunicación, hallamos disposiciones análogas
a las que se acaban de apuntar. El concilio de Lérida, celebrado en el año 546, ordena en su
canon 79 que el que haga juramento de no reconciliarse con su enemigo sea
privado de la comunión del cuerpo y sangre de Jesucristo, hasta haber hecho
penitencia de su juramento, y haberse reconciliado.
Pasaban los siglos, continuaban las violencias, y el precepto
de caridad fraternal que nos obliga al amor de nuestros propios enemigos,
encontraba abierta resistencia en el carácter duro y en las pasiones feroces
de los descendientes de los bárbaros; pero la Iglesia no se cansaba de insistir
en la predicación del precepto divino, inculcándole a cada paso, y procurando
hacerle eficaz por medio de penas espirituales. Habían transcurrido más de
400 años desde la celebración del concilio de Arlés en que hemos visto privados
de asistir a la iglesia a los que tenían enemistades públicas, y encontramos
que el concilio de Worms, celebrado en el año 868, prescribe en su canon 41
que se excomulgase
a los enemistados que no quieran reconciliarse.
Basta tener noticia del desorden de aquellos siglos para
figurarse sí durante ese largo espacio se habían podido remediar las enemistades
encarnizadas y violentas; parece que debiera haberse cansado la Iglesia de
inculcar un precepto que tan desatendido estaba a causa de funestas circunstancias;
sin embargo ella hablaba hoy como había hablado ayer, como siglos antes, no
desconfiando nunca de que sus palabras producirían algún bien en la actualidad
y serían fecundas en el provenir.
Éste es su sistema: no parece sino que oye de continuo aquellas
palabras: clama y no ceses, levanta tu voz como una trompeta. Así alcanza
el triunfo sobre todas las resistencias; así, cuando no puede ejercer predominio
sobre la voluntad de un pueblo, hace resonar de continuo su voz en las sombras
del santuario; allí reúne siete mil que no doblaron la rodilla ante Baal,
y al paso que los afirma en la fe y en las buenas obras, protesta en nombre
de Dios contra los que resisten al Espíritu Santo. Tal vez durante la disipación
y las orgías de una ciudad populosa, penetramos en un sagrado recinto donde
reinan la gravedad y la meditación en medio del silencio y de las sombras.
277
Un ministro del santuario, rodeado de un número
escogido de fieles, hace resonar de vez en cuando algunas palabras austeras
y solemnes: he aquí la personificación de la Iglesia en épocas desastrosas
por el enflaquecimiento de la fe o la corrupción de costumbres.
Una de las reglas de conducta de la Iglesia Católica ha sido
el no doblegarse jamás ante el poderoso. Cuando ha proclamado una ley la ha
proclamado para todos, sin distinción de clases. En las épocas de la prepotencia
de los pequeños tiranos que bajo distintos nombres vejaban los pueblos, esta
conducta contribuyó sobremanera a hacer populares las leyes eclesiásticas;
porque nada más propio para hacer llevadera al pueblo una carga, que ver sujeto
a ella al noble y hasta al mismo rey.
En el tiempo a que nos referimos se prohibían severamente
las enemistades y las violencias entre los plebeyos, pero la misma ley se
extendía también a los grandes y a los mismos reyes. No hacía mucho que el
Cristianismo se hallaba establecido en Inglaterra, y encontramos sobre este
particular un ejemplo curioso.
Nada menos que tres príncipes excomulgados en un mismo año,
y en una misma ciudad, y obligados a hacer penitencia de los delitos cometidos.
En la ciudad de Landaff, en el país de Gales, en Inglaterra,
en la metrópoli de Canterbury, se celebraron en el año 560 tres concilios.
En el primero fue excomulgado Monrico, rey de Clamargón, por haber dado muerte
al rey Cinetha, a pesar de la paz que se habían jurado sobre las santas reliquias;
en el segundo se excomulgaba al rey Alorcante, que había quitado la vida a
Friaco, su tío, después de haberle jurado igualmente la paz; en el tercero
se excomulgó al rey Guidnerto por haber dado muerte a su hermano que le disputaba
la corona.
No deja de ser interesante ver a los jefes de los bárbaros
que convertidos en reyes se asesinaban tan fácil y atrozmente, obligados a
reconocer la autoridad de un poder superior que los precisaba a hacer penitencia
de haber manchado sus manos con la sangre de sus parientes, y haber quebrantado
la santidad de los pactos, y echase de ver los saludables efectos que de esto
debían seguirse para suavizar las costumbres.
"Fácil era, dirán los enemigos de la Iglesia, los que
se empeñan en rebajar el mérito de todos sus actos, fácil era, dirán, predicar
la suavidad de costumbres exigiendo la observancia de los preceptos divinos
a jefes de tan escaso poder y que no tenían de rey más que el nombre. Fácil
era habérselas con reyezuelos bárbaros que fanatizados por una religión que
no comprendían, inclinaban humildemente la cabeza ante el primer sacerdote
que se presentaba a intimidarlos con amenazas de parte de Dios.
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Pero ¿qué significa esto?, ¿qué influencia pudo
tener en el curso de los grandes acontecimientos? La historia de la civilización
europea ofrece un teatro inmenso, donde los hechos deben estudiarse en mayor
escala, donde las escenas han de ser grandiosas, si es que han de ejercer
influencia sobre el ánimo de los pueblos".
Despreciemos lo que hay de fútil en un razonamiento semejante;
pero ya que se quieren escenas grandes, que hayan debido influir en desterrar
el empleo brutal de la fuerza, sin suavizar las costumbres, abramos la historia
de los primeros siglos de la Iglesia, y no tardaremos en encontrar una página
sublime, eterno honor del Catolicismo.
Reinaba sobre todo el mundo conocido un emperador cuyo nombre
era acatado en los cuatro ángulos de la tierra, y cuya memoria es respetada
por la posteridad. En una ciudad importante, el pueblo amotinado degüella
al comandante de la guarnición, y el emperador en su cólera manda que el pueblo
sea exterminado.
Al volver en sí el emperador revoca la orden fatal, pero
ya era tarde: la orden estaba ejecutada, y millares de víctimas habían sucumbido
en una carnicería horrorosa. Al esparcirse la noticia de tan atroz catástrofe,
un santo obispo se retira de la corte del emperador y le escribe desde la
campaña estas graves palabras: "Yo no me atrevo a ofrecer el
sacrificio, si vos pretendéis asistir a él; si el derramamiento de la sangre
de un solo inocente bastaría a vedármelo, ¡cuánto más siendo tantas las muertes
inocentes!"
El emperador, confiado en su poder, no se detiene por esta
carta y se dirige a la iglesia. Llegado al pórtico se le presenta un hombre
venerable que con ademán grave y severo le detiene y le prohíbe entrar. "Has imitado, le dice, a David en el crimen; imítale
en la penitencia". El emperador cede, se humilla, se somete
a las disposiciones del santo prelado; y la religión y la humanidad quedan
triunfantes. La ciudad desgraciada se llamaba Tesalónica, el emperador era Teodosio el Grande, y el prelado era
San Ambrosio, arzobispo de Milán
En este acto sublime se ven personificadas de un modo admirable
y encontrándose cara a cara, la justicia y la fuerza. La justicia triunfa
de la fuerza, pero ¿por qué? Porque el que representa la justicia la representa
en nombre del cielo, porque los vestidos sagrados, la actitud imponente del
hombre que detiene al emperador, recuerdan a éste la misión divina del santo
obispo y el ministerio que ejerce en la sagrada jerarquía de la Iglesia.
Poned en lugar del obispo a un filósofo y decidle que vaya
a detener al emperador amonestándole que haga penitencia de su crimen, y veréis
si la sabiduría humana alcanza a tanto como el sacerdocio hablando en nombre
de Dios; poned si os place a un obispo de una iglesia que haya reconocido
la supremacía espiritual en el poder civil, y veréis si en su boca tienen
fuerza las palabras para alcanzar tan señalado triunfo.
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El espíritu de la Iglesia era el mismo en todas
épocas, sus tendencias eran siempre hacia el mismo objeto, su lenguaje igualmente
severo, igualmente fuerte, ora hablase a un plebeyo romano, ora a
un bárbaro, sea que dirigiese sus amonestaciones a un patricio del imperio
o a un noble germano; no le amedrentaba ni la púrpura de los Césares, ni la
mirada fulminante de los reyes de la larga cabellera. El poder
de que se halló investida en la Edad Media no dimanó únicamente de ser ella
la sola que había conservado alguna luz de las ciencias y el conocimiento
de principios de gobierno, sino también de esa firmeza inalterable que ninguna
resistencia, ningún ataque, eran bastantes a desconcertar.
¿Qué hubiera hecho a la sazón el Protestantismo para dominar
circunstancias tan difíciles y azarosas? Falto de autoridad, sin un centro
de acción, sin seguridad en su propia fe, sin confianza en sus medios, ¿qué
recursos hubiera empleado para contener el ímpetu de la fuerza que señoreada
del mundo acababa de hacer pedazos los restos de la civilización antigua,
y oponía un obstáculo poco menos que insuperable a toda tentativa de organización
social?
El Catolicismo
con su fe ardiente, su autoridad robusta, su unidad indivisible, su trabazón
jerárquica, pudo acometer la alta empresa de suavizar las costumbres, con
aquella confianza que inspira el sentimiento de las propias fuerzas, con
aquel brío que alienta el corazón cuando se abriga en él la seguridad del
triunfo.
No se crea sin embargo que la manera con que suavizó las
costumbres la Iglesia Católica fuese siempre un rudo choque contra la fuerza;
vémosla emplear medios indirectos, contentarse con prescribir lo que era asequible,
exigir lo menos para allanar el camino al logro de lo más.
En un capitular de Carlo Magno formada en Aix-la-Chapelle
en el año 813, que consta de 26 artículos que no son otra cosa que una especie
de confirmación y resumen de cinco concilios, celebrados poco antes en las
Galias, encontramos dos artículos añadidos, de los cuales el segundo prescribe
que se proceda contra los que con pretexto del derecho llamado Fayda, excitan
ruidos y tumultos en los domingos y fiestas, y también en los días de trabajo.
Ya hemos visto más arriba emplear las sagradas reliquias
para hacer más respetable el juramento de paz y amistad que se prestaban los
reyes; acto augusto en que se hacía intervenir el cielo para evitar la efusión
de sangre y traer la paz a la tierra; ahora vemos que el respeto a los domingos
y demás fiestas se utiliza también para preparar la abolición de la bárbara
costumbre de que los parientes de un hombre muerto pudiesen vengar la muerte
dándola al matador.
El lamentable estado de la sociedad europea en aquella época
se retrata vivamente en los mismos medios que el poder eclesiástico se veía
obligado a emplear para disminuir algún tanto los desastres ocasionados por
la violencia de las costumbres. El no acometer a nadie para maltratarle, el
no recurrir a la fuerza para obtener una reparación, o desahogar la venganza,
nos parece a nosotros tan justo, tan conforme a razón, tan natural, que apenas
concebimos posible que puedan las cosas andar de otra manera.
Si en la actualidad se promulgase una ley que prohibiese
el atacar a su enemigo en este o aquel día, en esta o aquella hora, nos parecería
el colmo de la ridiculez y de la extravagancia.
No lo parecía sin embargo en aquellos tiempos; y una prohibición
semejante se hacía a cada paso, no en oscuras aldeas, sino en las grandes
ciudades, en asambleas numerosísimas, donde se contaban a centenares los obispos,
donde acudían los condes, los duques, los príncipes y reyes. Esa ley que a
nosotros nos perecería tan extraña, y por la que se ve que la autoridad se
tenía por dichosa si podía alcanzar que los principios de justicia fuesen
respetados al menos algunos días, particularmente en las mayores solemnidades,
esa ley fue
por largo tiempo uno de los puntos capitales del derecho público y privado
de Europa.
Ya se habrá conocido que estoy hablando de la Tregua de Dios. Muy necesaria debía ser a la sazón una ley
semejante, cuando la vemos repetida tantas veces en países muy distantes unos
de otros. Entre lo mucho que se podría recordar sobre esta materia me contentaré
con apuntar algunas decisiones conciliares de aquella época.
El concilio de Tubuza en la diócesis de Elna en el Rosellón,
celebrado por Guifredo, arzobispo de Narbona, en el año 1041, establece la
Tregua de
Dios, mandando que desde la tarde del miércoles hasta
la mañana del lunes, nadie tomase cosa alguna por fuerza, ni se vengase de
ninguna injuria, ni exigiese prendas de fiador. Quien contraviniese
a este decreto debía pagar la composición de las leyes, como merecedor de
la muerte, o ser excomulgado y desterrado del país.
Se consideraba tan beneficiosa la práctica de esta disposición,
que en el mismo año se tuvieron en Francia otros muchos concilios sobre el
mismo asunto.
281
Teníase también el cuidado de recordar con
frecuencia esta obligación, como lo vemos en el concilio de Saint Gilles
en Languedoc, celebrado en el año 1042, y en el de Narbona celebrado en 1045.
A pesar de insistirse tanto sobre lo mismo, no se alcanzaba
todo el fruto deseado, como lo indica la fluctuación que sufrían las disposiciones
de la ley. Así vemos que en el año 1047, la Tregua de Dios se limitaba a un
tiempo menor del que tenía en 1041, pues que el concilio de Telugis de la
diócesis de Una, celebrado en 1047, dispone que en todo el condado del Rosellón
nadie acometa a su enemigo desde la hora nona del sábado hasta la hora de
prima del lunes; por manera que la ley era entonces mucho menos
laxa que en 1041, donde hemos visto que la Tregua de Dios comprendía desde
la tarde del miércoles hasta la mañana del lunes.
En el mismo concilio que acabo de citar, se encuentra una
disposición notable, pues se manda que nadie pueda acometer a un hombre que
va a la iglesia, o vuelve de ella, o
que acompaña mujeres.
En el año 1054, la Tregua
de Dios iba ganando terreno, pues no sólo vuelve a comprender desde el
miércoles por la tarde hasta el lunes por la mañana después de la salida del
sol, sino que se extiende a largas temporadas. Así vemos que el concilio de
Narbona celebrado por el arzobispo Guifredo en dicho año, a más de señalar
comprendido en la Tregua de Dios desde el miércoles por la tarde hasta el
lunes por la mañana, la declara obligatoria para el tiempo y días siguientes:
desde el primer domingo de Adviento hasta la octava de la Epifanía, desde
el domingo de la Quincuagésima hasta la octava de Pascua, desde el domingo
que precede la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, en los días de fiestas
de Nuestra Señora, de San Pedro, de San Lorenzo, de San Miguel, de Todos los
Santos, de San Martín de los Santos Justo y Pastor, titulares de la iglesia
de Narbona, y todos los días de ayuno; y esto so pena de anatema y de destierro
perpetuo.
En el mismo concilio se encuentran otras disposiciones tan
bellas que no es posible dejar de recordarlas, dado que se trata de manifestar
y hacer sentir la influencia de la Iglesia Católica en suavizar las costumbres.
En el canon 99 se prohíbe cortar los olivos señalándose una razón que, si
a los ojos de los juristas no parecerá bastante general y adecuada, es a los
de la filosofía de la historia un hermoso símbolo de las ideas religiosas,
ejerciendo sobre la sociedad su benéfica influencia.
La razón que señala
el concilio es que los olivos suministran
la materia del Santo Crisma y del alumbrado de las iglesias. Una razón
semejante producía sin duda más efecto que todas las que pudieran sacarse
de Ulpiano y Justiniano.
282 En el canon 10 se manda que en todo tiempo y lugar gocen
de la seguridad de la Tregua los
pastores y sus ovejas, disponiéndose lo mismo en el canon 11 con respecto
a las casas situadas a treinta pasos alrededor de las iglesias.
En el canon 18 se
prohíbe a los que tienen pleito usar de procedimientos de hecho o cometer
alguna violencia, antes que la causa haya sido juzgada en presencia del obispo
y del señor del lugar. En los demás cánones se prohíbe robar a los mercaderes
y peregrinos, y hacer daño a nadie bajo la pena de ser separados de la Iglesia
los perpetradores de este delito, si lo hubiesen cometido durante la Tregua.
A medida que iba adelantando el siglo XI notamos que se inculca
más y más la saludable práctica de la Tregua de Dios, interviniendo en este
negocio la autoridad de los papas.
En el concilio de Gerona, celebrado por el cardenal Hugo
el Blanco en 1068, se confirmó la Tregua de Dios por autoridad de Alejandro
II, so pena de excomunión; y en 1080 el concilio de Lilebona en Normandía
supone establecida ya muy generalmente esta Tregua, pues que manda en su canon
19 que los obispos y los señores cuiden de su observancia, aplicando a los
prevaricadores censuras y otras penas.
En el año 1093 el concilio de Troya en la Pulla, celebrado
por Urbano II, confirma también la Tregua de Dios; siendo notable el ensanche
que debía de ir tomando esa disposición eclesiástica, pues que a dicho concilio
asistían setenta
y cinco obispos. Mucho mayor era el número en el concilio de Clermont
en Auvernia, celebrado por el mismo Urbano II, en el año 1095, pues que contaba nada menos que trece arzobispos, doscientos veinte
obispos y muchos abades.
En su canon 1º confirma la Tregua con respecto al jueves,
viernes, sábado y domingo; pero quiere que se observe todos los días de la
semana con respecto a los monjes, clérigos y mujeres.
En los cánones 29 y 30 se dispone que, si alguno perseguido
por su enemigo se refugia junto a una cruz, debe estar allí tan seguro como
si hubiese buscado asilo en la iglesia. Esta enseña sublime de redención,
después de haber dado salud al linaje humano empapándose en la cima del Calvario
con la sangre del Hijo de Dios, servía ya de amparo a los que en el asalto
de Roma se refugiaban en ella huyendo del furor de los bárbaros; y siglos
después encontramos que levantada en los caminos salvaba todavía al desgraciado
que se abrazaba con ella huyendo de un enemigo, sediento de venganza.
283 El concilio de Ruan, celebrado en el año 1096, extiende
todavía más el dominio de la Tregua mandando observarla desde el domingo antes
del miércoles de ceniza hasta la segunda feria después de la octava de Pentecostés,
desde la puesta del sol; en el miércoles antes del Adviento hasta la octava
de la Epifanía, y en cada semana, desde el miércoles puesto el sol hasta su
salida del lunes siguiente; y por fin, en todas las fiestas y vigilias de
la Virgen y de los apóstoles.
En el canon 2º se ordena que gocen de una paz perpetua todos
los clérigos, monjes y religiosas, mujeres, peregrinos, mercaderes y sus criados,
los bueyes y caballos de arado, los carreteros, los labradores y todas las
tierras que pertenecen a los santos, prohibiendo acometerlos, robarlos o ejercer
en ellos alguna violencia.
En aquella época se conoce que la ley se sentía más fuerte,
y que podía exigir la obediencia en tono más severo; pues vemos que en el
canon 3º del mismo concilio se prescribe que todos los varones que hayan cumplido
doce años presten juramento de conservar la Tregua; y en el canon 4º se excomulga
a los que se resistan a prestarle, así como algunos años después, a saber,
en 1115, la Tregua empieza a comprender no ya algunas temporadas, sino años
enteros; el concilio de Trova en la Pulla, celebrado en dicho año por el Papa Pascual, establece la Tregua
por tres años.
Los papas continuaban con ahínco la obra comenzada, sancionando
con el peso de su autoridad y difundiendo con su influencia, entonces universal
y poderosa en toda la Europa, la observancia de la Tregua. Ésta, aunque en
la apariencia no fuese otra cosa que un acatamiento a la religión por parte
de las pasiones violentas, que por respeto a ella suspendían sus hostilidades,
era en el fondo el triunfo del derecho sobre el hecho, y uno de los más admirables
artificios que se han visto empleados jamás para suavizar las costumbres de
un pueblo bárbaro.
Quien se veía precisado a no poder echar mano de la fuerza,
en cuatro días de la semana, y largas temporadas del año, claro es que debía
de inclinarse a costumbres más suaves, no empleándola nunca. Lo que cuesta
trabajo no es convencer al hombre de que obra mal, sino hacerle perder el
hábito de obrar mal: y sabido es que todo hábito se engendra por la repetición
de los actos, y se pierde cuanto se logra que éstos cesen por algún tiempo.
Así es sumamente satisfactorio el ver que los papas procuraban
sostener y propagar esa Tregua renovando el mandamiento de su observancia
en concilios numerosos, y por tanto de una influencia más eficaz y universal.
En el concilio de Reims, abierto por el mismo pontífice Calixto II en 1119,
se expidió un decreto en confirmación de la misma Tregua.
284 Asistieron a este concilio trece arzobispos, más de doscientos
obispos, y un gran número de abades eclesiásticos distinguidos en dignidad.
Se inculcó la misma observancia en
el concilio de Letrán IX, general, celebrado en 1123, congregado por Calixto
II. Eran más
de trescientos los prelados, entre arzobispos y obispos, y el número de los
abades pasaba de seiscientos.
En 1130 se insiste
sobre lo mismo en el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado por Inocencio
II, renovándose los reglamentos pertenecientes a la observancia de la Tregua;
y en el concilio de Aviñón en 1209, celebrado por Hugo, obispo de Riez, y
Alilón, notario del papa Inocencio III, ambos legados de la Santa Sede, se
confirman las leyes anteriormente establecidas para la observancia de la paz
y de la Tregua, condenándose a los revoltosos que la perturbaban. En el concilio
de Montpellier celebrado en 1215, juntado por Roberto de Corceón, y presidido
por el cardenal de Benevento como legado que era en la provincia, se renueva
y confirma todo cuanto en distintos tiempos se había arreglado para la seguridad
pública, y más recientemente para la subsistencia de la paz entre señor y
señor y entre los pueblos.
A los que han mirado la intervención de la autoridad eclesiástica
en los negocios civiles como una usurpación de las atribuciones del poder
público, se podría preguntarles si puede ser usurpado lo que no existe, y
si un poder incapacitado para ejercer sus atribuciones propias, se quejaría
con razón de que las ejerciese otro que tuviese para ello la inteligencia
y la fuerza necesarias.
No se quejaba entonces el poder público de esas pretendidas
usurpaciones, y así los gobiernos como los pueblos las miraban como muy justas
y legítimas, porque, como se ha dicho más arriba, eran naturales, necesarias,
traídas por la fuerza de los acontecimientos, dimanadas de la situación de
las cosas. Por cierto que sería ahora curioso ver que los obispos se ocupasen
de la seguridad de los caminos, que publicasen edictos contra los incendiarios,
los ladrones, los que cortasen los olivos o causasen otros estragos semejantes;
pero en aquellos tiempos se consideraba este proceder como
muy natural y muy necesario. Merced a estos cuidados de la Iglesia,
a este solícito desvelo que después se ha culpado con tanta ligereza, pudieron
echarse los cimientos de ese edificio social cuyos bienes disfrutamos, y llevarse
a cabo una reorganización que hubiera sido imposible sin la influencia religiosa
y sin la acción de la potestad eclesiástica.
¿Queréis saber el concepto que debe formarse de un hecho,
descubriendo si es hijo de la naturaleza misma de las cosas, o efecto de combinaciones
astutas?
285 Reparad el modo con que se presenta, los
lugares en que nace, los tiempos en que se verifica; y cuando le veáis reproducido
en épocas muy distantes, en lugares muy lejanos, entre hombres que no han
podido concertarse, estad seguros de que lo que obra allí no es plan del hombre,
sino la fuerza misma de las cosas.
Estas condiciones se verifican de un modo palpable en la
acción de la potestad eclesiástica sobre los negocios públicos. Abrid los
concilios de aquellas épocas y por doquiera os ocurrirán los mismos hechos;
así, por ejemplo, el concilio de Palencia en el reino de León, celebrado en
1129, ordena en su canon 12º que se destierre o se recluya en un monasterio
a los que acometan a los clérigos, monjes, mercaderes, peregrinos y mujeres.
Pasad a Francia,
y encontraréis el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado en 1130, que
en su canon 139 excomulga a los incendiarios.
En 1157 os ocurrirá el concilio de Reims mandando en su canon 39 que durante la guerra no se toque la
persona de los clérigos, monjes, mujeres, viajantes, labradores y viñeros.
Pasad a Italia y
encontraréis el concilio de Letrán XI, general, convocado en 1179, que prohíbe
en su canon 224 maltratar e inquietar a los monjes, clérigos, peregrinos,
mercaderes, aldeanos que van de viaje o están ocupados en la agricultura,
y a los animales empleados en ella.
En el canon 249 se
excomulga a los que apresen o despojen a los cristianos que navegan para su
comercio u otras causas legítimas y a los que roben a los náufragos, si no
restituyen lo robado.
Pasando a Inglaterra,
encontramos el concilio de Oxford, celebrado en 1222 por Esteban Langton,
arzobispo de Canterbury, prohibiendo en el canon 209 que nadie pueda tener
ladrones para su servicio.
En Suecia el concilio
de Arbogen, celebrado en 1396 por Enrique, arzobispo de Upsal, dispone en
su canon 5º que no se conceda sepultura eclesiástica a los piratas, raptores,
incendiarios, ladrones de caminos reales, opresores de pobres y otros malhechores.
Por manera que en todas partes y en todos tiempos, se encuentra
el mismo hecho: la Iglesia luchando contra la injusticia, contra la violencia,
y esforzándose por reemplazarlas con el reinado de la justicia y de la ley.
Yo no sé con qué espíritu han leído algunos la historia eclesiástica
que no hayan sentido la belleza del cuadro que se ofrece en las repetidas
disposiciones que no he hecho más que apuntar, todas dirigidas a proteger
al débil contra el fuerte. Si al clérigo y al monje, como débiles que son
por pertenecer a una profesión pacífica, se les protege de una manera particular
en los cánones citados, notamos que se dispensa la misma protección a las
mujeres, a los peregrinos, a los mercaderes, a los aldeanos que van de viaje
y se ocupan en los trabajos del campo, a los animales de cultivo, en una palabra,
a todo lo débil.
286Y cuenta que esta protección no es un mero arranque de generosidad
pasajera, es un sistema seguido en lugares muy diferentes, continuado por
espacio de siglos, desenvuelto y aplicado por los medios que la caridad sugiere,
inagotable en recursos y artificios cuando se trata de hacer el bien, y de
evitar el mal. Y por cierto que aquí no puede decirse que la Iglesia obrase
por miras interesadas, porque ¿cuál era el provecho material que podía resultarle
de impedir el despojo de un oscuro viajante, el atropellamiento de un pobre
labrador, o el insulto hecho a una desvalida mujer?
El espíritu que la
animaba entonces, a pesar de los abusos que consigo traía la calamidad de
los tiempos, el espíritu que la animaba entonces como ahora, era el Espíritu
de Dios; ese Espíritu que le comunica sin cesar una decidida inclinación a
lo bueno, a lo justo, y que la impele de continuo a buscar los medios más
a propósito para realizarlo.
Juzgue ahora el lector imparcial si esfuerzos tan continuados
por parte de la Iglesia para desterrar de la sociedad el dominio de la fuerza
debieron o no contribuir a suavizar las costumbres. Esto aun limitándonos
al tiempo de paz; pues por lo que toca al de guerra, no es necesario siquiera
detenerse en probarlo.
El voe victis de los antiguos ha desaparecido en la historia
moderna, merced a la religión divina que ha inspirado a los hombres otras
ideas y sentimientos; merced a la Iglesia católica que con su celo por la
redención de los cautivos ha suavizado las máximas feroces de los romanos,
que conceptuaban necesario para hacer a los hombres valientes no dejarles
esperanza de salir de esclavitud, en caso que a ella los condujesen los azares
de la guerra.
Si el lector quiere
tomarse la pena de leer el capítulo XVII de esta obra con el § 3 de la nota
15, donde se hallan algunos de los muchos documentos que se podrían citar
sobre este punto, formará cabal concepto de la gratitud que se merece la Iglesia
Católica por su caridad, su desprendimiento, su celo incansable en favor de
los infelices que, privados de libertad, gemían en poder de los enemigos.
A esto debe añadirse
también la consideración de que, abolida la esclavitud, había de suavizarse
por necesidad el sistema de la guerra. Porque, si al enemigo no era lícito
matarle una vez rendido, ni tampoco retenerle en esclavitud, todo se reducía
a detenerle el tiempo necesario para que no pudiese hacer daño, o hasta que
se recibiese por él la compensación correspondiente. He aquí el sistema moderno
que consiste en retener los prisioneros hasta que se haya terminado la guerra
o verificado un canje.
287Bien que, según lo dicho más arriba, la suavidad de costumbres
consista, propiamente hablando, en la exclusión de la fuerza, no obstante,
como en este mundo todo se enlaza, no debe mirarse esta exclusión de un modo
abstracto, considerando posible que exista por la sola fuerza del desarrollo
de la inteligencia. Una de las condiciones necesarias para una verdadera suavidad
de costumbres, es que no sólo se eviten en cuanto sean posibles los medios
violentos, sino que además se empleen los benéficos.
Si esto no se verifica, las costumbres serán más bien enervadas
que suaves, y el uso de la fuerza no será desterrado de la sociedad, sino
que andará en ella disfrazado con artificio. Por estas razones, conviene echar
una ojeada sobre el principio de donde ha sacado la civilización europea el
espíritu de beneficencia que la distingue, pues que así se acabará de manifestar
que al Catolicismo es debida principalmente nuestra suavidad de costumbres.
Además, que aun prescindiendo del enlace que con esto tiene la beneficencia,
ella por sí sola entraña demasiada importancia, para que sea posible desentenderse
de consagrarle algunas páginas, cuando se hace una reseña analítica de los
elementos de nuestra civilización VER NOTA 22
LAS COSTUMBRES no serán jamás suaves, si no existe la beneficencia
pública. De suerte que la suavidad y esta beneficencia, si bien no se confunden,
no obstante se hermanan. La beneficencia pública propiamente tal era desconocida
entre los antiguos. El individuo podía ser benéfico una que otra vez, la sociedad
no tenía entrañas. Así es que la fundación ele establecimientos públicos de
beneficencia no entró jamás en su sistema de administración. "¿Qué hacían,
pues, de los desgraciados?", se nos dirá; y nosotros responderemos a
esta pregunta con el autor del Genio del Cristianismo: "tenían dos conductos
para deshacerse de ellos: el infanticidio y la esclavitud".
Dominaba ya el Cristianismo en todas partes y vemos todavía
que los rastros de costumbres atroces daban mucho que entender a la autoridad
eclesiástica.
288
El concilio de Vaisón celebrado en el año 442,
al establecer un reglamento sobre pertenencia legítima de los expósitos, manda
castigar con censura eclesiástica a los que perturbaban con reclamaciones
importunas a las personas caritativas que habían recogido un niño; lo que
hacía el concilio con la mira de no apartar de esta costumbre benéfica, porque
en el caso contrario, según añade, estaban expuestos a ser comidos por los
perros.
No dejaban todavía
de encontrarse algunos padres desnaturalizados que mataban a sus hijos; pues
que un concilio de Lérida, celebrado en 546, impone siete años de penitencia
a los que cometan semejante crimen; y el de Toledo, celebrado en 589, dispone
en su canon 179 que se impida que los padres y madres quiten la vida a sus
hijos.
No estaba, sin embargo, la dificultad en corregir estos excesos,
que por su misma oposición a las primeras ideas de moral, y por su repugnancia
a los sentimientos más naturales, se prestaban de suyo a ser desarraigados
y extirpados. La dificultad consistía en encontrar los medios para organizar
un vasto sistema de beneficencia, donde estuviesen siempre a la mano los socorros,
no sólo para los niños, sino también para los viejos inválidos, para los enfermos,
para los pobres que no pudiesen vivir de su trabajo, en una palabra, para
todas las necesidades.
Como nosotros vemos esto planteado ya y nos hemos familiarizado
con su existencia, nos parece una cosa tan natural y sencilla que apenas acertamos
a distinguir una mínima parte del mérito que encierra. Supóngase empero por
un instante que no existiesen semejantes establecimientos, trasladémonos con
la imaginación a aquella época en que no se tenía de ellos ni idea siquiera,
¿qué esfuerzos tan continuados no supone el plantearlos y organizarlos?
Es claro que, extendida por el mundo la caridad cristiana,
debían ser socorridas todas las necesidades con más frecuencia y eficacia
que no lo eran anteriormente, aun suponiendo que el ejercicio de ella se hubiese
limitado a medios puramente individuales; porque nunca habría faltado un número
considerable de fieles que hubieran recordado las doctrinas y el ejemplo de
Jesucristo, quien, mientras nos enseñaba la obligación de amar a los demás
hombres como a nosotros mismos, y esto no con un afecto estéril, sino dando
de comer al hambriento, de beber al que tiene sed, vistiendo al desnudo y
visitando al enfermo y al encarcelado, nos ofrecía en su propia conducta un
modelo de la práctica de esta virtud.
289
De mil
maneras podía ostentar el infinito poder que tenía sobre el cielo y la tierra;
al imperio de su voz se hubieran humillado dóciles todos los elementos, los
astros se hubieran detenido en su carrera, y la naturaleza toda hubiera suspendido
sus leyes; pero es de notar que se complace en manifestar su omnipotencia,
en atestiguar su divinidad, haciendo milagros que servían de remedio o consuelo
de los desgraciados. Su vida está comprendida en la sencillez sublime de aquellas
dos palabras del sagrado texto: Pertransit benefaciendo. Pasó haciendo
bien.
Sin embargo, por más que pudiese esperarse de la caridad
cristiana entregada a sus propias inspiraciones y obrando en la esfera meramente
individual, no era conveniente dejarla en semejante estado, sino que era menester
realizarla en instituciones permanentes, por medio de las cuales se evitase
que el socorro de las necesidades estuviese sujeto a las contingencias inseparables
de todo lo que depende de la voluntad del hombre y de circunstancias de momento.
Por este motivo, fue sumamente cuerdo y previsor el pensamiento
de plantear un gran número de establecimientos de beneficencia.
La Iglesia fue quien lo concibió y lo realizó; y en esto
no hizo otra cosa que aplicar a un caso particular la regla general de su
conducta: no dejar nunca a la voluntad del individuo lo que puede vincularse
a una institución.
Y es digno de notarse que ésta es una de las razones de la
robustez que tiene todo cuanto pertenece al Catolicismo; de manera que, así
como el principio de la autoridad en materias de dogma le conserva la unidad
y la firmeza en la fe, así la regla de reducirlo todo a instituciones asegura
la solidez y duración a todas sus obras. Estos dos principios tienen entre
sí una correspondencia íntima; porque, si bien se mira, el uno supone la desconfianza
en el entendimiento del hombre, el otro en su voluntad y en sus medios individuales.
El uno supone que el hombre no se basta a sí mismo para el
conocimiento de muchas verdades, el otro que es demasiado veleidoso y débil
para que el hacer el bien pueda quedar encomendado a su inconstancia y flaqueza.
Y ni uno ni otro hacen injuria al hombre, ni uno ni otro rebajan su dignidad;
no hacen más que decirle lo que en realidad es sujeto al error, inclinado
al mal, variable en sus propósitos y escaso en sus recursos. Verdades tristes,
pero atestiguadas por la experiencia de cada día, y cuya explicación nos ofrece
la religión cristiana asentando como dogma fundamental la caída del humano
linaje en la prevaricación del primer padre.
El Protestantismo, siguiendo principios diametralmente opuestos,
aplica también a la voluntad el espíritu de individualismo que predica para
el entendimiento, y así es que de suyo es enemigo de instituciones.
Concretándonos al objeto que nos ocupa, vemos que su primer
paso en el momento de su aparición fue destruir lo existente, sin pensar cómo
podría reemplazarse.
290
Increíble parecerá que Montesquieu haya llegado
al extremo de aplaudir esa obra de destrucción, y ésta es otra prueba de la
maligna influencia ejercida sobre los espíritus por la pestilente atmósfera
del siglo pasado. "Enrique VIII, dice el citado autor, queriendo reformar la Inglaterra
destruyó los frailes; gente perezosa que fomentaba la pereza de los demás,
porque practicando la hospitalidad, hacía que una infinidad de personas ociosas,
nobles y de la clase del pueblo, pasasen su vida corriendo de convento en
convento. Quitó también los hospitales donde el pueblo bajo encontraba su
subsistencia, como los nobles la suya en los monasterios. Desde aquella época
se estableció en Inglaterra el espíritu de industria y de comercio". (Espíritu de las leyes. Lib. 23, cap. 29.)
Que Montesquieu hubiese encomiado la conducta de Enrique
VIII en destruir los conventos apoyándose en la miserable razón de que, faltando
la hospitalidad que en ellos se encontraba, se quitaría a los ociosos este
recurso, es cosa que no fuera de extrañar, supuesto que semejantes vulgaridades
eran del gusto de la filosofía que empezaba a cundir a la sazón.
En todo lo que estaba en oposición con las instituciones
del Catolicismo se pretendía encontrar profundas razones de economía y de
política; cosa muy fácil, porque un ánimo preocupado encuentra en los libros,
como en los hechos, todo lo que quiere.
Podía sin embargo preguntarse a Montesquieu cuál había sido
el paradero de los bienes de los conventos; y como de esos pingues despojos
cupo una buena parte a esos mismos nobles que antes encontraban allí la hospitalidad,
quizás podría reconvenirse al autor del Espíritu de las leyes, por haber pretendido
disminuir la ociosidad de éstos por un medio tan singular como era darles
los bienes de aquéllos que los hospedaban.
Por cierto que teniendo los nobles en su casa los mismos
bienes que sufragaban para darles hospitalidad, se les ahorraba el trabajo
de correr de convento en convento. Pero lo que no puede tolerarse es que presente
como un golpe maestro en economía política "el haber quitado los hospitales
donde el pueblo bajo encontraba su subsistencia". ¡Qué! ¿A tan poco alcanza
vuestra vista, tan despiadada es vuestra filosofía, que creáis conducente
para el fomento de la industria y comercio la destrucción de los asilos del
infortunio?
Y es lo peor, que seducido Montesquieu por el prurito de
hacer lo que se llama observaciones nuevas y picantes, llega al extremo de
negar la utilidad de los hospitales, pretendiendo que en Roma ésta es la causa
de que viva en comodidad todo el mundo, excepto los que trabajan.
291
Si las naciones son pobres, no quieren hospitales;
si son ricas, tampoco; y para sostener esa paradoja inhumana se apoya en las
razones que verá el lector en las siguientes palabras: "Cuando la nación
es pobre, dice, la pobreza particular dimana de la miseria general; y no es
más, por decirlo así, que la misma miseria general. Todos los hospitales no
sirven entonces para remediar esa pobreza particular; al contrario, el espíritu
de pereza que ellos inspiran aumenta la
pobreza general, y por consiguiente la particular". He aquí los hospitales presentados como dañosos a las naciones
pobres, y por tanto condenados.
Oigamos ahora por lo tocante a las ricas. "He dicho que las naciones ricas necesitaban
hospitales, porque en ellas está sujeta la fortuna a mil accidentes; pero
echase de ver que socorros pasajeros valdrían mucho mas que establecimientos
perpetuos. El mal es momentáneo, de consiguiente es menester que los socorros
sean de una misma clase y aplicables al accidente particular". (Espíritu de las leyes. Lib. 23, cap. 29.)
Difícil es encontrar nada más vacío y más falso que lo que
se acaba de citar; de cierto que, si por semejante muestra se hubiese de juzgar
esa obra cuyo mérito se ha exagerado tanto, merecería una calificación aun
más severa de la que le da M. Bonald cuando la llama "la
mas profunda de las obras superficiales".
Afortunadamente para los pobres, y para el buen orden de
la sociedad, la Europa en general no ha adoptado esas máximas; y en este punto,
como en muchos otros, se han dejado aparte las preocupaciones contra el Catolicismo,
y se ha seguido con más o menos modificaciones el sistema que el había enseñado.
En la misma Inglaterra existen en considerable número los
establecimientos de beneficencia, sin que se crea que, para aguijonear la
diligencia del pobre, sea menester exponerle al peligro de perecer de hambre.
Conviene sin embargo observar que ese sistema de establecimientos públicos
de beneficencia, generalizado en la actualidad por toda Europa, no hubiera
existido sin el Catolicismo; y puede asegurarse que, si el cisma religioso
protestante hubiese tenido lugar antes de que se plantease y organizase el
indicado sistema, no disfrutaría actualmente la sociedad europea de unos establecimientos
que tanto la honran, y que además son un precioso elemento de buena policía
y de tranquilidad pública.
No es lo mismo fundar y sostener un establecimiento de esta
clase, cuando ya existen muchos otros del mismo género, cuando los gobiernos
tienen a la mano inmensos recursos y disponen de la fuerza necesaria para
proteger todos los intereses, que plantear un gran número de ellos cuando
no hay tipos a que referirse, cuando se han de improvisar los recursos de
mil maneras diferentes, cuando el poder público no tiene ni prestigio ni fuerza
para mantener a raya las pasiones violentas que se esfuerzan en apoderarse
de todo lo que les ofrece algún cebo.
292 Lo primero se ha hecho en los tiempos modernos desde la
existencia del Protestantismo, lo segundo lo había hecho siglos antes la Iglesia
Católica.
Y nótese bien que lo que se ha realizado en los países protestantes
a favor de la beneficencia, no ha sido más que actos administrativos del gobierno,
actos que necesariamente debía inspirarle la vista de los buenos resultados
que hasta entonces habían producido semejantes establecimientos. Pero el Protestantismo
en sí, y considerado como Iglesia separada, nada ha hecho. Ni tampoco podía
hacer, pues que allí donde conserva algo de organización jerárquica, es un
puro instrumento del poder civil, y por tanto no puede obrar por inspiración
propia.
Para acabar de esterilizarse en este punto, tiene, además
del vicio de su constitución, sus preocupaciones contra los institutos religiosos
tanto de hombres como de mujeres; y así está privado de uno de los poderosos
medios que tiene el Catolicismo para llevar a cabo las obras de caridad más
arduas y penosas. Para los grandes actos de caridad es necesario el desprendimiento
de todas las cosas, y hasta de sí mismo; y esto es lo que se encuentra eminentemente
en las personas consagradas a la beneficencia en un instituto religioso; allí
se empieza por el desprendimiento, raíz de todos los demás: el de la propia
voluntad.
La Iglesia Católica, lejos de proceder en esta parte por
inspiraciones del poder civil, ha considerado como objeto propio el cuidar
del socorro de todas las necesidades; y los obispos han sido considerados
como los protectores y los inspectores natos de los establecimientos de beneficencia.
Y de aquí es que por derecho común los hospitales estaban sujetos a los obispos,
y en la legislación canónica ha ocupado siempre un lugar muy principal el
ramo de establecimientos de beneficencia.
Es antiquísimo en la Iglesia el legislar sobre esos establecimientos,
y. así vemos que el concilio de Calcedonia, al prescribir que esté bajo la
autoridad del obispo de la ciudad el clérigo constituido in ptochiis, esto es, según explicación
de Zonaras, "en unos
establecimientos destinados al alimento y cuidado de los pobres, como son
aquéllos donde se reciben y mantienen los pupilos, los viejos y enfermos", usa la siguiente
expresión: según la tradición de los santos Padres, indicando con esto que
existían ya disposiciones antiguas de la Iglesia sobre tales objetos, pues
que ya entonces se apelaba a la tradición tratándose de arreglar algún punto
a ellos concerniente. Son conocidas también de los eruditos las antiguas Diaconías,
lugares de beneficencia donde se recogían viudas pobres, huérfanos, viejos
y otras personas miserables.
Cuando con la irrupción de los bárbaros se introdujo por
todas partes el dominio de la fuerza, los bienes que habían adquirido, o que
en lo sucesivo adquiriesen los hospitales, estaban muy mal seguros, pues que
de suyo ofrecían un cebo muy, estimulante. No faltó empero la Iglesia a cubrirlos
con su protección. La prohibición de apoderarse de ellos se hacía de un modo
muy severo, y los perpetradores de este atentado eran castigados como homicidas
de pobres.
El concilio de Orleáns, celebrado en el año 549, prohíbe,
en su canon 139, el apoderarse de los bienes de hospitales; y en el canon
154 confirmando la fundación de un hospital hecho en Lyon por el rey Childeberto
y la reina Ultragotha, encargando la seguridad y la buena administración de
sus bienes, impone a los contraventores la pena de anatema como reos de homicidio
de pobres.
Ciertas disposiciones sobre los pobres, que son a un tiempo
de beneficencia y, de policía, y adoptadas en la actualidad en varios países,
las encontramos en antiquísimos concilios; como el formar una lista de los
pobres de la parroquia, el obligar a ésta a, mantenerlos, y otras semejantes.
Así el concilio de Tours, celebrado por los años de 566 ó
567, ordena en su canon 54 que cada ciudad mantenga sus pobres y que los sacerdotes
rurales y sus feligreses alimenten los suyos, para evitar que los mendigos
anden vagabundos por las ciudades y provincias.
Por lo que toca a los leprosos, el canon 219 del concilio
de Orléans, poco ha citado, prescribe que los obispos cuiden particularmente
de los pobres leprosos de su diócesis, suministrándoles del fondo de la Iglesia
alimento y vestido; y el concilio de Lyon, celebrado en el año 583, manda
en su canon 69 que los leprosos de cada ciudad y su territorio sean mantenidos
a expensas de la Iglesia, cuidando de esto el obispo.
Teníase en la Iglesia una matrícula de los pobres para distribuirles
una parte de los bienes, y estaba expresamente prohibido el recibir nada de
ellos por inscribirlos en la misma. En el concilio de Reims, celebrado en
el año 874, se prohíbe en el 29 de sus cinco artículos, el recibir nada de
los pobres que se matriculaban, y esto so pena de deposición.
La solicitud por la mejora de la suerte de los presos que
tanto se ha desplegado en los tiempos modernos, es antiquísima en la Iglesia;
y es de notar que ya en el siglo vi había en ella un visitador de cárceles.
El arcediano, o el propósito de la iglesia, tenían la obligación
de visitar los presos todos los domingos.
294
No se exceptuaba de esta solicitud ninguna clase
de criminales; y el arcediano debía enterarse de sus necesidades y suministrarles
el alimento y lo demás que necesitasen por medio de una persona recomendable
elegida por el obispo. Así consta del canon 204 del concilio de Orléans, celebrado
en el año 549.
Larga sería la tarea de enumerar ni aun una pequeña parte
de las disposiciones que atestiguan el celo desplegado por la Iglesia en el
consuelo y alivio de todos los desgraciados; ni esto fuera propio de este
lugar, dado que sólo me he propuesto comparar el espíritu del Protestantismo
con el del Catolicismo con respecto a las obras de beneficencia.
Pero ya que el mismo desarrollo de la cuestión me ha llevado
como de la mano a algunas indicaciones históricas, no puedo menos de recordar
el capítulo 141 del concilio de Aix-la-Chapelle, donde se ordena que los prelados,
siguiendo los ejemplos de sus predecesores, funden un hospital para recibir
tantos pobres cuantos alcancen a mantener las rentas de la Iglesia.
Los canónigos habían de dar al hospital el diezmo de sus
frutos, y uno de ellos debía ser nombrado para recibir a los pobres y extranjeros,
y para la administración del hospital. Esto en la regla para los canónigos.
En la regla para las canonesas dispone el mismo concilio que se establezca
un hospital cerca del monasterio y que dentro del mismo haya un sitio destinado
para recibir a las mujeres pobres. De esta práctica resultó que muchos siglos
después se veían en varias partes hospitales junto a la iglesia de los canónigos.
Llegando a tiempos más cercanos, son en muy crecido número
los institutos que se fundaron con objetos de beneficencia, siendo de admirar
la fecundidad con que brotaban por dondequiera los medios de socorrer las
necesidades que se iban ofreciendo.
No es dado calcular
a punto fijo lo que hubiera sucedido sin la aparición del Protestantismo;
pero discurriendo por analogía se puede conjeturar que, si el desarrollo de
la civilización europea se hubiese llevada a su complemento bajo el principio
de la unidad religiosa, y sin las revoluciones y reacciones incesantes en
que se halló sumida la Europa, merced a la pretendida reforma, no habría dejado
de nacer del seno de la religión católica algún sistema general de beneficencia,
que organizado en una gran escala y conforme a lo que han ido exigiendo los
nuevos progresos de la sociedad, quizás hubiera prevenido o remediado esa
plaga del pauperismo que es el cáncer de los pueblos modernos.
¿Qué no podía esperarse de los esfuerzos de toda la inteligencia
y de todos los recursos de Europa, obrando de concierto para lograr este objeto?
295
Desgraciadamente se rompió la unidad en la fe,
se desconoció la autoridad que debía ser el centro en adelante como la había
sido hasta allí, y desde entonces la Europa, que estaba desatinada a ser en
breve un pueblo de hermanos, se convirtió en un campo de batalla donde se
peleó con inaudito encarnizamiento.
El rencor, engendrado por la diferencia de religión, no permitió
que se aunasen los esfuerzos para salir al paso a las nuevas complicaciones
y necesidades que iban a brotar de la organización social y política alcanzada
por la Europa a costa de los trabajos de tantos siglos; en lugar de esto se
aclimataron entre nosotros las disputas rencorosas, la insurrección y la guerra.
Es menester
no olvidar que con el cisma de los protestantes no sólo se ha impedido la
reunión de todos los esfuerzos de Europa para alcanzar el fin indicado, sino
que se ha causado además otro mal muy grave, cual es que el Catolicismo no
ha podido obrar de una manera regular, aun en los países donde se ha conservado
con predominio, o principal o exclusivo.
Casi siempre ha tenido que mantenerse en actitud de defensa,
y así se ha visto precisado a gastar una gran parte de sus recursos en procurarse
medios de salvar su existencia propia. Resulta de esto ser muy probable que
el orden actual de cosas en Europa es del todo diferente del que hubiera sido
en la suposición contraria, y que tal vez en este último caso no hubiera sido
necesario fatigarse en esfuerzos impotentes contra un mal que, según todas
las apariencias, si no se imaginan otros medios que los conocidos hasta aquí,
es poco menos que incurable.
Se me dirá que en tal caso la Iglesia hubiera conservado
una autoridad excesiva sobre todo el ramo de beneficencia, lo que habría sido
una limitación injusta de las facultades del poder civil; pero esto es un
error. Porque es falso que la Iglesia pretendiese nada que no estuviese muy
de acuerdo con lo que exige el mismo carácter de protectora de todos los desgraciados
de que se halla tan dignamente revestida.
Verdad es que en
ciertos siglos apenas se oye otra voz, ni se ve otra acción que la suya en
todo lo tocante al ramo de beneficencia; pero es menester observar que en
aquellos siglos estaba muy lejos el poder civil de poseer una administración
ordenada y vigorosa, con que pudiese auxiliar como corresponde a la Iglesia.
Tanto dista de haber mediado en esto ninguna ambición por parte de ella, que
antes bien, llevada por su celo sin límites había cargado sobre sus hombros
todo el cuidado así de lo espiritual como de lo temporal, sin reparar en ninguna
clase de sacrificios y dispendios.
296
Tres siglos han pasado desde el funesto acontecimiento
que lamentamos, y Europa, que durante este tiempo ha estado sujeta en buena
parte a la influencia del Protestantismo, no ha dado un solo paso más allá
de lo que estaba ya hecho antes de aquella época.
No puedo creer que si estos tres siglos hubiesen corrido
bajo la influencia exclusiva del Catolicismo, no hubiese brotado de su seno
alguna invención caritativa, que hubiese elevado los sistemas de beneficencia
a toda la altura reclamada por la complicación de los nuevos intereses. Echando
una ojeada sobre los varios sistemas que fermentan en el espíritu de los que
se ocupan de esta cuestión gravísima, figura la asociación bajo una u otra
forma. Cabalmente éste ha sido siempre uno de los principios favoritos del
Catolicismo, el cual, así como proclama la unidad en la fe, así proclama también
la unión en todo.
Pero hay la diferencia que muchas de las asociaciones que
se conciben y plantean no son más que aglomeración de intereses, faltándoles
la unión de voluntades, la unidad de fin, circunstancias que no se encuentran
sino por medio de la caridad cristiana; y no obstante son necesarias estas
circunstancias para llevar a cabo las grandes obras de beneficencia, si en
ella se ha de encontrar algo más que una medida de administración pública.
Esta administración de poco sirve cuando no es vigorosa; y desgraciadamente,
cuando alcanza este vigor, su acción se resiente un poco de la dureza y tirantez
de los resortes. Por esto se necesita la caridad cristiana que, filtrándose
por todas partes a manera de bálsamo, suavice lo que tenga de duro la acción
del hombre.
¡Ay de los desgraciados que no reciban el socorro en sus
necesidades, sino por medio de la administración civil, sin intervención de
la caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público la filantropía
exagerará los cuidados que prodiga al infortunio, pero en la realidad las
cosas pasarán de otra manera.
El amor de nuestros hermanos, si no está fundado en principios
religiosos, es tan abundante de palabras como escaso de obras. La vista del
pobre, del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para
que podamos soportarla por mucho tiempo, cuando no nos obligan a ello muy
poderosos motivos. ¡Cuánto menos se puede esperar que los cuidados penosos,
humillantes, de todas horas, que reclama el socorro de esos infelices, puedan
ser sostenidos cual conviene por un vago sentimiento de humanidad! No, donde
falte la caridad cristiana podrá haber puntualidad, exactitud, todo lo que
se quiere de parte de los asalariados para servir, si el establecimiento está
sujeto a una buena Administración; pero faltará una cosa que con nada se suple,
que no se paga, el amor. Mas se nos dirá: ¿no tenéis fe en la filantropía?
No, porque, como ha dicho Chateaubriand, la filantropía es la moneda falsa
de la caridad.
Muy razonable era, pues, que la Iglesia tuviese una intervención
directa en todos los ramos de beneficencia, pues que ella era quien debía
saber mejor que nadie el modo de hacer obrar la caridad cristiana, aplicándola
a todo linaje de necesidades y miserias. No era esto satisfacer la ambición,
sino dar pábulo al celo; no era reclamar un privilegio, sino hacer valer un
derecho. Por lo demás, si os empeñareis en apellidar ambición a este deseo,
al menos no podréis negarnos que es una ambición de nueva clase, una ambición
bien digna de gloria y prez, la de reclamar el privilegio de socorrer y consolar
el infortunio. VER NOTA 23.
LA CUESTIÓN sobre la suavidad de costumbres, tratada en los
capítulos anteriores, me conduce naturalmente a otra harto difícil ya de suyo,
y que además ha llegado a ser en extremo espinosa a causa de las muchas preocupaciones
que la rodean. Hablo de la tolerancia en materias religiosas. Para ciertos
hombres la palabra Catolicismo es sinónima de intolerancia; y es tal el embrollo
de ideas en este punto, que es tarea trabajosa el empeño de aclarárselas.
Basta pronunciar el nombre de intolerancia, para que el ánimo de algunas personas
se sienta asaltado de toda clase de ideas tétricas y horrorosas. La legislación,
las instituciones, los hombres de los tiempos pasados, todo es condenado sin
apelación, al menor asomo que se descubre de intolerancia. Las causas que
a esto contribuyen son varias; pero si se quiere señalar la principal, se
podría repetir la profunda sentencia de Catón, cuando acusado a la edad de
86 años, de no se qué delitos de su vida, en épocas muy anteriores, dijo:
"Difícil es dar cuenta de la propia conducta a hombres de otro siglo
del que uno ha vivido".
298
Cosas hay, sobre las que no es posible formar
juicio acertado, sin poseer, no sólo el conocimiento, sino un sentimiento
vivo de la época en que se realizaron. ¿Y cuántos son los hombres capaces
de llegar a este punto? Pocos son los que consiguen poner su entendimiento
a cubierto del influjo de la atmósfera que los circunda; pero todavía son
menos los que lo alcanzan con respecto al corazón. Cabalmente el siglo en
que vivimos es el reverso de los siglos de la intolerancia, y he aquí la primera
dificultad que ocurre en la discusión de esta clase de cuestiones.
El acaloramiento y la mala fe de algunos que las examinaron
han tenido también no escasa parte en el extravío de la opinión. Nada existe
en el mundo que no pueda desacreditarse si no se mira más que por un lado;
porque las cosas miradas así, son falsas o, en otros términos, no son ellas
mismas.
Todo cuerpo tiene tres dimensiones; quien no atienda más
que a una, no se forma idea del cuerpo, sino de una cantidad que es muy diferente
de él. Tomad una institución cualquiera, la más justa, la más útil que podáis
imaginar; proponeos examinarla bajo el aspecto de los males e inconvenientes
que haya acarreado, cuidando de agrupar en pocas páginas lo que en realidad
está desparramado en muchos siglos. Su historia resultará repugnante, negra,
digna de execración.
Dejad que un amante de la democracia os pinte en breve cuadro
y con hechos históricos los males e inconvenientes de la monarquía y los vicios
y crímenes de los monarcas; ¿qué parece entonces la monarquía? Pero, a un
amante de ésta, dejadle que a su vez pueda retrataros también con hechos históricos,
la democracia y los demagogos; ¿qué resulta entonces la democracia? Reunid
en un cuadro los males acarreados por el mucho adelanto de los pueblos; la
civilización y la cultura os parecerán detestables. Andando en busca de hechos
en los fastos del espíritu humano, se puede hacer de la historia de la ciencia
la historia de la locura y hasta del crimen.
Acumulando los accidentes
funestos ocasionados por los profesores del arte de curar, se puede presentar
esta profesión benéfica como la carrera
del homicidio. En una palabra: todo se puede falsear procediendo de esta suerte.
Dios mismo se nos ofrecerá como un monstruo de crueldad y tiranía, si haciendo
abstracción de su bondad, de su sabiduría, de su justicia, no atendernos a
otra cosa que a los males que presenciamos en un mundo, creado por su poder
y sujeto a su providencia.
Apliquemos estos principios. Si dejando aparte el espíritu
de los tiempos, de circunstancias particulares de un orden de cosas del todo
diferente, se nos hace la historia de la intolerancia religiosa de los católicos,
cuidando de que los rigores de Fernando e Isabel, de Felipe II, de la reina
María de Inglaterra, de Luís XIV, y todo lo acontecido en el espacio de tres
siglos se vean reunidos en pocas páginas y con los colores tan recargados
como posible sea.
299
El lector que recibe en pocos momentos la impresión
de sucesos que se anduvieron realizando en trescientos años, el lector que
viviendo en una sociedad donde las cárceles se van convirtiendo en casas de
recreo, - y donde es vivamente combatida la pena de muerte, ve delante de
sus ojos tanto lóbrego calabozo, aparatos de tormento, sambenitos y hogueras,
siente latir vivamente su corazón, llora sobre el infortunio de los desgraciados
que perecen y se indigna contra los autores de lo que él apellida horrendas
atrocidades.
Nada se le ha dicho
al cándido lector de los principios y de la conducta de los protestantes en
la misma época, nada se le ha recordado de la crueldad de Enrique VIII y de
Isabel de Inglaterra, y así todo su odio se concentra sobre los católicos
y se acostumbra a mirar el Catolicismo como una religión de tiranía y de sangre.
Pero el juicio que de ahí se forme ¿será recto?, ¿será un fallo dado con pleno
conocimiento de causa?
Veamos lo que haríamos
al encontrar un negro cuadro, tal como se ha indicado más arriba, sobre la
monarquía, sobre la democracia, sobre la civilización, sobre la ciencia, sobre
las profesiones más benéficas. Lo que haríamos, o al menos lo que ciertamente
debiéramos hacer, sería extender más allá nuestra vista, volver el objeto
mirándole en sus diferentes caras, atender a los bienes después de habernos
hecho cargo de los males; disminuir la impresión que éstos nos han causado
y considerarlos como fueron en sí, es decir, distribuidos a grandes distancias
en el curso de los siglos; en una palabra, procuraríamos ser justos tomando
en nuestras manos la balanza para pesar el bien y el mal, para compararlos,
como debe hacerse siempre que se trate de apreciar debidamente las cosas en
la historia de la humanidad.
Lo propio se habría de ejecutar en el caso en cuestión, para
precaverse contra el error a que conducen las falsas relaciones y la exageración
de ciertos hombres cuyo objeto evidente ha sido falsear los hechos, no presentándolos
sino por un lado. Ahora no existe la Inquisición y por cierto que no hay probabilidades
de que se restablezca; no existen tampoco las leyes severas que sobre este
particular regían en otros tiempos: o están abrogadas o han caído en desuso;
y así nadie puede tener un interés en que se las mire bajo un punto de vista
falso. Se concibe que para algunos existiese ese interés, mientras se trató
de hacerles la guerra con la mira de destruirlas; pero, una vez logrado el
objeto, la Inquisición y esas leyes son un hecho histórico que conviene examinar
con detenimiento e imparcialidad.
300
Aquí hay dos cuestiones: la del principio y la
de su aplicación; o bien, de la intolerancia y del modo de ejercerla. Es menester
no confundir estas dos cosas, que por más enlazadas que se hallen, son sin
embargo muy diferentes. Empezaré por examinar la primera.
En la actualidad se proclama como un principio la tolerancia
universal y se condena sin restricción todo linaje de intolerancia. ¿Quién
cuida de examinar el verdadero sentido de esas palabras? ¿Quién analiza a
la luz de la razón las ideas que encierran? ¿Quién, para aclararlas, echa
mano de la historia y de la experiencia? Muy pocos.
Se pronuncian maquinalmente,
se emplean a cada paso para establecer proposiciones de la mayor trascendencia
sin recelo siquiera de que en ellas se envuelva un orden de ideas, de cuya
buena o mala inteligencia y aplicación está pendiente la conservación de la
sociedad.
Pocos se paran en que hay aquí cuestiones de derecho tan
profundas como delicadas, que hay una gran parte de la historia en que, según
como se resuelvan los problemas sobre la tolerancia, se condena todo lo pasado,
se derriba todo lo presente y no se deja, para edificar en el porvenir, más
que un movedizo cimiento de arena. Por cierto que lo más cómodo en semejantes
casos es recibir y emplear las palabras tales como circulan, de la misma suerte
que se toma y se da una moneda corriente, sin pararse en examinar si es o
no de buena ley. Pero lo más cómodo no es siempre lo más útil; y así como
en tratándose de monedas de algún valor nos tomamos la pena de examinarlas
para evitar el engaño, es menester observar la misma conducta con respecto
a palabras tuvo significado sea muy trascendental.
Tolerancia: ¿Qué significa esa palabra, Propiamente hablando, significa
el sufrimiento de una cosa que se conceptúa mala, pero que se cree conveniente
dejarla sin castigo. Así se toleran cierta clase de escándalos, se toleran
las mujeres públicas, se toleran estos o aquellos abusos; de manera que la
idea de tolerancia anda siempre acompañada de la idea del mal. Tolerar lo
bueno, tolerar la virtud, serían expresiones monstruosas. Cuando la tolerancia
es en el orden de las ideas, supone también un mal del entendimiento: el error.
Nadie dirá jamás que tolere la verdad.
En contra de esto último puede hacerse una observación fundada
en el uso generalmente introducido de decir: tolerar las opiniones; y opinión
es muy diferente de error.
301
A primera vista la dificultad parece no tener
solución; pero bien mirada la cosa es muy fácil encontrársela. Cuando decimos
que toleramos una opinión, hablamos siempre de opinión contraria a la nuestra.
En este caso, la opinión ajena es en nuestro juicio un error: pues que no
es posible que tengamos una opinión sobre un punto, es decir, que pensemos
que una cosa es o no es, o es de esta manera o de la otra, sin que al propio
tiempo juzguemos que los que no piensan como nosotros, yerran.
Si nuestra opinión no pasa de tal, es decir, si el juicio,
bien que afianzado en razones que nos parecen buenas, no ha llegado a una
completa seguridad, entonces nuestro juicio sobre el error de los otros será
también una mera opinión; pero si llega la convicción a tal punto que se afirme
y consolide del todo, esto es, si llegamos a la certeza, entonces estaremos
también ciertos de que los que forman un juicio opuesto, yerran. De donde
se infiere que en la palabra tolerancia referida a opiniones, se envuelve
siempre la significación de tolerancia de errores.
Quien está por el sí, tiene por falso el no; y quien está
por el no, tiene por falso el sí. Esto no es más que una simple aplicación
de aquel famoso principio: es imposible que una cosa sea y no sea al mismo
tiempo.
Pero entonces, se me dirá, ¿qué significamos cuando decimos
respetar las opiniones? ¿Se sobreentenderá también que respetamos errores?
No. El respetar la opiniones puede tener dos sentidos muy razonables.
El primero se funda en la misma flaqueza de convicción
cíe la persona que respeta; porque cuando sobre un punto no hemos llegado
a más que a formar opinión, se entiende que no hemos llegado a certeza; y
por tanto, en nuestra mente hay el conocimiento de que existen razones por
la parte opuesta. Bajo este concepto podemos muy bien decir que respetamos
la opinión ajena; con lo que expresamos la convicción de que podemos engañarnos
y de que quizás no está la verdad de nuestra parte.
Segundo: respetar las opiniones significa a veces respetar las personas
que las profesan, respetar su buena fe, respetar sus intenciones. Así se dice
a veces respetar las , preocupaciones, y claro es que no se habla entonces
de un verdadero respeto que a ellas se profese.
De donde se ve que la expresión respetar las opiniones ajenas
tiene significado muy diferente, según que la persona que las respeta tiene
o no convicciones ciertas en sentido contrario.
Comprenderemos mejor lo que es la tolerancia, cuál su origen
y cuáles sus efectos, si antes de examinarla en la sociedad la analizamos
de suerte que el objeto de nuestra observación se reduzca a su elemento inás
simple: la tolerancia considerada en el individuo.
302
Se llama tolerante un individuo, cuando está
habitualmente en tal disposición de ánimo que soporta, sin enojarse ni alterarse,
las opiniones contrarias a la suya.
Esta tolerancia tendrá distintos nombres, según las diferentes
materias sobre que verse. En materias religiosas la tolerancia así como la
intolerancia pueden encontrarse en quien tenga religión y en quien no la tenga;
de suerte que ni una ni otra de estas dos últimas situaciones envuelve por
necesidad el ser tolerante ni intolerante. Algunos se imaginan que la tolerancia
es propia de los incrédulos y la intolerancia de los hombres religiosos; pero
esto es un error. ¿Quién más tolerante que San Francisco de Sales? ¿Quién
más intolerante que Voltaire?
La tolerancia en un hombre religioso, aquella tolerancia
que no dimana de la flojedad en las creencias, y que se enlaza muy bien con
un ardiente celo por la conservación y la propagación de la fe, nace de dos
principios: la caridad y la humildad. La caridad, que nos hace amar a todos
los hombres, aun a nuestros mayores enemigos, que nos inspira la compasión
de sus faltas y errores, que nos obliga a mirarlos como hermanos y a emplear
los medios que estén en nuestro alcance para sacarlos de su mal estado, sin
que nos sea lícito considerarlos privados de esperanza de salvación, mientras
viven sobre la tierra.
Rousseau ha dicho que "es imposible vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas";
nosotros no creemos ni podemos creer condenado a nadie mientras vive, pues
que por grande que sea su iniquidad, todavía son mayores la misericordia de
Dios y el precio de la sangre de Jesucristo; y tan lejos estamos de pensar
lo que dice el filósofo de Ginebra que "amar a esos tales sería aborrecer
a Dios", que antes bien dejaría de pertenecer a nuestra creencia quien
sostuviese semejante doctrina. La humildad cristiana es la otra fuente de la
tolerancia; la humildad que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra
flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que no nos
deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos sino como mayores títulos
de agradecimiento a la liberal mano de la Providencia.
La humildad que no limitándose a la esfera individual sino
abrazando la humanidad entera, nos hace considerar como miembros de la gran
familia del linaje humano, caído de su primitiva dignidad por el pecado del
primer padre, con malas inclinaciones en el corazón, con tinieblas en el entendimiento
y, por consiguiente, digno de lástima e indulgencia en sus faltas y extravíos;
esa virtud sublime en su mismo anonadamiento y que, como ha dicho admirablemente
Santa Teresa, agrada tanto a Dios, porque la humildad es la verdad, esa virtud
nos hace indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento
que nosotros, más tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia.
303
No bastará sin embargo para que un hombre religioso
sea tolerante en toda la extensión de la palabra, el que sea caritativo y
humilde; la experiencia nos lo enseña así y la razón nos indica las causas.
Con la mira de aclarar perfectamente un punto cuya mala inteligencia embrolla
casi siempre esta clase de cuestiones, presentaré un paralelo de dos hombres
religiosos cuyos principios serán los mismos, pero cuya conducta será muy
diferente.
Supónganse dos sacerdotes, ambos distinguidos en ciencia
y eminentes en virtud; pero de manera que el uno haya pasado su vida en el
retiro, rodeado de personas piadosas y no tratando sino con católicos, mientras
el otro, empleado en misiones en diferentes países donde se hallan establecida.;
diversas religiones, se ha visto precisado a conversar con hombres de distintas
creencias, a vivir entre ellos y a sufrir el altar de una religión falsa levantado
a poca distancia del ele la religión verdadera. Los principios de la caridad
cristiana serán los mismos en ambos, uno y otro mirarán como un don de Dios
la fe que recibieron y conservan; pero a pesar de todo esto, su conducta será
muy diferente, si se encuentran con un hombre que o tenga otras creencias
o no profese ninguna.
El primero, que jamás
ha tratado sino con fieles, que siempre ha oído hablar con respeto de la religión,
se estremecerá, se indignará, a la primera palabra que oiga contra la fe o
las ceremonias de la Iglesia, siéndole poco menos que imposible sostener con
serenidad la conversación o la disputa que sobre la materia se entablare;
mientras el segundo, acostumbrado a oír cosas semejantes, a ver contrariada
su creencia, a discutir con hombres que la tenían diferente, se mantendrá
sosegado y calmoso, entrando reposadamente en la cuestión si necesario fuere,
o esquivándola hábilmente si así lo dictare la prudencia.
¿De dónde esta variedad? No es difícil conocerlo; es que
este último, con el trato, la experiencia, las contradicciones, ha llegado
a poseer un conocimiento claro ele la verdadera situación del mundo, se ha
hecho cargo de la funesta combinación de circunstancias que han conducido
o mantienen a muchos desgraciados en el error, sabe en cierto modo colocarse
en el lugar en que ellos se encuentran, y así siente con más viveza el beneficio
que él debe a la Providencia, y es para con los otros más benigno e indulgente.
Enhorabuena que el otro sea tan virtuoso, tan caritativo,
tan humilde cuanto se quiera; pero ¿cómo se puede exigir de él que no se conmueva
profundamente, que no deje traslucir las señales de su indignación, cuando
oye negar por la primera vez lo que él ha creído siempre con la fe más viva,
sin que haya encontrado otra oposición que los argumentos propuestos en algunos
libros?
304No le faltaba por cierto la noticia de la existencia de herejes
e incrédulos, pero le faltaba el haberse encontrado con ellos a menudo, el
haber oído la exposición de cien sistemas diferentes, el haber visto extraviadas
personas de distintas clases, de diversas índoles, de variada disposición
de ánimo; la susceptibilidad de su espíritu, como que nunca había sufrido,
no había podido embotarse; y así con las mismas virtudes, y si se quiere con
los mismos conocimientos que el otro, no había alcanzado aquella penetración,
aquella viveza, por decirlo así, con que un entendimiento claro, y además
ejercitado con la práctica, entra en el espíritu de aquéllos con quienes habla
y ve las razones o los motivos o las pasiones que los ciegan para que no lleguen
al conocimiento de la verdad.
Por donde se echa de ver que la tolerancia en un individuo
que tenga religión supone cierta blandura de ánimo, que nacida del trato y
de los hábitos que éste engendra, se hermana no obstante con las convicciones
religiosas más profundas y con el celo más puro y ardiente por la propagación
de la verdad. En lo moral como en lo físico, el roce afina, el uso gasta,
y no es posible que nada se sostenga por largo tiempo en actitud violenta.
El hombre se indignará una, dos, cien veces al oír que se
impugna su manera de pensar, pero no es posible que continúe indignándose
siempre; y así al cabo vendrá a resignarse a la oposición, se acostumbrará
a sufrirla con templanza, y por más sagradas que conceptúe sus creencias,
se contentará con defenderlas y propagarlas cuando le sea posible, y cuando
no, tratará de guardarlas en el fondo de su alma como un precioso depósito,
procurando preservarlas del viento disipador que oye soplar en sus alrededores.
La tolerancia, pues, no supone en el individuo nuevos principios,
sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición de ánimo
que se va adquiriendo insensiblemente, un hábito de sufrir formado con la
repetición del sufrimiento.
Pasando ahora a considerar la tolerancia en el hombre no
religioso, observaremos que éste puede serlo de dos maneras. Los hay que no
sólo no tienen religión, sino que le profesan odio, ora por un funesto extravío
de ideas, ora por mirarla como un obstáculo a sus pasiones o a sus particulares
designios. Éstos son en extremo intolerantes; y su intolerancia es la peor,
porque no va acompañada de ningún principio moral que pueda enfrenarla. El
hombre en semejantes circunstancias siéntese, por decirlo así, en guerra consigo
mismo y con el linaje humano; consigo mismo, porque tiene que sofocar los
gritos de su conciencia propia; con el linaje humano, que protesta contra
la doctrina insensata empeñada en desterrar de la tierra el culto de Dios.
305
Por esta causa se encuentra en los hombres de
esta clase un fondo excesivo de rencor y despecho, por esto sus palabras destilan
hiel, por esto echan mano de la burla, del insulto, de la calumnia.
Hay empero otra clase de hombres que, si bien carecen de
religión, no tienen en contra de ella una opinión determinada; viven en una
especie de escepticismo, a que han sido conducidos o por la lectura de malos
libros o por reflexiones de una filosofía superficial y ligera; no están adheridos
a la religión, pero tampoco están enemistados con ella. Muchos conocen su
alta importancia para el bien de la sociedad; y aun algunos abrigan cierto
deseo de volver a poseerla; allá en momentos de recogimiento y meditación
recuerdan con gusto los días en que ofrecían a Dios un entendimiento fiel
y un corazón puro, y al ver cómo se precipitan los momentos de la vida, quizás
conservan aún la vaga esperanza de reconciliarse con el Dios de sus padres,
antes de bajar al sepulcro. Estos hombres son tolerantes; pero si bien se
mira, la tolerancia no es en ellos ni un principio, ni una virtud; es una
simple necesidad que resulta de su posición.
Mal puede indignarse
contra las doctrinas ajenas quien no tiene ninguna, y por tanto no encuentra
oposición en ninguna; mal puede indignarse contra la religión quien la considera
corno una cosa necesaria al bienestar de la sociedad; mal puede abrigar contra
ella rencorosos sentimientos quien la echa de menos en el fondo de su alma,
quien la mira tal vez como un rayo de esperanza al fijar sus ojos en un pavoroso
porvenir. La tolerancia en tal caso nada tiene de extraño, es natural, necesaria,
y lo que fuera inconcebible, lo que fuera extravagante y que indicaría un
mal corazón, sería la intolerancia.
Elevando del individuo a la sociedad las consideraciones
que se acaban de presentar, debe observarse que la tolerancia, así como la
intolerancia, pueden mirarse, o en el gobierno o en la sociedad, porque sucede
a veces que no andan acordes y que, mientras el gobierno sostiene un principio,
predomina en la sociedad otro directamente opuesto. Como el gobierno está
formado de un corto número de individuos, es aplicable a él todo cuanto se
ha dicho de la tolerancia considerada en la esfera puramente individual, bien
que debe tenerse en cuenta que los hombres colocados en el gobierno no pueden
abandonarse sin tasa al impulso de sus opiniones y sentimientos y a menudo
se ven precisados a sacrificarlos en las aras de la opinión pública.
306
Por algún tiempo, y favorecidos por circunstancias
excepcionales, podrán contrariarla o falsearla; pero bien pronto la fuerza
de las cosas les sale al paso obligándolos a cambiar de rumbo.
Limitándose, pues, a considerar la tolerancia en la sociedad,
pues que al fin, tarde o temprano, el gobierno llega a ser la expresión de
las ideas y sentimientos de esta misma sociedad, podernos notar que sigue
los mismos trámites que en el individuo. No es efecto de un principio, sino
de un hábito.
Cuando en una misma sociedad viven por largo tiempo hombres
de diferentes creencias religiosas, al fin llegan a sufrirse unos a otros,
a tolerarse, porque a esto los conduce el cansancio de repetidos choques y
el deseo de un tenor de vida más tranquilo y apacible; pero en el comienzo
de esta discordancia de creencias, cuando se encuentran cara a cara por primera
vez los hombres que las tienen distintas, el choque más o menos rudo es siempre
inevitable. Las causas de esto se encuentran en la misma naturaleza del hombre,
y vano es luchar contra ella.
Algunos filósofos modernos han creído que la sociedad actual
les es deudora del espíritu de tolerancia que en ella domina; pero no han
advertido que esa tolerancia es más bien un hecho que se ha consumado lentamente
por la fuerza misma de las cosas, que el fruto de la doctrina por ellos predicada.
En efecto: ¿qué es lo que han dicho de nuevo? Han recomendado
la fraternidad universal; pero esta fraternidad es una de las doctrinas del
Cristianismo. Han exhortado a vivir en paz a los hombres de todas religiones;
pero antes que ellos empezasen a decírselo, los hombres comenzaban ya a tomar
este partido en muchos países de Europa, pues que desgraciadamente eran tantas
y 'tan diferentes las religiones, que ya no era posible que ninguna alcanzase
un predominio exclusivo.
Tienen, es verdad, ciertos filósofos incrédulos un triste
título a sus pretensiones sobre la extensión de la tolerancia, y es que, habiendo
llegado a sembrar la incredulidad y el escepticismo, han generalizado, así
en los gobiernos como en los pueblos, aquella falsa tolerancia, que no es
ninguna virtud, sino la indiferencia por todas las religiones.
Y en verdad, ¿por qué es tan general la tolerancia en nuestro
siglo? O mejor diremos, ¿en qué consiste esta tolerancia? Observadla bien,
y veréis que no es más que el resultado de una situación social, en un todo
conforme a la descrita más arriba con respecto al individuo, que carece de
creencias, pero que no las rechaza porque las considera como muy útiles al
bien público, y hasta alimenta una vaga esperanza de volver a ellas algún
día.
307
En lo que hay en esto de bueno ninguna parte
han tenido los filósofos incrédulos, es más bien una protesta contra ellos;
ellos que mientras eran impotentes para apoderarse del mando, prodigaban la
calumnia y el sarcasmo a todo lo más sagrado que hay en el cielo y en la tierra,
y así que pudieron levantarse al poder derribaron con furor indecible todo
lo existente, e hicieron perecer millones de víctimas en el destierro y en
los cadalsos.
La multitud de religiones, la incredulidad, el indiferentismo,
la suavidad de costumbres, el cansancio dejado por las guerras, la organización
industrial y mercantil que han ido adquiriendo las sociedades, la mayor comunicación
de las personas por medio de los viajes, y la de las ideas por la prensa,
he aquí las causas que han producido en Europa esa tolerancia universal que
lo ha ido invadiendo todo, estableciéndose de hecho donde no ha podido establecerse
de derecho. Esas causas, como es fácil de notar, son de diferentes órdenes;
ninguna doctrina puede pretender en ellas una parte exclusiva; son un resultado
de mil influencias diversas que han obrado simultáneamente en el desarrollo
de la civilización.
EN EL SIGLO anterior se declamó mucho contra la intolerancia;
pero una filosofía menos ligera que la entonces dominante, hubiera reflexionado
algo más sobre un hecho que sea cual fuere el juicio que de él se forme, no
puede sin embargo negarse haber sido general a todos los países y a todos
los tiempos. En Grecia, Sócrates muere bebiendo la cicuta; Roma, cuya tolerancia
se ha encomiado, no tolera sino aquellos dioses extranjeros que lo son sólo
por nombre, pues que formando parte de aquella especie de Panteísmo que era
el fondo de su religión, sólo necesitan para ser declarados dioses de Roma,
una mera formalidad: que se les libre, por decirlo así, el título de ciudadanos.
Pero no consiente los dioses de los egipcios, ni tampoco
la religión de los judíos ni de los cristianos, de quienes tenía ideas muy
equivocadas en verdad, pero bastantes para entender que esas religiones eran
muy diferentes de la suya.
308
La historia de los emperadores gentiles es la
historia de la persecución de la Iglesia; y así que los emperadores se hicieron
cristianos, empieza una legislación penal contra los que siguen una religión
diferente de la que domina en el Estado. En los siglos posteriores la intolerancia
continuó en diferentes formas, y también ha continuado hasta nosotros, que
no estamos de ella tan libres como se quisiera hacernos creer.
La emancipación de los católicos en Inglaterra es de fecha
muy reciente; las ruidosas desavenencias del gobierno de Prusia con el Sumo
Pontífice por causa de las arbitrariedades de aquél con respecto a la religión
católica son de ayer; la cuestión de Argovia en Suiza está pendiente aún;
y la persecución
del gobierno ruso contra el Catolicismo sigue tan escandalosa como nunca.
Esto en cuanto a los hombres de las sectas disidentes; pues por lo que toca
a la tolerancia de los humanos filósofos del siglo XVIII, menester es confesar
que hubiera sido muy amable, a no recibir su digna sanción de la mano de Robespierre.
Todo gobierno que profesa una religión es más o menos intolerante
con las otras: y esta intolerancia sólo disminuye o cesa, cuando los que profesan
la religión odiada se hacen temer por ser muy fuertes, o despreciar por muy
débiles. Aplicad a todos los tiempos y países la regla que se acaba de establecer;
por todas partes la encontraréis exacta; es un compendio de la historia de
los gobiernos con respecto a las religiones. El gobierno inglés ha sido siempre
intolerante con los católicos, y continuará siéndolo más o menos según las
circunstancias; los gobiernos de Prusia y de Rusia seguirán como hasta aquí,
bien que con las modificaciones que exigirá la variedad de los tiempos; así
como en los países donde predomine el principio católico se pondrán trabas
más o menos fuertes al ejercicio del culto protestante.
Se me citará como prueba de lo contrario el ejemplo de la
Francia, donde a pesar de ser el Catolicismo la religión de la inmensa mayoría,
son tolerados los demás cultos sin que se trasluzca la menor señal de reprimirlos
ni molestarlos. Esto se atribuirá quizás al espíritu público; pero yo creo
que dimana del estado de aquella sociedad, en la cual ha dejado profundas
huellas la filosofía del siglo pasado y también de que en las regiones del
poder de aquel país no prevalece ningún principio fijo; no siendo más toda
su política interior y exterior que una continua transacción para salir del
paso del mejor modo que se pueda. Esto dicen los hechos, esto expresan
las bien conocidas opiniones del reducido número de hombres, que de algunos
años a esta parte disponen de los destinos de la Francia.
Se ha pretendido establecer como un principio la tolerancia
universal, negando a los gobiernos el derecho de violentar las conciencias
en materias religiosas; sin embargo, y a pesar de cuanto se ha dicho, los
filósofos no han podido poner su aserción bien en claro; y mucho menos hacerla
adoptar generalmente como sistema de gobierno.
Para demostrar que
la cosa no es tan sencilla como se ha querido suponer, me han de permitir
esos pretendidos filósofos que les dirija algunas preguntas.
Si viene a establecerse en vuestro país una religión cuyo
culto demande sacrificios humanos, ¿la toleraréis? -No. -¿Y por qué? -Porque
no podemos tolerar un crimen semejante. -Pero entonces seréis intolerantes,
violentaréis las conciencias ajenas, prohibiendo como un crimen lo que a los
ojos de esos hombres es un obsequio a la Divinidad.
Así lo pensaron muchos pueblos antiguos, así lo piensan todavía
algunos en nuestros tiempos; ¿con qué derecho, pues, queréis que vuestra conciencia
prevalezca sobre la suya?
-No importa, seremos
intolerantes, pero nuestra intolerancia será en pro de la humanidad.
-Aplaudo vuestra
conducta; pero no podréis negarme que se ha ofrecido un caso en que la intolerancia
de una religión os ha parecido un derecho y un deber.
Pero si proscribís el ejercicio de ese culto atroz, ¿al menos
permitiréis enseñar la doctrina donde se encarezca como santa y saludable
la práctica de los sacrificios humanos?
-No, porque esto equivaldría a permitir la enseñanza del
asesinato. -Enhorabuena; pero reconoced al mismo tiempo que se os ha presentado
una doctrina, con la cual os habéis creído con derecho y obligación de ser
intolerantes.
Prosigamos la tarea comenzada. Vosotros no ignoráis por cierto
los sacrificios ofrecidos en la antigüedad a la diosa del amor, y el nefando
culto que se le tributaba en los templos de Babilonia y Corinto; si un culto
semejante renaciese entre vosotros ¿le toleraríais?
-No, por contrario
a las sagradas leyes del pudor.
-¿Toleraríais que se enseñara al menos la doctrina que le
apoyase? -No, por la misma razón.
-Entonces, encontramos
otro caso en que os creéis con derecho y obligación de ser intolerantes, de
violentar la conciencia ajena, y no podéis alegar otra razón, sino que a esto
os obliga vuestra conciencia propia.
Todavía más: supongamos que con la lectura de la Biblia vuelven
a calentarse algunas cabezas, y tratan de fundar un nuevo Cristianismo a imitación
del de Matías Harlem o Juan de Leyde, que empiezan los sectarios a difundir
sus doctrinas, a reunir conciliábulos, y que con sus peroratas fanáticas arrastran
una parte del pueblo; ¿toleraréis esa nueva religión?
310
-No, porque esos hombres podrían renovar en nuestros
tiempos las sangrientas escenas de Alemania en el siglo XVI, cuando en nombre
de Dios, y para cumplir, según decían, las órdenes del Altísimo, los anabaptistas
atacaban la propiedad, destruían todo poder existente, y sembraban por todas
partes la desolación y el exterminio.
-Obraréis con tanta
justicia como prudencia, pero al fin tampoco podéis negar que ejerceréis un
acto de intolerancia. ¿Qué se ha hecho, pues, de la tolerancia universal,
de ese principio tan claro, tan cierto, si a cada paso os encontráis vosotros
mismos con la necesidad de restringirle, mejor diré, de arrumbarle y de obrar
en sentido diametralmente opuesto? Diréis que la seguridad del Estado, el
buen orden de la sociedad, la moral pública os obligan a obrar así; pero entonces,
¿qué viene a ser un principio que, en ciertos casos, se halla en oposición
con los intereses de la moral pública, del bien social y la seguridad del
Estado? ¿Y creéis por ventura que aquéllos contra quienes declamáis, no pensaban
también poner a cubierto esos intereses, cuando eran intolerantes?
En todos tiempos y países, se ha reconocido como un principio
indisputable que el poder público tiene el derecho, en algunos casos, de prohibir
ciertos actos, no obstante la mayor o menor violencia que con esto se haga
a la conciencia de los individuos que los ejercían o pretendían ejercerlos.
Si no bastara el constante testimonio de la historia, debiera ser suficiente
a convencernos de esta verdad el breve diálogo que se acaba de leer, donde
se ha visto que los más ardientes encomiadores de la tolerancia podían verse
obligados a ser intolerantes.
Ellos se veían precisados a serlo en nombre de la humanidad,
en nombre del pudor, en nombre del orden público; luego la tolerancia universal de doctrinas y religiones
proclamada como un deber de todo gobierno es un error, una regla sin aplicación;
pues que hemos demostrado hasta la evidencia que la intolerancia ha sido siempre,
y es todavía, un principio reconocido por todo gobierno, y cuya aplicación
más o menos severa o indulgente depende de la diversidad de circunstancias,
y sobre todo del punto de vista bajo el cual mira las cosas el gobierno que
la ha de ejercer.
Surge aquí una gravísima cuestión de derecho, cuestión que
a primera vista parece conducir a la condenación de toda intolerancia relativa
a doctrinas y a los actos que a consecuencia de ellas se practican. Sin embargo,
mirada la cosa a fondo, no es así; y aun dado que el entendimiento no alcanzara
a disipar completamente la dificultad por medio de razones directas, con todo,
indirectamente, y con la argumentación que llaman ad absurd, se llega a conocer
la verdad; al menos hasta aquel punto que es necesario para servir de guía
a la incierta prudencia humana.
He aquí la cuestión. "¿Con qué derecho puede prohibirse
a un hombre que profese una doctrina, y que obre conforme a ella, si él está
convencido de que aquella doctrina es verdadera, y que cumple con su obligación
o ejerce un derecho, cuando obra conforme a lo que la misma le prescribe?
Si la prohibición no ha de ser ridícula, ha de llevar la
sanción de la pena; y cuando apliquéis esa pena, castigaréis a un hombre,
que en su conciencia es inocente. La justicia supone el culpable; y nadie
es culpable, si primero no lo es en su conciencia. La culpabilidad radica
en la misma conciencia, y sólo podemos ser responsables de la infracción de
una ley cuando esta ley ha hablado por el órgano de nuestra conciencia. Si
ella nos dice que una acción es mala, no podemos ejecutarla por más que nos
la prescriba la ley, y si nos dicta que tal acción es un deber, no podemos
omitirla, por más que esté prohibida por la ley".
He aquí presentado
en pocas palabras, y con la mayor fuerza posible, todo cuanto puede alegarse
contra la intolerancia de las doctrinas y de los actos que de ellas emanan;
veamos ahora cuál es el verdadero peso cíe estas reflexiones que a primera
vista parecen tan concluyentes.
Por de pronto salta a la vista, que la admisión de este sistema
haría imposible todo castigo de los crímenes políticos. Bruto clavando el
puñal en el pecho de César, Jacobo Clernent asesinando a Enrique III, obraban
sin duda a impulsos de una exaltación de ánimo que les hacía mirar su atentado
como un acto de heroísmo; y, sin embargo, si uno y otro hubiesen sido conducidos
a un tribunal, ¿os parecería razonable exigir que se libertasen de la pena,
el uno alegando su amor de la patria, el otro su celo por la religión?
La mayor parte de los crímenes políticos se cometen con la
convicción de que se obra bien; aun prescindiendo de las épocas turbulentas
donde los hombres de los diferentes bandos están íntimamente persuadidos de
tener cada cual la razón de su parte. Las mismas conspiraciones que se traman
contra un gobierno en épocas pacíficas son, por lo común, obra de algunos
individuos que tienen por ilegítimo o tiránico el poder; y trabajando para
derribarle obran conforme a sus principios.
El juez los castiga justamente aplicándoles la ley impuesta
por el legislador; y, sin embargo, ni el legislador al señalar la pena, ni
el juez al aplicarla, ignoran ni ignorar pueden la disposición de ánimo en
que debía de hallarse el delincuente cuando la infringía.
Se dirá que atendiendo a la fuerza de estas razones se va
aumentando cada día la compasión y la indulgencia por los crímenes políticos;
pero yo replicaré que si establecemos el principio de que la justicia humana
no tiene derecho a castigar cuando el delincuente ha obrado en fuerza de sus
principios, no sólo deberían endulzarse esas penas, sino abolirse.
312
En tal caso la pena capital sería un verdadero
asesinato, la pecuniaria un robo, y las demás un atropellamiento. Y advertiré
de paso que no es verdad que tanto se disminuya el rigor contra los crímenes
políticos; la historia de Europa en los últimos años nos suministraría algunas
pruebas de lo contrario. No se ven en la actualidad aquellos castigos atroces
que estaban en uso en otras épocas; pero esto no dimana que se atienda a la
conciencia del que ha cometido el crimen, sino de la suavidad y dulzura de
costumbres que va difundiéndose por todas partes, y que no ha podido menos
de afectar la legislación criminal.
Lo que es extraño es la severidad que todavía les queda a
las leyes relativas a los crímenes políticos, cuando tantos y tantos de los
mismos legisladores en las diferentes naciones de Europa, sabían muy bien
que ellos a su tiempo habían cometido el mismo crimen. No serán pocos seguramente
los que al votarse una ley penal habrán opinado con indulgencia, porque presentían
o preveían, que aquella misma ley habría de pesar un día sobre sus propias
cabezas.
La impunidad de los crímenes políticos traería consigo la
subversión del orden social, porque haría imposible todo gobierno. Pero aun
dejando aparte ese mal gravísimo, que, como acabamos de ver, dimana naturalmente
de la doctrina que pretende dejar impune al criminal cuando ha obrado a impulsos
de su conciencia, se nota por otra parte que no son únicamente los crímenes
políticos los que vendrían a quedar sin castigo, sino también los delitos
comunes. Los atentados contra la propiedad pertenecen a este género, y sin
embargo es bien sabido que no han faltado en otras épocas, y desgraciadamente
no faltan en la nuestra, muchos hombres que miran la propiedad como una usurpación,
como una injusticia.
Los atentados contra
la santidad del matrimonio son también delitos comunes, y no obstante se han
visto sectas que le declaraban ilícito, y otras han opinado y opinan por la
comunidad de mujeres. Las santas leves del pudor y el respeto a la inocencia
han sido también consideradas por algunas sectas corno una injusta limitación
de la libertad del hombre, y su atropellamiento como una obra meritoria. ¿Y
qué?
Aun cuando no se pudiese dudar del extravío de ideas, del
ciego fanatismo de esos hombres que han profesado semejantes doctrinas, ¿quién
se atrevería a negar la justicia del castigo que se les impusiese cuando a
consecuencia de ellas perpetrasen un crimen, o cuando se empeñasen en difundir
por la sociedad su funesta enseñanza?
313
Si injusto fuese el castigo que se impone cuando
el criminal obra conforme a su conciencia, libres serían ele cometer todos
los crímenes que se les antojasen los ateos, los fatalistas, los partidarios
de la doctrina del interés privado, porque destruyendo como destruyen la base
de toda moralidad, no obrarían jamás contra su conciencia, pues que no tienen
ninguna. Si hubiese de tener fuerza el argumento que se ha querido hacer valer,
¿cuántas y cuántas veces podría echarse en cara a los tribunales de nuestros
tiempos, la injusticia que cometen cuando aplican el castigo a esa clase de
hombres? Entonces podemos decirles: "¿Con qué derecho castigáis a ese hombre que no admitiendo la
existencia de Dios, no puede reconocerse culpable a sus ojos, y por tanto
ni a los vuestros?
Vosotros habíais hecho la ley en cuya fuerza le castigáis,
pero esa ley ningún valor tenía en su conciencia, porque vosotros sois sus
iguales, y él no reconoce la existencia de ningún ser superior que haya podido
concederos el derecho de coartar la libertad. ¿Con qué justicia castigáis
a ese otro que esta convencido de que todas sus acciones son efecto de causas
necesarias, que el libre albedrío es una quimera y que cuando se arroja a
cometer la acción que vosotros tacháis de .criminal, no piensa ser más libre
para dejar de obrar, que el bruto al precipitarse sobre el alimento que tiene
a la vista, o sobre otro bruto que le ha enfurecido?
¿Con qué justicia castigáis a quien está persuadido de que
la moral es una mentira, que no hay otra cosa que ese mismo interés bien o
mal entendido? Si le hacéis sufrir una pena, será, no porque sea culpable
según su conciencia, sino porque ha errado un cálculo, porque se ha equivocado
en las probabilidades del resultado que su acción le había de acarrear".
He aquí las consecuencias necesarias, inevitables, de la doctrina que niega
al poder público la facultad de castigar los crímenes que se cometen a consecuencias
de un error de entendimiento.
Pero se dirá que el derecho de castigar se entiende con respecto
a las acciones, no a las doctrinas, que las primeras deben sujetarse a la
ley, las segundas deben campear con ilimitada libertad. Si se habla de las
doctrinas en cuanto están únicamente en el entendimiento sin manifestarse
en lo exterior, claro es que no sólo no hay, derecho, pero ni siquiera posibilidad
de castigarlas, porque sólo Dios puede conocer los secretos del espíritu del
hombre; pero si se trata de las doctrinas manifestadas, entonces es falso
principio, y acabamos de demostrar que ni los mismos que le sostienen en teoría
pueden atenerse a el en la práctica. Por fin se nos podrá replicar que aun
cuando la doctrina que impugnamos conduce a grandes absurdos, sin embargo
no deja de permanecer en pie la dificultad capital que consiste en la incompatibilidad
de la justicia del castigo con la acción dictada o permitida por la conciencia
de quien la comete.
314¿Cómo
se suelta esa dificultad? ¿Cómo se salva tamaño inconveniente? ¿Podrá ser
lícito en ningún caso tratar como culpable a quien no lo es en el tribunal
de su propia conciencia?
Al parecer, los hombres de todas opiniones y religiones deben
estar de acuerdo en los puntos principales sobre que gira la presente cuestión;
y sin embargo no es así; y entre los católicos de una parte, y los incrédulos
y protestantes de otra, media una diferencia profunda.
Los primeros tienen por principio inconcuso que hay errores
de entendimiento que son culpables; los segundos piensan al contraria que
todos los errores del entendimiento son inocentes.
Los católicos miran
como una de las primeras ofensas que puede el hombre hacer a Dios, el error
acerca de las importantes verdades religiosas y morales; sus adversarios excusan
esa clase de errores con la mayor indulgencia; y no pueden conducirse de otro
modo so pena de ser inconsecuentes.
Los católicos admiten la posibilidad de la ignorancia invencible
de algunas verdades muy graves, pero esta posibilidad la limitan a ciertas
circunstancias, fuera de las cuales declaran al hombre culpable; pero sus
adversarios, ponderando de continuo la libertad de pensar, no poniéndole más
trabas que las que sean del gusto ele cada individuo, afirmando sin cesar
que cada cual es libre de tener las opiniones que más le agraden, han llegado
a inspirar a todos sus partidarios la convicción de que no hay opiniones culpables
ni errores culpables, que no tiene el hombre la obligación de escudriñar cuidadosamente
el fondo de su alma para examinar si hay algunas causas secretas que le impelen
a apartarse de la verdad;
Han llegado por fin a confundir monstruosamente la libertad
física del entendimiento con la libertad moral, han desterrado del orden de
las opiniones las ideas de lícito o ilícito, han dado a entender que estas
ideas no tenían aplicación cuando se trataba del pensamiento. Es decir, que
en el orden de las ideas han confundido el derecho con el hecho, han declarado
inútiles e incompetentes todas las leves divinas v humanas.
¡Insensatos! ¡Como si fuera posible que lo que hay más alto
y más noble en la humana naturaleza no estuviera sujeto a ninguna regla; como
si fuera posible que lo que hace al hombre rey de la creación no debiese concurrir
a la inefable armonía de las partes del universo entre sí, y del todo con
Dios; como si esta armonía pudiese ni subsistir ni concebirse siquiera en
el hombre, no declarando como la primera de sus obligaciones la de mantenerse
adherido a la verdad.
315
He aquí una razón profunda que justifica a la
Iglesia católica cuando considera el pecado de herejía como uno de los mayores
que el hombre puede cometer. ¡Qué! Vosotros que os sonreís de lástima y desprecio
al solo mentar el nombre de pecado de herejía, vosotros que le consideráis
corno una invención sacerdotal para dominar las conciencias y escatimar la
libertad del pensamiento, ¿con qué derecho os arrogáis la facultad de condenar
las herejías que se oponen a vuestra ortodoxia?
¿Con qué derecho condenáis esas sociedades donde se enseñan
máximas atentatorias a la propiedad, al orden público, a la existencia del
poder? Si el pensamiento es libre, si quien pretende coartarle en lo más mínimo
viola derechos sagrados, si la conciencia no debe estar sujeta a ninguna traba,
si es un absurdo, un contrasentido el pretender obligar a obrar contra ella
o a desobedecer sus inspiraciones, ¿por qué no dejáis hacer a esos hombres
que quieren destruir todo el orden social existente, a esas asociaciones subterráneas
que de vez en cuando envían algunos de sus miembros a disparar el plomo homicida
contra el pecho de los reyes?
Sabed que si para declarar injusta y cruel la intolerancia,
que se ha tenido en ciertas épocas con vuestros errores invocáis vosotros
vuestras convicciones, ellos también pueden invocar las suyas.
Vosotros decíais que las doctrinas de la Iglesia eran invenciones
humanas, ellos dicen que las doctrinas reinantes en la sociedad son también
invenciones humanas; vosotros decíais que el orden social antiguo era un monopolio,
ellos dicen que es un monopolio el orden actual; vosotros decíais que los
poderes antiguos eran tiránicos, y ellos dicen que los poderes actuales tiránicos
son; vosotros decíais que queríais destruir lo existente para fundar instituciones
nuevas, que harían la dicha de la humanidad, ellos, dicen que quieren derribar
todo lo existente para plantear también otras instituciones, que labrarán
la dicha del humano linaje; vosotros declarabais santa la guerra que se hacía
al poder antiguo, y ellos declaran santa la guerra que se hace al poder actual;
vosotros apelasteis a los medios de que podías disponer, y los pretendisteis
legitimados por la necesidad, ellos declaran también legítimo el único medio
que tienen, que consiste en concertarse, en prepararse para el momento oportuno
procurando acelerarle asesinando personas augustas.
Habéis pretendido hacer respetar todas vuestras opiniones,
hasta el ateísmo, y habéis enseñado que nadie tenía el derecho de impediros
el obrar conforme a vuestros principios: pues bien, principios tienen también,
y principios horribles, los fanáticos de quienes estamos hablando; convicciones
tienen también, y convicciones terribles.
316
¿Qué prueba más convincente de que existen entre
ellos esa convicción espantosa, que verlos en medio de la alegría y de las
fiestas públicas, deslizarse pálidos y sombríos entre la alborozada muchedumbre,
escoger el puesto oportuno, y aguardar imperturbables el momento fatal, para
sumergir en la desolación una augusta familia, y cubrir de luto una nación,
con la seguridad de atraer sobre la propia cabeza la execración pública y
acabar la vida en un cadalso?
Pero, nos dirán nuestros adversarios, estas convicciones
no tienen excusa: bien la tendrían, si tenerla hubieran podido las vuestras;
con la diferencia que vosotros labrasteis vuestros funestos y ambiciosos sistemas
en medio de la comodidad y de los regalos, quizás en medio de la opulencia
y a la sombra del poder; y ellos formaron sus abominables doctrinas, en medio
de la oscuridad de la pobreza, de la miseria, de la desesperación.
En verdad, que la inconsecuencia de ciertos hombres es en
extremo chocante. El burlarse de todas las religiones, el negar la espiritualidad
e inmortalidad del alma, la existencia de Dios, el derribar toda la moral
y socavar sus más profundos cimientos, todo ha sido para ellos una cosa muy
excusable; y hasta, si se quiere, digna de alabanza.
Los escritores que desempeñaron tan funesta tarea, son todavía
dignos de apoteosis; es menester lanzar la Divinidad de los templos para colocar
en ellos los nombres y las imágenes de los jefes de aquellas escuelas: debajo
las bóvedas de la magnífica Basílica, en los lugares destinados al reposo
de las cenizas del cristiano que espera la resurrección, es necesario levantar
los sepulcros de Voltaire y de Rousseau, para que las generaciones venideras
desciendan a recogerse algunos momentos en aquellas mansiones silenciosas
y sombrías, y a recibir las inspiraciones de aquellos genios.
Entonces, ¿cómo es posible quejarse con razón de qué se ataque
la propiedad, la familia, el orden social? La propiedad es sagrada, pero ¿es
acaso más sagrada que Dios? Por más trascendentales que quieran suponerse
las verdades relativas a la familia y a la sociedad, ¿son por ventura de un
orden superior a los eternos principios de la moral? O, por mejor decir, ¿son
acaso otra cosa que la aplicación de esos eternos principios?
Pero volvamos al hilo del discurso. Una vez sentado el principio
de que hay errores culpables, principio que si no en la teoría, al menos en
la práctica todo el mundo debe admitir; pero principio que en teoría sólo
el Catolicismo sostiene cumplidamente, resulta bien clara la razón de la justicia
con que el poder humano castiga la propagación y la enseñanza de ciertas doctrinas,
y los actos que a consecuencia de ellas se cometen, sin pararse en la convicción
que pudiera abrigar el delincuente. La ley conviene en que existió o pudo
existir ese error de entendimiento, pero en tal caso declara culpable ese
mismo error: y cuando el hombre invoca el testimonio de la propia conciencia,
la ley le recuerda el deber que tenía de rectificarla.
317
He aquí el fundamento de la justicia de una legislación
que parecía tan injusta; fundamento que era necesario encontrar, si no se
quería dejar una gran parte de las leyes humanas con la mancha más negra;
porque negra mancha fuera la de arrogarse el derecho de castigar a quien no
fuese verdaderamente culpable; derecho absurdo, que tan lejos está de pertenecer
a la justicia humana, que no compete ni al mismo Dios. La misma justicia infinita
dejaría de ser lo que es, si pudiese castigar al inocente,
Podríase señalar quizás otro origen al derecho que tienen
los gobiernos de castigar la propagación de ciertas doctrinas y las acciones
que a consecuencia de ellas se cometen, aun en el caso en que la convicción
de los criminales sea la más profunda. Podríase decir que los gobiernos obran
en nombre de la sociedad, la cual, como todo ser, tiene un derecho a su propia
defensa.
Hay doctrinas que amenazan la existencia misma de la sociedad,
y por tanta ésta se halla en la necesidad y en el derecho de combatir a sus
autores. Por más plausible que parezca una razón semejante, adolece sin embargo
de un inconveniente muy grave, y es que hace desaparecer de un golpe la idea
de castigo y de justicia. Quien se defiende cuando hiere al invasor no le
castiga, sino que le rechaza; y si se mira la sociedad bajo este punto de
vista, el criminal conducido al patíbulo no será un verdadero criminal, no
será más que un desgraciado que sucumbe en una lucha desigual en que temerariamente
se empeñó.
La voz del jaez que le condena no será la augusta voz de
la justicia; su fallo no representará otra cosa que la acción de la sociedad
vengándose de quien ha osado atacarla. La palabra pena tiene entonces un sentido
muy diferente: y la graduación de ella sólo depende del cálculo, no de un
principio de justicia. Es menester no olvidarlo; en suponiéndose que la sociedad,
por derecho de defensa, impone castigo al que ella por otra parte considera
como del todo inocente, la sociedad no juzga, no castiga, sino que lucha.
Esto asienta muy bien tratándose de sociedad con sociedad, pero muy mal, tratándose
de sociedad con individuo. Parécenos entonces ver la lucha desigual de un
desmesurado gigante con un pequeñísimo pigmeo. El gigante le toma en sus manos
y le aplasta contra una roca.
Con la doctrina que acabo de exponer se ve con toda evidencia
lo que vale el tan ponderado principio de la tolerancia universal: demostrado
está que es tan impracticable en la región de los hechos como insostenible
en teoría; y por tanto vienen al suelo todas las acusaciones que se han hecho
al Catolicismo por su intolerancia.
318
En claro queda que la intolerancia es en cierto
modo un derecho de todo poder público; que así se ha reconocido siempre; que
así se reconoce ahora todavía; a pesar de que generalmente hablando, se han
elevado a las regiones del poder los filósofos partidarios de la tolerancia.
Sin duda que los gobiernos han abusado mil veces de este principio; sin duda
que en su nombre se ha perseguido también la verdad; pero ¿de qué no abusan
los hombres?
Lo que debía hacerse, pues, en buena filosofía, no era establecer
proposiciones insostenibles, y además altamente peligrosas; no era declamar
hasta el fastidio contra los hombres y las instituciones de los siglos que
nos han precedido, sino procurar la propagación de sentimientos suaves e indulgentes,
y sobre todo no combatir las altas verdades sin las cuales no puede sostenerse
la sociedad, y cuya desaparición dejaría el mundo entregado a la fuerza y
por consiguiente a la arbitrariedad y a la tiranía.
Se han atacado los dogmas, pero no se ha reflexionado bastante
que con ellos estaba ligada íntimamente la moral, y que esa moral misma es
un dogma. Con la proclamación de una libertad de pensar ilimitada, se ha concedido
al entendimiento la impecabilidad: el error ha dejado de figurar entre las
faltas de que puede el hombre hacerse culpable.
Se ha olvidado que
para querer es necesario conocer, y que para querer bien, es indispensable
conocer bien. Si se examinan la mayor parte de los extravíos de nuestro corazón,
se encontrará que tienen su origen en un concepto errado; ¿cómo es posible,
pues, que no sea para el hombre un deber el preservar su entendimiento de
error?
Pero desde que se ha dicho que las opiniones importaban poco,
que el hombre era libre en escoger las que quisiese sin ningún género de trabas,
aun cuando perteneciesen a la religión y a la moral, la verdad ha perdido
de su estimación y no disfruta a los ojos del hombre aquella alta importancia
que antes tenía por sí misma, por su valor intrínseco; y muchos son los que
no se creen obligados a ningún esfuerzo para alcanzarla. Lamentable situación
de los espíritus, y que encierra uno de los más terribles males que afligen
a la sociedad VER NOTA 24
319
HÁLLOME naturalmente conducido a decir cuatro palabras sobre la intolerancia
de algunos príncipes católicos, sobre la Inquisición, y particularmente la
de España; a examinar brevemente qué es lo que puede echarse en cara el Catolicismo
por la conducta que ha seguido en los últimos siglos. Los calabozos y las
hogueras de la Inquisición, y la intolerancia de algunos príncipes católicos,
ha sido uno de los argumentos de que más se han servido los enemigos de la
Iglesia para desacreditarla, y hacerla objeto de animadversión y de odio.
Y menester es confesar que en esta especie de ataque, tenían de su parte
muchas ventajas que les daban gran probabilidad de triunfo. En efecto, y como
ya llevo indicado más arriba, para el común de los lectores que no cuidan
de examinar a fondo las cosas, que se dejan llevar candorosamente adonde quiere
el sagaz autor, que abrigan un corazón sensible y, dispuesto a
interesarse por el infortunio, ¿qué medio más a propósito para excitar la
indignación, que presentar a su vista negros calabozos, caballetes, san benitos
y hogueras?
En medio de nuestra tolerancia, de nuestra
suavidad de, costumbres, de la benignidad de los códigos criminales,
¿qué efecto no debe producir el resucitar de golpe otros siglos con su rigor,
con su dureza, y todo exagerado, todo agrupado, presentando en un solo cuadro
las desagradables escenas que anduvieron ocurriendo en diferentes lugares,
y en el espacio de largo tiempo?
Entonces teniendo el arte de recordar que, todo esto se hada en nombre
de un Dios de paz y de amor, se ofrece más vivo el contraste, la imaginación
se exalta, el corazón se indigna; y resulta que el clero, los magistrados,
los reyes, los papas de aquellos tiempos, son considerados como una tropa
de verdugos que se complacen en atormentar y desolar a la humanidad. Los escritores
que así han procedido no se han acreditado por cierto de muy concienzudos;
porque es regla que no deben perder nunca de vista ni el orador ni el escritor, que
no es legítimo el movimiento que; excitan en el ánimo, si antes no le convencen
o no le suponen convencido; y además es una especie de mala fe el tratar únicamente
con: argumentos de sentimiento, materias que por su misma naturaleza; sólo
pueden examinarse cual conviene, mirándolas a la luz de la fría, razón. En tales casos no debe empezarse moviendo sino convenciendo:
lo contrario es engañar al lector.
No es mi ánimo hacer aquí la historia
de la Inquisición, ni del sistema que en diferentes países se ira seguido
en punto de intolerancia en materias religiosas; esto me fuera imposible atendidos
los estrechos límites a que me hallo circunscrito; y sería, además, inconducente
I para el objeto de esta obra. De la Inquisición en general, de la del, España
en particular, y de la legislación mas o menos intolerante que; ha regido
en varios países, ¿puede resultar un cargo contra el Catolicismo? Bajo este
respecto, ¿puede sufrir un parangón con el Protestantismo? Éstas son las
cuestiones que yo debo examinar.
Tres cosas se presentan desde luego a
la consideración del observador: la legislación e instituciones de intolerancia;
el uso que de ella se ha hecho; y, finalmente, los actos de intolerancia
que se han cometido fuera del orden de dichas leves e instituciones. Por lo
que a este último corresponde, diré, en primer lugar, que nada tiene que ver
con el objeto que nos ocupa. La matanza de San Bartolomé, y las demás atrocidades
que se hayan cometido en nombre de la religión, en nada deben embarazar a
los apologistas de la misma; porque la religión no puede hacerse responsable
de todo lo que se hace en su nombre, si no se quiere proceder con la más evidente
injusticia.
El hombre tiene un sentimiento tan fuerte y tan vivo de la excelencia
de la virtud, que aun los mayores crímenes procura disfrazarlos con su manto;
¿y sería razonable el desterrar por esto la virtud de la tierra?
1 Hay en la historia de
la humanidad épocas terribles en que se apodera de las cabezas un vértigo
funesto; el furor encendido por la discordia ciega los entendimientos desnaturaliza los corazones; llamase bien al
mal y mal al bien; los más horrendos
atentados se cometen invocando nombres augustos. En encontrándose en semejantes
épocas, el historiador y el filósofo tienen señalada bien claramente; la conducta
que han de seguir: veracidad rigurosa en la narración de los hechos, pero
guardarse de juzgar por ellos, ni las ideas ni las instituciones dominantes.
Están entonces las sociedades como un hombre en un acceso de delirio; y mal
se juzgaría, ni de las ideas, ni de la índole, ni de la conducta del delirante
por lo que dice y hace mientras se halla en ese lamentable estado.
En tiempos tan calamitosos ¿qué bando
puede gloriarse de no haber cometido grandes crímenes? Ateniéndonos a la misma
época que acabamos de nombrar, ¿no vemos los caudillos de ambos partidos,
asesinados de una manera alevosa? El almirante Coligny muere a manos de los
asesinos que comienzan el degüello de los hugonotes, pero el duque de Guisa
había sido también asesinado por Poltrot delante de Orleáns; Enrique III muere
asesinado por Jacobo Element, pero éste es el mismo Enrique que había hecho
asesinar traidoramente al otro duque de Guisa en los corredores de palacio,
y al cardenal hermano del duque en la torre de 1Ioulins; y que además había
tenido parte también en el degüello de San Bartolomé. Entre los católicos
se cometieron atrocidades, pero ¿no las cometieron también sus adversarios?
Tiéndase pues, un velo sobre esas catástrofes, sobre esos aflictivos monumentos
de la miseria y perversidad del corazón del hombre.
El tribunal de la Inquisición considerado
en sí, no es más que la aplicación a un caso particular de la doctrina de
intolerancia, que con más o menos extensión, es la doctrina de todos los poderes
existentes. Así es que sólo nos resta examinar el carácter de esa aplicación,
y ver si con justicia se le pueden hacer los cargos que le han hecho sus enemigos.
En primer lugar es necesario advertir que los encomiadores de todo lo antiguo
falsean lastimosamente la historia si pretenden que esa intolerancia sólo
se vio en los tiempos en que, según ellos, la Iglesia había degenerado de
su pureza. Yo lo que veo es que, desde los siglos en que empezó la Iglesia
a tener influencia pública, comienza la herejía a figurar en los códigos como
delito; y hasta ahora no he podido encontrar una época de completa tolerancia.
Hay, también que hacer otra
observación importante que indica una de las causas del rigor desplegado en
los siglos posteriores. Cabalmente la Inquisición tuvo que empezar sus procedimientos
contra herejes maniqueos; es decir, contra los sectarios que en todos tiempos
habían sido tratados con más dureza.
En el siglo XI, cuando no se aplicaba
todavía a los herejes la pena de fuego, eran exceptuados de la regla general
los maniqueos; y, hasta en tiempo de los emperadores gentiles eran tratados
esos sectarios con mucho rigor; pues que Diocleciano y Maximiano publicaron
en el año 296 un edicto que condenaba a diferentes penas a los maniqueos
que no abjurasen sus dogmas, y a los jefes de la secta a la pena de fuego.
Esos sectarios han sido mirados siempre como grandes criminales; su castigo
se ha considerado necesario, no sólo por lo que toca a la religión, sino también
por lo relativo a las costumbres, y al buen orden de la sociedad. Ésta fue
una de las causas del rigor que se introdujo en esta materia; y añadiéndose el carácter turbulento que presentaron
las sectas que bajo varios nombres aparecieron en los siglos XI , XII y XIII, se atinará en otro de los motivos
que produjeron escenas que a nosotros nos parecen inconcebibles.
Estudiando la historia
de aquellos siglos, y fijando la atención sobre las turbulencias y desastres
que asolaron el mediodía de Francia, se ve con toda claridad que no sólo se
disputaba sobre este o aquel punto de dogma, sino que todo el orden social
existente se hallaba en peligro.
Los sectarios de aquellos
tiempos eran los precursores de los del siglo XVI; mediando empero la diferencia
de que estos últimos eran en general menos democráticos, menos aficionados
a dirigirse a las masas, si se exceptúan los frenéticos anabaptistas. En la
dureza de costumbres de aquellos tiempos, cuando a causa de largos siglos
de trastornos y violencias, la fuerza había llegado a obtener una preponderancia
excesiva, ¿qué podía esperarse de los poderes que se veían amenazados de un
peligro semejante? Claro es que las leyes y su aplicación habían de resentirse
del espíritu de la época.
En cuanto a la Inquisición de España,
la cual no fue más que una extensión de la misma que se había establecido
en otras partes, es necesario dividir su duración en tres grandes épocas,
aun dejando aparte el tiempo de su existencia en el reino de Aragón, anteriormente
a su importancia en Castilla.
La primera comprende el tiempo en que se dirigió principalmente contra los judaizantes
y los moros, desde su instalación en tiempos de los Reyes Católicos hasta
muy entrado el reinado de Carlos V;
la segunda abraza desde que comenzó a dirigir todos sus esfuerzos para impedir la
introducción del Protestantismo en España, hasta que cesó este peligro, la
que contiene desde mediados del reinado de Carlos V, hasta el advenimiento
de los Borbones; y finalmente la última encierra la temporada en que se,
ciñó a reprimir vicios nefandos, y a cerrar el paso a la filosofía de Voltaire,
hasta su desaparición en el primer tercio del presente siglo. Claro es que
siendo en dichas épocas una misma la institución, pero que se andaba modificando
según las circunstancias, no pueden deslindarse a punto fijo, ni el principio
de la una ni el fin de la otra. Pero no deja por esto de ser verdad que tres
épocas existen en la historia de la Inquisición, y que presentan caracteres
muy diferentes.
Nadie ignora las circunstancias particulares
en que fue establecida la Inquisición en tiempo de los Reyes Católicos; pero
bueno será hacer notar que quien solicitó del Papa la bula para el establecimiento
de la Inquisición, fue la reina Isabel, es decir, uno de los monarcas que
rayan más alto en nuestra historia, y que todavía conserva, después de tres
siglos, el respeto y la veneración de todos los españoles.
Tan lejos anduvo la reina de ponerse
con esta medida en contradicción con la voluntad del pueblo, que antes bien
no haya más que realizar uno de sus deseos. La Inquisición se establecía principalmente
contra los judíos; la bula del Papa había sido expedida en 1478;
y antes que la Inquisición
publicase su primer edicto en Sevilla en 1481,
las Cortes de Toledo en 1480,
cargaban reciamente la mano
en el negocio, disponiendo que para impedir el daño que el comercio de judíos
con cristianos podía acarrear a la fe católica, estuviesen obligados los no
bautizados a llevar un signo distintivo, a vivir en barrios separados, que
tenían el nombre de juderías, y a retirarse antes de la noche.
Se renovaban los antiguos reglamentos contra los judíos, y se les
prohibía ejercer las profesiones de médico, cirujano, mercader, barbero y
tabernero. Por ahí se ve que a la sazón, la intolerancia era popular; y que
si queda justificada a los ojos de los monárquicos por haber sido conforme
a la voluntad de los reyes, no debiera quedarlo menos delante de los amigos
de la soberanía del pueblo.
Sin duda que el corazón se contrista
al leer el destemplado rigor con que a la sazón se perseguía a los judíos;
pero menester es confesar que debieron de mediar algunas causas gravísimas
para provocarlo. Se ha señalado como la principal, el peligro de la monarquía
española, aun no bien afianzado, si dejaba que obrasen con libertad los judíos,
a la sazón muy poderosos por sus riquezas y por sus enlaces con las familias
judías influyentes. La alianza de éstos con los moros y contra los cristianos
era muy de temer, pues que estaba fundada en la respectiva posición de los
tres pueblos; y así es que se consideró necesario quebrantar un poder que
podía comprometer de nuevo la independencia de los cristianos.
También es necesario advertir que al
establecerse la Inquisición, no estaba finalizada todavía la guerra de ocho
siglos contra los moros. La Inquisición se proyecta antes de 1478,
y no se plantea hasta
1480; y la conquista de Granada no se verifica hasta 1492. En el momento pues de establecerse la
Inquisición, estaba la obstinada lucha en su tiempo crítico, decisivo; faltaba
saber todavía si los cristianos habían de quedar dueños de toda la Península,
o si los moros conservarían la posesión de una de las provincias más hermosas
y más feraces; si continuarían establecidos allí, en una situación excelente
para sus comunicaciones con África y sirviendo de núcleo y de punto de apoyo
para todas las tentativas que en adelante pudiese ensayar contra nuestra independencia
el poder de la media Luna. Poder que a la sazón estaba todavía tan pujante
como lo dieron a entender en los tiempos siguientes sus atrevidas empresas
sobre el resto de
Europa.
En crisis semejantes, después de siglos
de combates, en los momentos que han de decidir de la victoria para siempre,
¿cuándo se ha visto que los contendientes se porten con moderación y dulzura?
No puede negarse que en el sistema represivo
que se siguió contra los judíos y los moros pudo influir mucho el propio instinto
de la conservación; y que quizás los Reyes Católicos tendrían presente este
motivo cuando se decidieron pedir para sus dominios el establecimiento de
la Inquisición. El peligro no era imaginario, sino muy positivo; y para formarse
idea del estado a que hubieran podido llegar las cosas, si no se hubiesen
adoptado algunas precauciones, basta recordar lo mucho que dieron que entender
en los tiempos sucesivos las insurrecciones de los restos de los moros.
Sin embargo, conviene no atribuirlo todo
a la política de los reyes, y guardarse del prurito de realzar la previsión
y los planes de los hombres, más de lo que corresponde. Por mi parte, me inclino
a creer que Fernando e Isabel siguieron naturalmente el impulso de la generalidad
de la nación, la cual miraba con odio a los judíos que permanecían en su
secta, y con suspicaz desconfianza a los que habían abrazado la religión cristiana.
Esto traía su origen de dos causas: la exaltación de los sentimientos religiosos,
general a la sazón en toda Europa y muy particularmente en España, y la conducta
de los mismos judíos que habían atraído sobre sí la indignación pública.
Databa de muy antiguo en España la necesidad
de enfrenar la codicia de los judíos para que no resultase en opresión de
los cristianos: las antiguas asambleas de Toledo tuvieron ya que poner en
esto la mano repetidas veces. En los siglos siguientes llegó el mal a su colmo;
gran parte de las riquezas de la Península habían pasado a manos de los judíos;
y casi todos los cristianos habían llegado a ser sus deudores.
De aquí resultó el odio del pueblo contra
ellos; de aquí los tumultos frecuentes en muchas poblaciones de la Península,
tumultos que fueron más de una vez funestos a los judíos, pues que se derramó
su sangre en abundancia. Difícil era,
en efecto, que un pueblo acostumbrado por espacio de largos siglos a librar
su fortuna en la suerte de las armas, se resignase tranquilo y pacífico a
la suerte que le iban deparando las artes y las exacciones de una raza extranjera,
que llevaba además en su propio nombre el recuerdo de una maldición terrible.
En los tiempos siguientes se convirtió
a la religión cristiana un inmenso número de judíos; pero ni por esto se
disipó la desconfianza, ni se extinguió el odio del pueblo. Y a la verdad
es muy probable que muchas de esas conversiones no serían demasiado sinceras,
dado que eran en parte motivadas por la triste situación en que se encontraban
permaneciendo en el judaísmo. Cuando la razón no nos llevara a conjeturarlo
así, bastante fuera para indicárnoslo el crecido número de judaizantes que
se encontraron luego que se investigó con cuidado cuáles eran los reos de
ese delito.
Como quiera, lo cierto es que se introdujo la distinción de cristianos
nuevos y cristianos viejos, siendo esta última denominación un título de honor, s,
la primera una tacha de ignominia; y que los judíos convertidos eran
llamados por desprecio marranos.
Con más o menos fundamento se los acusaba
también de crímenes horrendos. Decíase que en sus tenebrosos conciliábulos
perpetraban atrocidades que debe uno creer difícilmente, siquiera para honor
de la humanidad; como, por ejemplo, que en desprecio de la religión y en venganza
de los cristianos, crucificaban niños de éstos, escogiendo para el sacrificio
los días señalados de las festividades cristianas. Sabida es la historia que
se contaba del caballero de la familia de Guzmán, que enamorado de una doncella
judía, estuvo una noche oculto en la familia de ésta, y vio con sus ojos cómo los judíos cometían el crimen de crucificar
un niño cristiano, en el mismo tiempo en que los cristianos celebraban la
institución del sacramento de la Eucaristía.
A más de los infanticidios se les imputaban
sacrilegios, envenenamientos, conspiraciones y otros crímenes; y que estos
rumores andaban muy acreditados lo prueban las leyes que les prohibían las
profesiones de médico, cirujano, barbero y tabernero, donde se trasluce la
desconfianza que se tenía de su moralidad.
No es menester detenerse en examinar
el mayor o menor fundamento que tenían semejantes acusaciones; ya sabemos
a cuánto llega la credulidad pública, sobre todo cuando está dominada por
un sentimiento exaltado que le hace ver todas las cosas de un mismo color;
bástanos que estos rumores circulasen, que fuesen acreditados, para concebir
a cuán alto punto se elevaría la indignación contra los judíos, y por consiguiente
cuán natural era que el poder, siguiendo el impulso del espíritu público,
se inclinase a tratarlos con mucho rigor.
Que los judíos procurarían concertarse
para hacer frente a los cristianos, ya se deja entender por la misma situación
en que se encontraban, y lo que hicieron cuando la muerte de San Pedro de
Arbués, indica lo que practicarían en otras ocasiones. Los fondos necesarios
para la perpetración del asesinato, pago de los asesinos y demás gastos que
consigo llevaban la trama, se reunieron por medio de una contribución voluntaria
impuesta sobre todos los aragoneses de la raza judía. Esto indica una organización
muy avanzada, y que en efecto podía ser fatal si no se la hubiese vigilado.
A propósito de la muerte de San Pedro
de Arbués, haré una observación sobre lo que se ha dicho para probar la impopularidad
del establecimiento de la Inquisición en España, fundándose en este trágico
acontecimiento. ¿Qué señal más evidente de esta verdad, se nos dirá, que la
muerte dada al inquisidor? ¿No es un claro indicio de que la indignación del
pueblo había llegado a su colino, y de que no quería en ninguna manera la
Inquisición, cuando para deshacerse de ella se arrojaba a tamaños excesos?
No negaré, que si por pueblo entendemos los judíos y sus descendientes, llevaban
muy a mal el establecimiento de la Inquisición; pero no era así con respecto
a lo restante del pueblo. Cabalmente, el mismo asesinato de que hablamos dió
lugar a un suceso que prueba todo lo contrario de lo que pretenden los adversarios.
Difundida por la ciudad la muerte del inquisidor, se levantó el pueblo con
tumulto espantoso para vengar el asesinato.
Los sublevados se habían esparcido por
la ciudad, distribuidos en grupos andaban persiguiendo a los cristianos nuevos;
de suerte que hubiera ocurrido una catástrofe sangrienta, si el joven arzobispo
de Zaragoza, Alfonso de Aragón, no se hubiese resuelto a montar a caballo,
y presentarse al pueblo para calmarle, con la promesa de que caería sobre
los culpables del asesinato todo el rigor de la ley. Esto no indica que la
Inquisición fuese tan impopular como se ha querido suponer, ni que los enemigos
de ella tuviesen la mayoría numérica; mucho más si se considera, que ese tumulto
popular no pudo prevenirse, a pesar de las precauciones que para el efecto
debieron de emplear los conjurados, a la sazón muy poderosos por sus riquezas
e influencia.
Durante la temporada
del mayor rigor desplegado contra los judaizantes, observase un hecho digno
de llamar la atención. Los encausados por la Inquisición o que temen serlo,
procuran de todas maneras sustraerse a la acción de este tribunal, huyen de
España, y se van a Roma. Quizás no pensarían que así sucediese los que se
imaginan que Roma ha sido siempre el foco de la intolerancia y el incentivo
de la persecución: y, sin embargo, nada hay, más cierto. Son innumerables
las causas formadas en la Inquisición, que de España se avocaron a Roma en
el primer siglo de la existencia de este tribunal; siendo de notar, además,
que Roma se inclinaba siempre al partido de la indulgencia.
No sé que pueda citarse
un solo reo de aquella época que habiendo acudido a Roma, no mejorase su situación.
En la historia de la Inquisición de aquel tiempo ocupan una buena parte las
contestaciones de los reyes con los papas, donde se descubre siempre por
parte de éstos, el deseo de limitar la Inquisición a los términos de la justicia
y de la humanidad. No siempre se siguió cual convenía la línea de conducta
prescrita por los Sumos Pontífices. Así vemos que éstos se vieron obligados
a recibir un sinnúmero de apelaciones, y a endulzar la suerte que hubiera
cabido a los reos si su causa se hubiese fallado definitivamente en España.
Vemos también que
solicitado el Papa por los Reyes Católicos, que deseaban que las causas se
fallasen definitivamente en España, se nombra un juez de apelación, siendo
el primero D. Iñigo Manrique, arzobispo de Sevilla. Tales eran sin embargo
aquellos tiempos, y tan urgente la necesidad de impedir que la exaltación
de ánimo no llevase a cometer injusticias, o no se arrojase a medidas de una
severidad destemplada, que el mismo Papa, y al cabo de muy poco tiempo, dada
en otra bula expedida en 2 de agosto
de 1483, que había continuado recibiendo las apelaciones de muchos
españoles de Sevilla que no habían osado presentarse al juez de apelación
por temor de ser presos.
Añadía el Papa que
unos habían recibido ya la absolución de la Penitenciaría apostólica, y otros
se disponían a recibirla; continuaba quejándose de que en Sevilla no se hiciese
el debido caso de las gracias recientemente concedidas a varios reos, y por
fin, después de varias prevenciones, hada notar a los reyes Fernando e Isabel
que la misericordia para con los culpables era más agradable a Dios que el
rigor de que se quería usar, como lo prueba el ejemplo del buen Pastor corriendo
tras la oveja descarriada; y concluía exhortando a los reyes a que tratasen
benignamente a aquellos que hiciesen confesiones voluntarias, permitiéndoles
residir en Sevilla o donde quisiesen, dejándoles el goce de todos sus bienes
como si jamás hubiesen cometido el crimen de herejía.
Y no se crea que en
las apelaciones admitidas en Roma, y en que se suavizaba la suerte de los
encausados, se descubriesen siempre vicios en la formación de la causa en
primera instancia, e injusticias en la aplicación de la pena; los reos no
siempre acudían a Roma para pedir reparación de una injusticia, sino porque
estaban seguros de que allí encontrarían indulgencia. Buena prueba tenemos
de esto en el número considerable de los refugiados españoles, a quienes se
les probó que habían recaído en el judaísmo. Nada menos que 258 resultaron
de una sola vez convictos de reincidencia; pero no se hizo una sola ejecución
capital; se les impusieron algunas penitencias, y cuando fueron absueltos
pudieron volverse a sus casas sin ninguna nota de ignominia. Este hecho ocurrió
en Roma en el año 1498.
Es cosa verdaderamente singular lo que
se ha visto en la Inquisición de Roma, de que no haya llegado jamás a la ejecución
de una pena capital, a pesar de que durante este tiempo han ocupado la Silla
Apostólica papas muy rígidos, y muy severos en todo lo tocante a la administración
civil. En todos los puntos de Europa se encuentran levantados cadalsos por
asuntos de religión, en todas partes se presencian escenas que angustian el
alma; y Roma es una excepción de esa regla general: Roma, que se nos ha querido
pintar como un monstruo de intolerancia y de crueldad. Verdad es que los papas
no han predicado como los propietarios y los filósofos la tolerancia universal,
pero los hechos están diciendo lo que va de unos a otros; los papas, con un
tribunal de intolerancia, no derramaron una gota de sangre, y los protestantes
y los filósofos la hicieron verter a torrentes. ¿Qué les importa a las víctimas
el oír que sus verdugos proclaman la tolerancia? Esto es acibarrar la pena
con el sarcasmo.
La conducta de Roma en el uso que ha
hecho del tribunal de la Inquisición, es la mejor apología del Catolicismo
contra los que se empeñan en tildarle de bárbaro y sanguinario. Y a la verdad,
¿qué tiene que ver el Catolicismo con la severidad destemplada que pudo desplegarse
en este o aquel lugar, a impulsos de la situación extraordinaria das razas
rivales, los peligros que amenazaban a una de ellas, o del interés que pudieron
tener los reyes en consolidar la tranquilidad de sus estados y poner fuera
de riesgo sus conquistas?
No entraré en el examen detallado de
la Inquisición de España con respecto a los judaizantes; y estoy muy lejos
de pensar que su rigor contra ellos sea preferible a la benignidad empleada
y recomendada por los papas; lo que deseo consignar aquí es que aquel rigor
fue un resultado de circunstancias
extraordinarias, del espíritu de los pueblos, de la dureza de costumbres todavía
muy general en Europa en aquella época, Y que nada puede echarse en cara al
Catolicismo por los excesos que pudieron cometerse.
Aun hay más: atendido el espíritu que
domina en todas las providencias de los papas relativas a la Inquisición,
y la inclinación manifiesta a ponerse siempre del lado que podía templar el
rigor, y a borrar las marcas de ignominia de los reos y de sus familias, puede
conjeturarse que si no hubiesen temido los papas indisponerse demasiado con
los reyes, y provocar escisiones que hubieran podido ser funestas, habrían
llevado mucho más allá sus medidas. Para convencerse de esto recuérdense
las negociaciones sobre el ruidoso asunto de las reclamaciones de las Cortes
de Aragón, y véase a qué lado se inclinaba la corte de Roma.
Dado que estamos hablando de la intolerancia
contra judaizantes, bueno será recordar la disposición de ánimo de Lutero
con respecto a los judíos. Bien parece que el pretendido reformador, el fundador
de la independencia del pensamiento, el fogoso declamador contra la opresión
y tiranía de los papas, debía de estar animado de los sentimientos más benignos
hacia los judíos; y así deben de pensarlo sin duda los encomiadores del corifeo
del Protestantismo.
Desgraciadamente para ellos, la historia
no lo atestigua así; y según todas las apariencias, si el fraile apóstata
se hubiese encontrado en la posición d, Torquemada, no hubieran
salido mejor parados los judaizantes. H, aquí cuál era el sistema
aconsejado por Lutero, según refiere su mismo apologista Seckendorff. "Hubiera
debido arrasar sus sinagogas, destruir sus casas, quitarles los libros de
oraciones, el Talmud, y hasta lo libros del viejo "Testamento, prohibir
a los rabinos que enseñasen, obligarlos a ganarse la vida por medio de trabajos
penosos". Al menos la Inquisición de España procedía no contra los judíos
sino contra los judaizantes; es decir, contra aquellos que habiéndose convertido
a Cristianismo reincidían en sus errores, y unían a su apostasía el sacrilegio,
profesando exteriormente una creencia que detestaban en secreto, y que profanaban
además con el ejercicio de su religión antigua Pero Lutero extendía su rigor
a los mismos judíos; de suerte que según sus doctrinas nada ¡)odia echarse
en cara a los reyes de España cuando los expulsaron de sus dominios.
Los moros y moriscos
ocuparon también mucho por aquellos tiempos la Inquisición de Espina; a ellos
puede aplicarse con pocas modificaciones cuanto se ha dicho sobre los judíos.
También era una raza aborrecida, fina raza con la que se había combatido por
espacio de ocho siglos, que permaneciendo en su religión excitaba el odio,
abjurándola, no inspiraba confianza. También se interesaron por ello los papas
de un modo muy particular, siendo notable a este propósito una bula expedida
en 1530, donde se habla en su favor un lenguaje evangélico, diciéndose en
ella que la ignorancia de aquellos desgraciados era una de las principales
causas de sus faltas y errores, y que para hacer sus conversiones sinceras
y sólidas, debía primeramente
procurarse ilustrar su entendimiento con la luz de la sana doctrina.
Se dirá que el Papa otorgó a Carlos y
la bula en que le relajaba del juramento prestado en las Cortes de Zaragoza
de 1519, de no alterar nada en punto a los moros, y que así pudo el Emperador
llevar a cabo la medida de expulsión; pero conviene también advertir que el
Papa se resistió largo tiempo a esta concesión, y que si condescendió con
la voluntad del monarca fue porque éste juzgaba que la expulsión era indispensable
para asegurar la tranquilidad de sus reinos.
Si esto era así en la realidad o no,
el Emperador era quien debía saberlo, no el Papa, colocado a mucha distancia
y sin conocimiento detallado de la
verdadera situación de las
cosas. Por lo demás, no era sólo el monarca español quien opinaba así: cuéntase
que estando prisionero en Madrid Francisco I, rey de Francia, dijo un día a Carlos y que la tranquilidad
no se solidaría nunca en España hasta que se expeliesen los moros y moriscos.
330
SE HA DICHO que Felipe II fundó en España una nueva
Inquisición, más terrible que la del tiempo de los Reyes Católicos, y aun
se ha dispensado a la de éstos cierta indulgencia que no se ha'
concedido a la de aquél. Por de pronto resalta aquí una inexactitud histórica
muy grande, porque Felipe 11 no fundó una nueva Inquisición; sostuvo la que
le habían legado los Reyes Católicos, y recomendado muy, particularmente
en testamento su padre y predecesor Carlos V.
La comisión de las Cortes de Cádiz en
el proyecto de abolición de dicho tribunal, al paso que excusa la conducta
de los Reyes Católicos, vitupera severamente la de Felipe II, y procura que
recaigan sobre este príncipe toda la odiosidad y toda la culpa. Un ilustre
escritor francés que ha tratado poco ha esta cuestión importante, se ha dejado
llevar de las mismas ideas, con aquel candor que es no pocas veces el patrimonio
del genio. "Hubo en la Inquisición de Espada, dice el ilustre Lacordaire,
dos momentos solemnes que es preciso no confundir: uno al fin del siglo xv
bajo Fernando e Isabel, antes que los moros fuesen echados de Granada, su
último asilo; otro, a mediados del siglo xvi, bajo Felipe II, cuando el Protestantismo
amenazaba introducirse en España.
La comisión de las Cortes distinguió
perfectamente estas dos épocas, marcando de ignominia la Inquisición de Felipe
11, y expresándose con mucha moderación con respecto a la de Isabel y de Fernando".
Cita en seguida un texto donde se afirma que Felipe II fue el verdadero fundador
de la Inquisición, y que si ésta se elevó en seguida a tan alto poder, todo
fue debido a la refinada política de aquel príncipe, añadiendo un poco más
abajo el citado escritor que Felipe II fue el inventor de los autos de fe
para aterrorizar la herejía, y que el primero se celebró en Sevilla en 1559.
(Memoria para el restablecimiento en Francia del orden de los Frailes Predicadores
por el abate Lacordaire. Cap. 6.)
Dejemos aparte la inexactitud histórica
sobre la invención de los autos de fe, pues es bien sabido que ni los sambenitos
ni las hogueras fueron invención de Felipe II. Estas inexactitudes se le escapan
fácilmente a todo escritor, mayormente cuando no recuerda un hecho sino por
incidencia; y así es que ni siquiera debemos detenernos en eso; pero enciérrase
en dichas palabras una acusación a un monarca, a quien ya de muy antiguo no
se le hace la justicia que merece. Felipe II continuó la obra empezada por
sus antecesores; y si a éstos no se los culpa, tampoco se le debe culpar a
él. Fernando e Isabel emplearon la Inquisición contra los judíos apóstatas;
¿por qué no pudo emplearla Felipe II contra los protestantes? Se dirá empero
que abusó de su derecho y que llevó su rigor hasta el exceso; finas a buen
seguro que no se anduvo muy abundante de indulgencia en tiempo de Fernando
e Isabel. ¿Se han olvidado acaso las numerosas ejecuciones de Sevilla y otros
puntos? ¿Se ha olvidado lo que dice en su historia el padre Mariana? ¿Se han
olvidado las medidas que tornaron los papas para poner coto a este rigor excesivo?
Las palabras citadas contra Felipe son
sacadas de la obra La Inquisición sin máscara, que se publicó en España en 1811; pero
se calculará fácilmente el peso de autoridad semejante, en sabiéndose que
su autor se ha distinguido hasta su muerte por un odio profundo contra los
reyes de España. La portada de la obra llevaba el nombre de Natanael Jonntob,
pero el verdadero autor es un español bien conocido, que en los escritos publicados
al fin de su vida no parece sino que se propuso vindicar con su desmedida
exageración y sus furibundas invectivas, todo lo que anteriormente había
atacado: tan insoportable es su lenguaje contra todo cuanto se le ofrece al
paso. Religión, reyes, patria, clases, individuos, aun los de su mismo partido
y opiniones, todo lo insulta, todo lo desgarra, como atacado de un acceso
de rabia.
No es extraño, pues, que mirase a Felipe
II como han acostumbrado a mirarle los protestantes y los filósofos; es decir,
como un príncipe arrojado sobre la tierra para oprobio y tormento de la humanidad,
como un monstruo de maquiavelismo que escarda las tinieblas para cebarse a
mansalva en la crueldad y tiranía.
No seré yo quien me encargue de justificar
en todas sus partes la política de Felipe II, ni negaré que haya alguna exageración
en los elogios que le han tributado algunos escritores españoles; pero tampoco
puede ponerse en duda que los protestantes, y los enemigos políticos de este
monarca, han tenido un constante empeño en desacreditarle. Y ¿sabéis por
qué los protestantes le han profesado a Felipe II tan mala voluntad? Porque
él fue quien impidió que no penetrara en Espacia el Protestantismo, él fue
quien sostuvo la causa de la Iglesia católica en aquel agitado siglo.
Dejemos aparte los acontecimientos trascendentales
al resto de Europa, de los cuales cada uno juzgará como mejor le agradare;
pero ciñéndonos a España puede asegurarse que la introducción del Protestantismo
era inminente, inevitable, sin el sistema seguido por aquel monarca. Si en
este o aquel caso hizo servir la Inquisición a su política, éste es otro punto
que no nos. toca examinar aquí; pero reconózcase al menos que la Inquisición
no era un mero instrumento de miras ambiciosas, sino una institución sostenida
en vista de un peligro inminente.
De los procesos formados por la Inquisición
en aquella época, resulta con toda evidencia que el Protestantismo andaba
cundiendo en España de una manera increíble. Eclesiásticos distinguidos, religiosos,
monjas, seglares de categoría; en una palabra, individuos de las clases más
influyentes, se hallaron contagiados de los nuevos errores: bien se echa de
ver que no eran infructuosos los esfuerzos de los protestantes para introducir
en España sus doctrinas, cuando procuraban de todos modos llevarnos los libros
que las contenían, hasta valiéndose de la singular estratagema de encerrarlos
en botas de vino de Champaña y Borgoña, con tal arte, que los aduaneros no
podían alcanzar a descubrir el fraude, como escribía a la sazón el embajador
de España en París.
Una atenta observación del estado de
los espíritus en España en aquella época, haría conjeturar el peligro, aun
cuando hechos incontestables no hubieran venido a manifestarle. Los protestantes
tuvieron gran cuidado de declamar contra los abusos, presentándose como reformadores,
y trabajando por atraer a su partido a cuantos estaban animados de un vivo
deseo de reforma.
Este deseo existía, en la Iglesia, de
mucho antes; y si bien es verdad que en unos el espíritu de reforma era inspirado
por malas intenciones, o en otros términos, disfrazaban con este nombre su
verdadero proyecto, que era de destrucción, también es cierto que en muchos
católicos sinceros había un deseo tan vivo de ella, que llegaba a celo imprudente
y rallaba en ardor destemplado. Es probable que este mismo celo llevado hasta
la exaltación se convertiría en algunos en acrimonia; y que así prestarían
más fácilmente oídos a las insidiosas sugestiones de los enemigos de la Iglesia.
Quizás no fueron pocos los que empezaron
por un celo indiscreto, cayeron en la exageración, pasaron en seguida a la
animosidad, y al fin se precipitaron en la herejía.
No faltaba en España esta disposición de espíritu, que desenvuelta
con el curso de los acontecimientos hubiera dado frutos amargos, por poco
que el Protestantismo hubiese podido tomar pie. Sabido es que en el concilio
de Trento se distinguieron los españoles por su celo reformador y por la firmeza
en expresar sus opiniones: y es necesario advertir que una vez introducida
en un país la discordia religiosa, los ánimos se exaltan con las disputas,
se irritan con el choque continuo, y a veces hombres respetables llegan a
precipitarse en excesos, de que poco antes ellos mismos se habrían horrorizado.
Difícil es decir a punto fijo lo que hubiera sucedido por poco que en este
punto se hubiese aflojado; lo cierto es que cuando uno lee ciertos pasajes
de Luís Vives, de Arias Montano, de Carranza, de la consulta de Melchor Cano,
parece que está sintiendo en aquellos espíritus cierta inquietud y agitación,
como aquellos sordos mugidos que anuncian en lontananza el comienzo de la
tempestad.
La famosa causa del arzobispo de Toledo,
fray Bartolomé de Carranza, es uno de los hechos que se han citado más a
menudo en prueba de la arbitrariedad con que procedía la Inquisición de España.
Ciertamente es mucho el interés que excita el ver sumido de repente en estrecha
prisión, y continuando en ella largos años, uno de los hombres más sabios
de Europa, arzobispo de Toledo, honrado con la íntima confianza de Felipe
II y de la reina de Inglaterra, ligado en amistad con los Hombres más distinguidos
de la época, y conocido en toda la cristiandad por el brillante papel que
había representado en el concilio de Trento. Diez y siete años duró la causa,
y a pesar de haber sido avocada a Rozna, donde no faltarían al arzobispo protectores
poderosos, todavía no pudo recabarse que en el fallo se declarase su inocencia.
Prescindiendo de lo que podía arrojar
de sí una causa tan extensa y complicada, y de los mayores o menores motivos
que pudieron dar las palabras y los escritos' de Carranza para hacer sospechar
de su fe, yo tengo por cierto que en su conciencia, delante de Dios, era del
todo inocente. Hay de esto una prueba que lo deja fuera de toda duda: hela
aquí. Habiendo caído enfermo al cabo de poco de fallada su causa, se conoció
luego que su enfermedad era mortal y se le administraron los santos sacramentos.
En el acto de recibir el sagrado Viático, en presencia de un numeroso concurso,
declaró del modo más solemne que jamás se había apartado de la fe de la Iglesia
católica, que de nada le remordía la conciencia de todo cuanto se le había
acusado, y confirmó su dicho poniendo por testigo a aquel mismo Dios que tenía en su presencia,
a quien iba a recibir bajo las sagradas especies, y a cuyo tremendo tribunal
debía en breve comparecer.
Acto patético que hizo derramar lágrimas a todos los circunstantes,
que disipó de un soplo las sospechas que contra él se habían podido concebir,
y aumentó las simpatías excitadas ya durante la larga temporada de su angustioso
infortunio. El Sumo Pontífice no dudó de la sinceridad de la declaración,
como lo indica el que se puso sobre su tumba un magnífico epitafio, que por
cierto no se hubiera permitido de quedar alguna sospecha de la verdad de sus
palabras. Y de seguro que fuera temeridad no dar fe a tan explícita declaración,
salida de la boca de un hombre como Carranza, y moribundo, y en presencia
del mismo Jesucristo.
Pagado este tributo al saber, a las virtudes
y al infortunio de Carranza, resta ahora examinar, si por más pura'
que estuviese su conciencia, puede decirse con razón que su cansa no fue
más que una traidora intriga tramada por la enemistad y la envidia. Ya se
deja entender que no se trata aquí de examinar el inmenso proceso de aquella
causa; pero así como suele pasarse ligeramente sobre ella, echando un borrón
sobre Felipe TI y sobre los adversarios de Carranza, séame permitido también
hacer algunas observaciones sobre la misma para llevar las cosas a su verdadero
punto de vista. En primer lugar salta a los ojos que es bien singular la
duración tan extremada de una causa destituida de todo fundamento, o al menos
que no hubiese tenido en su favor algunas apariencias. Además, si la causa
hubiese continuado siempre en España, no fuera tan de extrañar su prolongación;
pero no fue así, sino que estuvo pendiente muchos años también en Roma. ¿Tan
ciegos eran los jueces o tan malos, que o no viesen la calumnia, o no la desechasen,
si esta calumnia era tan clara, tan evidente, como se ha querido suponer?
Se puede responder a esto que las intrigas
de Felipe 11, empeñado en perder al arzobispo, impedían que se aclarase la
verdad, como lo prueba la morosidad que hubo en remitir a Roma al ilustre
preso, a pesar de las reclamaciones del Papa, hasta verse, según dicen, obligado
Pío y a amenazar con la excomunión a Felipe II, si no se enviaba a Roma a
Carranza. No negaré que Felipe 11 haya tenido empeño en agravar la situación
del arzobispo, y deseos de que la causa diera un resultado poco favorable
al ilustre reo; sin embargo, para saber si la conducta del rey era criminal
o no, falta averiguar si el motivo que le impelía a obrar así, era de resentimiento
personal, o si en realidad era la convicción, o la sospecha, de que el arzobispo
fuese luterano.
Antes de su desgracia era Carranza muy favorecido y honrado de Felipe;
dióle de ello abundantes pruebas con las comisiones que le confió en Inglaterra,
y finalmente nombrándole para la primera dignidad eclesiástica de España;
y así es que no podemos presumir que tanta benevolencia se cambiase de repente
en un odio personal, a no ser que la historia nos suministre algún dato donde
fundar esta conjetura. Este dato es el que yo no encuentro en la historia,
ni sé que hasta ahora se haya encontrado. Siendo esto así, resulta que si
en efecto se declaró Felipe 11 tan contrario del arzobispo, fue porque creía
o al menos sospechaba fuertemente, que Carranza era hereje. En tal caso pudo
ser Felipe II imprudente, temerario, todo lo que se quiera; pero nunca se
podrá decir que persiguiese por espíritu de venganza, ni por miras personales.
También se ha culpado a otros hombres
de aquella época, entre los cuales figura el insigne Melchor Cano. Según parece,
el mismo Carranza desconfió de él; y aun llegó a estar muy quejoso por haber
sabido que Cano se había atrevido a decir que el arzobispo era tan hereje
como Lutero.
Pero Salazar de Mendoza, refiriendo el hecho en la Vida de
Carranza, asegura que sabedor
Cano de esto, lo desmintió abiertamente, afirmando que jamás había salido
de su boca expresión semejante. Y a la verdad, el ánimo se inclina fácilmente
a dar crédito a la negativa; hombres de un espíritu tan privilegiado como
Melchor Cano, llevan en su propia dignidad un preservativo demasiado poderoso
contra toda bajeza, para que sea permitido sospechar que descendiera al infame
papel de calumniador.
Yo no creo que las causas del infortunio
de Carranza sea menester buscarlas en rencores ni envidias particulares; sino
que se las encuentra en las circunstancias críticas de la época, y en el
mismo natural de este hombre ilustre. Los gravísimos síntomas que se observaban
en España de que el luteranismo estaba haciendo prosélitos, los esfuerzos
de los protestantes para introducir en ella sus libros y emisarios, y la
experiencia de lo que estaba sucediendo en otros países, y en particular en
el fronterizo reino de Francia, tenía tan alarmados los ánimos y los traía
tan asustadizos y suspicaces, que el menor indicio de error, sobre todo en
personas constituidas en dignidad, o señaladas por su sabiduría, causaba inquietud
y sobresalto.
Conocido es el ruidoso negocio de Arias
Alontano sobre la Políglota de Amberes, como también los padecimientos del
insigne fray Luís de León y de otros nombres ilustres de aquellos tiempos.
Para llevar las cosas al extremo,
mezclábase en esto la situación política de España con respecto al extranjero;
pues que teniendo la monarquía española tantos enemigos y rivales, terníase
con fundamento que éstos se valdrían
de la herejía para introducir en nuestra patria la discordia religiosa, y
por consiguiente la guerra civil.
Esto hada naturalmente que Felipe 11
se mostrase desconfiado y suspicaz, y que combinándose en su espíritu el
odio a la herejía y el deseo de la propia conservación, se manifestase severo
e inexorable con todo lo que pudiese alterar en sus dominios la pureza de
la fe católica.
Por otra parte, menester es confesar
que el natural de Carranza no era el más a propósito para vivir en tiempos
tan críticos sin dar algún grave tropiezo.
Al leer sus Comentarios sobre el Catecismo,
conócese que era hombre de
entendimiento muy despejado, de erudición vasta, de ciencia profunda, de un
carácter severo, y de un corazón generoso y franco. Lo que piensa lo dice
con pocos rodeos, sin pararse mucho en el desagrado que en estas o aquellas
personas podían excitar sus palabras. Donde cree descubrir un abuso lo señala
con el dedo y le condena abiertamente, de suerte que no son pocos los puntos
de semejanza que tiene con su supuesto antagonista Melchor Cano. En el proceso
se le hicieron cargos, no sólo por lo que resultaba de sus escritos, sino
también por algunos sermones y conversaciones. No sé hasta qué punto pudiera
haberse excedido; pero desde luego no tengo reparo en afirmar, que quien escribía
con el tono que él lo hace, debía expresarse de palabra con mucha fuerza,
y quizás con demasiada osadía.
Además, es necesario también añadir en
obsequio de la verdad, que en sus Comentarios sobre el Catecismo, tratando de la justificación, no se explica
con aquella claridad y limpieza que era de desear, y que reclamaban las calamitosas
circunstancias de aquella época. Los versados en estas materias saben cuán
delicados son ciertos puntos, que cabalmente eran entonces el objeto de los
errores de Alemania; y fácilmente se concibe cuánto debían de llamar la atención
las palabras de un hombre como Carranza, por poca ambigüedad que ofreciesen.
L o cierto es que en Roma no salió absuelto de los cargos, que se le obligó
a abjurar una serie de proposiciones, de las cuales se le consideró sospechoso,
y que se le impusieron por ello algunas penitencias. Carranza en el lecho
de la muerte protestó de su inocencia, pero tuvo el cuidado de declarar, que
no por esto tenía por injusta la sentencia del Papa. Esto explica el enigma;
pues no siempre la inocencia del corazón anda acompañada de la prudencia en
los labios.
Me he detenido un poco en esta causa
célebre porque se brinda a consideraciones que hacen sentir el espíritu de
aquella época; consideraciones que sirven además para restablecer en su puesto
la verdad, y para que no se explique todo por la miserable clave de la perversidad
de los hombres.
Desgraciadamente hay una tendencia a explicarlo todo así; y por cierto
que no es escaso el fundamento que muchas veces dan los hombres para ello;
pero mientras no haya un evidente necesidad de hacerlo, deberíamos abstenernos
de acrimina El cuadro de la historia de la humanidad es de suyo demasiado
sombrío para que podamos tener gusto en oscurecerle, echándole nueva manchas;
y es menester pensar que a veces acusamos de crimen 1 que no fue más que ignorancia.
El hombre está inclinado al mal pero no está menos sujeto al error; y el error
no siempre es culpable
Yo creo que pueden darse las gracias
a los protestantes del rigor y de la suspicacia que desplegó en aquellos tiempos
la Inquisición de España. Los protestantes promovieron una revolución religiosa;
y es una ley constante que toda revolución, o destruye el poder atacado o le hace
más severo y duro. Lo que antes se hubiera juzgado indiferente, se considera
como sospechoso y lo que en otras circunstancias sólo se hubiera tenido por
una falta, es mirado entonces como un crimen.
Se está con un temor continuo de que
la libertad se convierta en licencia;
y como las revoluciones destruyen invocando la reforma, quien se atreva a
hablar de ella corre peligro de ser culpado de perturbador. La misma prudencia
en la conducta será tildada de precaución hipócrita; un lenguaje franco y
sincero calificado de insolencia y de sugestión peligrosa; la reserva lo será
de mañosa reticencia; y hasta el mismo silencio será tenido por significativo,
por disimulo alarmante. En nuestros tiempos hemos presenciado tantas cosas,
que estamos en excelente posición para comprender fácilmente todas las fases
de la historia de la humanidad.
Es un hecho indudable la reacción que
produjo en España el Protestantismo: sus errores y excesos hicieron que así
el poder eclesiástico como el civil concediesen en todo lo tocante a religión
mucha menor latitud de la que antes se permitía. La España se preservó de
las doctrinas protestantes, cuando todas las probabilidades estabas indicando
que al fin se nos llegarían a comunicar de un modo u otro y claro es que este
resultado no pudo obtenerse sin esfuerzos extraordinarios. Era aquello una
plaza sitiada, con un poderoso enemigo a la vista, donde los jefes andan vigilantes
de continuo, en guardia contra los ataques de afuera y en vela contra las
traiciones de adentro
En confirmación de estas observaciones
aduciré un ejemplo, que servirá por muchos otros; quiero hablar de lo que
sucedió con respecto a las Biblias en lengua vulgar, pues que esto nos dará
una idea de lo que anduvo sucediendo en lo demás, por el mismo curso natural
de las cosas. Cabalmente tengo a la mano un testimonio tan respetable como interesante: el mismo Carranza de quien acabo
de hablar. Oigamos lo que dice en el prólogo que precede a sus Comentarios sobre el Catecismo Cristiano. "Antes que las
herejías de Lutero saliesen del infierno a esta luz del inundo, no sé yo que
estuviese vedada la Sagrada Escritura, en lenguas vulgares entre ningunas
gentes.
En
España, había Biblias trasladadas en vulgar por mandato de reyes católicos,
en tiempo que se consentían vivir entre cristianos los moros y judíos en sus
leyes. Después que los judíos fueron echados de España, hallaron los jueces
de la religión que algunos de los que se convirtieron a nuestra santa fe,
instruían a sus hijos en el judaísmo, enseñándoles las ceremonias de la ley
de Moisés, por aquellas Biblias vulgares; las cuales ellos imprimieron después
en Italia en la ciudad de Ferrara. Por esta causa tan justa se vedaron las
Biblias vulgares en España; pero siempre se tuvo miramiento a los colegios
y monasterios, y a las personas nobles que estaban fuera de sospecha, y se
les daba licencia que las tuviesen y leyesen".
Continúa Carranza haciendo en pocas palabras
la historia de estas prohibiciones en Alemania, Francia y otras partes, y
después prosigue: "En España, que estaba y está limpia de
la cizaña, por merced y gracia de Nuestro Señor, proveyeron en vedar generalmente
todas traslaciones vulgares de la Escritura, por quitar la ocasión a los extranjeros
de tratar de sus diferencias con personas simples y sin letras. Y también
porque tenían y tienen experiencia de casos particulares y errores que comenzaban
a nacer en España, y hallaban que la raíz era haber leído algunas partes de
la Escritura sin entenderlas. Esto
que he dicho aquí es historia verdadera de lo que ha pasado. Y por este fundamento
se ha prohibido la Biblia en lengua vulgar".
Este curioso pasaje de Carranza nos explica
en pocas palabras el curso que anduvieron siguiendo las cosas. Primero no
existe ninguna prohibición, pero el abuso de los judíos la provoca; bien
que dejándose, como se ve por el mismo texto, alguna latitud. Vienen en seguida
los protestantes, perturban la Europa con sus Biblias, amenaza el peligro
de introducirse los nuevos errores en España, se descubre que algunos extraviados
lo han sido por mala inteligencia de algún pasaje de la Biblia, lo que obliga
a quitar esta arilla a los extranjeros que intentasen seducir a las personas
sencillas y así la prohibición se hace general y rigurosa.
Volviendo a Felipe II, conviene no perder
de vista que este monarca fue uno de los más firmes defensores de la Iglesia
católica, que fue la personificación de la política de los siglos fieles en
medio del vértigo que a impulsos del Protestantismo se había apoderado de
la política europea.
A él se debió en gran parte que a través
de tantos trastornos pudiese la Iglesia contar con la poderosa protección
de los príncipes de la tierra.
La época de Felipe II fue crítica y decisiva
en Europa; y si bien es verdad que no fue afortunado en Flandes, también
lo es que su poder y su habilidad formaron un contrapeso a la política protestante,
a la que no permitió señorearse de Europa como ella hubiera deseado. Aun cuando
supiéramos que entonces no se hizo más que ganar tiempo, quebrantándose el
primer ímpetu de la política protestante, no fue poco beneficio para la religión
católica, por tantos lados combatida. ¿Qué hubiera sido de la Europa si en
España se hubiese introducido el Protestantismo como en Francia, si los hugonotes
hubiesen podido contar con el apoyo de la Península?
Y si el poder de Felipe II no hubiese
infundido respeto, ¿qué no hubiera podido suceder en Italia? Los sectarios
de Alemania ¿no hubieran alcanzado a introducir allí sus doctrinas? Posible
fuera -y en esto abrigo la seguridad de obtener el asentimiento de todos los
hombres que conocen la historia-, posible fuera que si Felipe II hubiese
abandonado su tan acriminada política, la religión católica se hubiese encontrado
al entrar en el siglo XVII, en la dura necesidad de vivir, no más que como
tolerada, en la generalidad de los reinos de Europa. Y lo que vale esta tolerancia,
cuando se trata de la Iglesia católica, nos lo dice siglos ha la Inglaterra,
nos lo dice en la actualidad la Prusia, y finalmente la Rusia, de un modo
todavía más doloroso.
Es menester mirar a Felipe II bajo este
punto de vista; y fuerza es convenir que considerado así, es un gran personaje
histórico, de los que han dejado un sello mas profundo en la política de los
siglos siguientes, y que más influjo han tenido en señalar una dirección al
curso de los acontecimientos.
Aquellos españoles que anatematizan al
fundador del Escorial, es menester que hayan olvidado nuestra historia, o
que al menos la tengan en poco. Vosotros arrojáis sobre la frente de Felipe
II la mancha de odioso tirano, sin reparar que disputándole su gloria, o trocándola
en ignominia, destruís de una plumada toda la nuestra, y hasta arrojáis en
el fango la diadema que orló las sienes de Fernando y de Isabel.
Si no podéis perdonar a Felipe II el
que sostuviese la Inquisición, si por esta sola causa no podéis legar a la
posteridad su nombre sino cargado de execraciones, haced lo mismo con el de
su ilustre padre Carlos V, y, llegando a Isabel de Castilla escribid también
en la lista de los tiranos, de los azotes de la humanidad, el nombre que acataron
ambos mundos, el emblema de la gloria y pujanza de la monarquía española.
Todos participaron en el hecho que tanto levanta vuestra indignación; no anatematicéis,
pues, al uno, perdonando a los otros con una indulgencia hipócrita; indulgencia
que no empleáis por otra causa, sino porque el sentimiento de nacionalidad
que late en vuestros pechos os obliga a ser parciales, inconsecuentes, para
no veros precisados a borrar de un golpe las glorias de España, a marchitar
todos sus laureles, a renegar de vuestra patria.
Ya que desgraciadamente nada nos queda
sino grandes recuerdos, no los despreciemos; que estos recuerdos en una nación
son como en una familia caída los títulos de su antigua nobleza; elevan el
espíritu, fortifican en la adversidad, y alimentando en el corazón la esperanza,
sirven a preparar un nuevo porvenir.
El inmediato resultado de la introducción
del Protestantismo en España, habría sido como en los demás países la guerra
civil. Ésta nos fuera a nosotros más fatal por hallarnos en circunstancias
mucho más críticas. La unidad de la monarquía española no hubiera podido resistir
a las turbulencias y sacudimientos de una disensión intestina; porque sus
partes eran tan heterogéneas, y estaban, por decirlo así, tan mal pegadas
que el menor golpe hubiera deshecho la soldadura. Las leyes y las costumbres
de los reinos de Navarra y de Aragón eran muy diferentes de las de Castilla;
un vivo sentimiento de independencia, nutrido por las frecuentes reuniones
de sus Cortes, se abrigaba en esos pueblos indómitos; y sin duda que hubieran
aprovechado la primera ocasión de sacudir un yugo que no les era lisonjero.
Con esto, y las facciones que hubieran
desgarrado las entrañas de todas las provincias, se habría fraccionado miserablemente
la monarquía; cabalmente cuando debía hacer frente a tan multiplicadas atenciones,
en Europa, en África y en América. Los moros estaban aún a nuestra vista,
los judíos no se habían olvidado de España; y por cierto que unos y otros
hubieran aprovechado la coyuntura, para mediar de nuevo a favor de nuestras
discordias. Quizás estuvo pendiente de la política de Felipe II, no sólo la
tranquilidad, sino también la existencia de la monarquía española. Ahora
se le acusa de tirano; en el caso contrario se le hubiera acusado de incapaz
e imbécil.
Una de las mayores injusticias de los
enemigos de la religión al atacar a los que la han sostenido, es el suponerlos
de mala fe; el acusarlos de llevar en todo segundas intenciones, miras tortuosas
e interesadas. Cuando se habla por ejemplo del maquiavelismo de Felipe 11,
se supone que la Inquisición, aun cuando en la apariencia tenía un objeto
puramente religioso, no era más en realidad que un dócil instrumento político
puesto en las manos del astuto monarca. Nada más especioso para los que piensan
que estudiar la historia es ofrecer esas observaciones picantes y maliciosas,
pero nada más falso en presencia de los hechos.
Viendo en la Inquisición un tribunal
extraordinario, no han podido concebir algunos cómo era posible su existencia
sin suponer en el monarca que le sostenía y fomentaba, razones de estado muy
profundas, las que alcanzaban mucho mas allá de lo que se descubre en la
superficie de las cosas. No se ha querido ver que cada época tiene su espíritu,
su modo particular de mirar los objetos, y su sistema de acción, sea para
procurarse bienes, sea para evitarse males. En aquellos tiempos, en que por
todos los reinos de Europa se apelaba al hierro y al fuego, en las cuestiones
religiosas, en que así los protestantes como los católicos quemaban a sus
adversarios, en que la Inglaterra, la Francia, la Alemania estaban presenciando
las escenas más crueles, se encontraba tan natural, tan en el orden regular
la quema de un hereje, que en nada chocaba con las ideas comunes. A nosotros
se nos erizan los cabellos a la sola idea de quemar a un hombre vivo.
Hallándonos en una sociedad donde el
sentimiento religioso se ha amortiguado en tal manera, y, acostumbrados
a vivir entre hombres que tienen religión diferente de la nuestra, y a veces
ninguna, no alcanzamos a concebir que pasaba entonces como un suceso muy ordinario
el ser conducidos al patíbulo esta clase de hombres. Léanse empero los escritores
de aquellos tiempos, se notará la inmensa diferencia que va de nuestras costumbres
a las suyas; se observará que nuestro lenguaje templado y tolerante hubiera
sitio para ellos incomprensible. ¿Qué más? El mismo Carranza, que tanto sufrió
de la Inquisición, ¿piensan quizás algunos cómo opinaba sobre estas materias?
En su citada obra, siempre que se ofrece la oportunidad de tocar este punto,
emite las mismas ideas de su tiempo, sin detenerse siquiera en probarlas,
dándolas como cosa fuera de duda. Cuando en Inglaterra se encontraba al lado
de la reina María, sin ningún reparo ponía también en planta sus doctrinas
sobre el rigor con que debían ser tratados los herejes; y a buen seguro que
lo hacía sin sospechar en su intolerancia, que tanto había de servir su nombre
para atacar esa misma intolerancia.
Los reyes y, los pueblos,
los eclesiásticos y los seglares, todos estaban acordes en este punto. ¿Qué
se diría ahora de un rey que con sus manos aproximase la leña para quemar
a un hereje, que impusiese la pena de horadar la lengua a los blasfemos con
un hierro? Pues lo primero se cuenta de San Fernando, y lo segundo lo hacía
San Luís.
Aspavientos hacemos ahora, cuando vemos
a Felipe II asistir a un auto de fe; pero si consideramos que la corte, los
grandes, lo más escogidos de la sociedad, rodeaban en semejante caso al rey,
veremos que si esto a nosotros nos parece horroroso, insoportable, no lo era
para aquellos hombres que tenían ideas y sentimientos muy diferentes. No
se diga que la voluntad del monarca lo prescribía así, y que era fuerza obedecerle;
no, no era la voluntad del monarca lo que obraba, era el espíritu de la época.
No hay monarca tan poderoso que pueda celebrar una ceremonia semejante, si
estuviere en contradicción con el espíritu de su tiempo; no hay monarca tan
insensible que no esté él propio afectado del siglo en que reina. Suponed
el más poderoso, más absoluto de nuestros tiempo: Napoleón en su apogeo, el
actual emperador de Rusia, y ved si alcanzar podría su voluntad a violentar
hasta tal punto las costumbres de su siglo.
A los que afirman que la Inquisición
era un instrumento de Felipe II, se les puede salir al encuentro con una
anécdota, que por cierto no es muy a propósito para confirmarnos en esta opinión.
No quiero dejar de referirla aquí, pues que a más de ser muy curiosa e interesante,
retrata las ideas y costumbres de aquellos tiempos. Reinando en Madrid Felipe
II, cierto orador dijo en un sermón en presencia del rey, que los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de los vasallos
y sobre sus bienes.
No era la proposición para desagradar
a un monarca, dado que el buen predicador le libraba de un tajo, de todas
las trabas en el ejercicio de su poder.
A lo que parece, no estaría entonces
todo el inundo en España tan encorvado bajo la influencia de las doctrinas
despóticas como se ¡la querido suponer, pues que no faltó quien delatase a
la Inquisición las palabras con que el predicador había tratado de lisonjear
la arbitrariedad de los reyes. Por cierto que el orador no se había guarecido
bajo un techo débil; y así es que los lectores darán por supuesto que rozándose
la denuncia con el poder de Felipe II, trataría la Inquisición de no hacer
de ella ningún mérito.
No fue así sin embargo: la Inquisición
instruyó su expediente, encontró la proposición contraria a las sanas doctrinas,
y el pobre predicador, que no esperaría tal recompensa, a más de varias penitencias
que se le impusieron, fue condenado a retractarse públicamente, en el mismo
lugar, con todas las ceremonias de auto jurídico, con la particular circunstancia
de leer en un papel, conforme se le había ordenado, las siguientes notabilísimas
palabras: "Porque,
señores, los reyes no tienen más poder sobre sus vasallos del que les permite
el derecho divino y humano; y no por su libre y absoluta voluntad". Así lo refiere D. Antonio Pérez, como
se puede - ver en el pasaje que se inserta por entero en la nota correspondiente
a este capítulo. Sabido es que D. Antonio Pérez no era apasionado de la Inquisición.
Este suceso se verificó en aquellos tiempos
que algunos no nombran jamás, sin acompañarles el título de oscurantismo,
de tiranía,
de superstición;
yo dudo sin embargo,
que en los más cercanos, y en que se dice que comenzó a lucir para España
la aurora de la ilustración y de la libertad, por ejemplo de Carlos III,
se hubiese llevado a término una condenación pública, solemne, del despotismo.
Esta condenación era tan honrosa al
tribunal que la mandaba, como al monarca que la consentía.
Por lo que toca a la ilustración, también
es una calumnia lo que se dice: que hubo el plan de establecer y perpetuar
la ignorancia. No lo indica así por cierto la conducta de Felipe II, cuando
a más de favorecer la grande empresa de la Políglota de Amberes, recomendaba
a Arias Montano, que las sumas que se fuesen recobrando del impresor Platino,
a quien para dicha empresa había suministrado el monarca una crecida cantidad,
se empleasen en la compra de libros exquisitos, así impresos como de mano,
para ponerlos en la librería
del monasterio del Escorial, que entonces se estaba edificando; habiendo
hecho también el encargo, como dice el rey en la carta a Arias Montano, a
D.
Francés de Alaba su embajador en Francia, que procurase de haber los mejores
libros que pudiere en aquel Reino.
No, la historia de España bajo el punto
de vista de la intolerancia religiosa, no es tan negra como se ha querido
suponer. A los extranjeros cuando nos echan en cara la crueldad, podemos
responderles, que mientras la Europa estaba regada de sangre por las guerras
religiosas, en España se conservaba la paz; y
por lo que toca al número de los que perecieron en los patíbulos, o
murieron en el destierro, podernos desafiar a las dos naciones que se pretenden
a la cabeza de la civilización, la Francia y la Inglaterra, a que muestren
su estadística de aquellos tiempos sobre el mismo asunto, y la comparen con
la nuestra. Nada tememos de semejante cotejo.
A medida que anduvo menguando el peligro
de introducirse en España el Protestantismo, el rigor de la Inquisición se
disminuyó también; y además podemos observar que suavizaba sus procedimientos,
siguiendo el espíritu de la legislación criminal en los otros países de Europa.
Así vernos que los autos de fe van siendo más raros, según los tiempos van
aproximándose a los nuestros; de suerte que a fines del siglo pasado sólo
era la Inquisición una sombra de lo que había sido. No es necesario insistir
sobre un punto que nadie ignora, y en que están de acuerdo hasta los más acalorados
enemigos de dicho tribunal: en esto
encontramos la prueba más convincente de que se ha de buscar en las ideas
y costumbres de la época lo que se ha pretendido hallar en la crueldad, en
la malicia, o en la ambición de los hombres.
Si llegasen a surtir efecto las doctrinas de los que abogan por
la abolición de la pena de muerte, cuando la posteridad leyere las ejecuciones
de nuestros tiempos, se horrorizaría del propio modo que nosotros con respecto
a los anteriores. La horca, el garrote vil, la guillotina, figurarían en la
misma línea que los antiguos quemaderos.
VER NOTA 25.
344
Los INSTITUTOS religiosos son otro de
los puntos en que el Protestantismo y el Catolicismo se hallan en completa
oposición: aquél los aborrece, éste los ama; aquél los destruye, éste los
plantea y fomenta; uno de los primeros actos de aquél, dondequiera que se
introduce, es atacarlos con las doctrinas y con los hechos, procurar que
desaparezcan inmediatamente; diríase que la pretendida Reforma no puede contemplar
sin desazonarse aquellas santas mansiones, que le recuerdan de continuo la
ignominiosa apostasía del hombre que la fundó. Los votos religiosos, particularmente
el de castidad, han sido el objeto de las más crueles invectivas de parte
de los protestantes; pero es menester reflexionar que lo que dicen ahora y
se ha repetido durante tres siglos, no es más que un eco de la primera voz
que se levantó en Alemania.
¿Y sabéis lo que era esa voz? Era el
grito de un fraile sin pudor, que penetraba en el santuario y arrebataba una
víctima. Todo el aparato de la ciencia para combatir un dogma sacrosanto no
será bastante a encubrir un origen tan impuro. Al través de la exaltación
del falso profeta se trasluce el fuego impúdico que devoraba su corazón.
Obsérvese, de paso, que lo propio sucedió
con respecto al celibato del clero: los protestantes no pudieron sufrirle
ya desde un principio, le condenaron sin rebozo, procuraron combatirle con
cierta ostentación de doctrina; pero en el fondo de todas las declamaciones
¿qué se encuentra? El grito de un sacerdote que se ha olvidado de sus deberes,
que se agita contra los remordimientos de su conciencia que se esfuerza en
cubrir su vergüenza, disminuyendo la fealdad del escándalo con las ínfulas
de una ciencia mentida.
Si una conducta semejante la lambiesen
tenido los católicos, toda las armas del ridículo se Habrían empleado para
cubrirla de baldón para sellarla con la ignominia que merece; ha sido necesario
que fuese el Hombre que declaró la guerra a muerte al Catolicismo, para que
a ciertos filósofos no les inspirasen el más profundo desprecio las peroratas
de un fraile, que por primer argumento contra el celibato profana sus votos
y consuma un sacrilegio. Los demás perturbadores de aquel siglo imitaron
el ejemplo de su digno maestro, y todos pidieron y exigieron a la Escritura
y a la filosofía un velo para cubrir su miseria.
Merecido castigo, que la obcecación del
entendimiento resultase de los extravíos del corazón; que la impudencia solicitase
el acompañamiento del error. Nunca se muestra más villano el pensamiento que
cuando por excusar una falta se hace su cómplice; entonces no yerra, se prostituye.
La filosofía ha heredado del Protestantismo
ese odio contra los institutos religiosos; y así es que todas las revoluciones
promovidas y dirigidas por los protestantes o filósofos se han señalado por
su intolerancia contra la institución y por la crueldad con los miembros
de ella. Lo que la ley no hizo, lo consumaron el puñal o la tea incendiaria;
y, los restos que pudieron salvarse de la catástrofe viéronse abandonados
al lento suplicio de la miseria y del hambre.
En este punto, como en muchos otros,
se manifiesta con mayor claridad que la filosofía incrédula es hija de la
Reforma. No cabe prueba más convincente que el paralelo de las historias de
ambas, en lo tocante a la destrucción de los institutos religiosos: la misma
adulación a los reyes, la misma exageración de los derechos del poder civil,
las mismas declamaciones contra los pretendidos males acarreados a la sociedad,
las mismas calumnias; no hay más que cambiar los nombres y las fechas; con
la notable particularidad de que en esta materia apenas se ha dejado sentir
la diferencia que consigo debían traer la mayor tolerancia y la suavidad de
costumbres de la época.
¿Y es verdad que los institutos religiosos
sean cosa tan despreciable, como se ha querido suponer? ¿Es verdad que no
merezcan siquiera llamar la atención, y que todas las cuestiones a ellos tocantes
queden completamente
resueltas con sólo pronunciar enfáticamente la palabra fanatismo?
El hombre observador, el verdadero filósofo,
¿nada podrá encontrar en ellos que sea digno objeto de investigación? Difícil
se hace creer que a tanta nulidad puedan reducirse instituciones que tienen
una grande historia, y que conservan todavía una existencia, pronóstico de
un ancho porvenir; difícil se hace el creer que instituciones semejantes no
sean altamente dignas de llamar la atención, y que su estudio haya de carecer
de vivo interés y de sólido provecho.
Al encontrarse sin ellas en todas las
épocas de la historia eclesiástica; al tropezar en todas partes con sus recuerdos
y monumentos; al verlas todavía en las regiones del Asia, en los arenales
del África y en las ciudades y soledades de la América; al notar cómo después
de tan recios contratiempos se conservan con más o menos prosperidad en muchos
países de Europa, retoñando aún en aquellos terrenos donde al parecer se había
cortado más hondamente la raíz, despiértase naturalmente en el ánimo una viva
curiosidad de examinar este fenómeno, de investigar cuál es el origen, el
espíritu y carácter de instituciones tan singulares; pues que, aun antes de
internarse en la cuestión, columbrase desde luego que aquí debe de haber algún
rico minero de preciosos conocimientos para la ciencia de la religión, de
la sociedad y del hombre.
Quien haya leído las vidas de los antiguos
padres del desierto, sin conmoverse, sin sentirse poseído de una admiración
profunda, sin que brotase en su espíritu pensamientos graves y sublimes; quien
haya pisado con indiferencia las ruinas de una antigua abadía, sin evocar
de la tumba las sombras de los cenobitas que vivieron y murieron allí; quien
recorra fríamente los corredores y estancias de los conventos medio demolidos,
sin que se agolpen a su mente interesantes recuerdos; quien sea capaz de
fijar su vista sobre esos cuadros, sin alterarse, sin que se excite en su
alma el placer de meditar, ni siquiera la curiosidad de examinar; bien puede
cerrar los anales de la historia, bien puede abandonar sus estudios sobre
lo bello y lo sublime, para él no existen ni fenómenos históricos, ni belleza,
ni sublimidad; su entendimiento está en tinieblas, su corazón
en el polvo.
Con la mira de ocultar el íntimo enlace
que existe entre los institutos religiosos y la religión, se ha dicho que
ésta puede subsistir sin ellos. Verdad indisputable, pero abstracta, inútil
del todo, pues que, colocada en lugar aislado y muy distante del terreno de
los hechos, no puede comunicar luz alguna a la ciencia, ni servir
de guía en los senderos de la práctica; verdad insidiosa, pues que tiende
nada menos que a cambiar enteramente el estado de la cuestión y a persuadir
de que, cuando se trata de los institutos religiosos, la religión no entra
para nada.
Hay aquí un sofisma grosero y que no
obstante se emplea demasiado, no sólo en el caso que nos ocupa, sino también
en muchos otros. Consiste este sofisma en responder a todas las dificultades
con una proposición muy verdadera, pero que nada tiene que ver con aquello
de que se trata.
Así se llama la atención de los espíritus
hacia otro punto, y con lo palpable de la verdad que se les presenta, se desvían
del objeto principal, tomando por solución lo que no es más que distracción.
Se trata, por ejemplo, de la manutención del 'culto y clero, y se dice: "lo
temporal no es lo espiritual".
Se quiere calumniar sistemáticamente
a los ministros de la religión; se dice: "una cosa es la religión, otra
cosa son sus ministros". Se pretende pintar la conducta de Roma durante
muchos siglos, como una serie no interrumpida de injusticias, de corrupción
y de atentados; a todas las observaciones que podrían hacerse, se contesta
de antemano advirtiendo "que el primado del Sumo Pontífice nada tiene
que ver con los vicios de los papas y la ambición de su corte". Verdades
palmarias por cierto, y que sirven de mucho en algunos casos, pero que los
escritores de mala fe emplean astutamente, para que el lector no advierta
cuál es el blanco de los tiros, imitando a los prestigiadores que procuran
atraer las miradas de la cándida muchedumbre a una parte, mientras verifican
sus maniobras en lado diferente.
El no ser una cosa necesaria para la
existencia de otra, no le quita el que tenga en ella su origen, que esté vivificada
por su espíritu, y que exista entre ambas
un sistema de íntimas y delicadas relaciones; el árbol puede existir sin sus
flores y fruto; de cierto, que aun cuando éstos caigan, el robusto tronco
no perderá su vida; pero mientras el frutal exista, ¿dejará nunca de presentar
las muestras de su vigor y lozanía, ofreciendo a la vista un encanto, y al
paladar un regalo?
El arroyo puede seguir en su cristalina
corriente sin los verdes tapices que engalanan su orilla; pero mientras mane la fuente que presta al arroyo
sus ondas, mientras pueda filtrarse por debajo la tierra el benéfico y fecundante
licor, ¿ se quedarán las favorecidas márgenes secas, estériles, sin matices
ni alfombras?
Apliquemos estas ideas al objeto que
nos ocupa. Es cierto que la religión puede subsistir sin las comunidades religiosas,
que la ruina de éstas no lleva necesariamente consigo la destrucción de aquélla,
y se ha visto repetidas veces que un país donde ellas han sido extirpadas,
ha conservado largo tiempo la religión católica; pero no deja de ser cierto
también que hay una dependencia necesaria entre las comunidades religiosas
y la religión, es decir, que ella les ha dado el ser, las vivifica con su
espíritu, las nutre con su jugo; y así es que, dondequiera que ella se arraiga,
se las ve brotar inmediatamente, y cuando se las ha echado de un país, si
la religión permanece en él, no tardan tampoco en renacer.
Dejando aparte los ejemplos de otros
países, se está verificando en Francia este fenómeno de un modo admirable;
es muy crecido el número de los conventos, así de Hombres como de mujeres,
que se hallan de nuevo establecidos en el territorio francés. ¡Quién se lo
dijera a los hombres de la asamblea Constituyente, de la Legislativa, de
la Convención, que no había de pasar medio siglo antes que renaciesen y prosperasen
en Francia los institutos religiosos, a pesar de lo mucho que trabajaron,
para que se perdiese hasta su memoria! "No es posible, dirían ellos;
si esto llega a suceder, será porque la revolución que nosotros estamos haciendo
no habrá llegado a triunfar; será que la Europa nos habrá sojuzgado imponiéndonos
de nuevo las cadenas del despotismo; entonces y sólo entonces, será dable
que se vean en Francia, en París, en esa capital del mundo civilizado, nuevos
establecimientos de institutos religiosos, de esos legados de superstición
y fanatismo, transmitidos hasta nosotros por ideas y costumbres de tiempos
chic pasaron para no volver jamás".
¡Insensatos! Vuestra revolución triunfó;
la Europa fue vencida por vosotros; los antiguos principios de la monarquía
francesa se borraron de la legislación, de las instituciones, de las costumbres;
el genio de la guerra paseó triunfantes por toda la Europa vuestras doctrinas,
disminuyéndoles la negrura con el brillo de la gloria. Vuestros principios,
todos vuestros recuerdos triunfaron de nuevo en una época reciente, y se conservan
todavía pujantes, orgullosos, personificados en algunos hombres, que se envanecen
de ser los herederos de lo que ellos apellidan la gloriosa revolución de 1789.
Sin embargo, a pesar de tantos triunfos, a pesar
de que vuestra revolución no ha retrocedido más de lo necesario para asegurar
mejor sus conquistas, los institutos religiosos han vuelto a renacer, se extienden,
se propagan por todas partes, y ocupan un puesto señalado en los anales de
la época presente. Para impedir este renacimiento era necesario extirpar
la religión, no bastaba perseguirla; la fe había quedado como un germen precioso
cubierto de piedras y espinas; la Providencia le hizo llegar un rayo de aquel
astro divino, que ablanda y fecunda la nada, y el árbol volvió a levantarse
lozano, a pesar de las malezas que embarazaban su crecimiento y desarrollo,
y en sus ramas se han visto retoñar desde luego, como hermosas flores, esos
institutos que vosotros creíais anonadados para siempre.
El ejemplo que se acaba de recordar indica
muy claramente la verdad que estamos demostrando sobre el íntimo enlace que
existe entre la religión y los institutos religiosos, pero además los anales
de la Iglesia vienen en apoyo de esta verdad, y el simple conocimiento de
la religión, y de la naturaleza de dichos -institutos, sería bastante
a probárnosla, aun cuando no tuviéramos en nuestro favor la historia y la
experiencia.
La fuerza de las preocupaciones difundidas
sobre la materia hace necesarias algunas observaciones que, llegando a la
raíz de las cosas, muestren la sinrazón de nuestros adversarios. Qué son los
institutos religiosos? Considerados en toda su generalidad, prescindiendo
de las diferencias, mudanzas y alteraciones que consigo trae la diversidad
de tiempos, países y demás circunstancias, podemos decir que "instituto
religioso es una sociedad de cristianos, que viven reunidos bajo ciertas reglas,
con el objeto de poner en planta los consejos del Evangelio".
Compréndense en esta definición aun aquellos
que no se ligan por ningún voto; porque ya se echa de ver que tratamos aquí
del instituto religioso en su mayor generalidad, dando de mano a cuanto dicen
los teólogos y los canonistas sobre las condiciones indispensables para constituir
o completar la esencia de la institución. Además, es necesario advertir que
no convenía dejar excluidas de la honrosa categoría de institutos religiosos
aquellas asociaciones que reunían todos los requisitos, excepto el voto.
La religión católica es tan fecunda que
produce el bien por medios muy distintos, y bajo formas muy diversas; en la
generalidad de los institutos religiosos, nos ha mostrado lo que puede hacer
del hombre, ligándole con un voto por toda la vida a una santa abdicación
de la propia voluntad; pero ha querido también hacernos palpar que, dejándole
libre, tiene recursos bastante poderosos para retenerle con suavísimos lazos,
y hacerle perseverar hasta la muerte, del propio modo que si se hubiese obligado
por voto perpetuo. La congregación del Oratorio de San Felipe Neri se halla
en esta clase; es digna, por cierto, de figurar en este número como uno de
los ornamentos de la Iglesia católica.
No ignoro que en la esencia de instituto
religioso, tal como se entiende comúnmente, se encierra el voto; pero recuérdese
que lo que me propongo en la actualidad es vindicar contra los protestantes
esa especie de asociaciones; y, bien sabido, es que, ora los asociados se
liguen con voto, ora se abstengan de emitirle, no merecen por esto la gracia
de que los exceptúen del anatema general, los que miran con sobreceño todo
cuanto lleva la forma de comunidad religiosa. Cuando se ha tratado de proscribirlas,
se han visto igualmente envueltas en la proscripción las que tenían voto y
las que carecían de él; por consiguiente, tratándose de su defensa, menester
es hablar de unas y de otras. Por lo demás, no dejaré de considerar el voto
en sí mismo, y de presentar las observaciones que le justifican, hasta en
el tribunal de la filosofía.
Que el objeto de semejantes sociedades,
es decir, el poner en planta los consejos del Evangelio, sea conforme al espíritu
del mismo, no creo que haya necesidad de insistir en demostrarlo. Y nótese
bien que, con este o aquel nombre, bajo esta o aquella forma, el objeto de
los institutos religiosos es algo más que la mera observancia de los preceptos;
entraña siempre la idea de la perfección, ora sea en la vida activa, ora en
la contemplativa.
La guarda de los santos mandamientos
es indispensable a todos los cristianos que quieren entrar en la vida eterna; los institutos religiosos se proponen
caminar por un sendero más difícil, se enderezan a la perfección. A ellos
se recogen los hombres, que después de haber oído de la boca del Divino Maestro
aquellas palabras, "Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres", no se van tristes como el mancebo del Evangelio,
sino que acometen animosos la empresa de dejarlo todo y seguir a Jesucristo.
Fáltanos ahora manifestar si para el
logro de tan santo objeto es el medio más a propósito la asociación. Fácil
me fuera para demostrarlo traer aquí varios textos de la Sagrada Escritura,
que manifestarían cuál es el verdadero espíritu de la religión cristiana
sobre este particular, y la voluntad expresa del Divino Maestro; pero como
quiera que el gusto de nuestro siglo y hasta lo vidrioso de la materia está
amonestando que se evite en cuanto cabe todo lo que tenga sabor de discusión
teológica, sacaré la cuestión de este terreno, y me ceñiré a considerarla
desde puntos de vista meramente históricos y filosóficos.
Quiero decir que, sin amontonar citas
ni textos, probaré que los institutos religiosos son muy conformes al espíritu
de la religión cristiana, N> que por lo tanto los protestantes la desconocieron
lastimosamente cuando los condenaron y destruyeron; probaré además que los
filósofos, que sin admitir la verdad de la religión confiesan sin embargo
su utilidad y belleza, no pueden reprobar unos institutos que son los necesarios
resultados de la misma.
En la cuna del cristianismo, cuando conservaban
los corazones en todo su vigor y en toda su pureza las centellas de fuego
desprendidas de las lenguas del Cenáculo, cuando eran tan recientes las palabras
y los ejemplos del Divino
Fundador, cuando era tan crecido el número de los fieles que habían tenido
la inefable dicha de verle y de oírle durante su paso sobre la tierra, hallamos
que bajo la misma dirección de los apóstoles los fieles se reúnen, y confunden
sus bienes formando una misma familia que tenía su padre en los cielos, y
cuyo corazón era uno y el alma una.
No entraré en controversias
sobre la extensión que tendría este hecho, sobre las circunstancias que le
acompañaban y sobre la mayor o menor semejanza que se descubre entre él y
los institutos religiosos; me basta que exista, y que pueda consignarle aquí,
para indicar cuál es el verdadero espíritu de la religión sobre los medios
más conducentes para alcanzar la perfección evangélica.
Recordaré, sin embargo,
que Casiano, al describir la manera con que principiaron los institutos religiosos,
encuentra su cuna en el mismo hecho a que hemos aludido, y que nos refieren
las Actas de los apóstoles.
Según el mismo autor, no se interrumpió nunca
totalmente ese género de vida, de suerte que existieron siempre algunos cristianos
fervorosos que la continuaron, enlazándose de este modo la existencia de los
monjes con las asociaciones primitivas.
Después de haber trazado
la historia del tenor de vida de los primeros cristianos, y de las alteraciones
que sobrevinieron, continúa:
"Aquellos que conservaban el "fervor
apostólico recordando la primitiva perfección, se apartaron "de las ciudades,
y del trato de los que pensaban serles lícito un género de vida menos severo,
y empezaron a escoger lugares retirados y secretos donde pudiesen practicar
particularmente lo que "recordaban que los apóstoles habían establecido
en general, por todo el cuerpo de la Iglesia; y así comenzó a formarse la
disciplina de los que se habían separado de aquel contagio.
Andando el tiempo,
como vivían apartados de los fieles que se abstenían del matrimonio,
y además se privaban de la comunicación del mundo aun "de sus propias
familias, se los llamó monjes a causa de su vida sin guiar y solitaria". (Collat.
18, Cáp. 5).
Entró inmediatamente
la época de la persecución, que con algunas interrupciones, como momentos
de descanso, se prolongó hasta la conversión de Constantino. En este período
no faltaban algunos que continuaban el sistema de vida de los primitivos tiempos,
como lo indica claramente Casiano en el pasaje que se acaba de leer; bien
que con las modificaciones traídas necesariamente por las calamidades
que afligían a la Iglesia.
Claro es que a la
sazón no se ha de buscar a los cristianos viviendo en comunidad; quien desee
encontrarlos, los hallará confesando a Jesucristo con imperturbable serenidad
en los potros y demás tormentos, en los circos dejándose despedazar por las
fieras, en los cadalsos entregando tranquilamente sus cuellos a la cuchilla
del verdugo.
Pero, aun durante
la persecución, observad lo que sucede: los cristianos, de
quienes izo era digno el mundo, acosados como bestias feroces en las ciudades, andan errantes en la soledad,
buscan un refugio en los desiertos. Los yermos del Oriente, los arenales y
riscos de Arabia, los lugares más inaccesibles de la Tebaida, reciben aquellas
tropas de fugitivos que se acogen a las mansiones de las fieras, a los sepulcros
abandonados, a las cisternas secas, a las horas más profundas, no demandando
sino un asilo para meditar y orar. ¿Y sabéis lo que resulta de ahí?
Los desiertos donde
anduvieron errantes poco ha los cristianos, cual granos de arena arrebatados
por la tempestad, se pueblan como por encanto de un sinnúmero de comunidades
religiosas. ¿Cuál es la causa? Allí se meditaba, allí se oraba, allí se leía
el Evangelio; y la preciosa planta brota por doquiera en el instante de llegar
al suelo la semilla fecunda. ¡Admirables designios de la Providencia!
El cristianismo perseguido en las ciudades,
fertiliza y hermosea los desiertos; el precioso grano no ha menester para
su desarrollo, ni el jugo de la tierra, ni el delicado ambiente de una atmósfera
templada. Cuando la tempestad le lleva por los aires en las alas del huracán,
nada pierde de su vida; arrojado sobre la roca, no perece; la furia de los
elementos nada puede contra la obra del Dios que cabalga los aquilones. Y
no es estéril la roca, cuando quiere fecundarla el que hizo surgir de un peñasco
manantiales de agua pura al contacto misterioso de la vara de su profeta.
Dada la paz a la Iglesia por el vencedor
de Maxencio, se pudieron desarrollar en todas partes los gérmenes preciosos
contenidos en el seno del cristianismo, y desde entonces no se ha visto jamás,
ni por breve espacio, la Iglesia sin comunidades religiosas. Con la historia
en la mano se puede desafiar a los enemigos de ella a que señalen esa época,
ese breve espacio, en que hagan desaparecido del todo: bajo una u otra forma,
en este o aquel país, han continuado, siempre en la existencia que recibieron
desde los primeros siglos del cristianismo.
El hecho es cierto,
constante; se halla a cada paso en todas las páginas de la historia eclesiástica,
ocupa un lugar distinguido en todos los grandes acontecimientos de los fastos
de la Iglesia. El se ha reproducido en Occidente como en Oriente, en los
tiempos modernos como en los antiguos, en las épocas prósperas como en las
desgraciadas, cuando esos institutos han sido objeto de grande estima, igualmente
que cuando lo fueron de persecución, de burlas y calumnias.
¿Qué prueba más evidente de la existencia
de relaciones íntimas entre esos institutos y la religión? ¿Qué indicio más
claro de que son con respecto a ella un fruto espontáneo? En el orden físico
domo en el moral se estima congo una prueba de la dependencia de dos fenómenos
la constante aparición del uno en pos del otro; si los fenómenos son tales,
que consientan la relación de causa y efecto, y en la esencia del uno se encuentran
los principios que ha debido producir el otro, se apellida al primero causa,
y al segundo efecto. Donde quiera que se establece la religión de Jesucristo,
se presentan bajo una u otra forma las comunidades religiosas; luego, éstas
son un espontáneo efecto de aquélla. Ignoro lo que puedan responder nuestros
adversarios a una prueba tan concluyente.
Mirada la cuestión bajo este aspecto,
explicase muy naturalmente la protección y el favor, que los institutos religiosos
han obtenido siempre del Sumo Pontífice .Este ha de obrar conforme al espíritu
que anima a la Iglesia, de la que es el jefe supremo sobre la tierra; y no
es ciertamente el Papa quien ha dispuesto que uno de los medios más a propósito
para llevar a los hombres a la perfección fuese el reunirse en asociaciones
bajo ciertas reglas, conforme a la enseñanza del Divino Maestro.
El Eterno lo había ordenado así en los
arcanos de su infinita sabiduría, y la conducta de los papas no podía ser
contraria a los designios del Altísimo. Se ha dicho que mediaron fines interesados,
que la política de los papas encontró aquí un poderoso recurso para sostenerse
y engrandecerse; pero ¿también eran sórdidos instrumentos de una política
astuta las sociedades de los fieles de los primeros tiempos, los monasterios
de las soledades de Oriente, tantos institutos que no han tenido otro objeto
que la santificación de los mismos que los profesaban, o el socorro y consuelo
de alguno de los grandes infortunios que afligen a la humanidad?
Un hecho tan general, tan grande, tan
benéfico, no se explica por miras interesadas, por designios mezquinos; su
origen es más alto, más noble, y quien no lo halle en el cielo, deberá buscarlo
cuando menos en algo más grande que los proyectos de un hombre, que la política
de una corte; deberá buscarlo en ideas elevadas, en sentimientos sublimes
que, ya que no lleguen al cielo, abarquen por lo menos un vasto ámbito de
la tierra; en algunos de aquellos pensamientos que presiden a los destinos
de la humanidad.
Quizás algunos se inclinarían a suponer
particulares designios a los papas, viendo intervenir su autoridad en todas
las fundaciones de los últimos siglos, y pendientes de su aprobación las reglas
a que habían de sujetarse los diferentes institutos; pero el curso seguido
por la disciplina eclesiástica en este negocio nos indica que, lejos de haber
dimanado de miras particulares la mayor intervención de los papas, procedió
de la necesidad de impedir que un celo indiscreto multiplicase en demasía
las órdenes religiosas, y que se introdujeran abusos.
En los siglos XII y XIII se desplegó
de tal manera la inclinación a nuevas fundaciones, que sin la vigilancia de
la autoridad eclesiástica hubieran resultado inconvenientes de cuantía; y
por esta causa vemos que el Sumo Pontífice Inocencio III acude muy oportunamente
al remedio, ordenando en el concilio de Letrán que si alguien quiere fundar
de nuevo una casa religiosa tome una de las reglas o instituciones aprobadas.
Pero prosigamos nuestro intento.
Si se niega la verdad de la religión
cristiana, si se ridiculizan los consejos del Evangelio, se comprende muy
bien cómo puede reducirse a nada el espíritu de las comunidades religiosas
en lo que tiene de celestial y divino; pero, asentada la verdad de la religión,
no es posible concebir cómo hombres que se glorían de profesarla pueden mostrarse
enemigos de los institutos religiosos, considerados en sí mismos. Quien admite
el principio, ¿cómo puede desechar la consecuencia? Quien ama la cosa, ¿por
qué rechaza el afecto? Esos hombres o afectan hipócritamente una religión
que no tienen, o profesan una religión que no comprenden.
Cuando no tuviéramos otra señal del espíritu
anti evangélico que guió a los corifeos de la pretendida Reforma, debería
bastarnos su odio a una institución tan evidentemente fundada en el mismo
Evangelio. Pues ¿qué? ellos, los entusiastas de la lectura de la Biblia,
sin notas ni comentarios, ellos que tan clara la querían encontrar en todos
los pasajes, ¿no vieron, no comprendieron el sentido tan obvio, tan fácil
de aquellos lugares, donde se recomienda la abnegación de sí mismo, la renuncia
de todos los bienes, la privación de todos los placeres? Claros están los
textos, no pueden torcerse a otra significación, no piden para su inteligencia
el estudio profundo de las ciencias sagradas, ni de las lenguas y, sin embargo,
no fueron entendidos; ¡Oh! ¡Cuánto mejor diremos que no fueron escuchados!
La inteligencia bien los comprendía, pero la pasión los rechazaba.
Por lo que toca a esos filósofos que
han mirado los institutos religiosos como cosa inútil y despreciable, cuando
no dañosa, harto se conoce que han meditado muy poco sobre el espíritu humano,
sobre los sentimientos más profundos y delicados de nuestro misterioso corazón.
Cuando nada han dicho al suyo tantas reuniones de hombres y de mujeres con
la mira de santificarse a sí mismos, o de santificar a los demás, o de consagrarse
al socorro de la necesidad y al consuelo del infortunio, disecada debía de
estar su alma por el aliento del escepticismo.
El renunciar para siempre a todos los placeres de
la vida, el sepultarse en una mansión solitaria para ofrecerse en la austeridad
y la penitencia, como un holocausto en las aras del Altísimo, horroriza sin
duda a esos filósofos que jamás han contemplado el mundo sino al través de
sus preocupaciones groseras; pero la humanidad piensa de otro modo; la humanidad
siente un atractivo por los mismos objetos, que los filósofos escépticos encontraron
tan vados, tan desnudos de interés, tan aborrecibles.
¡Admirables arcanos de nuestro corazón!
Sedientos de placeres y disipados con su loco cortejo de danzas y de risas,
se apodera de nosotros una emoción profunda a la vista de la austeridad de
costumbres, y de la abstracción del alma. La soledad, la tristeza misma,
tienen para nosotros un indecible hechizo. ¿De qué nace ese entusiasmo que
remueve un pueblo entero, que le levanta y le arrastra como por encanto tras
la huella del hombre que lleva pintada en su frente la abstracción de su alma,
cuyas facciones indican la austeridad de la vida, cuyo traje y modales revelan
el desasimiento de todo lo terreno, el olvido del mundo?
Consignado se halla este hecho en la
historia de la religión verdadera, y también de las falsas; medio tan poderoso
para granjearse estimación y respeto no fue desconocido de la impostura; la
licencia y la corrupción, deseosas de medrar en el mundo, han sentido más
de una vez la necesidad imperiosa de disfrazarse con el traje de la austeridad
y de la pureza.
Cabalmente lo mismo que a primera vista
pudiera parecer más contrario, más repugnante a nuestro corazón, es decir,
esa sombra de tristeza derramada sobre el retiro y la soledad de la vida religiosa,
es lo que más nos encanta y atrae.
La vida religiosa es solitaria y triste;
será, pues, bella, y su belleza será sublime, y esta sublimidad será muy a
propósito para conmover profundamente nuestro corazón, para grabar en él impresiones
indelebles. Nuestra alma tiene en verdad el carácter de desterrada; sólo
la afectan vivamente objetos tristes, y hasta los que andan acompañados de
la bulliciosa alegría necesitan de hábiles contrastes que les comuniquen
un baño de tristeza.
Si la hermosura no de ha carecer de su
más hechicero realce, menester será que fluya de sus ojos una lágrima de
angustia, que oscile en su frente un pensamiento de amargura, que palidezcan
sus mejillas con un recuerdo de dolor.
Las aventuras de un héroe, ¿han de excitar vivo interés? La desdicha
ha de ser su compañera, el llanto su consuelo, la recompensa de sus méritos
la ingratitud y el infortunio. Un cuadro de la naturaleza o del arte, ¿ha
de llamar fuertemente nuestra atención, embargar nuestras potencias, absorber
nuestra alma?
Necesario es que vague entonces por nuestra
mente un recuerdo de la nada del hombre, una sombría imagen de la muerte;
sentimientos de apacible tristeza han de brotar en nuestro corazón; necesitamos
ver el color rojizo que distingue algún monumento en ruina, la cruz solitaria
que nos señala la mansión de los muertos, los paredones musgosos que nos
indican los restos de la antigua morada de un grande, que pasó algunos instantes
sobre la tierra, y desapareció.
La alegría no nos satisface, no cumple
nuestro corazón; lo embriaga, lo disipa por algunos momentos, pero el hombre
no encuentra en ella su dicha, porque la alegría de la tierra es frívola,
y la frivolidad no puede agradar al viajero, que lejos de su patria camina
penosamente por un valle de lágrimas. Esta es la razón de que mientras la
tristeza y el llanto son admitidos, mejor diremos, cuidadosamente buscados,
siempre que se trate de producir en el alma impresiones profundas, la alegría
y hasta la más ligera sonrisa son evitadas, desterradas inexorablemente.
La oratoria, la poesía, la escultura,
la pintura, la música, se han dirigido constantemente por la misma regla,
o más bien se han hallado dominadas por un mismo instinto. Mente elevada y
corazón de fuego tenía seguramente quien dijo que el alma era naturalmente
cristiana; pues que acertó a encerrar en tan breves palabras las inefables
relaciones que enlazan el dogma, la moral y los consejos de esta religión
divina, con todo lo más íntimo, más delicado y más noble que se alberga en
nuestro corazón.
Ahora bien: ¿conocéis la tristeza cristiana,
ese sentimiento austero y elevado, que se retrata en la frente del fiel como
un recuerdo de dolor en la sien de un ilustre proscrito, que templa los gozos
de la vida con la imagen del sepulcro, que ilumina la lobreguez de la tumba
con los rayos de la esperanza, esa tristeza tan sencilla y consoladora, tan
grande y severa, que hace despreciar el esplendor y las grandezas del mundo
corno ilusión pasajera?
Esa tristeza, llevada a su perfección,
vivificada y fecundada por la gracia y sujetada a una santa regla, es la que
preside a la fundación de los institutos religiosos, la que los acompaña
siempre, mientras conservan el fervor primitivo que recibieron de hombres
guiados por la luz celestial, y animados por el espíritu de Dios. Esta santa
tristeza, que consigo lleva la abstracción de todas las cosas terrenas, es
la que procura infundirlas y conservarles la Iglesia, cuando rodea de inspiradoras
sombras sus calladas mansiones.
Que en medio del furor y convulsión de
los partidos la sacrílega mano de un frenético, secretamente atizada por la
perversidad, clave en un pecho inocente el puñal fratricida, o arroje sobre
una pacífica vivienda la tea incendiaria, bien se concibe, porque desgraciadamente
la historia del hombre ofrece abundantes ejemplos de crimen y frenesí; pero
que se ataque la misma esencia de la institución, que se la quiera encerrar
en los estrechos límites del apocamiento y pequeñez de espíritu, despojándola
de los nobles títulos que honran su origen, y de las bellezas que decoran
su historia, esto no pueden consentirlo ni el entendimiento ni el corazón.
Esa filosofía mentida, que marchita y
seca cuanto toca, ha podido empeñarse en tan insensata tarea; pero cuando
la religión y la razón no le salieran al paso para confundirla, protestarían
sin duda contra ellas las bellas letras y las bellas artes; ellas, que se
alimentan de antiguos recuerdos, que hallan el manantial de sus maravillas
en elevados pensamientos, en cuadros grandes y sombríos, en sentimientos profundos
y melancólicos; ellas, que se complacen en alzar la mente del hombre a las
regiones de la luz, en conducir la fantasía por nuevos y extraviados senderos,
en dominar sobre el corazón con inexplicables hechizos.
No, mil veces no; mientras exista sobre la tierra la religión
del Hombre-Dios que no tenía donde reclinar su cabeza, y que fatigado del
camino se sentaba cual oscuro viajero a descansar junto a un pozo; del Hombre-Dios
cuya aparición fue anunciada a los pueblos por una voz misteriosa salida del
desierto, por la voz de un hombre cuyo
vestido era de pelos de camello, que ceñía sus lomos con una zona de pieles,
y se alimentaba de langostas y miel silvestre; mientras exista, repetimos,
esa religión divina, serán santos, altamente respetables unos institutos,
cuyo objeto primordial y genuino es realizar lo que el cielo se proponía enseñar
a los hombres con tan elocuentes y sublimes lecciones.
Unos tiempos sucederán a otros tiempos, unas vicisitudes
a otras vicisitudes, unos trastornos a otros trastornos; la institución cambiará
de formas, sufrirá alteraciones y mudanzas, se resentirá más o menos de la
flaqueza de los hombres, de la acción roedora de los siglos, del desmoronador
embate de los acontecimientos; pero la institución continuará viviendo, no
perecerá. Si una sociedad la rechaza, buscará en otra su asilo; echada de
las ciudades fijará su morada en los bosques; y si allí se la persigue irá
a refugiarse en el horror de los desiertos.
Jamás dejará de encontrar eco en algunos corazones privilegiados
la voz de la religión sublime, que teniendo en la mano una enseña de amor
y de dolor, la augusta enseña de los tormentos y de la muerte del Hijo de
Dios, la Cruz, se dirige a los hombres y
les dice: "Velad y orad, para que
no entréis en la tentación; reuníos para orar, que el Señor estará en medio
de vosotros; toda carne es heno, la vida es un sueño; sobre vuestra cabeza
hay un piélago de luz y de dicha, a vuestras plantas un abismo; vuestra vida
sobre la tierra es una peregrinación, un destierro"; y que inclinándose
sobre la cabeza del mortal, pone sobre su frente la misteriosa ceniza, diciendo:
"eres polvo y a polvo volverás."
Se nos preguntará, tal vez, por qué no
pueden los fieles practicar la perfección evangélica, viviendo cada cual en
su familia sin reunirse en comunidad; pero nosotros responderemos que no es
nuestro ánimo negar la posibilidad de esta práctica aun en medio del mundo;
y reconocemos gustosos que un gran número de cristianos lo han verificado
en todos tiempos, y lo están verificando todavía en los nuestros; pero eso
no impide que el medio más seguro y expedito sea el de la vida común con otros
dedicados al mismo objeto y con separación de todas las cosas de la tierra.
Prescindamos por un momento de toda consideración religiosa; ¿no
sabéis el ascendiente que ejercen sobre el ánimo los repetidos ejemplos de
aquellos con quienes vivimos? ¿No sabéis cuán fácilmente desfallece nuestro
espíritu cuando se encuentra solo en alguna empresa muy penosa? ¿No sabéis
que hasta en los mayores infortunios es un consuelo el ver que otros los comparten?
En este punto, como en los demás, la religión se halla de acuerdo con la sana
filosofía: ambas nos enseñan el profundo sentido que encierran aquellas palabras
de la Sagrada Escritura: ¡Ay del que está solo!
Antes de concluir este capítulo quiero
decir dos palabras sobre el voto, que por lo común acompaña a todo instituto
religioso. Quizás sea esta circunstancia una de las principales causas que
producen la fuerte antipatía del Protestantismo contra dichos institutos.
El voto fija, y el principio fundamental del Protestantismo no consiente fijeza
ni estabilidad.
Esencialmente múltiplo y anárquico, rechaza
la unidad, destruye la jerarquía; disolvente por naturaleza, no permite al
espíritu ni permanecer en una fe, ni sujetarse a una regla. La virtud misma
es para él un ser vago, que no tiene determinado asiento, que se alimenta
de ilusiones, que no sufre la aplicación de una norma invariable y constante.
Esa santa necesidad de obrar bien, de andar por el camino de la perfección,
debía serle incomprensible, repugnante en sumo grado; debía parecerle contraria
a la libertad: como si el hombre que se obliga por un voto perdiese su libre
albedrío, como si la sanción que adquiere un propósito, cuando le acompaña
la promesa hecha a Dios, rebajase en nada el mérito de aquel que muestra la
necesaria firmeza para cumplir lo que tuvo la resolución de prometer.
Los que han condenado esa necesidad que
el hombre se impone a sí mismo, e invocando en contra los derechos de la libertad,
olvidan, al parecer, que ese esfuerzo en hacerse esclavo del bien, en encadena
su propio porvenir, a más del sublime desprendimiento que supone, es el ejercicio
más lato que puede hacerse de la libertad. En un solo acto el hombre dispone
de toda su vida; y, cuando va cumpliendo " los deberes que
de este acto resultan, cumple también su voluntad propia. "Pero, se nos
dirá, el hombre es tan inconstante. . .", pues para prevenir los efectos
de esa inconstancia se liga con voto; y midiendo de una ojeada las eventualidades
del porvenir, se hace superior a ellas y de antemano las domina.
"Pero, se replicará, entonces el
bien se hace por obligación, es decir, por una especie de necesidad";
es cierto, mas ¿no sabéis que la necesidad de hacer bien es una necesidad
feliz, y que asemeja en algún modo al hombre a Dios?
¿Ignoráis que la bondad infinita es incapaz
de obrar mal, y que la santidad infinita no puede hacer nada que no sea santo?
¿No recordáis aquella admirable doctrina de los teólogos que explicando por
qué el ser criado es capaz de pecar, señalan la profunda razón, diciendo que
esto procede que la criatura ha salido de la nada?
Cuando el hombre se esfuerza, en cuanto
le es posible, a obrar bien, cuando esclaviza de esta suerte su voluntad,
entonces la ennoblece, se asemeja más a Dios, y se acerca al estado de los
bienaventurados, que no disfrutan de la triste libertad de obrar mal, que
tienen la dichosa necesidad de amar al Sumo Bien.
El nombre de libertad
parece condenado a ser mal
comprendido en todas sus aplicaciones, desde que se apoderaron de él los protestantes
y los falsos filósofos. En el orden religioso, en el moral, en el social,
en el político, anda envuelto en tales tinieblas, que bien se descubre cuánto
se ha trabajado para oscurecerle y falsearle. Cicerón dió una admirable definición
de la libertad, cuando dijo que consistía en ser esclavo de la ley;
de la propia suerte puede decirse que
la libertad del entendimiento consiste en ser esclavo de la verdad, la libertad
de la voluntad en ser esclavo de la virtud; trastornad ese orden y matáis
la libertad.
Quitad la ley, entronizáis la fuerza;
quitad la verdad, entronizáis el error; quitad la virtud, entronizáis el vicio.
Sustraed el mundo a la ley eterna, a esa ley que abarca al hombre y a la sociedad,
que se extiende a todos los órdenes, que es la razón divina aplicada a las
criaturas racionales; buscad fuera de ese inmenso desculo una libertad imaginaria,
nada queda en la sociedad sino el dominio de la fuerza bruta, y en el hombre
el imperio de las pasiones: en uno y otro la tiranía, por consiguiente la
esclavitud.
360
Acabo de examinar los institutos religiosos
en general, considerándolos en sus relaciones con la religión y con el espíritu
humano; voy ahora a dar una ojeada a los principales puntos de su historia,
de donde resulta, en ni¡ concepto, una importante verdad, a saber: que' la
aparición de esos institutos, bajo diferentes formas, ha sido la expresión
y la satisfacción de grandes necesidades sociales; un medio poderoso de que
se ha servido la Providencia para procurar no sólo' el bien espiritual de
la Iglesia, sino también la salvación y regeneración de la sociedad. Claro
es que no me será posible descender a pormenores, pasando en revista los numerosos
institutos que han existido, y además esto sería inútil para el objeto qué
me propongo.
Me limitaré, pues, a recorrer las principales
fases de la institución, presentando sobre cada una algunas observaciones;
como el viajero que no pudiendo permanecer largo tiempo en un país se contenta
contemplándole algunos momentos desde los puntos más culminantes. Empiezo
por los solitarios de Oriente.
Amenazaba próxima y estrepitosa ruina
el coloso del Imperio Romano. Su espíritu de vida se iba por instantes extinguiendo,
no había esperanza de un soplo que pudiera reanimarle. La sangre circulaba
en sus venas lentamente, pero el mal era incurable; síntomas de corrupción
se manifestaban ya por todas partes; y esto acontece cabalmente en el momento
crítico y terrible en que debía apercibirse para luchar, para resistir al
recio golpe que iba a precipitar su muerte. Se presentaban en la frontera
del imperio los bárbaros, como las manadas de carnívoros atraídos por las
exhalaciones de un cadáver; y en tan formidable crisis estaba la sociedad
en vigilias de una catástrofe, espantosa. Todo el mundo conocido iba a sufrir
un cambio profundo; lo de mañana no había de parecerse a lo de ayer.
El árbol debía ser arrancado, pero su
raíz era muy honda, y no podía desgajarse del suelo, sin cambiar la faz de
la anchurosa base donde tuviera su asiento. Encarada la más refinada cultura
con la ferocidad de 1a barbarie, la energía de los robustos hijos de las selvas
con la muelle afeminación de los pueblos del mediodía, el resultado de la
lucha no podía ser dudoso. Leyes, hábitos, costumbres, monumentos, arte ciencias,
toda la civilización y cultura recogidas en el transcurso de muchos siglos,
todo estaba zozobrando, todo estaba presintiendo, la próxima ruina; todo auguraba que Dios había señalado el momento
supremo al poder y a la existencia misma de los dominadores del orbe
Los bárbaros no eran más que un instrumento
de la Providencia; 1a mano que había herido de muerte a la señora del mundo,
a la reina de las naciones, era aquella mano formidable que toca a las montaña
y las hace humear y las reduce a pavesas; que toca los peñascos los liquida
como metal derretido; que envía su aliento abrasador sobre, las naciones,
y las devora como una paja.
El mundo debía ser por algunos momentos
la presa del caos: ¿pera de este caos había de surgir la luz? ¿La humanidad
había de fundirse como el oro en el crisol, para salir luego más brillante
y más pura? ¿Debían rectificarse las ideas sobre Dios y el hombre? ¿Debían
difundirse nociones de moral más santa y más elevada? ¿El corazón humano había de recibir inspiraciones
severas y sublimes, para levantarse del fango de la corrupción en que yacía,
para vivir en una atmósfera más alta, más digna de un ser inmortal?
Sí; la Providencia lo había destinado
de esta suerte; y su infinita sabiduría andaba conduciendo los sucesos por
caminos incomprensibles al hombre.
El cristianismo se hallaba ya propagado
por toda la faz de la tierra, sus
santas doctrinas fecundadas por la gracia celestial iban llevando el mundo
a una regeneración admirable; pero la humanidad debía recibir de sus manos
un nuevo impulso, el espíritu del hombre un nuevo sacudimiento, para que tomando
brío se levantase de un golpe a la altura conveniente, y no descendiese de
ella jamás. La historia nos atestigua los obstáculos que se opusieron al establecimiento
desarrollo del cristianismo; fue necesario que Dios tomase sus armas y embrazase
su escudo, según la valiente expresión del profeta, y que a fuerza de estupendos
prodigios quebrantase la resistencia de la pasiones, destruyese toda ciencia
que se levantaba contra la ciencia de Dios, arrollase todos los poderes que le
hacían frente, y sofocar el orgullo y la obstinación del infierno.
Pasados los tres siglos de tormentas,
cuando la victoria se iba declarando en favor de la religión verdadera por
los cuatro ángulos del inundo, cuando los templos de las falsas divinidades se iban quedando desiertos, y los
ídolos que no habían venido al suelo temblaban ya sobre sus pedestales, cuando
la enseña del Calvario flotaba en el Lábaro de los Césares, y las legiones
del imperio se inclinaban religiosamente ante la cruz, entonces debía el cristianismo
realizar en instituciones permanentes, en aquellas instituciones sublimes
que sólo él plantea y sólo él concibe, los altos consejos que tres siglos
antes oyó asombrada la Palestina salir de la boca de un hombre, que sin Haber
aprendido las letras, daba y enseñaba verdades que jamás se ofrecieran al
espíritu del más privilegiado mortal.
Las virtudes de los cristianos habían
salido ya de la oscuridad de las catacumbas; debían brillar a la luz del cielo
y en medio de la paz, como antes resplandecieran en la lobreguez de los calabozos
y en el horror de los cadalsos.
Señoreado el cristianismo del cetro del imperio, como del hogar
doméstico, siendo muy crecido el número de sus discípulos, no vivían ya éstos
en comunidad de bienes; y es claro que una continencia absoluta y un completo
abandono de las cosas terrenas no podía ser la forma de vida de la generalidad
de las familias cristianas.
El mundo debía continuar en su existencia,
el linaje humano no debía acabar su duración; y así es que no todos los cristianos
habían de observar aquel alto consejo, que hace llevar a los hombres sobre
la tierra la vida de un ángel. Muchos se contentaron con la guarda de los
mandamientos para alcanzar la vida eterna, sin aspirar a la perfección sublime,
que lleva consigo la renuncia de todo lo terreno, la completa abnegación de
sí mismo. Sin embargo, no quería el fundador de la religión cristiana que
los consejos dados por él a los hombres dejasen de tener incesantemente algunos
discípulos en medio de la frialdad y disipación del mundo.
El no los había dado en vano; y además
la misma práctica de estos consejos, por más que estuviera ceñida a un número
reducido, extendía por todas partes una influencia benéfica que facilitaba
y aseguraba la observancia de los preceptos.
La fuerza del ejemplo ejerce tanto ascendiente
sobre el corazón del hombre, que él solo basta muchas veces a triunfar de
las resistencias más tenaces y obstinadas. Hay algo en nuestro corazón que
le induce a simpatizar con todo lo que tiene a la vista, sea bien, sea mal;
y parece que un secreto estímulo aguijonea al hombre cuando ve que los demás
en un sentido o en otro le aventajan. Por esta causa era altamente saludable
el establecimiento de institutos religiosos, que con sus virtudes y la austeridad
de su vida sirviesen de ejemplo a la generalidad de los fieles y fuesen además
una elocuente represión contra el extravío de las pasiones
Este alto objeto quería alcanzarlo la
Providencia por medios singulares y extraordinarios: el espíritu de Dios
sopló sobre la tierra, y aparecieron de repente los hombres que debían dar
principio a la grande obra. En los espantosos desiertos de la Tebaida, en
las abrasadas soledades de la Arabia, de la Palestina y de la Siria, se presentan
unos hombres cubiertos de tosco y áspero vestido; un manto de pelo de cabra
sobre sus espaldas, y un grosero capucho sobre sus cabezas, es todo el lujo
con que responden a la vanidad y al orgullo de los mundanos. Sus cuerpos expuestos
a los rayos del sol más ardiente, como a los rigores del frío más intenso,
extenuados además por dilatados ayunos, parecen espectros ambulantes salidos
del polvo de las tumbas.
La hierba de los campos forma su único
alimento, el agua es su única bebida; con el sencillo trabajo de sus manos
cuidan de procurarse los escasos recursos que han menester para acudir a sus
reducidas necesidades. Sujetos a la dirección de un anciano venerable, cuyos
títulos para el gobierno han sido una prolongada vida en el desierto, y el
haber encanecido en medio de privaciones y austeridades inauditas, guardan
constantemente el más profundo silencio; sus labios no se despliegan sino
cuando articulan palabras de oración; su voz no resuena sino cuando entonan
al Señor algún himno de alabanza.
Para ellos el mundo ha dejado de existir; las relaciones de amistad,
los dulces lazos de familia y de parentesco, todo está quebrantado por el
anhelo de perfección llevado a una altura superior a todas las consideraciones
terrenas. El cuidado de sus patrimonios no los inquieta en la soledad; antes
de retirarse al desierto los abandonaron sin reserva al sucesor inmediato,
o vendieron cuanto tenían y lo distribuyeron a los pobres. Las Escrituras
santas son el alimento de su espíritu, aprenden de memoria las palabras de
aquel libro divino, meditan de continuo sobre ellas suplicando humildemente
al Señor que les conceda la gracia de alcanzar la verdadera inteligencia.
En sus reuniones silenciosas, sólo se oye la voz de algún solitario venerable
que explica con la más cándida sencillez y afectuosa unción el sentido del
sagrado texto; pero siempre de manera que los oyentes puedan sacar algún jugo
para mayor purificación de sus almas.
El número de estos solitarios era inmenso,
increíble, si testigos oculares y dignos de gran respeto no lo refirieran.
Y por lo que toca a la santidad, al espíritu de penitencia, al sistema de
vida de perfección que acabamos de pintar, lo dejan a cubierto de toda sospecha,
Rufino, Paladio, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Agustín y cuantos
hombres ilustres se distinguieron en aquellos tiempos. El hecho es singular,
extraordinario, prodigioso, pero su verdad histórica nadie ha podido contestarla;
su testigo fue el mundo entero, que de todas partes acudía al desierto a buscar
la luz en sus dudas, el remedio en sus males, y el perdón de sus pecados.
Mil y mil autoridades me sería fácil
aducir en confirmación de lo que acabo de asentar; pero me contentaré con
una que basta por todas: San Agustín. He aquí cómo describe la vida de aquellos
hombres extraordinarios el santo doctor. "Esos padres
no sólo santísimos en costumbres, sitio muy aventajados en la divina doctrina,
y excelentes en todos sentidos, no gobiernan con soberbia a aquellos a quienes
con razón llaman sus hijos, por la mucha autoridad de los que mandan y por
la pronta voluntad de los que obedecen. Al caer del día, estando todavía en
ayunas, acuden todos, saliendo cada cual de su habitación, para oír a su respectivo
superior. Cada uno de estos padres tiene bajo su dirección tres mil a lo menos, porque a, veces es todavía
mucho mayor el número. Escuchan con increíble
atención, en profundo silencio; y según los sentimientos que excita en el
ánimo el discurso del que habla, los manifiestan o con gemidos o con llanto,
o con gozo modesto y reposado." (S.
Aug. L. 1, De moribus Ecelesia, cap. 31.)
Pero ¿de qué servían aquellos hombres,
se nos dirá, sino para santificarse a sí mismos? ¿Qué provecho traían a la
sociedad? ¿Qué influencia ejercieron en las ideas? ¿Qué cambio produjeron
en las costumbres? Demos que la planta fuese muy bella y olorosa, ¿qué valía
siendo estéril?"
Grave error fuera, por cierto, el pensar
que tantos millares de solitarios no hubiesen tenido una grande influencia.
En primer lugar, y por lo que toca a las ideas, conviene advertir que los
monasterios de Oriente se erigieron a la vista de las escuelas de los filósofos;
el Egipto fue el país donde más florecieron los cenobitas; y sabido es el
alto renombre que poco antes alcanzaban las escuelas de Alejandría.
En toda la costa del Mediterráneo, y
en toda la zona del terreno que comenzando en la Libia iba a terminar en el
Mar Negro, estaban a la sazón los espíritus en extraordinario movimiento.
El cristianismo y el judaísmo, las doctrinas del Oriente y del Occidente,
todo se había reunido y amontonado allí; los restos de las antiguas escuelas de la Grecia se encontraban con los caudales
reunidos por el curso de los tiempos, y por el tránsito que hicieran en aquellos
países los pueblos más famosos de la tierra. Nuevos y colosales acontecimientos
habían venido a echar raudales de luz sobre el carácter y valor de las ideas;
los espíritus habían recibido un sacudimiento, que no les permitía contentarse
con los sosegados diálogos de los antiguos maestros.
Los hombres más eminentes de los primeros tiempos del cristianismo
salen de aquellos países; en sus obras se descubre la amplitud y el alcance
a que había llegado entonces el espíritu humano. Y ¿es posible que un fenómeno
tan extraordinario como el que acabamos de recordar, que una línea de grutas
y monasterios ocupando la zona en cuya vista se hallaban todas las escuelas
filosóficas, no ejerciese sobre los espíritus poderosa influencia? Las ideas
de los solitarios pasaban incesantemente del desierto a las ciudades; pues
que a pesar de todo el cuidado que ellos ponían en evitar el contacto del
mundo, el mundo los buscaba, se les acercaba, y recibía de continuo sus inspiraciones.
Al ver cómo los pueblos acuden a los
solitarios más eminentes en santidad, para obtener de ellos el remedio en
sus dolencias y el consuelo en los infortunios; al ver cómo aquellos hombres
venerables derraman con unción evangélica las sublimes lecciones aprendidas
en largos años de meditación y oración en el silencio de la soledad, es imposible
no concebir cuánto contribuiría semejante comunicación a rectificar y elevar
las ideas sobre la religión y la moral, y a corregir y purificar las costumbres.
Necesario es no perder de vista que el
entendimiento del hombre se hallaba, por decirlo así, materializado, a causa
de la corrupción y grosería entrañadas por la religión pagana. El culto de
la naturaleza, de las formas sensibles, había echado raíces tan profundas,
que para elevar los espíritus a la concepción de cosas superiores a la materia,
era necesaria una reacción fuerte, extraordinaria, era indispensable anonadar
en cierto modo la materia, y presentar al hombre nada, más que el espíritu.
La vida
de los solitarios era lo más a propósito para producir este efecto; al leer
la interesante historia de aquellos hombres, parece que uno se halla fuera
de este mundo; la carne ha desaparecido, no queda más que el espíritu; y
tanta es la fuerza con que se ha procurado sujetarla, tanto se ha insistido
sobre la vanidad de las cosas terrenas, que en efecto diríase que la misma
realidad va trocándose en ilusión, el mundo físico se disipa para ceder su
puesto al intelectual y moral; y rotos todos los lazos de la tierra, pónese
el hombre en íntima comunicación con el cielo.
Los milagros se multiplican asombrosamente
en aquellas vidas, las apariciones son incesantes, las moradas de los solitarios
son una arena donde no entran para nada los medios terrenos; allí luchan los
ángeles buenos con los ángeles malos, el cielo con el infierno, Dios con Satanás;
la tierra no está allí sino para servir de campo al combate; el cuerpo no
existe sino para ser un holocausto en las aras de la virtud, en presencia
del demonio que lucha furioso para hacerle esclavo del vicio.
¿Dónde está ese culto idólatra que dispensara
la Grecia a las formas sensibles, esa adoración que tributara a la naturaleza
cuando divinizaba todo lo voluptuoso, todo lo bello, todo cuanto pudiera
interesar los sentidos, la fantasía, el corazón? ¡Qué cambio más profundo!
Esos mismos sentidos están sujetos a las privaciones más terribles; una circuncisión
la más dura se está aplicando al corazón; y el hombre, que poco antes no
levantara su riente de la tierra, la tiene sin cesar fija en el cielo.
Es imposible formarse una idea de lo
que estarnos describiendo, sin leer las vidas de aquellos solitarios; no es
dable concebir todo el efecto que de ello debía resultar, sin haber pasado
largas horas recorriendo páginas donde apenas se encuentra nada que vaya por
el curso ordinario. No basta imaginar vida pura, austeridades, visiones,
milagros: es preciso amontonarlo todo y realizarlo, y llevarlo al más alto
punto de singularidad en el camino de la perfección.
Cuando no quiera verse en hechos tan
extraordinarios la acción de la gracia, ni reconocerse en este movimiento
religioso ningún efecto sobrenatural; todavía más, aun cuando se quiera suponer
temerariamente que la mortificación de la carne y la elevación del espíritu
se llevaban hasta una exageración reprensible, siempre será necesario convenir
en que una reacción semejante era muy a propósito para espiritualizar las
ideas, para despertar en el hombre las fuerzas intelectuales y morales, para
concentrarle dentro de sí mismo, dándole el sentimiento de esa vida interior,
íntima, moral que hasta entonces nunca le había ocupado. La frente antes hundida
en el polvo debía levantarse hacia la Divinidad; campo más noble que el de
los goces materiales se ofrecía al espíritu; y el brutal abandono autorizado
por el escandaloso ejemplo de las mentidas deidades del paganismo, se presentaba
como ofensivo de la alta dignidad de la naturaleza humana.
Bajo el aspecto moral el efecto debía
ser inmenso. Hasta entonces el hombre no había imaginado siquiera que le fuese
posible resistir al ímpetu de sus pasiones; en la fría moralidad de algunos
filósofos, se encontraban algunas máximas de conducta para oponerse al desbordamiento
de las inclinaciones peligrosas; pero esta moral se hallaba sólo en los libros,
el mundo no la miraba como posible; y si algunos se propusieron realizarla,
lo hicieron de tal manera, que lejos de darle crédito lograron hacerla despreciable.
¿Qué importa el abandonar las riquezas y el manifestarse desprendido de todas
las cosas del mundo, como quisieron aparentar algunos filósofos, si al propio
tiempo se muestra el hombre tan vano, tan lleno de sí mismo, que todos sus
sacrificios no se ofrezcan a otra divinidad que al orgullo?
Esto es derribar todos los ídolos para colocarse a sí mismo sobre
el altar, reinando allí sin dioses rivales; esto no es dirigir las pasiones,
no es sujetarlas a la razón, es criar una posición monstruo, que se alza sobre
todas las demás y las devora. La humildad, piedra fundamental sobre la que
levantaban los solitarios el edificio de su virtud, los colocaba de golpe
en una posición infinitamente superior a la de los filósofos antiguos, que
se entregaron a una vida más o menos severa; así se enseñaba al hombre a huir
el vicio y ejercer la virtud, no por el liviano placer de ser visto y admirado,
sino por motivos superiores, fundados en sus relaciones con Dios, y en los
destinos de un eterno porvenir.
En adelante, sabía el hombre que no le
era imposible triunfar del mal en la obstinada lucha que siente de continuo
dentro de sí mismo; cuando se veía el ejemplo de tantos millares de personas
de ambos sexos siguiendo una regla de vida tan pura y tan austera, la humanidad
debía cobrar aliento y adquirir la convicción de que no eran impracticables
para ella los caminos de la virtud.
Esta generosa confianza, inspirada
al hombre por la vista de tan sublimes ejemplos, nada perdía de su vigor por
razón del dogma cristiano que no le permite atribuir a las propias fuerzas
las acciones meritorias de la vida eterna y le enseña la necesidad de un auxilio
divino, si es que no ha de extraviarse por senderos de perdición. Este dogma,
que por otra parte se halla muy de acuerdo con las lecciones de la experiencia
de cada día sobre la fragilidad humana, tan lejos está de abatir las fuerzas
del espíritu, ni de enervar su brío, que antes bien le alienta más y más para
continuar impávido a través de todos los obstáculos.
Cuando el hombre se cree solo, cuando
no se siente apoyado por la poderosa mano de la Providencia, marcha vacilante
como un niño que da los primeros pasos, fáltale la confianza en sí mismo,
en sus propias fuerzas, y viendo demasiado distante el objeto a que se encamina,
parécele la empresa sobrado ardua y desfallece. El dogma de la gracia, tal
como lo explica el Catolicismo, no es aquella doctrina fatalista, que llena de desesperación,
y que, como se lamentaba Grocio, ha helado los corazones entre los protestantes;
sino una doctrina, que dejando al hombre la entera libertad de su albedrío,
le enseña la necesidad de un auxilio superior; auxilio que derramará sobre
él en abundancia la infinita bondad de un Dios, que vino al mundo para redimirle,
que vertió por él su sangre entre tormentos y afrentas, exhalando el último
suspiro en la cima del Calvario.
Hasta parece que la Providencia quiso
escoger un clima particular donde la humanidad pudiese hacer un ensayo de
sus fuerzas, vivificadas y sostenidas por la gracia. En el clima más pestilente
para la corrupción del alma, allí donde la relajación de los cuerpos conduce
naturalmente a la relajación de los espíritus, allí donde el aire mismo que
se respira está incitando a la voluptuosidad, allí fue donde se desplegó la
mayor energía del espíritu, donde se practicaron las mayores austeridades,
donde los placeres de los sentidos fueron arrancados y extirpados con más
rigor que dureza.
Los solitarios fijaron su morada en desiertos
adonde llegar podían los embalsamados aromas que se respiraban en las comarcas
vecinas; y desde sus montañas y arenales alcanzaban sus ojos a mirar las amenas
y apacibles campiñas, que convidaban al goce y, al placer; semejantes a aquella
virgen cristiana, que dejó su oscura gruta para irse a colocar en la quiebra
de una roca, desde donde contemplaba el palacio de sus padres rebosante
de riquezas, de comodidades y de regalos, mientras ella gemía allí cual solitaria
paloma en las hendiduras de una piedra.
Desde entonces todos los climas eran
buenos para la virtud; la austeridad de la moral no dependía de la mayor o
menor aproximación a la línea del Ecuador; la moral del hombre era como el
hombre mismo, podía vivir en todos los climas. Pues que la continencia más
absoluta se practicaba de un modo tan admirable en tan voluptuosos países,
bien podía establecerse y conservarse en ellos la monogamia del cristianismo;
y cuando en los arcanos del Eterno sonase la hora de llamar un pueblo a la
luz de la verdad, nada importaba que este pueblo viviese entre las escarchas
de la Escandinavia, o en las ardorosas llanuras de la India. El espíritu
de las leyes de Dios no debía encerrarse en el estrecho círculo que intentara
señalarle el Espíritu de las leyes de Montesquieu. 369
LA INFLUENCIA de los solitarios
de Oriente, bajo el aspecto religioso y moral, es un hecho fuera de duda.
Verdad es que no es fácil apreciarla a punto fijo, en toda su extensión y
en todos sus efectos, pero no deja por eso de ser muy real y verdadera.
No obró sobre los destinos de la humanidad
como aquellos acontecimientos ruidosos, cuyos resultados se hallan a menudo
en mucha desproporción con lo que habían prometido; fue semejante a aquella
lluvia benéfica que se desata suavemente sobre una tierra agostada, fecundando
las praderas y las campiñas. Pero si fuera posible al hombre abarcar y deslindar
el vasto conjunto de causas que han contribuido a levantar su espíritu, a
darle una viva conciencia de su inmortalidad, haciendo poco menos que imposible
su vuelta a la degradación antigua, quizás se encontraría que el prodigioso
fenómeno de los solitarios de Oriente tuvo una parte considerable en este
cambio inmenso.
No olvidemos que los grandes hombres
de Occidente recibieron de allí sus inspiraciones, que San Jerónimo vivió
en la gruta de Belén, y que la conversión de San Agustín va acompañada del
sentimiento de una santa emulación, excitada por la lectura de la vida de
San Antonio abad.
Los monasterios que se anduvieron fundando
en Oriente y en Occidente, a imitación de los primitivos establecimientos
de los solitarios, fueron una continuación de éstos, por más que la diferencia
de tiempos y circunstancias los modificasen en varios sentidos. De allí salieron
los Basilios, los Gregorios, los Crisóstomo y otros hombres insignes que
ilustraron la Iglesia; y quizás, si el mezquino espíritu de disputas, si la
ambición y el orgullo no hubiesen sembrado el germen de discordia, preparando
una ruptura que había de privar a las iglesias orientales de la vivificadora
influencia de la Silla Romana, los antiguos monasterios de Oriente hubieran
podido servir, como los de Occidente, para preparar una regeneración social,
que fundiera en un solo pueblo a los vencidos y a los vencedores.
Es evidente que la falta de unidad ha
sido una de las causas de flaqueza de los orientales. No negaré que la situación
en que se encontraron fuese muy diferente de la nuestra; el enemigo que tuvieron
al frente en nada se parece a los bárbaros del Norte; pero yo dudo que fuera
más fácil Habérselas con éstos que con los pueblos conquistadores de Oriente.
Allí quedó la victoria por los que atacaban, como quedó también aquí; pero
un pueblo vencido no es muerto, no carece todavía de grandes ventajas, que
pueden darle un ascendiente moral sobre el vencedor, preparando en silencio
una transformación, cuando no la expulsión. Los bárbaros del Norte conquistaron
el mediodía de Europa, pero el mediodía triunfó de ellos a su vez, con la
ayuda de la religión cristiana; no fueron arrojados, pero sí transformados.
España fue conquistada por los árabes;
los árabes no pudieron ser transformados, pero al fin fueron arrojados. Si
el Oriente hubiese conservado la unidad, si Constantinopla y las demás sillas
episcopales hubiesen continuado sumisas a Roma , como las de Occidente; en
un palabra, si el Oriente todo se hubiese contentado con ser miembro del gran
cuerpo en vez de la ambiciosa pretensión de ser por sí solo un gran cuerpo,
tengo por indudable que, aun suponiendo las conquistas de los sarracenos,
se habría trabado una lucha a la vez intelectual, moral y física; que al
fin hubiera acabado, o por producir un cambio profundo en el pueblo conquistador,
o por rechazarle a sus antiguos desiertos.
Se dirá que la transformación de los
árabes era obra de siglos; pero ¿no lo fue acaso la de los bárbaros del Norte?
¿Estuvo quizás consumado este trabajo por su conversión al cristianismo?
Una parte considerable de ellos eran arrianos; y además, comprendían tan
mal las ideas cristianas, y se les hada tan recio el practicar la moral evangélica,
que durante largo tiempo fue poco menos difícil tratar con ellos que con pueblos
de una religión diferente.
Por otra parte, conviene no perder de
vista que la irrupción de los bárbaros no fue una sola, sino que por espacio
de largos siglos hubo una continuación de irrupciones; pero tal era la fuerza
del principio religioso que obraba en Occidente, que todos los pueblos invasores,
o se vieron forzados a retroceder, o precisados a plegarse a las ideas y a
las costumbres de los países nuevamente ocupados.
La derrota de las huestes de Atila, las
victorias de Carlo Magno contra los sajones y demás pueblos de la otra parte
del Rin, las sucesivas conversiones de las naciones idólatras del Norte por
los misioneros enviados de Roma, en fin, las vicisitudes y el resultado de
las invasiones de los normandos y el definitivo triunfo de los cristianos
de España sobre los moros después de una guerra de ocho siglos, son una prueba
decisiva de lo que acabo de establecer; esto es, que el Occidente vivificado
y robustecido por la unidad católica ha tenido el secreto de asimilarse y
apropiarse lo que no ha podido rechazar, y la fuerza bastante para rechazar
todo aquello que no se ha podido asimilar.
Esto es lo que ha faltado al Oriente;
la empresa no era más difícil allí que aquí. Si el Occidente por sí solo rescató
el santo sepulcro, el Occidente y Oriente unidos o no le hubieran perdido
nunca, o después de rescatado le habrían conservado para siempre. La misma
causa produjo que los monasterios de Oriente no alcanzaran la vida y la robustez
que distinguió los de Occidente; y por esto anduvieron debilitándose con el
tiempo, sin hacer nada grande que sirviese a prevenir la disolución social,
que preparase en silencio y elaborase lentamente una regeneración de que pudiera
aprovecharse la posteridad, ya que la Providencia había querido que las generaciones
presentes viviesen abrumadas de calamidades y catástrofes.
Cuando se ha visto en la historia el brillante principio de los monasterios
de Oriente, estrechase el corazón al notar cómo van perdiendo de su fuerza
y lustre con el transcurso de los siglos, al observar cómo después de los
estragos sufridos por aquel desgraciado país a causa de t- las invasiones, de las
guerras, y finalmente por la acción mortífera del cisma de Constantinopla,
las antiguas moradas de tantos varones eminentes en sabiduría y santidad van
desapareciendo de las páginas de la historia, cual antorchas que se extinguen,
cual fuegos dispersos . ¡¡Y amortiguados, que se descubren acá y acullá en
un campamento abandonado!!
Inmenso fue el daño que recibieron todos los ramos de los
conocimientos humanos, de esa debilidad que comenzó por esterilizar el Oriente,
y terminó por hacerle morir. Si bien se observa, en vista de los grandes sacudimientos
y trastornos que estaban sufriendo la Europa, el África y el Asia, el depósito
natural de los restos del antiguo saber no era el Occidente sino el Oriente.
No eran nuestros monasterios, donde debían
archivarse los libros y demás preciosidades que generaciones más felices y
tranquilas habían de explotar un día, sino los establecidos en aquellos mismos
lugares, que siendo las fronteras donde se habían tocado y mezclado civilizaciones
muy diferentes, y en que el espíritu humano había desplegado más actividad
y levantado más alto su vuelo, reunían un preciosísimo caudal de tradiciones,
de ciencias, de bellezas artísticas, que eran, en una palabra, el grande
emporio donde se hallaban amontonadas las riquezas de la civilización y cultura
de todos los pueblos del mundo conocido.
No se crea sin embargo que yo pretenda
significar que los monasterios de Oriente de nada sirvieron para prestar
este beneficio al entendimiento humano; la ciencia y las bellas letras de
Europa recuerdan todavía con placer el impulso recibido con la venida de
los preciosos materiales arrojados a las costas de Italia por la toma de Constantinopla.
Pero las mismas riquezas llevadas a Europa por aquellos hombres
lanzados a nuestras plantas como por el soplo de una tempestad, y que habiendo
apenas alcanzado a salvar sus vidas, llegaban entre nosotros como el náufrago
desfallecido que a través de las ondas conserva todavía en sus ateridas manos
una cantidad de oro y piedras preciosas; esto mismo hace que nos quejemos
más vivamente, porque comprendemos mejor la inmensa riqueza que debía de
encerrarse en la nave que zozobró; esto mismo nos hace lamentar que los primeros
tiempos de los monjes ilustres de Oriente no hayan podido eslabonarse con
los nuestros.
Cuando vemos sus obras atestadas de
erudición sagrada y profana, cuando sus trabajos nos ofrecen las muestras
de una actividad infatigable, pensamos con dolor en el precioso depósito que
debían de contener sus ricas bibliotecas.
Sin embargo, y a pesar de la triste verdad
de las reflexiones que preceden, menester es confesar que la influencia de
aquellos monasterios no dejó de ser beneficiosa a la conservación de los
conocimientos. Los árabes en el tiempo de su pujanza se mostraron inteligentes
y cultos, y bajo muchos aspectos les debe la Europa considerables adelantos:
Bagdad y Granada recuerdan dos hermosos, centros de movimiento intelectual
y de bellezas artísticas, que sirven a disminuir el desagradable efecto del
conjunto histórico de los sectarios de Mahoma, como dos figuras apacibles
y risueñas, que hacen más soportable la vista de un cuadro repugnante y horroroso.
Si fuera posible seguir la historia del
progreso de la inteligencia entre los árabes, en medio de las transformaciones
y catástrofes de Oriente, quizás se encontraría el origen de muchos de sus
adelantos en los conocimientos de aquellos mismos pueblos, que ellos conquistaban
o destruían. Lo cierto es que en su civilización no se entrañan principios
vitales que favorezcan el desarrollo de la inteligencia; así lo dice su misma
organización religiosa, social y política, así lo enseñan los resultados
recogidos por este pueblo después de tantos siglos de pacífico establecimiento
en el país conquistado.
Todo su sistema por lo tocante a las
letras y al cultivo de la inteligencia ha venido a formularse en aquellas
estúpidas palabras de uno de sus caudillos, en el momento de condenar a las
llamas una inmensa biblioteca: "si esos libros son contrarios al Alcorán,
deben quemarse por dañosos; si le son favorables, deben quemarse por inútiles."
Leemos en Paladio que los monjes de Egipto, no contentos con la elaboración
de objetos sencillos y toscos, ejercían además todo género de oficios.
Los muchos millares de hombres de todas
clases y de muy diferentes países que abrazaron la vida solitaria, debieron
de llevar al desierto un caudal considerable de conocimientos. Sabido es a
lo que puede llegar el espíritu del hombre, entregado a sí mismo en la soledad,
y consagrado a una ocupación determinada; así, es una conjetura no destituida
de fundamento el pensar que muchas de las noticias raras sobre los secretos
de la naturaleza, sobre la utilidad y propiedades de ciertos ingredientes,
sobre los principios de algunas ciencias y artes de que se mostraron muy ricos
los árabes cuando su aparición en Europa, no serían más que restos de la ciencia
antigua recogidos por ellos en aquellos países de antes habían sido poblados
por hombres venidos de todas las regiones.
Necesario es recordar que en las primeras
invasiones de los bárbaros, cuando España, el mediodía de Francia, Italia,
el norte del África y las islas adyacentes a todos esos países eran devastados
de un modo horroroso, adyacentes a buscar un asilo en Oriente todos cuantos
estaban en disposición de emprender el viaje. De esta suerte se amontonaría
más y más en aquellas regiones todo el caudal de la ciencia de Occidente;
pudiendo esto haber contribuido sobremanera a depositar allí los restos del
antiguo saber, que luego nos llegaron transformados y desfigurados por medio
de los árabes.
El profundo desengaño de la nada del
mundo, avivado por tan dilatada serie de grandes infortunios, fortificó en
los desgraciados el sentimiento religioso; y los fugitivos acogidos en Oriente
escuchaban con profunda emoción la voz enérgica del solitario de la gruta
de Belén. Así es que gran parte de los refugiados se acogían a los monasterios
donde encontraban a un tiempo un socorro en sus necesidades y un consuelo
para sus almas; resultando de aquí la acumulación en los monasterios de Oriente
de una mayor cantidad de noticias preciosas y conocimientos de todas clases.
Si un día llega la civilización europea
a señorearse del todo de aquellas comarcas, que gimen ahora bajo la opresión
musulmana, quizás pueda la historia de la ciencia añadir una hermosa página
a sus trabajos, buscando entre la oscuridad de los tiempos, y por medio de
los manuscritos descubiertos por la diligencia y la casualidad, el hilo que
manifestaría más y más el enlace de la ciencia árabe con la antigua, y explicar
así las transformaciones que anduvo sufriendo y que la hicieron parecer de
objeto diferente. Las riquezas conservadas en los archivos de España relativas
al tiempo de la dominación sarracena, archivos cuya explotación puede decirse
que no se ha comenzado todavía, pudieran quizás arrojar algunas luces sobre
este punto, que sin duda ofrecería ocasión de entregarse a investigaciones
exquisitas, las que conducirían a una apreciación sumamente curiosa de dos
civilizaciones tan diferentes como la mahometana y la cristiana.
374
PASAMOS a examinar los institutos religiosos, tales como se presentaron
en Occidente; omitiendo el hablar de aquellos, que aunque establecidos en
puntos de este último país, no eran más que una especie de ramificación de
los monasterios orientales. Entre nosotros, a más del espíritu evangélico
que presidió a su fundación, tomaron el carácter de asociaciones conservadoras,
reparadoras y regeneradoras. Los monjes no se contentan con santificarse
a sí mismos, sino que influyen desde luego sobre la sociedad. La luz y la
vida que se encierran en sus santas moradas, procuran abrirse paso para alumbrar
y fecundar el caos en que yace el mundo.
No sé que haya en la historia un punto
de vista más hermoso y consolador que el ofrecido a nuestros ojos por la fundación,
extensión y progreso de los institutos religiosos en Europa. La sociedad
necesitaba de grandes esfuerzos para resistir sin anonadarse las terribles
crisis que debía atravesar; el secreto de la fuerza social está en la reunión
de las fuerzas individuales, en la asociación.
No es por cierto admirable que este secreto
fuese conocido de la sociedad europea, como por una revelación del cielo.
Todo se desmorona en ella, todo se cae a pedazos, todo perece. La religión,
la moral, el poder público, las leyes, las costumbres, las ciencias, las
artes, todo ha sufrido pérdidas enormes, todo está zozobrando; y si el porvenir
del mundo se calcula por probabilidades humanas, los males son tantos y tan
graves que el remedio se halla imposible.
Al Hombre observador, que fija aterrado
su mirada en aquellos tiempos, cuando se le ofrece San Benito dando impulso
a los institutos monásticos, prescribiéndoles su sabia regla, procurando
de esta suerte constituirlos en forma estable, parécele que un ángel de luz
surge del medio de las tinieblas. La inspiración sublime que guió a este hombre
extraordinario era lo más conveniente que podía imaginarse para depositar
en el seno de la sociedad disuelta un principio de vida y reorganización.
¿Quién ignora cuál era a la sazón el
estado de Italia, mejor diré, de la Europa entera? ¡Cuánta ignorancia, cuánta
corrupción, cuántos elementos de disolución social, cuánta devastación en
todas partes! En situación tan lamentable, aparece el santo solitario, hijo
de una ilustre familia de Nusia, resuelto a combatir el mal que amenaza señorearse
del mundo. Sus armas son sus virtudes; con la elocuencia de su ejemplo ejerce
sobre los demás un ascendiente irresistible; elevado a una altura superior
a su siglo, ardiendo de celo, y lleno al mismo tiempo de discreción y prudencia,
funda el instituto que ha de permanecer a través de los trastornos de los
tiempos como una pirámide inmóvil en medio de los huracanes del desierto.
¡Qué idea más grande, más benéfica, más
llena de previsión y sabiduría!, cuando el saber y las virtudes no hallaban
donde refugiarse, cuando la ignorancia, la corrupción y la barbarie iban
extendiendo rápidamente sus conquistas, levantar un asilo al infortunio,
formar como un depósito donde pudieran conservarse los preciosos monumentos
de la antigüedad, y abrir escuelas de ciencia y virtud donde recibieran sus
lecciones los jóvenes destinados a figurar un día en el torbellino de los
negocios de la tierra.
Cuando el hombre pensador contempla la silenciosa mansión de Casino,
cuando ve que se dirigen allí, de todas partes, hijos de las familias más
ilustres del imperio, unos con la idea de permanecer para siempre, otros para
recibir esmerada educación y llevarse luego en medio del inundo un recuerdo
de las graves inspiraciones recibidas por el santo fundador en el desierto
de Sublac, cuando observa que los monasterios de la orden van multiplicándose
por doquiera, estableciéndose como grandes centros de actividad en las campiñas,
en los bosques y en los lugares más inhabitados, no puede menos que sentir
una profunda veneración hacia el barón extraordinario que concibiera tan altos
pensamientos. Si no quisiéramos mirar a San Benito como inspirado del cielo,
a lo menos deberíamos considerarle como uno de aquellos hombres que de vez
en cuando aparecen sobre la tierra cual ángeles tutelares del humano linaje.
Amenguada inteligencia manifestaría quien
se negase a reconocer el ventajosísimo efecto que debían de producir semejantes
instituciones. Cuando la sociedad se disuelve, lo que se necesita no son
palabras, no son proyectos, no son leyes tampoco; son instituciones fuertes
que resistan al ímpetu de las pasiones, a la inconstancia del espíritu humano,
a los embates del curso de los acontecimientos; instituciones que levanten
el entendimiento,
que purifiquen y ennoblezcan el corazón, produciendo así en el fondo de la
sociedad un movimiento de reacción y de resistencia contra los malos elementos
que la llevan a la muerte.
Entonces, si existe un entendimiento
claro, un corazón generoso, un alma poseída de sentimientos de virtud, se
apresura a refugiarse en el sagrado asilo. No siempre les es dado cambiar
la corriente del mundo, pero a lo menos trabajan en silencio para instruirse,
para purificarse; derraman una lágrima de compasión sobre las generaciones
insensatas que se agitan estrepitosamente en derredor; de vez en cuando alcanzan
todavía a que se oiga su voz en medio del tumulto, y que sus acentos hieran
el corazón del perverso, como terrible amonestación descendida de lo alto
de los cielos.
Así disminuyen la fuerza del mal, ya que no les sea dable remediarle
del todo; protestando sin cesar contra él, le impiden que prescriba; y transmitiendo
a las generaciones futuras un testimonio solemne de que en medio de las tinieblas
y de la corrupción existían hombres que se esforzaban en ilustrar el mundo,
y en oponer una barrera al desbordamiento del vicio y del crimen, conservan
la fe en la verdad y en la virtud, sostienen y animan la esperanza de los
presentes y venideros que puedan encontrarse en circunstancias parecidas.
Esta fue la obra de los monjes en los
calamitosos tiempos a que nos referimos; así cumplieron la misión más bella
y sublime en pro de los grandes intereses de la humanidad.
Se dirá quizás que los inmensos bienes
adquiridos por los monasterios fueron una recompensa abundante de sus trabajos,
y tal vez una seña del poco desinterés que presidía a los grandes esfuerzos;
por cierto que si se miran las cosas desde el punto de vista en que las han
presentado algunos escritores, las riquezas de los monjes se ofrecerán a nuestra
consideración como el fruto de una codicia desmedida y de una conducta astuta
e insidiosa; pero la historia entera viene a desmentir las calumnias de los
enemigos de la religión; y el filósofo imparcial, haciéndose cargo de que
debieron de introducirse abusos, como se introducen en todo lo humano, procura
considerar las cosas en globo, en el vasto cuadro donde figuran durante largos
siglos; y despreciando el mal, que no fue más que la excepción, contempla
y admira el bien que fue la regla.
A más de los muchos motivos religiosos
que llevaban los bienes a las manos de los monjes, había uno muy legítimo,
que se ha considerado siempre como uno de los títulos más justos de adquisición.
Los monjes desmontaban terrenos incultos,
secaban pantanos, construían calzadas, encerraban en su cauce los ríos, levantaban
puentes, es decir, que en una sociedad y en unas regiones que habían pasado
por una nueva especie de diluvio universal, hadan lo mismo en cierto modo
que ejecutaban los primeros pobladores, cuando procuraban devolver al globo
desfigurado su faz primitiva. Una parte considerable de Europa no había recibido
nunca la cultura de la mano del hombre; los bosques, los ríos, los lagos,
las malezas de todas clases, se hallaban en bruto, tales como las dejara la
naturaleza; los monasterios plantados acá y acullá pueden considerarse como
aquellos centros de acción, que establecen las naciones civilizadas en los
países nuevos, cuya faz se proponen cambiar por medio de grandes colonias.
¿Qué títulos más legítimos existieron nunca para la adquisición de
cuantiosos bienes? Quien desmonta un país inculto, quien lo cultiva y lo
puebla, ¿no es digno de conservar en él grandes propiedades? ¿No es éste
el curso natural de las cosas? ¿Quién ignora las villas y ciudades que nacieron
y se engrandecieron a la sombra de las abadías?
Las propiedades de los monjes, a más
de su utilidad material, produjeron otra, que quizás no ha llamado cual debe
la atención. La situación de una buena parte de los pueblos de Europa, en
el tiempo de que vamos hablando, estaba
muy cercana de la fluctuación y movilidad en que se hallan las naciones que
no han dado todavía ningún pasó en la carrera de la civilización y cultura.
Por esta causa, la idea de la propiedad, que es una de las más fundamentales
en toda organización social, se hallaba muy poco arraigada. En aquellas épocas
eran muy frecuentes los ataques contra la propiedad, así como contra las personas;
y del mismo modo que el hombre se encontraba a menudo obligado a defender
lo que poseía, así también se dejaba llevar fácilmente a invadir la propiedad
de los otros.
El primer paso para remediar un mal tan
grave, era dar asiento a los pueblos por medio de la vida agrícola, y luego
acostumbrarlos al respeto de la propiedad, no tan sólo por razones de moral
y de interés privado, sino también por el hábito; lo que se lograba poniéndoles
a la vista propiedades extensas, pertenecientes a establecimientos que se
miraban como inviolables, y que no podían atacarse sin cometer un sacrilegio.
Así las ideas religiosas se ligaban con las sociales, y preparaban lentamente
una organización que debía llevarse a término en días más bonancibles.
Añádase a esto una nueva necesidad acarreada
por el cambio que se estaba verificando en aquella época. Entre los antiguos,
apenas se ve otra vida que la de las ciudades; la habitación en los campos,
ese desparramamiento de una población inmensa que ha formado en los tiempos
modernos una nueva nación en las campiñas, no se conocía entre ellos; y es
bien notable que ese cambio en la manera de vivir se realizó cabalmente, cuando
circunstancias calamitosas y turbulentas parecían hacerle más difícil.
Debido a la existencia de los monasterios
en los campos y lugares retirados, es que pudiese arraigarse este nuevo género
de vida, que sin duda se habría hecho imposible sin el ascendiente benéfico
y, protector ejercicio por las grandes abadías. Ellas tenían al propio tiempo
todas las riquezas y el poderío de los señores feudales, con la influencia
benéfica y suave de la autoridad religiosa.
¿Cuánto no debió Alemania
a los monjes? ¿No fueron ellos los que desmontaron sus tierras incultas, haciendo
florecer la agricultura y creando poblaciones considerables? ¿Cuánto no les
debe Francia? ¿Cuánto España e Inglaterra? Esta última, a buen seguro que
no llegara jamás al elevado punto de civilización de que se muestra tan ufana,
si los trabajos apostólicos de los misioneros que penetraron en ella en el
siglo sexto, no la hubieran sacado de las tinieblas de una grosera idolatría.
¿Y quiénes
eran esos misioneros? ¿No fue el principal un celoso monje llamado Agustín,
enviado por un Papa que también había sido monje, San Gregorio el Grande?
Al atravesar la confusión
de los siglos medios, ¿dónde encuentra el lector los grandes centros de saber
y de virtud, sino en aquellas mansiones solitarias, de las que salen San Isidro,
arzobispo de Sevilla, el santo abad Columbano, el obispo de Arlés San Aureliano,
el apóstol de Inglaterra San Agustín, el de Alemania San Bonifacio, Beda,
Cutheberto, Aupherto, Paulo monje de Casino, Hinemaro de Reims educado en
el monasterio de San Dionisio, San Pedro Damián, San Bruno, San Iván, Lanfranco
y otros, que forman una clase privilegiada
de hombres
que en nada se parecen a
los de sus tiempos?
A más del servicio que hicieron los monjes
a la sociedad bajo el aspecto religioso y moral, es inapreciable el que dispensaron
a las ciencias y a las letras.
Ya se ha observado repetidas veces que
éstas se refugiaron en los claustros, y que los monjes conservando y copiando
los antiguos manuscritos preparaban los materiales para la época de la restauración
de los conocimientos humanos.
Pero es menester no limitar el mérito
de los monjes considerándolos como meros copiantes; muchos de ellos se elevaron
a un alto punto de sabiduría, adelantándose algunos siglos a la época en que
vivían. Además, no contentos con la penosa tarea de conservar y ordenar los
manuscritos antiguos, dispensaban a la historia un beneficio importante por
medio de las crónicas; con éstas, al paso que cultivaban un ramo tan importante
de estudios, recogían la historia contemporánea, que quizás sin sus trabajos
se hubiera perdido.
Adón, arzobispo de Vienne, educado en
la abadía de Ferriéres, escribe una historia universal desde la creación
del mundo hasta su tiempo; Abbón, monje de San Germán des Pres, compone un
poema en latín en que narra el sitio de París por los normandos; Aimón de
Aquitania escribe en cuatro libros la historia de los francos; San Iván publica
una crónica de los reyes de los mismos francos; el monje alemán Dithmar nos
deja la crónica de Enrique I de los Otones I y II y de Enrique II; crónica
estimada, como escrita con sinceridad, que se ha publicado repetidas veces,
y de la cual se valió Leibnitz para ilustrar la historia de Brunswich. Adernaro
es autor de una crónica que abraza desde 829
hasta 1029; Glabero, monje de Cluny, lo es de otra historia muy estimada
de los sucesos ocurridos en Francia desde 980 hasta
su tiempo; Hernán de una crónica que abarca
las seis edades del mundo hasta 1054.
En fin, sería de nunca acabar si quisiéramos
recordar los trabajos históricos de Sigeberto, de Guiberto, de Hugo, de San
Víctor y otros hombres insignes, que elevándose sobre su tiempo, se dedicaban
a esa clase de tareas. La dificultad y alto mérito de ellas difícilmente podemos
apreciarlo nosotros, viviendo en época en que son tan fáciles los medios
de instruirse, y en que heredadas las riquezas de tantos siglos, el espíritu
encuentra por todas partes caminos anchurosos y trillados.
Sin la existencia
de los institutos religiosos, sin el asilo de los claustros, hubiera sido
imposible que se formasen
hombres tan esclarecidos. No sólo se habían perdido las ciencias y las letras,
sino que habían llegado a ser muy raros los seglares que sabían leer y escribir;
y por cierto, que semejantes circunstancias no eran a propósito para formar
hombres tan eminentes, que podrían muy bien honrarse con ellos siglos mucho
más adelantados.
¿Quién no se ha parado
repetidas veces a contemplar el insigne triunvirato de Pedro el Venerable?
San Bernardo y el abad Suger? ¿No puede decirse que el siglo doce se salió
de su lugar, produciendo un escritor como Pedro el Venerable, un orador como
San Bernardo, un hombre de Estado como Suger?
Otro monje célebre se nos presenta también
en aquellos tiempos, y cuya influencia en el adelanto de los conocimientos
no ha sido estimada, cual merece, por aquellos críticos que sólo se complacen
en señalar los defectos; hablo de Graciano. Los que han declamado contra él,
recogiendo afanosos los yerros en que pudo incurrir, se hubieran conducido
harto mejor, colocándose en el lugar del compilador del siglo doce, con la
misma falta de medios, sin las luces de la crítica, y ver entonces si la atrevida
empresa no fue llevada a cabo mucho más felizmente de lo que era de esperar.
El provecho que resultó de la colección de Graciano es incalculable.
Presentando en breve volumen mucho de lo más selecto de la antigüedad con
respecto a la legislación civil y canónica, recogiendo en abundancia textos
de santos padres aplicados a toda clase de materias, a más de excitar el estudio
y el gusto de ese género de investigaciones, daba un paso inmenso para que
las sociedades modernas satisficiesen una de las primeras necesidades, así
en lo eclesiástico corno en lo civil cual era la formación de los códigos.
Se dirá que los errores de Graciano
fueron contagiosos, y que más hubiera valido recurrir directamente a los
originales; pero para leer los originales es necesario conocerlos, tener noticia
de su existencia, hallarse incitado por el deseo de aclarar alguna dificultad,
haber tomado gusto a esta clase de investigaciones, todo lo cual faltaba antes
de Graciano, y todo se 1a
promovía por la empresa de Graciano. La
general aceptación de sus trabajos es la prueba más convincente del mérito
que encerraban; y si se responde que esa aceptación la debieron a la ignorancia
de los tiempos, yo añadiré que siempre debemos agradecer el que se arroje
un rayo de luz, por débil que sea, en medio de las tinieblas.
381
DE
LA RÁPIDA oleada que acabamos
de echar sobre los institutos religiosos desde la irrupción de los bárbaros
hasta el siglo XII, se infiere que durante esta temporada fueron un robusto
sostén para impedir el completo desmoronamiento de la sociedad, un asilo del
infortunio, de la virtud y del saber, un depósito de las preciosidades de
los antiguos, y una especie de asociaciones civilizadoras que trabajaban
en silencio en la reconstrucción del edificio social, en neutralizar la fuerza
de los principios disolventes, y un plantel donde pudieron formarse los hombres
de que habían menester los altos puestos de la
Iglesia y del Estado.
En el siglo XII y siguiente aparecen
nuevos - institutos que presentan un carácter muy, distinto. Su
objeto es también
altamente religioso y social, pero los tiempos han cambiado, y es menester
recordar las palabras del apóstol: onnua
omnibus. Examinemos cuáles fueron las
causas y los resultados de semejantes innovaciones.
Antes de pasar más adelante, diré dos
palabras sobre las órdenes militares, cuyo nombre indica ya bastante la reunión
del doble carácter de religioso y de soldado. ¡La unión del monacato con
la milicia!, exclamarán algunos, ¡qué conjunto tan monstruoso! No obstante,
esa pretendida monstruosidad fue muy conforme al curso natural y regular de
las cosas, fue un poderoso remedio aplicado a males gravísimos, un reparo
contra peligros inminentes; en una palabra, fue la expresión y satisfacción
de una gran necesidad europea.
No es propio de este
lugar el tejer la historia de las órdenes militares, historia que, tanto como
otra cualquiera, ofrece cuadros hermosísimos e interesantes, con aquella
mezcla de heroísmo e inspiración religiosa, que aproxima la historia a la
poesía. Basta pronunciar los - nombres de los
caballeros templarios, de los hospitalarios, de los teutónicos, de
San Raimundo, abad de Fitero; de los de Calatrava, para - que el lector recuerde
una serie de acontecimientos raros, que forman una de las más bellas páginas
de la historia. Dejemos, pues, aparte una narración que no nos pertenece,
y detengámonos un momento a examinar el origen y el espíritu de aquellos famosos
institutos.
La enseña de los cristianos y el pendón de la Media Luna
eran dos enemigos irreconciliables por naturaleza, y enconados además sobremanera,
a causa de su dilatada y encarnizada lucha. Ambos abrigaban vastos planes;
ambos eran muy poderosos; ambos contaban con pueblos decididos, entusiasmados,
prontos a precipitarse unos sobre otros; ambos tenían grandes probabilidades
en que podían fundar esperanzas de triunfo. ¿De qué parte quedará la victoria?
¿Cuál es la conducta que deben seguir los cristianos para
preservarse del peligro que les amenaza? ¿Es más conveniente que tranquilos
en Europa esperen el ataque de los musulmanes, o que levantándose en masa
se arrojen sobre el enemigo, buscándole en su propio país, allí donde se considera
invencible?
El problema se resolvió en este último sentido, se formaron
las Cruzadas, y los siglos siguientes han venido a confirmar el acierto de
la resolución. ¿Qué importan algunas declamaciones en que se afecta interés
por la justicia y la humanidad? Nadie se deja deslumbrar por ellas; la filosofía
de la historia amaestrada con las lecciones de la experiencia y con mayor
caudal de conocimientos, fruto de un más detenido estudio de los hechos, ha
fallado irrevocablemente la causa; y en esto, como en todo lo demás, la religión
ha salido triunfante en el tribunal de la filosofía.
Las Cruzadas, lejos de considerarse como un acto de barbarie y de temeridad,
son justamente miradas como una obra maestra de política que aseguró la independencia
de Europa, adquirió a los pueblos cristianos una decidida preponderancia sobre
los musulmanes, fortificó y agrandó el espíritu militar de las naciones europeas,
les comunicó un sentimiento de fraternidad que hizo de ellas un solo pueblo,
desenvolvió en muchos sentidos el espíritu humano, contribuyó a mejorar el
estado de los vasallos, preparó la entera ruina del feudalismo, creó la marina,
fomentó el comercio y la industria, dando de esta suerte un poderoso impulso
para adelantar por diferentes senderos en la carrera de la civilización.
No es esto decir que los hombres que concibieron las Cruzadas
y los papas que las promovieron y los pueblos que las siguieron, y los señores
y príncipes que las apoyaron, calculasen toda la extensión de su propia obra,
ni columbrasen siquiera los inmensos resultados; basta que la cuestión existiese
y que se resolviese en el sentido más favorable a la independencia y prosperidad
de Europa; basta, repito, y además advierto, que cuanto menos parte haya tenido
la previsión de los hombres, más será lo que debe atribuirse a las cosas;
y las cosas aquí no son más que los principios y sentimientos religiosos en
sus relaciones con la conservación y felicidad de las sociedades, no son más
que el Catolicismo cubriendo con su égida y vivificando con su soplo la civilización
europea.
383
Tenemos ya las Cruzadas; recordad ahora que este
pensamiento, tan grande y generoso, fue concebido empero con cierta vaguedad,
y ejecutado con aquella precipitación, fruto de la impaciencia de un celo
ardoroso; recordad que este pensamiento, corno hijo del Catolicismo que convierte
siempre sus ideas en instituciones, debía también realizarse en una institución
que le expresara fielmente, que le sirviera como de órgano para hacerse más
sensible, de apoyo para hacerse duradero y fecundo, y entonces buscaréis un
medio de unir la religión y las armas; os complaceréis en encontrar bajo la
coraza de hierro un corazón lleno de ardor por la religión de Jesucristo,
en hallaros con esa nueva clase de hombres, que se consagran sin reserva a
la defensa de la religión, al propio tiempo que renuncian todas las cosas
del mundo: más mansos que corderos, más fuertes que leones, según expresión
de San Bernardo. "tan pronto se reúnen en comunidad para levantar al cielo una
oración fervorosa, tan pronto marchan impávidos al combate blandiendo la formidable
lanza, terror de las huestes agarenas”.
No, no se encuentra en los fastos de la historia un acontecimiento
más colosal que el de las Cruzadas; no se encuentra tampoco una institución
más generosa .y bella que la de las órdenes militares. En las Cruzadas se
levantan innumerables naciones, marchan a través de los desiertos, se engolfan
en países que no conocen, se abandonan sin reserva a todo el rigor de las
estaciones y de los climas; y ¿para qué? ¡Para libertar un sepulcro! ...
Sacudimiento grande,
inmortal, donde cien y cien pueblos marchan a una muerte segura; no en busca
de intereses mezquinos, no con el afán de establecerse en países más gratos
y feraces, no con el ansia de encontrar ningún emolumento terreno; y sí sólo
inspirados por una idea religiosa, por el anhelo de poseer el sepulcro de
aquel que murió en una cruz por la salud del humano linaje. En comparación
de ese memorable acontecimiento, ¿a qué se reducen las hazañas de los griegos
cantadas por Hornero? La Grecia se levanta para vengar el ultraje de un marido;
la Europa se levanta para rescatar el sepulcro de un Dios.
Cuando después de los desastres v de los triunfos de las
Cruzadas aparecen las órdenes militares, ora peleando en Oriente, ora sosteniéndose
en las islas del Mediterráneo, y resistiendo las rudas acometidas del islamismo,
que ufano de sus victorias quiere abalanzarse de nuevo sobre la Europa, parécenos
ver aquellos valientes, que en el día de una gran batalla quedan solos en
el campo, peleando uno contra cien, comprando con su heroísmo y sus vidas
la seguridad de sus compañeros de armas, que se retiran a sus espaldas.
384
¡Gloria y prez a la religión, que ha sido capaz
de inspirar tan elevados pensamientos, que ha podido realizar tan arduas y
generosas empresas!
QUIZÁS el lector, por más contrario que fuera de las comunidades
religiosas, no estará ya mal avenido con los solitarios de Oriente, habiéndole
mostrado en ellos una clase de hombres que, poniendo en, planta los más sublimes
y austeros consejos de la religión, dieron un brioso impulso a la humanidad,
para que, levantándose del cieno en que la tenía sumida el paganismo, desplegase
sus hermosas alas hacia regiones más puras.
El acostumbrar al hombre a una moral grave y severa, el concentrar
el alma dentro de sí misma, el comunicarle un vivo sentimiento de la dignidad
de su naturaleza y de la altura de su origen y destino, el inspirarle por
medio de extraordinarios ejemplos la seguridad de que el espíritu ayudado
de la gracia del cielo puede triunfar de las pasiones brutales, y llevar sobre
la tierra una vida de ángel, son beneficios señalados en demasía, para que
un corazón noble pueda menos de agradecerlos, interesándose vivamente por
los hombres que los dispensaron.
Por lo que toca a los monasterios de Occidente, también salta
de tal modo a los ojos su influencia benéfica y civilizadora, que no puede
mirarlos con desvío ningún amante de la humanidad. Por fin, los caballeros
de las órdenes militares ofrecen una idea tan hermosa, tan poética, realizan
de un modo tan admirable uno de aquellos sueños dorados que desfilan por la
fantasía en momentos de entusiasmo, que por cierto no dejarán de tributarles
respetuoso homenaje todos los corazones capaces de latir en presencia de lo
sublime y de lo bello.
385 Empresa más difícil me aguarda, queriendo presentar en el
tribunal de la filosofía, de esa filosofía indiferente o incrédula, las comunidades
religiosas, no comprendidas en la reseña que acabo de trazar. El fallo contra
éstas se ha lanzado con una severidad terrible; pero en tales materias la
injusticia no puede prescribir: ni los aplausos de los hombres irreligiosos,
ni los golpes de la revolución derribando cuanto encontrara a su paso, impedirán
que se restablezca en su punto la verdad, y que se marquen con un sello de
ignominia la sinrazón y el crimen.
Érase allá a principios del siglo XIII, cuando empiezan a
presentarse tina nueva clase de hombres que, con diferentes títulos, con varias
denominaciones, bajo distintas formas, profesan una vida singular y extraordinaria.
Unos cubren a su cuerpo con tosco sayal, renuncian a toda
riqueza, a toda propiedad, se condenan a mendicidad perpetua, esparciéndose
por los campos y ciudades para ganar almas a Jesucristo; otros llevan sobre
su hábito el distintivo de la redención humana, y se proponen rescatar de
las cadenas a los innumerables cautivos, que la turbación de' los tiempos
llevara a la esclavitud en los países musulmanes; unos levantan la cruz en
medio de un pueblo numeroso, que se precipita tras de su huella, e instituyen
una nueva devoción, himno continuo de alabanza a Jesús y a María, predicando
al propio tiempo sin cesar la fe del Crucificado; otros van en busca de todas
las miserias humanas, se sepultan en los hospitales, en todos los asilos de
la desgracia, para socorrerla y consolarla; todos llevan nuevas enseñas, todos
muestran gran desprecio del mundo, todos forman una porción separada del resto
de los hombres, y no se parecen ni a los solitarios de Oriente, ni a los hijos
de San Benito.
Ellos no nacen en
el desierto, sino en medio de la sociedad; no se proponen vivir encerrados
en los monasterios, sino derramarse por las campiñas y aldeas, penetrar en
las grandes poblaciones, hacer que resuene su voz evangélica, así en la choza
del pastor como en el palacio del monarca. Crecen, se multiplican por todas
partes de un modo prodigioso; la Italia, la Alemania, la Francia, la España,
la Inglaterra, los acogen en su seno; numerosos conventos se levantan como
por encanto en las campiñas, en las poblaciones, en las grandes ciudades;
los papas los protegen y les conceden mil privilegios; los príncipes les dispensan
señalados favores y les ayudan en sus empresas; los pueblos los miran con
veneración y los escuchan con docilidad y acatamiento. Un movimiento religioso
despliega por todas partes; nuevos institutos, más o menos parecidos, brotan
como ramos de un mismo tronco; y el hombre observador que contempla atónito
el inmenso cuadro se pregunta a si mismo: ¿cuáles son las causas que producen
tan singular fenómeno?
386¿De dónde nace ese movimiento tan extraordinario? ¿Cuál es
su tendencia? ¿Cuáles los efectos que va a producir en la sociedad?
Cuando se verifica un hecho de tanta magnitud, extendiéndose
a muchos países y continuando por largos siglos, señal es que existían causas
muy poderosas para ello. Aun cuando se quieran desconocer enteramente las
miras de la Providencia, no puede negarse que un hecho de tal naturaleza debió
de encontrar su raíz en las mismas cosas; y por consiguiente, inútil es declamar
contra los hombres v contra las instituciones, El verdadero filósofo no debe
entonces gastar el tiempo en anatematizar el hecho; lo que conviene es examinarle
y analizarle; todos los discursos, todas las invectivas contra los frailes
no borrarán por cierto su historia; ellos existieron largos siglos, y los
siglos no vuelven atrás.
Prescindiendo de toda providencia extraordinaria de Dios,
dejando aparte las reflexiones sugeridas por la religión al verdadero fiel,
y considerando únicamente los institutos modernos bajo un aspecto meramente
filosófico, puede explicarse el hecho, no sólo como muy conducente al bienestar
de la sociedad, sino también como muy adaptado a la situación en que ella
se encontraba; puédese demostrar que nada medió, ni de astucia, ni de malignidad,
ni de designios interesados; que esos institutos tuvieron un objeto altamente
provechoso, que fueron a un tiempo la expresión y la satisfacción de grandes
necesidades sociales.
La cuestión se brinda de suyo a ser traída a semejante terreno;
y es extraño que no se haya dado toda la importancia que merecen a los hermosos
puntos de vista que en él se pueden encontrar.
Con la mira de aclarar esta interesante materia, entraré
en algunas consideraciones relativas al estado social de Europa en dicha época,
A la primera ojeada que se echa sobre aquellos tiempos, se nota que, a pesar
de la rudeza de los espíritus, rudeza que a lo que parece había de sumir a
los pueblos en una postración abyecta y silenciosa, hay no obstante una inquietud
que remueve y agita profundamente los ánimos.
Hay ignorancia, pero
es una ignorancia que se conoce a sí misma, que se afana en pos del saber;
hay, falta de armonía en las relaciones e instituciones sociales, pero esa
falta es sentida y conocida por doquiera; un continuo sacudimiento está indicando
que esa armonía es deseada con ansia, buscada con ardor. No se qué carácter
tan singular presentan esos pueblos europeos; jamás se descubren en ellos
síntomas de muerte; son bárbaros, ignorantes, corrompidos, todo lo que se
quiera; pero como si estuviesen oyendo siempre una voz que los llama a la
luz, a la civilización, a nueva vida, se agitan sin cesar por salir del mal
estado en que los sumergieron circunstancias calamitosas.
387
Nunca duermen tranquilos en medio de las tinieblas,
nunca viven sin remordimiento en la depravación de costumbres; el eco de la
virtud resuena continuamente a sus oídos, ráfagas de luz se abren paso a través
de las sombras. Mil y mil esfuerzos se hacen para avanzar en la carrera de
la civilización, mil y mil veces se frustran las tentativas; pero otras tantas
vuelven a emprenderse, nunca se abandona la generosa tarea, el mal éxito nunca
desanima, se la acomete de nuevo con un aliento y brío que no desfallecen
jamás. Diferencia notable, que los distingue de los demás pueblos, donde no
ha penetrado la religión cristiana, o donde se ha llegado a desterrarla.
La antigua
Grecia cae, y cae para no levantarse; las repúblicas de la costa de Asia desaparecen,
y no vuelven a alzarse de sus ruinas; la antigua civilización de Egipto es
hecha pedazos por los conquistadores, y la posteridad ha podido a duras penas
conservar su recuerdo; todos los pueblos de la costa de África no presentan
ciertamente ninguna muestra que pueda indicarnos la patria de San Cipriano,
de Tertuliano y de San Agustín.
Todavía más: en una parte considerable de Oriente se ha conservado
el cristianismo, pero separado de Roma; y hele aquí impotente para regenerar
ni restaurar. La política le ha tendido su mano, le ha cubierto con su égida;
pero la nación favorecida es débil, no puede tenerse en pie; es un cadáver
que se hace andar; no es el Lázaro que haya oído la voz todopoderosa: Lázaro,
ven afuera; Lazare, veni foras.
Esa inquietud, esa agitación, ese ardiente anhelo de un porvenir
más grande y venturoso, ese deseo de reforma en las costumbres, de ensanche
y rectificación en las ideas, de mejora en las instituciones, que forman uno
de los principales distintivos de los pueblos de Europa, se hacían sentir
de un modo violento en la época a que nos referimos. Nada diré de la historia
militar y política de aquellos tiempos, historia que nos suministraría abundantes
pruebas de esta verdad; me ceñiré únicamente a los hechos que más analogía
tienen con el objeto que me ocupa, a causa de ser religiosos y sociales.
Terrible energía de ánimo, gran fondo de actividad, simultáneo
desarrollo de las pasiones más fuertes, espíritu emprendedor, vivo anhelo
de independencia, fuerte inclinación al empleo de medios violentos, extraordinario
gusto de proselitismo; la ignorancia combinada con la sed del saber, y hasta
con el entusiasmo y el fanatismo por todo cuanto lleva el nombre de ciencia;
alto aprecio de los títulos de nobleza y de sangre, junto con espíritu democrático
y con profundo respeto al mérito dondequiera que se halle; un candor infantil,
una credulidad extremada, y al propio tiempo la indocilidad más terca, el
espíritu de más tenaz resistencia, una obstinación espantosa; la corrupción
y licencia de costumbres hermanadas con la admiración por la virtud, con la
afición a las prácticas más austeras, con la propensión a usos y costumbres
los más extravagantes; he aquí los
rasgos que nos presenta la historia en aquellos pueblos.
388
Extraña parecerá a primera vista tan singular
mezcolanza; y sin embargo nada había
más natural; las cosas no podían suceder de otra manera. Las sociedades se
forman bajo el influjo de ciertos principios y de particulares circunstancias,
que les comunican la índole y carácter, y determinan su fisonomía. Lo propio
que sucede con el individuo se verifica con la sociedad; la educación, la
instrucción, la complexión, y mil otras circunstancias físicas y morales,
concurren a formar un conjunto de influencias, de donde resultan las calidades
más diferentes, y a veces contradictorias.
En los pueblos de Europa se había verificado esta concurrencia
de causas de un modo singular y extraordinario; y así es que los efectos eran
tan extravagantes y discordes como acabamos de indicar. Recuérdese la historia
desde la caída del imperio romano hasta el fin de las Cruzadas, y se verá
que jamás se encontró un conjunto de naciones donde se combinaran elementos
tan varios y se realizaran sucesos más colosales. Los principios morales que
presidían al desarrollo de los pueblos europeos se hallaban en la más abierta
contradicción con la índole y la situación de los mismos.
Esos principios eran puros por naturaleza, invariables como
Dios que los había establecido, luminosos como emanados de la fuente de toda
luz y de toda vida; los pueblos eran ignorantes, rudos, movedizos como las
olas del mar, corrompidos como resultado de mezclas impuras; por esta causa
se estableció una terrible lucha entre los principios y los hechos, y se vieron
las contradicciones más singulares, conforme lo traía el respectivo predominio
alcanzado ora por el bien, ora por el mal. Jamás
se vio de un modo más patente la lucha de elementos que no podían vivir en
paz; el genio del bien y el del mal parecían descendidos a la arena y batirse
cuerpo a cuerpo.
Los pueblos de Europa no eran pueblos que se hallasen en
la infancia, pues que estaban rodeados de instituciones viejas, se encontraban
llenos de recuerdos de la civilización antigua, conservaban de ella notables
restos, y ellos mismos eran el resultado de la mezcla de cien otros de diferentes
leyes, usos y costumbres. No eran tampoco pueblos adultos; pues que no debe
aplicarse esta denominación ni al individuo ni a la sociedad, hasta que han
llegado a cierto desarrollo de que a la sazón se hallaban ellos muy distantes.
389
De suerte, que es difícil encontrar una palabra
que explique aquel estado social, porque no siendo el de la civilización,
no era tampoco el de la barbarie; dado que existían tantas leyes e instituciones,
que no merecen por cierto tal nombre. Si se los apellida semi bárbaros, quizás
nos acercaremos a la verdad; bien que por otra parte poco hacen las palabras
con tal que tengamos bien clara la idea de las cosas.
No puede negarse que los pueblos europeos a causa de una
larga cadena de acontecimientos trastornadores y de la extraña mezcla de las
razas, y de las ideas y costumbres de los conquistadores entre sí y con los
conquistados, tenían inoculada una buena cantidad de barbarie, y un germen
fecundo de agitación y desorden; pero el maligno influjo de estos elementos
estaba contrarrestado por la acción del cristianismo que, habiendo logrado
decidido predominio sobre los ánimos, se hallaba apoyado además por instituciones
muy robustas, y hasta disponía de grandes medios materiales para llevar a
cabo sus obras.
Las doctrinas cristianas se habían filtrado por todas partes,
y cual jugo balsámico tendían a endulzarlo y suavizarlo todo; pero el espíritu
tropezaba a cada paso con la materia, la moral con las pasiones, el orden
con la anarquía, la caridad con la fiereza, el derecho con el hecho; y de
aquí una lucha que, si bien es general en cierto modo a todos los tiempos
y países, como fundada en la naturaleza del hombre, era a la sazón más recia,
más ruda, más estrepitosa, a causa de hallarse en la misma arena, cara a cara,
sin ningún mediador, dos principios tan opuestos como son la barbarie y el
cristianismo.
Observad atentamente aquellos pueblos, leed con reflexión
su historia, y veréis que esos dos principios se hallan en lucha constante,
se disputan la influencia y la preponderancia, y que de ahí resultan las más
extrañas situaciones y los contrastes más raros. Estudiad el carácter de las
guerras de la época, y oiréis la incesante proclamación de las máximas más
santas, la invocación de la legitimidad, del derecho de la razón, de la justicia,
oiréis que se apela de continuo al tribunal de Dios; he aquí la influencia
cristiana; pero afligirán al propio tiempo vuestra vista innumerables violencias,
crueldades, atrocidades, el despojo, el rapto, la muerte, el incendio, desastres
sin fin; he aquí la barbarie.
Dando una mirada a las Cruzadas notaréis cual bullen en las
cabezas grandes ideas, vastos planes, altas inspiraciones, designios sociales
y políticos de la mayor importancia; sentimientos nobles y generosos rebosan
en todos los corazones, un santo entusiasmo tiene fuera de sí todas las almas,
haciéndolas capaces de las empresas más heroicas; he aquí la influencia del
cristianismo; pero atended a la ejecución, y veréis en ella el desorden, la
imprevisión, la falta de disciplina en los ejércitos, los atropellamientos,
las violencias; echaréis de menos el concierto, la buena armonía entre los
que toman parte en la arriesgada y gigantesca empresa; he aquí la barbarie.
390 Una
juventud sedienta de saber acude desde los países más distantes a escuchar
las lecciones de maestros famosos; el italiano, el alemán, el inglés, el español,
el francés se hallan mezclados y confundidos alrededor de las cátedras de
Abelardo, de Pedro Lombardo, de Alberto Magno, del doctor de Aquino; una voz poderosa resuena a los oídos de aquella
juventud, llamándola a dejar las tinieblas de la ignorancia y a remontarse
a las regiones de la ciencia; el ardor
de saber la consume, los más largos viajes no la arredran, el entusiasmo por
sus maestros más distinguidos es una exaltación que no puede describirse;
he aquí la influencia cristiana, que sacudiendo e iluminando de continuo el
espíritu del hombre, no sólo no le deja dormir tranquilo en medio de las sombras,
sino que le incita sin reposo a que ocupe dignamente su entendimiento en busca
de la verdad.
Pero, ¿veis esa juventud que manifiesta tan hermosas disposiciones
e infunde tan legítimas y halagüeñas esperanzas? Es esa misma juventud licenciosa,
inquieta, turbulenta, que se entrega a las más lamentables violencias, que
anda de continuo a estocadas por las calles, y que forma en medio de ciudades
populosas una pequeña república, una democracia difícil de enfrentar, y donde
a duras penas puede alcanzarse que dominen el orden y la ley; he aquí la barbarie.
Muy bueno es, y muy conforme al espíritu de la religión,
que el hombre culpable, cuando ofrece a Dios un corazón contrito y humillado
manifieste el dolor y la pesadumbre de su alma por medio de actos externos,
procurando además fortificar su espíritu y refrenar sus malas inclinaciones,
empleando contra la carne los rigores de una austeridad evangélica. Todo esto
es muy razonable, muy justo, muy santo, muy conforme a las máximas de la religión
cristiana, que así lo prescribe para la justificación y santificación del
pecador, y reparación del daño causado a los demás con el escándalo de una
mala vida; pero que esto se exagere hasta tal punto que anden divagando por
la tierra penitentes desnudos, cargados de hierro, inspirando con su presencia
horror y espanto, como sucedía en aquellos tiempos, hasta verse obligada la
autoridad a reprimir el abuso, esto lleva ya la marca del espíritu duro y
feroz que acompaña el estado de barbarie.
391
Nada más verdadero, más bello y más saludable
a la sociedad que el suponer a Dios tomando la defensa de la inocencia, protegiéndola
contra la injusticia y la calumnia, y haciendo que tarde o temprano salga
pura y radiante de en medio del polvo y de las manchas con que se haya querido
oscurecerla y afearla; esto es el resultado de la fe en la Providencia, fe
dimanada de las ideas cristianas, que nos presentan a Dios abarcando con su
mirada el mundo entero, llegando con ojo penetrante hasta el mas recóndito
pliegue de los corazones, y no descuidando en su paternal amor la mas ínfima
de sus criaturas.
Pero, ¿quién no ve cuán inmensa distancia va de semejantes
creencias hasta las pruebas del agua hirviente, del fuego, del duelo? ¿Quién
no descubre aquí aquella rudeza que todo lo confunde, aquel espíritu de violencia
que se empeña en forzarlo todo, pretendiendo en alguna manera obligar al mismo
Dios a que se ponga de continuo a merced de nuestras necesidades o caprichos,
dando por medio de milagros un solemne testimonio sobre cuanto nos conviene
o nos place averiguar?
Presento aquí esos contrastes para excitar recuerdos a los
que hayan leído la historia, y para poder sacar en pocas palabras la fórmula
sencilla y general, que resume todos aquellos tiempos: la barbarie templada
por la religión, la religión afeada por la barbarie.
Cuando estudiamos la historia, tropezamos con un gravísimo
inconveniente que nos hace siempre difícil, y a menudo imposible, el comprenderla
con perfección: todo lo referimos a nosotros mismos y a los objetos que nos
rodean. Falta disculpable hasta cierto punto, por tener su raíz en nuestra
propia naturaleza, pero contra la cual es necesario prevenirse con cuidado,
si queremos evitar las equivocaciones lastimosas en que incurrimos a cada
instante.
A los hombres
de otras épocas nos los figuramos como a nosotros; sin advertirlos, les comunicamos
nuestras ideas, costumbres, inclinaciones, nuestro temperamento mismo; cuando
hemos formado esos hombres, que sólo existen en nuestra imaginación, queremos,
exigimos que los hombres reales y verdaderos obren de la misma suerte que
los imaginarios; y al notar la discordancia de los hechos históricos con nuestras
desatentadas pretensiones, tachamos de extraño y monstruoso lo que a la sazón
era muy regular y ordinario.
Lo propio hacemos con las leyes y las instituciones: en no
viéndolas calcadas sobre los tipos que tenernos a la vista, declamamos desde
luego contra la ignorancia, la iniquidad, la crueldad de los hombres que las
concibieron y las plantearon. Cuando se desea formar idea cabal de una época,
es necesario trasladarse en medio de ella, hacer un esfuerzo de imaginación
para vivir, digámoslo así, y conversar con sus hombres; no contentarse con
oír la narración de los acontecimientos, sino verlos, asistir a su realización,
hacerse uno de los espectadores, de los actores si es posible; evocar del
sepulcro las generaciones, haciéndolas hablar y obrar de nuevo en nuestra
presencia. Esto, se me dirá, es muy, difícil; convengo en ello; pero replicaré
que este trabajo es necesario, si el conocimiento de la histeria ha de significar
algo más que una simple noticia de nombres y de fechas.
392 Por cierto que no es conocido un individuo hasta que se
sabe cuáles son sus ideas, cuál su índole, su carácter, su conducta; lo propio
sucede con una sociedad. Si ignoramos cuáles eran las doctrinas que la dirigían,
cuál su moda de mirar y sentir las cosas, veremos los acontecimientos sólo
en la superficie, conoceremos las palabras de la ley, pero no alcanzaremos
su espíritu y su mente; contemplaremos una institución, pero sin ver más de
ella que la armazón exterior, sin penetrar su mecanismo, ni adivinar los resortes
que le comunican el movimiento. Si se quieren evitar esos inconvenientes,
resulta el estudio de la historia el más difícil de todos, es cierto; pero
tiempo ha que debiera conocerse que los arcanos del hombre y de la sociedad,
así como son el objeto más importante de nuestro entendimiento, son también
el más arduo, el más trabajoso, el menos accesible a la generalidad de los
espíritus.
El individuo de los siglos a que nos referimos no era el
individuo de ahora; sus ideas eran muy distintas; su modo de ver y sentir
las cosas muy diferente; el temple de su alma no se parecía al de la nuestra;
lo que para nosotros es inconcebible, era para aquellos hombres muy natural;
lo que a nosotros nos repugna, era para ellos muy agradable.
Al entrar en el siglo XIII había recibido ya la Europa el
fuerte sacudimiento producido por las Cruzadas; empezaban a germinar las ciencias,
se desplegaba el espíritu mercantil, asomaba la afición a la industria; y
el gusto de comunicarse unos hombres con otros, unos pueblos con otros, iba
tomando cada día extensión e incremento, El sistema feudal comenzaba a desmoronarse,
el movimiento de los Comunes se desarrollaba rápidamente, el espíritu de independencia
se hacía sentir por todas partes; y con la abolición casi completada de la
esclavitud, con el cambio acarreado por las Cruzadas en la posición de los
vasallos y siervos, encontrábase la Europa con una población muy crecida,
que no estaba bajo las cadenas que en las antiguas sociedades privaban al
mayor número de los derechos de ciudadano y hasta de hombre, que sufría a
duras penas el yugo del feudalismo, y que además estaba muy distante de reunir
las circunstancias necesarias para ocupar dignamente el puesto que corresponde
a ciudadanos libres.
393
La democracia moderna se presentaba ya desde
un principio con sus grandes ventajas, sus muchos inconvenientes, sus inmensos
problemas, que nos agobian y desconciertan todavía en la actualidad, después
de tantos siglos de experiencia y ensayos. Los mismos señores conservaban
aún en buena parte los hábitos de barbarie y ferocidad con que se habían tristemente
señalado en los anteriores tiempos; y el poder real estaba muy lejos de haber
adquirido la fuerza y el prestigio necesarios para dominar tan encontrados
elementos y levantarse en medio de la sociedad, como un símbolo de respeto
a todos los intereses, un centro de reunión de todas las fuerzas, y una personificación
sublime de la razón y de la justicia.
En aquel mismo siglo empiezan las guerras a tener un carácter
más popular, y por consiguiente más trascendental y más vasto. Los alborotos
del pueblo comienzan a presentar el aspecto de turbulencias políticas; ya
se descubre algo mas que la ambición de los emperadores pretendiendo imponer
el yugo a la Italia; ya no son reyezuelos que se disputan una corona o una
provincia; ya no son condes y barones que seguidos de sus vasallos luchan
entre sí o con las municipalidades vecinas, regando de sangre y cubriendo
de destrozos las comarcas; en los movimientos de aquella época se nota algo
más grave, más alarmante.
Pueblos numerosos se levantan y se agolpan en torno de una
bandera que no lleva los blasones de un barón, ni las insignias de un monarca,
sino el nombre de un sistema de doctrinas. Sin duda que los señores se mezclan
en la reyerta, y que a causa de su poderío se alzan todavía muy alto sobre
la turba que los rodea y los sigue; pero la causa que se ventila ya no es
la causa de los señores; ésta forma en verdad una parte de los problemas de
la época, pero la humanidad ha extendido sus miradas más allá del horizonte
de los castillos. Aquella agitación y movimiento producidos por la aparición
de nuevas doctrinas religiosas y sociales, son el anuncio y el principio de
la cadena de revoluciones que van a recorrer las naciones europeas.
No estaba el mal en que los pueblos anduvieran en pos de
las ideas, y se resistiesen a tomar por única guía los intereses y la enseña
de cualquier tirano; muy al contrario, esto era un gran paso en el camino
de la civilización, una señal de que el hombre sentía y conocía su dignidad;
un indicio de que extendiendo su ojeada a un ámbito más anchuroso, comprendía
mejor su situación, sus verdaderos intereses.
Resultado natural del vuelo que iban tomando cada día las
facultades del espíritu, vuelo a que contribuyeron sobremanera las Cruzadas;
pues, desde entonces, todos los pueblos de Europa se acostumbraron a pelear
no por un reducido terreno, no por satisfacer la ambición o la venganza de
un hombre, sino por el sostén de un principio, por borrar el ultraje hecho
a la religión verdadera; en una palabra, se acostumbraron los pueblos a moverse,
a luchar, a morir por una idea grande, digna del hombre, y que lejos de limitarse
a un país reducido, abarcaba el cielo y la tierra.
394
Así es notable que el movimiento popular, el
desarrollo de las ideas, empezaron mucho antes en España que en el resto de
Europa, a causa de que la guerra con los moros hizo que se adelantase para
la Península el tiempo de las Cruzadas. El mal, repito, no estaba en el interés
que tomaban los pueblos por las ideas, sino en el inminente riesgo de que,
siendo todavía muy groseros e ignorantes, no se dejasen alucinar y arrastrar
de un fanático cualquiera.
En medio de tanto movimiento, la dirección que éste tomase
debía decidir de la suerte de Europa; y si no me engaño, el siglo XII y XIII
fueron épocas críticas, en que, no sin probabilidad en sentidos contrarios,
se resolvió la inmensa cuestión de si la Europa bajo el aspecto social y político
debía aprovechar de los beneficios del cristianismo, o si se habían de echar
a perder todos los elementos que prometían un mejor porvenir.
Al fijar los ojos sobre aquellos tiempos, se descubre en
distintos puntos de Europa no sé qué germen funesto, indicio aciago de los
mayores desastres. Doctrinas horribles brotan de aquellas masas que comienzan
a agitarse; desórdenes espantosos señalan sus primeros pasos en la carrera
de la vida. Hasta allí, no se habían descubierto más que reyes y señores;
entonces se presentan en escena los pueblos. Al ver que han penetrado en aquel
informe conjunto algunos rayos de luz y de calor, el corazón se ensancha y
se alienta, pensando en el nuevo porvenir reservado al humano linaje; pero
tiembla también de espanto al reflexionar que aquel calor podría producir
una fermentación excesiva, acarrear la corrupción, y cubrir de inmundos insectos
el campo feraz que prometiera convertirse en jardín encantador.
Las extravagancias del espíritu humano se presentaran a la
sazón con aspecto tan alarmante, con un carácter tan turbulento, que los pronósticos
en la apariencia más exagerados podían fundarse en hechos que les daban mucha
probabilidad. Séame permitido recordar algunos sucesos que pintan el estado
de los espíritus en aquella época, y que además se enlazan con el punto principal
cuyo examen nos ocupa.
A principios del siglo XII encontramos al famoso Tanchelmo
o Tanquelino enseñando delirios, cometiendo los mayores crímenes; y no obstante
arrastra un pueblo numeroso en Amberes, en la Zelandia, en el país de Utrecht
y en muchas ciudades de aquellas comarcas.
395
Propalaba este miserable que él era más digno
del culto supremo que el mismo Jesucristo; pues si Jesucristo había recibido
el Espíritu Santo, Tanchelmo tenía la plenitud de este mismo Espíritu. Añadía
que en su persona y en sus discípulos estaba contenida la Iglesia. El pontificado,
el episcopado y el sacerdocio eran según él puras quimeras.
En su enseñanza y
peroratas, se dirigía a las mujeres de un modo particular; el fruto de sus
doctrinas y de su trato era la corrupción más asquerosa. Sin embargo, el fanatismo
por ese hombre abominable llegó a tal punto, que los enfermos bebían con afán
el agua con que se había bañado, creyéndola muy saludable remedio para el
cuerpo y el alma. Las mujeres se tenían par dichosas si podían alcanzar los
favores del monstruo, las madres por honradas cuando sus hijas eran escogidas
para víctimas del libertinaje, y los esposos por ofendidos si sus esposas
no eran mancilladas con la infame ignominia.
Conociendo este malvado el ascendiente que había llegado
a ejercer sobre los ánimos, no descuidaba el explotar el fanatismo de sus
secuaces; siendo una de las principales virtudes que procuraba infundirles,
la liberalidad en pro de los intereses de Tanchelmo.
Hallábase un día rodeado de gran concurso, y mandó que le
trajesen un cuadro de la Virgen; entonces tocando sacrílegamente la mano de
la imagen, dijo que la tomaba por esposa. Volviéndose en seguida a los espectadores
añadió que se había unido en matrimonio con la reina del cielo como acababan
de presenciar; y así, ellos debían hacer los regalos de la boda. Inmediatamente
dispuso la colocación de dos cepos, una a la derecha, otro a la izquierda
del cuadro, sirviendo el uno para recibir las ofrendas de los hombres, y el
otro las de las mujeres, para que así pudiera conocer cuál de los dos sexos
le amaba con preferencia.
Un artificio tan sacrílego, tan sórdido y grosero, sólo parecía
a propósito para concitar la indignación de los circunstantes; los resultados
empero correspondieron a la previsión del antiguo impostor. Los regalos se
hicieron en grande abundancia, de mucho precio; y las mujeres, siempre celosas
del afecto de Tanchelmo, excedieron en larguezas a los hombres, despojándose
frenéticas de sus collares, pendientes y demás joyas preciosas.
Apenas comenzó a sentirse bastante fuerte, no quiso contentarse
con la predicación; procuró formar en torno de sí una reunión armada, que
le presentara a los ojos del mundo como algo más que un simple apóstol. Tres
mil hombres le acompañaban por todas partes; rodeado de tan respetable guardia,
vestido con la mayor magnificencia y precedido de un estandarte, marchaba
con la pompa de un monarca.
396
Cuando se paraba a predicar, estaban en su alrededor
los tres mil satélites con las espadas en alto. Ya desde entonces asomaba
el carácter violento y agresor de las falsas sectas en los siglos venideros.
Nadie ignora los muchos partidarios que tuvo Eón, a quien
se le calentó la cabeza por haber oído repetidas veces aquellas palabras:
per eum qui judicaturas est vivos et wortuos; llegando a persuadirse y a propalar
que él era ese juez que habla de juzgar a los vivos y a los muertos. Bien
conocidos son los disturbios excitados por los discursos sediciosos de Arnaldo
de Brescia, así como el fanatismo iconoclasta de Pedro de Bruis y de Enrique.
Si no temiese fatigar a los lectores, fácil me fuera ofrecer
escenas muy repugnantes, que retratarían al vivo el espíritu de las sectas
de aquellos tiempos, y la funesta predisposición que hallaban en los ánimos,
amantes de novedades, sedientos de espectáculos extravagantes, y tocados de
no sé qué vértigo fatal para dejarse arrastrar a los más extraños errores
y lamentables excesos. Como quiera, no puedo menos de decir cuatro palabras
sobre los Cátaros, Valdenses, Patarinos de Arras, Albigenses v Pobres de León,
sectas que, a más de haber tenido no poca influencia en los desastres de aquellos
tiempos y en los sucesivos acontecimientos de Europa, sirven muchísimo para
hacernos profundizar mas y más la cuestión que nos está ocupando.
Ya desde los primeros siglos de la Iglesia fue muy nombrada
la secta de los maniqueos por sus errores y extravagancias. Con distintos
títulos, con más o menos prosélitos, con más o menos variedad en sus doctrinas,
continuó en los siguientes, hasta que en el decimoprimero vino a perturbar
la tranquilidad de la Francia. Heriberto y Lisoy se hicieron ya tristemente
célebres por su obstinación y fanatismo.
En tiempo de San Bernardo sabemos, también, que los sectarios apellidados
Apostólicos se distinguían por el horror al matrimonio; mientras
por otra parte se abandonaban a la más torpe y desenfrenada licencia. Tamaños
extravíos encontraban no obstante favorable acogida en la ignorancia y corrupción
de los pueblos; pues por dondequiera que se presentan, los vemos prender en
las masas, y extenderse rápidamente como un contagio. Esta secta a más de
la hipocresía común a todas, excogitó el ardid más a propósito para seducir
a pueblos ignorantes y groseros, cual fue el presentarse bajo las formas de
la más rígida austeridad y en un traje muy miserable.
397
Ya antes del año 1181, vemos que son bastante
atrevidos para aventurarse a salir de sus conciliábulos, propalando sus doctrinas
a la luz del día con el mayor descaro, y que asociándose con los famosos bandidos
llamados Corterales, se arrojan a cometer toda clase de excesos. Como habían
llegado a seducir algunos caballeros, y obtenido la protección de varios señores
del país de Tolosa, alcanzaron a formar una sublevación temible, que sólo
pudo reprimirse con la fuerza de las armas. Un testigo ocular, Esteban, abad
de Santa Genoveva, enviado a la sazón por el rey a Tolosa, nos describe en
pocas palabras las tropelías cometidas por los sectarios: "he visto, dice, en todas partes,
quemadas las iglesias y arruinadas hasta los cimientos; he visto las habitaciones
de los hombres transformadas en guaridas de brutos."
Por aquellos tiempos se hicieron famosos los valdenses o
pobres de León, llamados así por su extremada pobreza, su desprecio de todas
las riquezas y su traje andrajoso; y a quienes por el calzado que llevaban,
se les dió también el nombre de Sabots. Sectarios que eran unos perversos
imitadores de otra clase de pobres, célebres en aquella edad, que se distinguieron
por sus virtudes, y particularmente por su espíritu de humildad v desprendimiento.
Estos últimos formaban una especie de asociaciones en que entraban legos y
clérigos, se granjearon el aprecio y respecto de los verdaderos cristianos,
y obtuvieron la protección de los pontífices, quienes hasta les otorgaron
el permiso de dar instrucciones públicas.
Los discípulos de Valdo se señalaron por un alto desprecio
de la autoridad eclesiástica y llegaron en seguida a formar gran cúmulo dé°
monstruosos errores, presentándose finalmente como una secta contraria a la
religión, dañosa a la buena moral e incompatible con la tranquilidad pública.
Lejos de haberse podido extirpar con el tiempo esos errores,
germen de tantas calamidades y turbulencias, se habían arraigado más y más
en diferentes puntos; y tan mal camino llevaban las cosas, que a principios
del siglo XIII no se veían ya únicamente sediciones pasajeras y disturbios
aislados. Los errores se habían extendido en grande escala, se habían presentado
en la arena con recursos formidables, por ellos se hallaba en el mayor conflicto
el mediodía de la Francia, encendida con la discordia civil la guerra más
espantosa.
En una organización política, donde el trono no tenía bastante
fuerza para ejercer la necesaria acción enfrenadora, donde los señores conservaban
todavía los medios suficientes para resistir a los reyes y atropellar a los
pueblos; cuando difundido por todas partes un indócil espíritu de agitación
y movimiento entre las masas, no se veía ningún medio para contenerlas, excepto
la religión; cuando cabalmente el ascendiente mismo ejercido por las ideas
religiosas era aprovechado de los fanáticos y perversos, para extraviar la
muchedumbre con violentas peroratas en que se hacía una confusa mezcla de
religión y de política,
398
Así se afectaba hipócritamente el espíritu de
austeridad y desinterés; cuando los nuevos errores no se limitaban a sutiles
ataques contra éste o aquel dogma, sino que empezando por trastornar las ideas
más fundamentales de la religión, penetraban hasta el santuario de la familia,
condenando el matrimonio, y provocando de otra parte abominaciones infames;
cuando por fin el mal no se circunscribía a los países, que, o por no haber
recibido más tarde el cristianismo, o por otras causas, no habían participado
tanto del movimiento europeo; cuando la arena principalmente escogida era
el mediodía, donde se desplegaba con más vivacidad y presteza el espíritu
humano; en semejante conjunto de funestas circunstancias, consignadas en la
historia de una manera incontestable.
¿No era negro, no era proceloso el porvenir de la Europa?
¿No existía el inminente riesgo de que tomando las ideas y las costumbres
una dirección errada, quebrantados los lazos de la autoridad, rotos los vínculos
de familia, arrastrados los pueblos por el fanatismo y la superstición, volviese
la Europa a sumergirse en el caos de que andaba saliendo a duras penas?
Cuando el
estandarte de la Media Luna tremolaba poderoso en España, dominante en África,
victorioso en Asia, ¿era conveniente que la Europa perdiese su unidad religiosa,
que cundiesen los nuevos errores, sembrando por todas partes el cisma, y con
él la discordia y la guerra?
Tantos elementos de civilización y cultura creados
por el cristianismo, ¿debían dispersarse, inutilizarse para siempre? Las grandes naciones que se iban formando bajo la influencia
católica, las leyes e instituciones empapadas en esta religión divina, ¿todo
debía corromperse, adulterarse, perecer con la alteración de las antiguas
creencias?
El curso
de la civilización europea ¿debía torcerse con violencia?, las naciones, que se abalanzaban a un porvenir mas tranquilo,
más próspero, más grande, ¿debían ver disipadas en un instante sus esperanzas
más halagüeñas y retroceder lastimosamente hacia la barbarie? Éste era el
inmenso problema social que se ofrecía en aquellos tiempos; y yo me atrevo
a asegurar que el movimiento religioso desplegado a la sazón de una manera
tan extraordinaria, que los nuevos institutos tachados tan ligeramente de
simpleza y extravagancia fueron un medio muy poderoso de que la Providencia
se valió para salvar la religión, y con ella la sociedad. Sí; el
ilustre español Santo Domingo de Guzmán, y el Hombre admirable de Asís, cuando
no ocuparan un lugar en los altares recibiendo por su eminente santidad el
acatamiento de los fieles, merecerían que la sociedad y la humanidad agradecidas
les hubiesen levantado estatuas.
399
¿Qué? ¿Os escandalizáis de estas palabras, los
que no habéis leído la historia, o no la habéis mirado sino a través del mentiroso
prisma de las preocupaciones protestantes y filosóficas? Decidme; en aquellos
hombres cuyas santas fundaciones han sido el objeto de vuestras eternas diatribas,
cual si se tratase de una de las mayores calamidades del linaje humano, ¿qué
encontráis de reprensible?
Sus doctrinas
son las del Evangelio; son esas mismas, a cuya elevación y santidad os habéis
visto precisados a rendir solemnes homenajes; y su vida es pura, santa, heroica,
conforme en todo a su enseñanza. Demandadles qué objeto se proponen; y os
dirán, el predicar a todos los hombres la verdad católica, el procurar con
todas sus fuerzas la destrucción del error y la reforma de las costumbres,
el inspirar a los pueblos el debido respeto por las autoridades legítimas,
así eclesiásticas como civiles; es decir, encontraréis en ellos la firme resolución
de consagrar su vida al remedio de los males de la Iglesia y de la sociedad.
No se contentan con estériles veleidades, no se satisfacen
con algunos discursos, ni con esfuerzos pasajeros, no encierran el designio
en la esfera de sus personas, sino que, extendiendo su ojeada a todos los
países y a los tiempos del porvenir, fundan institutos cuyos miembros puedan
esparcirse por toda la faz de la tierra v trasmitir a las generaciones venideras
el espíritu apostólico que les infunde tan elevadas miras.
La pobreza a que se condenan es extremada, los hábitos con
que se cubren son groseros y miserables; pero si no comprendéis una de las
profundas razones de semejante conducta, recordad que se proponen renovar
el espíritu evangélico a la sazón tan olvidado, recordad que van a encontrarse
muy a menudo, cara a cara, con emisarios de sectas corrompidas, y que estos
emisarios se esfuerzan en remedar la humildad cristiana, afectan un extremo
desprendimiento, y hacen gala de presentarse al público con el traje de mendigos;
recordad que van a predicar a pueblos semibárbaros y que para apartarlos del
vértigo del error que ha comenzado a señorearse de las cabezas, no bastan
palabras, aunque vayan acompañadas de la regularidad de una conducta ordinaria;
necesitan ejemplos sorprendentes, un modo de vida edificante en
extremo, y todo acompañado de un exterior que hiera vivamente la fantasía.
400 El número de los nuevos religiosos es muy crecido, se aumentan
sin tasa en todos los países donde se establecen; no se limitan a los campos
y a las aldeas, sino que penetran en las ciudades más populosas; pero adviértase
que la Europa no está ya formada de un conjunto de pequeñas poblaciones y
miserables caseríos apiñados alrededor de un castillo feudal, obedeciendo
humildemente los mandatos y las insinuaciones de un orgulloso barón, ni tampoco
de algunas aldeas en torno de opulentas abadías, escuchando dócilmente la
palabra de los monjes y recibiendo con gratitud les favores que se les dispensan.
Número considerable de vasallos ha sacudido ya el yugo de
los señores, poderosas municipalidades van apareciendo en todas partes; en presencia de ellas el feudalismo tiembla y
repetidas veces se humilla. Las ciudades van haciéndose cada día más populosas,
cada día van recogiendo familias nuevas por la emancipación que se va realizando
en las campiñas: la industria y el comercio, comenzando a brotar, ofrecen
mayores medios de subsistencia y promueven la multiplicación.
Así es, que la acción religiosa y moral sobre los pueblos
de Europa debe ejercerse en una escala más vasta, deben emplearse medios más
generales, que, partiendo de un centro común y libres de las trabas ordinarias,
puedan llenar el objeto que les señalan las apremiadoras necesidades de la
época. He aquí los nuevos institutos religiosos, con su asombroso número,
sus muchos privilegios y su inmediata dependencia de la autoridad del Papa.
El mismo carácter algo democrático, que en estos institutos
se observa, no sólo por reunir en su seno hombres de todas las clases del
pueblo, sino también por su organización gubernativa, era muy a propósito
para hacer eficaz su influjo sobre aquella democracia turbulenta y fiera,
que orgullosa de su reciente libertad, no simpatizaba fácilmente con nada
que presentase formas aristocráticas y exclusivas.
En los nuevos institutos religiosos se encuentra cierta analogía
con su propia existencia y origen. Aquellos hombres han salido del pueblo,
viven en continua comunicación con el pueblo, visten groseramente como el
pueblo, son pobres como el mismo pueblo; y así como el pueblo tiene sus reuniones
y nombra sus municipalidades y sus alcaldes, así ellos tienen sus capítulos
y eligen sus respectivos superiores.
Los nuevos religiosos no son anacoretas que habiten en lejanos
desiertos, no son monjes que se alberguen en opulentas abadías, no son eclesiásticos
cuyas tareas y funciones estén circunscriptas a un país determinado; son hombres
sin morada fija, que tan pronto se los halla en la ciudad populosa como en
la miserable aldea; hoy se encuentran en el centro del continente, mañana
están a bordo de una nave, que los conduce a peligrosas misiones en los países
más remotos; tan presto se los ve en el palacio de un monarca, ilustrándole
con sus consejos y tomando parte en los altos negocios del Estado, como en
el hogar de una familia oscura, consolándola en sus infortunios, apaciguando
discordias o dándole parecer sobre los asuntos domésticos.
401
Los mismos hombres que figuran con lustre en
las cátedras de las universidades, enseñan el catecismo a los niños en un
humilde pueblo; los mismos que predican en la corte en presencia del rey y
de los grandes, explican el Evangelio en el púlpito de la más desconocida
parroquia. El pueblo los ve en todas partes, con ellos se encuentra siempre,
tanto en medio de la dicha como de la desgracia; siempre los halla dispuestos,
ora sea para tomar parte en la alegre fiesta de un bautismo que llena de regocijo
a la familia, ora para llorar una muerte que la ha cubierto de luto.
Fácil es concebir la fuerza y el ascendiente de semejantes
instituciones; su influencia sobre el ánimo de los pueblos debió de ser incalculable;
y las falsas sectas que con sus pestilentes doctrinas se proponían extraviar
la muchedumbre, se encontraron con un nuevo adversario que las desbarataba
completamente. ¿Se quiere seducir a los incautos ostentando mucha austeridad,
mucho desprendimiento e hiriendo la imaginación con un exterior mortificado,
con trajes pobres y groseros? Los nuevos institutos reúnen estas cualidades
de un modo extraordinario, y así la doctrina de la verdad no carece del cortejo
con que se hace acompañar el error.
¿Surgen de entre
las clases populares violentos declamadores, cautivando la atención y señoreando
los ánimos de la multitud con su elocuencia fogosa? Encuéntranse en todos
los puntos de Europa con ardientes oradores que abogan por la causa de la
verdad, y conociendo a fondo las pasiones, las ideas, los gustos de la multitud,
saben interesarla, conmoverla, dirigirla, haciendo que sirva para defensa
de la religión lo que otros pretendieran aprovechar para atacarla. Allí donde
hay la necesidad de resistir al esfuerzo de una secta, allí acuden, allí están;
faltos de lazos con el mundo, sin estar ligados a ninguna iglesia particular,
a ninguna provincia, a ningún reino, tienen toda la movilidad necesaria para
pasar rápidamente de un punto a otro y encontrarse a debido tiempo en el lugar
donde reclamen su presencia necesidades urgentes.
La fuerza de la asociación, conocida por los sectarios y empleada con
tanto éxito, está en los nuevos institutos de una manera admirable. El individuo
carece de voluntad propia; un voto de obediencia perpetua le ha puesto a disposición
de la voluntad plena; esta voluntad se halla a su vez sujeta a la de otro,
formándose de esta suerte una cadena cuyo primer eslabón está en las manos
del Papa.
402 De modo que se hallan a un tiempo reunidas la fuerza de
la asociación y la de unidad en el poder; todo el movimiento, todo el calar
de una democracia y todo el vigor y rapidez de acción de la monarquía. Se
ha dicho que los institutos religiosos de que estamos hablando, habían sido
un fuerte sostén de la autoridad de los papas; esto es cierto y hasta puede
añadirse que a no existir ellos, quizás el funesto cisma de Lutero se hubiera
verificado tres siglos antes. Pero es necesario convenir en que la fundación
de estos institutos no es debida a proyectos de los papas; no son ellos los
que la concibieron, sino hombres particulares, que guiados por inspiración
superior, formaban el designio, trazaban el plan y sujetándole al juicio de
la Sede apostólica, le pedían la autorización para realizar la empresa.
Las instituciones civiles, fundadas con la idea de consolidar
o ensanchar el poder de los monarcas, dimanaron o bien de éstos, o bien de
alguno de sus ministros, que identificado en miras e intereses con el poder
real, formulaba y ejecutaba el pensamiento del trono; no así en lo tocante
al poder do los papas; el apoyo de los nuevos institutos religiosos contribuye
a sostenerle contra los embates de las sectas disidentes; pero el pensamiento
de fundarlos no ha salido ni de los papas ni de sus ministros.
Hombres desconocidos se levantaron de repente de en medio
del pueblo; en sus antecedentes nada se encuentra que pueda hacerlos sospechosos
de previa inteligencia con Roma; su vida entera atestigua que obraron guiados
por la inspiración que surgió en sus cabezas, no consintiéndoles reposo hasta
haber ejecutado lo que se les prescribía. Para nada entraron ni entrar pudieron
designios particulares de Roma; la ambición no tuvo en esto ninguna parte.
De aquí se infiere para todos los hombres sensatos una de
las dos consecuencias siguientes: a saber, o que la aparición de esos nuevos
institutos fue la obra de Dios que quería salvar su Iglesia, sosteniéndola
contra los nuevos ataques y escudando la autoridad del pontífice romano; o
bien que existió en el Catolicismo un instinto salvador, que le condujo a
crear aquellas instituciones que le eran convenientes para salir airoso de
la terrible crisis en que se encontraba.
A los ojos de los católicos las dos proposiciones vienen
a parar a lo mismo, pues que no vemos aquí otra cosa que el cumplimiento de
aquella promesa: sobre esta piedra fundaré
mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Los
filósofos que no miren los objetos a la luz de la fe, podrán explicar el fenómeno
con los términos que fueren de su gusto; pero no podrán menos de convenir
en que en el fondo de los hechos se descubre una sabiduría admirable, la más
elevada previsión.
403
Si se empeñan en no ver aquí el dedo de Dios, en no descubrir en el curso de los
acontecimientos más que el fruto de planes bien concertados, o el resultado
de una organización bien combinada, imposible les ha de ser el negar el debido
homenaje a esos planes, a esa organización; y así como confiesan que el poder
del pontífice romano, aun mirado con ojos puramente filosóficos, es el más
admirable de los poderes que se vieron jamás sobre la tierra, así tampoco
les será permitido el negar que esta sociedad, llamada Iglesia católica, muestra
en su conducta, en su espíritu de vida, en su instinto para sostenerse contra
los mayores enemigos, el más incomprensible conjunto que nunca se vio en sociedad
alguna.
Que esto se llame instinto, secreto, espíritu, o con otros
nombres, poco importa a la verdad: el Catolicismo desafía a todas las sociedades, a todas las
sectas, a todas las escuelas a que realicen lo que él ha realizado, a que
triunfen de lo que el ha triunfado, a que atraviesen las formidables crisis
que él ha atravesado. Podrán presentarse algunas muestras en que se remede
más o menos la obra de Dios; pero los magos de Egipto colocados en presencia
de Moisés encontrarán un término a sus artificios; el enviado de Dios hará
milagros a que ellos no podrán llegar; veránse precisados a decir: Digitus Dei est hic; aquí hay el dedo de Dios.
AL ECHAR una ojeada sobre los institutos religiosos, que
se presentaron en la Iglesia desde el siglo XIII, no hemos hecho mención detenida
de uno que, a más de ser participante de la gloria de los otros, lleva un
carácter particular de sublimidad y belleza, digno sobremanera de llamar la
atención; hablo del instituto cuyo objeto fue la redención de los cautivos
de manos de los infieles.
Le apellido en singular, porque no me propongo descender
a las diferentes clases en que se distinguió; considero la unidad del objeto
y por esta unidad llamo también uno al instituto. Cambiadas felizmente las
circunstancias que motivaron dicha fundación, nosotros podemos apenas estimarla
en su justo valor, ni apreciar debidamente la grata impresión y el santo entusiasmo
que debió de producir en todos los países cristianos.
404 A causa de las dilatadas guerras con los infieles, gemían
en poder de éstos un sinnúmero de cristianos, privados de su patria y libertad,
y expuestos a los peligros en que su penosa situación los colocaba a menudo,
de apostatar de la fe de sus padres. Ocupando todavía los moros una parte
considerable de España, dominando exclusivamente en la costa de África, pujantes
y orgullosos en Oriente a causa de los reveses sufridos por los cruzados,
tenían los infieles ceñido el mediodía de Europa con una línea muy extendida
y cercana, desde donde podían acechar el momento oportuno, y procurarse considerable
número de esclavos cristianos.
Las revoluciones y vaivenes de aquellos tiempos les ofrecían
a cada paso coyunturas favorables; y el odio y la codicia estimulaban de consuno
sus corazones a satisfacer su venganza en los cristianos desapercibidos. Puede
asegurarse, que era éste uno de los gravísimos males que afligían Europa,
Si la palabra caridad no había de ser un nombre vano; si los pueblos europeos
no querían olvidarse de sus lazos de fraternidad y de su comunidad de intereses,
era necesario, urgente, tratar del remedio que debía aplicarse a calamidad
tan dolorosa.
El veterano que en vez del premio de largos servicios hechos
a la religión y a la patria, había encontrado la esclavitud en las tinieblas
de una mazmorra, el mercader que surcando los mares para llevar bastimentos
al ejército cristiano había caído en poder de enemigos implacables v pagaba
su emprendedora osadía cargado de pesadas cadenas, la tímida doncella, que
al tiempo de solazarse distraída a las orillas del mar, había sido alevosamente
sorprendida y arrebatada por desalmados piratas, como paloma en las garras
del azor, todos estos desgraciados tenían derecho sin duda a que sus hermanos
de Europa les dispensaran una mirada de compasión e hiciesen un esfuerzo para
libertarlos.
¿Cómo se conseguirá este caritativo objeto? ¿Qué medios podrán
emplearse para llevar a cabo una empresa, que ni puede confiarse a las armas,
ni tampoco á la astucia? Nada más fecundo en recursos que el Catolicismo;
en presentándose una necesidad, si se le deja obrar libremente, excogitará
desde luego los medios más a propósito para socorrerla. Las reclamaciones
y negociaciones de las potencias cristianas nada podrían recabar en favor
de los cautivos; nuevas guerras emprendidas por esta causa aumentarían las
calamidades públicas, empeorarían la suerte de los que gimen en el cautiverio,
y quizás acrecentarían el número, enviándoles nuevos compañeros de desgracia,
los medios pecuniarios, faltos de un punto céntrico de dirección y acción,
producirían escaso fruto, y vendrían a desperdiciarse en manos de los agentes
subalternos; ¿qué recurso quedaba pues?
405 El recurso poderoso
que tiene siempre a mano la religión católica, su secreto para llevar a cabo
las mayores empresas: la caridad.
Pero ¿cómo había de obrar esa caridad?; del modo que obran
en el Catolicismo todas las virtudes. Esta religión divina que bajada del cielo levanta de continuo
el entendimiento del hombre a meditaciones sublimes, tiene sin embargo un
carácter singular que la distingue de las escuelas y sectas que han pretendido
imitarla. A pesar del espíritu de abstracción que la mantiene despegada de
las cosas terrenas, nada se encuentra en ella de vago, de ocioso, de puramente
teórico. Todo es especulativo y práctico, y sublime y llano, a todo se acomoda,
a todo se adapta, con tal que sea compatible con la verdad de sus dogmas v
la severidad de sus máximas.
Con los
ojos fijos en el cielo, no se olvida de que está sobre la tierra, de que trata
con hombres mortales, sujetos a calamidades y miserias; con una mano les señala
la eternidad, con la otra socorre sus infortunios, alivia sus penas, enjuga
sus lágrimas.
No se contenta con palabras estériles: para
ella el amor del prójimo no es nada si no se manifiesta dando de comer al
hambriento, de beber al que tiene sed, cubriendo al desnudo, consolando al
afligido, visitando al enfermo, aliviando al preso, rescatando al cautivo.
Por valerme de una expresión favorita del siglo actual, es positiva en grado
eminente.
Así es que
sus pensamientos procura realizarlos por medio de instituciones benéficas,
fecundas; distinguiéndose en esto de la filosofía humana, cuyas pomposas palabras
y gigantescos proyectos contrastan tan miserablemente con la pequeñez, con
la nada de sus obras.
La religión
habla poco, pero medita y ejecuta mucho; digna hija del Ser infinito, que
abismado en la contemplación del piélago de luz que encierra en su esencia,
no ha dejado de criar ese universo que nos asombra, no deja de conservarle
con inefable bondad, y de regirle con inconcebible sabiduría.
Para acudir al socorro de los infelices cautivos hubiera
parecido sin duda pensamiento muy feliz el de una vasta asociación que extendida
por todas las comarcas de Europa se hallase en relaciones con cuantos cristianos
pudiesen contribuir con sus limosnas a obra tan santa; y que además tuviera
siempre a mano una porción de individuos prontos a surcar los mares, y resueltos,
si fuese menester, a arrostrar por el rescate de sus prójimos el cautiverio
y la muerte. De esta manera se lograba la reunión de muchos medios, se aseguraba
la buena inversión de los caudales; las negociaciones para la redención de
los cautivos tenían la seguridad de ser conducidas por hambres celosos y experimentados;
es decir, que esta asociación llenaba cumplidamente su objeto, y desde su
planteo podían los cristianos esperar socorros más prontos y eficaces. He
aquí cabalmente el pensamiento realizado en la institución de las órdenes
para la redención de los cautivos.
406
Los religiosos que las profesan, se ligan con
voto de atender a esa obra de caridad. Libres de los embarazos que consigo
traen las relaciones de familia y el cuidado de los negocios mundanos, pueden
consagrarse a esta tarea con todo el ardor de su celo.
Los viajes dilatados, los peligros del mar, los riesgos de
climas malsanos, la ferocidad de los infieles, nada los arredra; en sus propios
vestidos, en las oraciones de su instituto, hallan el recuerdo continuo del
voto con que se ligaron en presencia de Dios. Su reposo, sus comodidades,
su vida misma, ya no les pertenecen, son de los infelices cautivos que gimen
en un calabozo o arrastran a los pies de sus amos una pesada cadena allende
el Mediterráneo.
Las familias de las desgraciadas víctimas tienen fijos sus
ojos sobre el religioso, y le exigen el cumplimiento de la promesa, obligándole
a excogitar arbitrios y a exponer, si necesario fuese, la vida para devolver
el padre al hijo, el hijo al padre, el esposo a la esposa, la inocente doncella
a la madre desolada.
Ya desde los primeros siglos del cristianismo se desplegó
en la Iglesia el celo por la redención dé los cautivos; celo que se fué conservando
siempre, y a cuyo impulso se hacían los mayores sacrificios. En el capítulo
XVII de esta obra, y en las notas que le corresponden, queda demostrada esta
verdad de una manera incontestable; y así no me es necesario detenerme en
confirmarla; sin embargo, aprovecharé la ocasión de observar, que se aplicó
también a este caso la regla de conducta de la Iglesia, a saber, el realizar sus pensamientos por medio de instituciones.
Seguid con atención sus pasos, y veréis que comienza por
enseñar y encarecer una virtud, induce suavemente su ejercicio; éste se va
extendiendo, afirmando, y al fin lo que era simplemente una obra buena, pasa
a ser para algunos una obra obligatoria, lo que era un simple consejo, se
convierte para un número escogido en riguroso deber.
En todas épocas procuró la Iglesia la redención de los cautivos;
en todos tiempos algunos cristianos de caridad heroica supieron desprenderse
de sus bienes y hasta de su libertad, para acudir a esa obra de misericordia;
pero esto quedaba encomendado a la discreción de los fieles, y no había un
cuerpo que representase ese pensamiento de caridad. Nuevas necesidades se
presentan, los medios ordinarios no bastan; conviene que los socorros se reúnan
con prontitud, que se empleen con discernimiento; la caridad ha menester,
por decirlo así, un brazo siempre pronto a ejecutar sus órdenes; una institución
permanente se hace necesaria: la institución nace, la necesidad queda satisfecha.
407
Estamos tan acostumbrados a lo sublime y a lo
bello en las obras de la religión, que apenas reparamos en los mayores prodigios;
de la propia suerte que aprovechándose de los beneficios de la naturaleza,
contemplamos indiferentes sus operaciones y productos más admirables. En los
varios institutos religiosos que bajo distintas formas se han visto desde
el principio de la Iglesia, hemos tenido ocasión de observar cosas altamente
dignas de asombrar al filósofo, como al cristiano; pero dudo mucho que en
la historia de esos institutos pueda encontrarse nada más hermoso, más interesante,
más tierno, que el cuadro que nos ofrecen las órdenes redentoras. ¡Qué símbolo
más bello de la religión protegiendo al desgraciado!
¡Qué emblema más sublime de la redención consumada en al
augusto Madero, extendiéndose a la redención cíe la cautividad terrena, que
las visiones que precedieron a la fundación de estos santos institutos! Dirán
algunos que esas apariciones no eran más que pura ilusión; ¡ilusiones dichosas,
replicaremos nosotros, que así conducen al consuelo de la humanidad!
Corno quiera, las recordaremos aquí, sin temer la sonrisa
del incrédulo; que abrigando en su corazón sentimientos generosos, fuerza
le será convenir, en que si no le parece descubrir verdad histórica, encuentra
por lo menos elevada poesía, y sobre todo amor de la humanidad, ardiente deseo
de socorrerla, heroico desprendimiento en el sublime sacrificio de entregarse
un hombre a la esclavitud por el rescate de sus hermanos.
Un doctor de la universidad de París, conocido por sus virtudes
y sabiduría, acababa de ser promovido al orden del presbiterado, y celebrada
por primera vez el sacrificio del altar. El santo sacerdote, al verse favorecido
con tanta dignación del Altísimo, redobla su ardor, aviva su fe, y procura
ofrecer el Cordero sin mancilla con todo el recogimiento, con toda la pureza,
con todo el fervor de que es capaz su corazón, inundado de gracia y abrasado
de caridad. No sabe cómo manifestar a Dios el profundo reconocimiento por
tanto beneficio; y su vivo deseo es poder probarle de alguna manera su gratitud
y su amor.
Aquel que dijo: "lo que habéis hecho a uno de mis pequeñitos,
me lo habéis hecho a mí", le indica bien pronto un camino para desahogar
el fuego de la caridad; y la visión comienza. Preséntase a la vista del sacerdote
un ángel, cuyo vestido es blanco como la nieve, brillante como la luz; lleva
en el pecho una cruz roja y azul, a cada lado tiene un cautivo, el uno cristiano,
el otro moro, sobre cuyas cabezas extiende sus brazos.
408 El santo varón queda en éxtasis, y conoce que Dios le llama
a la piadosa obra de redimir cautivos, Pero antes de pasar adelante, se retira
a la soledad, y por medio de la oración y de la penitencia durante tres años
implora humildemente del Señor que le manifieste su voluntad soberana.
Se encuentra en el desierto con un santo ermitaño, y los
dos solitarios se ayudan recíprocamente con sus oraciones y sus ejemplos.
Embebidos un día en santos coloquios junto a una fuente, se les presenta de
improviso un ciervo, llevando entrelazada en sus astas la misteriosa cruz
de dos colores: el santo sacerdote cuenta a su atónito compañero la primera
visión; ambos redoblan sus oraciones y penitencias, ambos reciben por tres
veces el aviso del cielo; y resueltos a no diferir un instante el cumplimiento
de la voluntad divina, acuden a Roma, piden al Sumo Pontífice sus luces y
su permisión, y el Papa, que en el entretanto había tenido una visión semejante,
accede gustoso a la demanda de los dos piadosos solitarios, para fundar la
orden de la Santísima Trinidad de la redención de los cautivos.
El sacerdote se llamaba Juan de Mata, y el ermitaño Félix de Valois.
Dedicados con ardoroso celo a su obra de caridad, enjugaron
sobre la tierra las lágrimas de gas, y la Iglesia celebra su memoria teniéndolos
colocados sobre los muchos desgraciados; ahora reciben en el cielo el premio
de sus fatigas en los altares.
La fundación de la orden de la Merced tuvo un origen semejante.
San Pedro Nolasco, después ele haber gastado cuanto poseía, empleándolo en
el rescate de cautivos, y no sabiendo de que echar mano para continuar su
piadosa tarea, recurrió a la oración para fortificarse más en el santo propósito
que había formado, de vender su propia libertad, o de quedarse en el cautiverio
en lugar de alguno de sus hermanos. Durante la oración, se le apareció la
Santísima Virgen, manifestándole cuán agradable le sería a ella y, a su divino
Hijo la institución de una orden cuyo objeto fuera la redención de cautivos.
Puesto de acuerdo el santo con el rey de Aragón y con San
Raimundo de Peñafort, procedió a la fundación de dicha orden; y el deseo que
antes había tenido de entregarse en cautiverio para rescatar a los demás,
lo convirtió entonces en voto, no sólo para sí mismo, sino también para cuantos
profesasen el nuevo instituto.
Repetiré aquí lo indicado más arriba: sea cual fuere el juicio
que se quiera formar sobre esas apariciones, y aun cuando se pretendiese desecharlas
como ilusión, siempre resulta lo que nos hemos propuesto probar, a saber,
la influencia de la religión católica en socorrer un grande infortunio, y
la utilidad del instituto en que tan maravillosamente se personificaba el
heroísmo de la caridad. En efecto: suponed que el santo fundador hubiese padecido
una ilusión, tomando por revelaciones celestiales las inspiraciones de su
ferviente celo; los beneficios para los desgraciados ¿dejan de ser los mismos?
409
Vosotros me habláis mucho de ilusiones; pero
lo cierto es que esas ilusiones producían la realidad. Cuando San Pedro Armengol, no teniendo recursos para libertar a unos
infelices, se quedaba por ellos en rehenes, y pasado el día de pago y no llegando
el dinero, sufría resignadamente que le ahorcasen, por cierto que las ilusiones
no quedaban estériles, y que ninguna realidad produciría mayores prodigios
de celo y heroísmo. El condenar las cosas de la religión como ilusiones y
locura, data de muy antiguo: desde los primeros tiempos del cristianismo fue
tratado de locura el misterio de la Cruz; pero esto no impidió que esa pretendida
locura cambiase la faz del mundo.
EN LA RÁPIDA reseña que acabo de presentar, no ha sido mi
ánimo, ni hubiera tampoco cumplido a mi propósito, tejer la historia de los
institutos religiosos, sino únicamente ofrecer algunas consideraciones, que
manifestando la importancia de ellos vindicasen al Catolicismo de los cargos
que se han pretendido hacerle, por la protección que en todos tiempos les
ha dispensado.
Imposible, era poner en parangón el
Catolicismo y el Protestantismo en sus relaciones con la civilización europea,
sin consagrar algunas páginas al examen de la influencia que en ella habían
ejercido los institutos religiosos; pues que una vez demostrado que esta influencia
fue saludable, el Protestantismo, que con tanto odio y encarnizamiento los
ha perseguido y calumniado, queda convicto de haber adulterado la historia
de esta civilización, de no haber comprendido su espíritu, y de haber atentado
contra su legítimo desarrollo.
410Estas reflexiones me llevan naturalmente a recordar al Protestantismo
otra de las faltas que ha cometido, quebrantando la unidad de la civilización
europea, introduciendo en su seno la discordia, y debilitando su acción física
y moral sobre el resto del mundo.
La Europa estaba al parecer destinada a civilizar el orbe
entero. La superioridad de su inteligencia, la pujanza de sus fuerzas, la
sobreabundancia de su población, su carácter emprendedor y valiente, sus arranques
de generosidad y heroísmo, su espíritu comunicativo y propagador parecían
llamarla a derramar sus ideas, sus sentimientos, sus leyes, sus costumbres,
sus instituciones por los cuatro ángulos del universo. ¿Cómo es que no lo
haya verificado? ¿Cómo es que la barbarie está todavía a sus puertas? ¿Cómo
es que el islamismo conserve aún su campamento en uno de los climas más hermosos,
en una de las situaciones más pintorescas de Europa?
El Asia con su inmovilidad, su postración, su despotismo,
su degradación de la mujer y con todos los oprobios de la humanidad está ahí,
a nuestra vista; y apenas si ha dado un paso que prometa levantarla de su
abatimiento. El Asia menor, las costas de Palestina, de Egipto, el África
entera están delante de nosotros, en la situación deplorable, en la degradación
lastimosa, que contrastan vivamente con sus grandes recuerdos, La América,
después de cuatro siglos de perenne comunicación con nosotros, se halla todavía
en el atraso que gran parte de sus fuerzas intelectuales y de sus recursos
naturales están aún por explotar.
Llena de vida la Europa, rica de medios, rebosante de vigor
y energía, ¿cómo es posible que haya quedado circunscrita a los límites en
que se encuentra? Si fijamos profundamente nuestra consideración sobre este
lamentable fenómeno, el cual es bien extraño que no haya llamado la atención
de la filosofía de la historia, descubriremos su causa en que la Europa ha
carecido de unidad, por consiguiente su acción al exterior se ha ejercido
sin concierto, Y por tanto sin eficacia.
Se está ensalzando continuamente la utilidad de la asociación;
se está ponderando su necesidad para alcanzar grandes resultados; y no se
advierte que siendo aplicable este principio a las naciones como a los individuos,
tampoco pueden aquéllas prometerse el producir grandes obras, si no se someten
a esta ley general.
Cuando un conjunto de naciones, nacidas de un mismo origen
y sometidas por largos siglos a las mismas influencias, han llegado a desenvolver
su civilización dirigidas y dominadas por un mismo pensamiento, la asociación
entre ellas llega a ser una verdadera necesidad: son una familia de hermanos;
y entre hermanos la división y la discordia produce peores efectos que entre
personas extrañas.
411
No quiero yo decir que fuera posible una concordia
tal entre las naciones de Europa, que viviesen en paz perpetua unas con otras,
y procediesen con entera armonía en todas las empresas que acometieran sobre
las demás partes del globo; pero sin entregarse a tan hermosas ilusiones,
imposibles de realizar, queda no obstante fuera de duda que a pesar de las
desavenencias particulares entre nación y nación, a pesar de la mayor o menor
oposición de intereses en lo interior y exterior, podía la Europa conservar
una idea civilizadora, que levantándose sobre todas las miserias y pequeñeces
de las pasiones humanas, las condujese a conquistar mayor ascendiente, asegurando
y aprovechando la influencia sobre las demás regiones del mundo.
En la interminable serie de guerras y calamidades que afligieron
a la Europa durante la fluctuación de los pueblos bárbaros, existía esa unidad
de pensamiento; y merced a ella, de la confusión brotó el orden, de las tinieblas
surgió la luz. En la dilatada lucha del cristianismo con el islamismo, ora
en Europa, ora en África, ora en Asia, esa misma unidad de pensamiento sacó
triunfante la civilización cristiana, a pesar de las rivalidades de los príncipes,
y de los desórdenes de los pueblos. Mientras existió esa unidad, la Europa
conservaba una fuerza transformadora: todo cuanto ella tocaba, tarde o temprano
se hacía europeo.
El corazón se aflige al considerar el desastroso acontecimiento
que vino a romper esa unidad preciosa, torciendo el camino de nuestra civilización,
y amortiguando lastimosamente su fuerza fecundante; congoja da, por no decir
despecho, el reflexionar que cabalmente la aparición del Protestantismo coincidió
con los momentos críticos en que la Europa, recogiendo el fruto de largos
siglos de incesante trabajo e inauditos esfuerzos, se presentaba robusta,
vigorosa, espléndida, y levantada como un gigante descubría nuevos mundos,
tocando con una mano el Oriente, con otra el Occidente.
Vasco de Gama, doblando el cabo de Buena Esperanza, había
mostrado el derrotero de las Indias orientales y abierto la comunicación con
pueblos desconocidos; Cristóbal Colón con
la flota de Isabel surcaba los mares de Occidente, descubría un
mundo, y plantaba en tierras desconocidas el estandarte de Castilla.
Hernán Cortés, a la cabeza de un puñado de bravos, penetraba
en el corazón de nuevos continentes, se apoderaba de su capital, y empleando
armas nunca vistas por aquellos naturales, se les presentaba como un dios
lanzando rayos. En todos los puntos de Europa se desplegaba una actividad
inmensa; el espíritu emprendedor se desenvolvía en todos los corazones: había
sonado la hora en que se abría a los pueblos europeos un nuevo horizonte de
poder y de gloria, cuyos límites no alcanzaba la vista.
412 Magallanes atravesando impávido el estrecho que había de
unir el Occidente con el Oriente, y Sebastián de Elcano volviendo a las orillas
españolas, después de haber dado la vuelta al mundo, parecían simbolizar de
una manera sublime que la civilización europea tomaba posesión del universo.
El poder de la Media Luna se presentaba en una extremidad de Europa, pujante
y amenazador, como una sombra siniestra que asoma en el ángulo de un hermoso
cuadro; pero
no temáis, sus huestes han sido arrojadas de Granada, el ejército cristiano
acampa en las costas de África, el pendón de Castilla tremola sobre los muros
de Orán; en el corazón de España está creciendo en la oscuridad
el prodigioso Niño que al dejar los juegos de la infancia desbaratará los
últimos esfuerzos de los moros de España con los triunfos de Alpujarras, y
un momento después abatirá para siempre el poderío musulmán en las aguas de
Lepanto.
El desarrollo de la inteligencia competía con el auge de
la pujanza. Erasmo revolvía todas las fuentes de la erudición, asombraba al
mundo con sus talentos y su saber, y paseaba de un extremo a otro de Europa
su gloriosa nombradía. El insigne español Luís Vives rivalizaba con el sabio
de Roterdam, y se proponía regenerar las ciencias dando nuevo curso al entendimiento.
En Italia fermentaban las escuelas filosóficas, apoderándose con avidez de
las luces traídas de Constantinopla; el genio de Dante y del Petrarca se iba
perpetuando en distinguidos sucesores; la patria de Taso hacía resonar sus
acentos como trina -el ruiseñor a la venida de la aurora; mientras la España
embriagada de sus triunfos, ufana y orgullosa de sus conquistas, cantaba como
un soldado que reposa sobre un montón de trofeos en el campo de la victoria.
¿Qué es lo que podía resistir a tanta superioridad, a tanta
brillantez, a tanto poderío? La Europa, segura ya de su existencia contra
todos los enemigos, disfrutando de un bienestar cuyo aumento debía progresar
cada día, gozando de leves e instituciones mejores que cuantas se habían visto
hasta aquella época, y cuya perfección y complemento podía encomendarse sin
inquietud a la lenta acción de los siglos; la Europa, repito, colocada en
situación tan próspera y lisonjera, debía acometer la obra de civilizar el mundo. Los
mismos descubrimientos que se estaban haciendo todos los días indicaban que
el momento oportuno había llegado ya: numerosas flotas conducían con los guerreros
conquistadores a ya: misioneros apostólicos que iban a sembrar el precioso
grano, que desenvuelto con el tiempo, debía producir el árbol a cuya sombra
se acogieran las nuevas naciones. Así se comenzaba el generoso trabajo, que
bendito por la Providencia había de civilizar la América, el África y el Asia.
413
Entretanto
resonaba ya en el corazón de Germania la voz del apóstata que iba a introducir
la discordia en el seno de pueblos hermanos.
La disputa comienza, los ánimos se exaltan, la irritación
llega a su colmo; se acude a las armas, la sangre corre a torrentes; y el
hombre encargado por el abismo de atraer sobre la tierra esa nube de calamidades,
puede contemplar antes de su muerte el horrible fruto de sus esfuerzos, e
insultar con impudente y cruel sonrisa a la humanidad lastimada.
Así nos figuramos a veces al genio del mal abandonando su
lóbrega morada y su trono sentado entre horrores, presentándose de improviso
sobre la faz del globo, derramar por todas partes la desolación y el llanto,
pasear su mirada atroz sobre un campo de desolación, y hundirse en seguida
en las eternas tinieblas.
Extendido por Europa el cisma de Lutero, la acción de los
europeos sobre los pueblos del resto del mundo se debilitaba de tal manera
que las halagüeñas esperanzas que habían podido concebirse se disipaban en
un momento como vanas ilusiones. Por de pronto, la mayor parte de las fuerzas
intelectuales, morales y físicas quedaba condenada a emplearse, a consumirse
dolorosamente en la lucha trabada entre pueblos hermanos.
Las naciones que habían conservado el Catolicismo, se veían
precisadas a concentrar todos sus recursos, toda su acción y energía, para
hacer frente a los impíos ataques con que las combatían los nuevos sectarios,
así en el terreno de la discusión como en los campos de batalla; al paso que
las contagiadas con los nuevos errores se encontraban en una especie de vértigo,
que no les dejaba ver otros enemigos que los católicos, otra empresa digna
de sus esfuerzos que el abatimiento v la destrucción de la cátedra de Roma.
Sus pensamientos no se ocupan en excogitar medios para la
mejora de la suerte de la humanidad; el horizonte inmenso ofrecido a una noble
ambición en los nuevos descubrimientos, no recaba siquiera que le dirijan
sus miradas; sólo hay para ellas una obra justa, santa, necesaria, y es el
echar por tierra la autoridad del pontífice romano.
Con esta disposición de los ánimos, se debilitó y esterilizó
el ascendiente tomado por los europeos sobre las naciones que se iban descubriendo
y conquistando. Cuando éstos abordaban a las nuevas playas, ya no se encontraban
allí como hermanos, ni como generosos rivales estimulados por noble emulación,
sino como enemigos implacables, encarnizados, y que por diferencias de religión
se estaban librando tan sangrientas batallas, como hacerlo pudieran jamás
cristianos y musulmanes.
414
El nombre de la religión cristiana que había
sido por espacio de tantos siglos el símbolo de la paz, y que en la víspera
del combate sabía presentarse entre los adversarios, obligarlos a deponer
su rencor y a convertir en abrazo fraternal el odio y la venganza, el nombre
de la religión divina que había servido de bandera a esos pueblos para triunfar
de las huestes mahometanas, ese mismo nombre desfigurado, rasgado por manos
sacrílegas, se convirtió entonces en materia de enemistad y de discordia.
Europa después de cubierta de sangre y de luto,
se llevó el escándalo a los pueblos incautos, que presenciaban aturdidos
las miserias, el espíritu de división, los rencores, la maledicencia, reinantes
entre esos mismos hombres a quienes ellos habían llegado a mirar como de
una raza superior, como semidioses.
Las fuerzas de Europa no se aunaron ya en adelante para ninguna
de aquellas empresas colosales que formaron la gloria de los siglos anteriores.
El misionero católico,
que regaba con su sudor y su sangre los bosques de la América o de la India,
podía contar con algunos de los medios de que dispusiese la nación a que pertenecía,
si ésta había permanecido católica; pero no le alentaba la esperanza de que
la Europa entera, asociándose a la obra de Dios, viniese a sostener las misiones
con el auxilio de sus recursos. Sabía, al contrario, que un número considerable
de europeos le calumniaba, le insultaba sin cesar, discurriendo todos los
medios imaginables para impedir que la palabra del Evangelio prendiese en
el nuevo campo, y aumentase en algún sentido la reputación de la Iglesia Católica
y el poder de los papas.
Hubo un tiempo en que las profanaciones de los infieles en
el Santo Sepulcro, y las vejaciones sufridas por los peregrinos que le visitaban,
bastaron a levantar la indignación de todos los pueblos cristianos, que alzando
el grito de a las armas se arrojaron en masa en pos de la huella del solitario,
que los conducía a vengar los ultrajes hechos a la religión, y los malos tratamientos
de que fueran víctimas algunos de sus hermanos.
Después de la herejía de Lutero todo cambió: la muerte de
un religioso sacrificado en lejanos países, sus tormentos y martirio, tantas
sublimes escenas en que se reproducían vivamente el celo y la caridad de los
primeros siglos de la Iglesia, todo esto era menospreciado, ridiculizado,
por hombres que se apellidaban cristianos, por indignos descendientes de aquellos
héroes, que derramaron su sangre bajo los muros de la Ciudad Santa.
415
Para concebir toda la extensión del daño acarreado
bajo este aspecto por el Protestantismo, figurémonos por un momento que él
no hubiese aparecido, y conjeturemos en esta hipótesis el curso de los acontecimientos.
En primer lugar, toda la atención, todos los recursos, todas las fuerzas que
la España empleó para hacer frente a las guerras religiosas promovidas en
el continente hubieran podido abocarse sobre el nuevo mundo.
Lo propio habría sucedido con la Francia, con los Países
Bajos, con la Inglaterra, y otros reinos poderosos; y esas naciones que divididas
han podido ofrecer a la historia páginas tan gloriosas y brillantes, si se
hubiesen mancomunado en su acción sobre los nuevos países, la habrían ejercido
con tanto vigor y energía que nada hubiera podido contrarrestar su prepotencia
arrolladora.
Figuraos por un momento
que todos los puertos, desde el Báltico hasta el Adriático, envían sus misioneros
al Oriente y al Occidente, como lo hacían la Francia, el Portugal, la España
y la Italia, que todas las grandes ciudades de Europa son otros tantos centros
donde se reúnen hombres y medios para acudir a este objeto, figuraos que todos
estos misioneros llevan una misma mira, van dominados por un mismo pensamiento,
ardiendo en un mismo deseo de la propagación de una misma fe: dondequiera
que se encuentren se reconocen por hermanos, por colaboradores en una misma
obra; todos sometidos a una misma autoridad, todos predicando una misma doctrina,
y practicando un mismo culto: ¿no os parece ver la religión cristiana obrando
en una escala inmensa, y alcanzando en todas partes los más señalados triunfos?
La nave que llevara a regiones lejanas la colonia de hombres
apostólicos, pudiera desplegar sin recelo sus velas: y en descubriendo en
el confín del horizonte el pabellón de alguna de las naciones de Europa, no
debía temer encontrarse con enemigos: estaba segura de hallar amigos y hermanos
dondequiera que hallase europeos.
Las misiones católicas, a pesar de tantos obstáculos nacidos
del espíritu turbulento del Protestantismo, llevaron a cabo las más arduas
empresas, y realizaron prodigios que forman una bella página de la historia
moderna; pero es imposible no ver cuánto más se habría hecho si a la Italia,
a la España, al Portugal, a la Francia se hubiesen asociado la Alemania entera,
las Provincias Unidas, la Inglaterra y las otras naciones del Norte. Esta
asociación era natural, no podía faltar, a no haberla desbaratado el cisma
de Lutero.
Y es además digno de notarse que este acontecimiento funesto
no sólo impidió la asociación, sino que hizo que las mismas naciones católicas
no pudiesen emplear la mayor parte de sus medios en la grande obra de convertir
y regenerar el mundo, precisándolas a permanecer de continuo sobre las armas,
a causa de las guerras religiosas y discordias civiles.
416 En aquella época, los institutos religiosos parecían llamados
a ser como el brazo de la religión; que solidada en Europa, y satisfecha de
la regeneración social que acababa de producir, hubiera extendido su acción
a las naciones infieles.
Echando una ojeada sobre el curso de los acontecimientos
de los primeros siglos de la Iglesia, y comparándolos con los de los tiempos
modernos, salta a la vista que debe haber mediado alguna causa poderosa que
se ha opuesto en los últimos siglos a la propagación de la fe. Nace el cristianismo,
se extiende rápidamente sin ningún auxilio de los hombres, a pesar de todos
los esfuerzos de los príncipes, de los sabios, de los sacerdotes idólatras,
de las pasiones, de toda la astucia del infierno.
Data de ayer, y ya se muestra poderoso y dominante en todos
los puntos del imperio romano; pueblos de diferentes lenguas, de diversas
costumbres, de distinto grado de civilización abandonan el culto de los dioses
falsos, y abrazan la religión de Jesucristo. Los mismos bárbaros, esos pueblos
indóciles, indomables, como alazán que no sufriera todavía el freno, escuchan
a los misioneros que se les envían, inclinan su cabeza, y en la embriaguez
de la conquista y de la victoria se someten a la religión de los vencidos
v conquistados.
El cristianismo se ha encontrado en los siglos modernos con
dominio exclusivo sobre la Europa, y sin embargo no ha llegado a introducirse
de nuevo en esas costas de África y de Asia, que están a su vista. Verdad
es que la América en su mayor parte se ha hecho cristiana; pero observad que
los pueblos de aquellas regiones fueron conquistados, que las naciones conquistadoras
establecieron allí gobiernos que han durado siglos, que las naciones europeas
inundaron el nuevo mundo con sus soldados y colonias, que de esta suerte una
porción considerable de América es una especie de importación de Europa, y
por tanto la transformación religiosa de aquellos países no se parece a la
que se verificó en los primeros siglos de la Iglesia.
Volved los ojos al
Oriente, allí donde las armas europeas no Van alcanzado una prepotencia decisiva,
y ved lo que sucede: los pueblos yacen aún sometidos a religiones falsas;
el cristianismo no ha podido abrirse paso; y si bien los misioneros católicos
han logrado fundar algunos establecimientos más o menos considerables, la
semilla preciosa no ha prendido bastante en la tierra para producir los frutos
ansiados con tan ardiente caridad y procurados con tan heroico celo.
De vez en cuando los rayos de la luz han penetrado hasta
el corazón de los grandes imperios del Japón y de la China; momentos ha habido
en que podían concebirse halagüeñas esperanzas; pero esas esperanzas se disiparon;
la ráfaga de luz desapareció como una brillante exhalación en las profundidades
de un cielo tenebroso.
417
¿Cuál es la razón de esta impotencia? ¿Cuál es
la causa de que en los primeros siglos fuese tanta la fuerza fecundante, y
no lo haya sido en los últimos? Dejemos aparte los hondos secretos de la Providencia,
no queramos investigar los arcanos incomprensibles de los caminos de Dios;
pero en cuanto es dado al débil hombre alcanzar la verdad por los indicios
de la historia de la Iglesia, y conjeturar remotísimamente los designios del
Eterno por las señales que él se ha complacido en comunicarnos, podemos aventurar
nuestra opinión sobre hechos, que por más que pertenezcan a un orden superior,
no dejan sin embargo de estar sujetos a un curso regular que el mismo Dios
ha establecido.
El apóstol San Pablo dice que la fe viene del oído y pregunta cómo puede oírse si no hay quien predique, cómo
puede predicarse si no hay quien envíe; de lo que se deduce, que las misiones
son cosa necesaria para la conversión de los pueblos; pues que Dios no ha
querido, hacer a cada paso nuevos milagros, enviando legiones de ángeles para
evangelizar a las naciones que viven privadas de la luz de la verdad.
Previas estas observaciones, añadiré que lo que ha faltado
para la conversión de las naciones infieles ha sido la organización de misiones
en extensa escala; misiones que, por la abundancia de sus medios y el número
y calidades de sus individuos, estuviesen a la altura de su grande objeto.
Reparase que las distancias son inmensas, que los pueblos
a quienes es necesario dirigirse están desparramados en muchos países, viviendo
bajo la influencia de preocupaciones, de leyes, de climas los más rebeldes
al espíritu del Evangelio. Para hacer frente a tan vastas atenciones, para
salvar las grandes dificultades que salían al encuentro, era necesaria una
verdadera inundación de misioneros; de otra suerte, el resultado era muy dudoso,
la subsistencia de los establecimientos cristianos muy precaria, y la conversión
de las grandes naciones poco probable, a no mediar alguno de aquellos grandes
golpes de la Providencia, de aquellos prodigios que cambian en un instante
la faz de la tierra.
Prodigios que Dios
no repite a menudo, y que a veces no otorga a las más ardientes oraciones
de los santos.
Para formar cabal concepto sobre lo que ha sucedido
en los últimos siglos, atendamos a lo que sucede actualmente. ¿Qué les falta
a las naciones infieles? ¿Cuál es el incesante clamor de los hombres celosos
que se ocupan en la propagación del Evangelio? ¿No se oyen de continuo lamentos
sobre la escasez de obreros, sobre los pocos recursos de que se dispone para
proporcionarles medios de subsistencia?
418
¿No es
esta necesidad la que se ha propuesto socorrer la asociación que se ha formado
entre los católicos de Europa?
Esa organización de las misiones en una grande
escala es la que se hubiera realizado, a no venir el Protestantismo a impedirla.
Los pueblos europeos, hijos predilectos de la Providencia, tenían el deber
y mostraban también la decidida voluntad de procurar por todos los medios
posibles que los demás pueblos del mundo participasen de los beneficios de
la fe; desgraciadamente esta fe se debilitó en Europa, fue entregada al capricho
de la razón humana, y desde entonces se hizo imposible lo que antes era muy
hacedero, muy fácil; y permitiendo la Providencia tan aciaga calamidad, permitió
también que se aplazase para mucho más tarde la venida de aquel día feliz,
en que naciones desconocidas entrasen en gran número en el redil de la Iglesia.
Dirán quizás algunos que el celo de nuestros
tiempos no es el celo de los primeros siglos del cristianismo; y que ésta
es una de las razones de que no se haya llegado a convertir a las naciones
infieles. No entraré en parangones sobre esta materia, ni diré nada de lo
mucho que en este particular podría decir; presentaré tan sólo una sencilla
observación, que desbarata de un golpe la dificultad propuesta. El divino Salvador, para enviar a sus discípulos
a la predicación del Evangelio, quiso que renunciasen cuanto tenían y le siguiesen.
El mismo
divino Salvador, indicándonos la seña infalible de la verdadera caridad, nos
dice que no la hay mayor que el dar la vida por sus hermanos: los misioneros
católicos de los tres últimos siglos han renunciado todas sus cosas, han abandonado
su patria, sus familias, sus comodidades, todo cuanto puede interesar sobre
la tierra el corazón del hombre; han ido a buscar a los infieles en medio
de los mas inminentes peligros; y en todos los ángulos del mundo han sellado
con su sangre su ardor por la conversión ele sus hermanos, por la salvación
de las almas.
Semejantes misioneros creo que son dignos de
alternar con los primeros siglos de la Iglesia; todas las declamaciones, todas
las calumnias, nada pueden contra la triunfante evidencia de estos hechos.
La Iglesia de los primeros siglos se hubiera honrado, como la de nuestros
tiempos, con San Francisco Javier y los mártires del Japón.
Esta abundancia de misioneros de que hemos hablado,
la tuvo la Iglesia para la conversión del mundo antiguo y del mundo bárbaro.
En el momento de su aparición, las lenguas de fuego del Cenáculo, la muchedumbre
de estupendos prodigios suplieron el número, multiplicaron los hombres; naciones
muy diferentes oyendo a un mismo predicador, le oían al mismo tiempo cada
cual en su lengua.
419 Pero
después del primer impulso con que la Omnipotencia desplegando sus recursos
infinitos se había propuesto aterrar el infierno, las cosas siguieron el curso
ordinario; y para un mayor número de conversiones, fue menester mayor número
de misioneros.
Los grandes focos de fe y de caridad, las muchas
iglesias de Oriente y Occidente suministraban en abundancia los hombres apostólicos
necesarios para la propagación de la fe; ejército sagrado, que tenía a sus
inmediaciones una imponente reserva para suplir su falta, el día que las enfermedades,
las fatigas o el martirio debilitasen sus filas.
En Roma había el centro de ese gran movimiento;
pero Roma para darle impulso no necesitaba de flotas que transportasen las
santas colonias a la distancia de millares de leguas; no necesitaba reunir
los costosos medios para subsistir las misiones en playas desiertas, en países
del todo desconocidos; cuando el misionero se ponía
a los pies del Santo Padre pidiéndole su bendición apostólica, podía el Sumo
Pontífice enviarle en paz y dejarle partir con solo el cayado.
Sabía
que el misionero iba a atravesar países cristianos, y que al entrar en los
idólatras, no quedaban muy lejos los príncipes ya convertidos, los obispos,
los sacerdotes, los pueblos fieles que no negarían sus auxilios a quien iba
a sembrar la divina palabra en las regiones inmediatas.
Abandono con entera confianza al juicio de los
hombres sensatos las reflexiones que acabo de hacer sobre el daño causado
a la influencia europea por el cisma protestante. Abrigo la convicción profunda
de que dicha influencia recibió entonces un golpe terrible; y que sin este
funesto acontecimiento, otra sería en la actualidad la situación del mundo.
Es posible
que padezca alguna ilusión sobre este particular; pero yo preguntaré al simple
buen sentido si no es verdad que la unidad de acción,
la unidad de principios, la unidad de miras, la reunión de medios, la asociación
de los agentes, son en todas las empresas el secreto de la fuerza y la más
segura garantía de feliz resultado; yo preguntaré si no es el Protestantismo
quien rompió esa unidad, quien hizo imposible esa reunión, quien hizo impracticable
esa asociación. Estos son hechos indudables, claros como la luz del día, recientes,
son de ayer; cuál es la consecuencia que de aquí se infiere, lo vean la imparcialidad,
el buen sentido, el simple sentido común, si es que andan acompañados de buena
fe.
Para todo hombre pensador, es evidente que la
Europa no es lo que hubiera sido sin la aparición del Protestantismo; y por
cierto no es menos claro que los resultados de la influencia civilizadora
de ese gran conjunto de naciones no han correspondido a lo que prometía el principio del siglo XVI.
Gloríense enhorabuena los protestantes de haber dado a la civilización
europea una nueva dirección, gloríense de haber enflaquecido el poder espiritual
de los papas, extraviando del santo redil a millones de almas; gloríense de
haber destruido en los países de su dominación los institutos religiosos,
de haber hecho pedazos la jerarquía eclesiástica y de Haber arrojado la Biblia
en medio de turbas ignorantes, asegurándolas para entenderla las luces de
la inspiración privada, o diciéndoles que bastaba el dictamen de la razón;
siempre será cierto que la unidad de la religión cristiana ha desaparecido
de entre ellos, que carecen de un centro de donde puedan arrancar los grandes
esfuerzos, que no tienen un guía, que andan como rebaño sin pastor, fluctuantes
con todo viento de doctrina, y que están tocados de una esterilidad radical
para producir ninguna de las grandes obras que tan a manos llenas ha producido
y produce el Catolicismo.
Siempre será cierto que con
sus eternas disputas, sus calumnias, sus ataques contra el dogma y la disciplina
de la Iglesia, la han obligado a mantenerse en actitud de defensa, a combatir
por espacio de tres siglos, robándole de esta suerte un tiempo precioso, y
unos medios que hubiera podido aprovechar para llevar a cabo los grandes proyectos
que meditaba, y cuya ejecución comenzaba ya tan felizmente.
Si el dividir los ánimos, el provocar discordias,
el excitar guerras, el convertir en enemigos a pueblos hermanos, el hacer de un banquete
de una gran familia de naciones una arena de encarnizados combatientes, si
el procurar el descrédito de los misioneros que van a predicar el Evangelio
a las naciones infieles, si el ponerles todos los obstáculos imaginables,
si el echar mano de todos los medios para inutilizar su caridad y su celo;
si todo este conjunto es un mérito, este mérito lo tiene el Protestantismo;
pero sí es un cúmulo de plagas para la humanidad, de esas plagas es responsable el
Protestantismo.
Cuando
Lutero se llamaba encargado de una alta misión decía una verdad terrible,
espantosa, que él mismo no comprendía.
Los pecados
de los pueblos llenan a veces la medida del sufrimiento del Altísimo; el estrépito
de los escándalos del hombre sube hasta el cielo y demanda venganza; el Eterno,
en su cólera formidable, lanza sobre la tierra una mirada de fuego; suena
entonces en los arcanos infinitos la hora fatal, y nace el hijo de perdición,
que ha de cubrir el mundo de desolación y de luto. Como en otro tiempo se
abrieron las cataratas del cielo para borrar el linaje humano de la faz de
la tierra, así se abre la urna de las calamidades que el Dios de las venganzas
reserva para el día de su ira.
El
hijo de perdición levanta su voz y aquel es el momento señalado al comienzo
de la catástrofe.
El espíritu del mal recorre la superficie del
globo llevando sobre sus negras alas el eco de aquella voz siniestra. Un vértigo
incomprensible se apodera de las cabezas; los pueblos tienen ojos y no ven,
tienen oídos y no oyen; en medio de su delirio, los mas horrendos precipicios
les parecen caminos llanos, apacibles, sembrados de flores; llaman bien al mal y mal al bien; beben
la copa emponzoñada con un ardor febril; el olvido de todo lo pasado, la ingratitud
por todos los beneficios, se apoderan de los entendimientos y de los corazones;
la obra del genio del mal queda consumada; el príncipe de los espíritus rebeldes
puede hundirse de nuevo en sus tenebrosos dominios, y la humanidad
ha aprendido con una lección terrible que no se provoca impunemente la indignación
del Todopoderoso.
He atribuido
al Cristianismo la suavidad de costumbres de que disfruta la Europa; y cómo,
a pesar de haber decaído en el último siglo las creencias religiosas, ha durado,
sin embargo, esta misma suavidad, y se ha elevado todavía a más alto punto;
es menester hacerse cargo de ese contraste, que a primera vista parece destruir
lo que llevo establecido.
Es necesario
no olvidar la diferencia indicada ya en el texto, entre costumbres muelles y costumbres
suaves; lo primero es un defecto; lo segundo, una calidad preciosa;
lo primero dimana del enervamiento del ánimo, del enflaquecimiento del cuerpo
y del amor de los placeres; lo segundo trae su origen de la preponderancia
de la razón, del predominio del espíritu sobre el cuerpo, del triunfo de la
justicia sobre la fuerza y del derecho sobre el hecho.
En las costumbres
actuales hay una buena parte de verdadera suavidad, pero no es poco lo que
tiene de molicie; y esto último no lo han tomado por cierto de la religión,
sino de la incredulidad, que no extendiendo sus ojos más allá de esta vida,
hace olvidar los altos destinos del espíritu y hasta su misma existencia entroniza
el egoísmo, despierta y aviva de continuo la sed de los placeres y hace al
hombre esclavo de sus pasiones.
Pero, en
lo que nuestras costumbres tienen de suave, se conoce a la primera ojeada
que lo deben al Cristianismo, pues que todas las ideas y sentimientos en que
se funda dicha suavidad llevan el sello cristiano. La dignidad del hombre,
sus derechos, la obligación de tratarle con el debido miramiento, de dirigirse
antes a su espíritu por medio de la razón, que a su cuerpo por la violencia;
la necesidad de mantenerse cada cual en la ética de sus deberes, respetando
las propiedades y personas de los denlas; todo ese conjunto de principios,
de donde nace la verdadera suavidad de costumbres, es debido en Europa a la
influencia cristiana, que, luchando largos siglos con la barbarie y la ferocidad
de los pueblos invasores logró destruir el si tema de violencia que éstos
habían generalizado.
Como la
filosofía ha tenido cuidado de cambiar los antiguos nombres, consagrados por
la religión, y autorizados con el uso de muchos siglos, acontece que hay ciertas
ideas, que aun cuando sean hijas del Cristianismo, sin embargo, apenas se
las reconoce como tales, a causa de que andan disfrazadas con traje mundano.
¿Quién ignora que el mutuo amor de los hombres, la fraternidad universal,
son ideas enteramente debidas al Cristianismo? ¿Quién no sabe que la antigüedad
pagana no las conocía, ni las columbraba siquiera? No obstante, este mismo afecto, que antes se apellidaba caridad,
porque ésta era la virtud de que debía proceder, ahora se cubre siempre con
otros nombres y como que se avergüenza de presentarse en público con ninguna
apariencia religiosa.
Pasado el
vértigo de atacar la religión cristiana, se confiesa abiertamente que a ella
es debida el principio de la fraternidad universal, pero el lenguaje ha quedado
infecto de la filosofía volteriana, aun después del descrédito en que ésta
ha caído. De aquí resulta que muchas veces no apreciamos debidamente la influencia
cristiana en la sociedad que nos rodea, y que atribuimos a otras causas, fenómenos
cuyo origen se encuentra evidentemente en la religión.
La sociedad
actual, por más indiferente que sea, tiene de la religión más de lo que comúnmente
pensamos; se parece a aquellos hombres que han salido de una familia ilustre,
donde los buenos principios y una educación esmerada se trasmiten como un
patrimonio de generación en generación: aun en medio de sus desórdenes, de
sus crímenes, y hasta de su envilecimiento conservan en su porte y modales
algunas rasgos que manifiestan su hidalga cuna.
He citado
algunas disposiciones conciliares que bastan para dar una idea del sistema
observado por la Iglesia con la idea de reformar y suavizar las costumbres
en varias partes de este volumen ya se ha podido notar cuán inclinado me hallo
a recordar esta clase de monumentos; y advertiré aquí que a esto me inducen
dos motivos
primero, tratando de comparar el Protestantismo con el
Catolicismo, creo que el mejor medio de retratar el verdadero espíritu de
éste y de señalar su influjo en la civilización europea es percatarle obrando;
y esto se logra aduciendo las providencias que los papas y los concilios iban
tomando, según lo exigían las circunstancias;
segundo, atendido el curso que los estudios históricos van
siguiendo en Europa, generalizándose cada día más el gusto de apelar, no
a las historias, sino a los monumentos históricos, conviene tener presente
que la colección de concilios es de la mayor importancia, no sólo en el orden
religioso y eclesiástico, sino también en el social y político; por manera
que la historia de Europa se trunca monstruosamente, o por mejor decir, se
destruye del todo, si se prescinde de lo que arrojan las colecciones de los
concilios.
Por esta causa es muy útil, y en no pocas materias
basta necesario, el revolver dichas colecciones, por más que de esto retraigan
su desmesurado volumen, y el fastidio que a veces se engendra en el ánimo
al encontrarse con cien y cien cosas, que para nuestros tiempos carecen de
interés. Las ciencias, sobre todo las que tienen por objeto la sociedad,
no conducen a resultados satisfactorios, sino después de penosos trabajos;
lo útil se encuentra a menudo mezclado y confundido con lo inútil; y la más
rica preciosidad se descubre a veces al lado de un objeto repugnante; pero
en la naturaleza, ¿se encuentra por ventura el oro sin haber revuelto informes
masas de tierra?
Los que
se han empeñado en encontrar entre los bárbaros del Norte el germen de algunas
preciosas calidades de la civilización europea, sin duda que debieran haberles
atribuído también la suavidad de costumbres modernas, dado que en apoyo de
esa paradoja podían echar mano de un hecho, por cierto algo más especioso,
del que les ha servido para hacer honor a los germanos del realce de la mujer
en Europa. Hablo de la conocida costumbre de abstenerse en cuanto les era
posible de la aplicación de penas corporales, castigando con simples multas
los delitos más graves. Nada más a propósito para inducir a creer que aquellos
pueblos tenían una feliz disposición a la suavidad de costumbres, supuesto
que aun en su barbarie empleaban tan templadamente el derecho de castigar,
excediendo a las naciones más civilizadas y cultas. Mirada la cosa bajo
este punto de vista, más bien parece que con la influencia cristiana sobre
los bárbaros, las costumbres se endurecieron y que no se suavizaron, pues
que la aplicación de penas corporales se hizo general, y no se escaseó la
de muerte.
Pero, fijando
atentamente la consideración en esta particularidad del código criminal
de los bárbaros, echaremos de ver que tan lejos está de revelar adelanto
en la civilización ni suavidad de costumbres, que, antes bien, es la más evidente
prueba de su atraso, y el más vehemente indicio de la dureza y ferocidad que
entre ellos reinaban.
En primer
lugar, por lo mismo que entre los bárbaros se castigaban los delitos por
medio de multas o, como se decía, por composición, se conoce que la ley
atendía más bien a la reparación de un daño que al castigo de un crimen, circunstancia
que muestra de lleno cuán en poco era tenida la moralidad de la acción, pues
que no tanto se atendía a lo que ella era en sí, como el daño que producía.
Esto no
era un elemento de civilización, sino de barbarie, porque tendía nada menos
que a desterrar del mundo la moralidad. La Iglesia combatió este principio,
tan funesto en el orden público como en el privado, introduciendo en la legislación
criminal un nuevo orden de ideas que cambió completamente su espíritu.
En esta
parte, M. Guizot ha hecho a la Iglesia católica la debida justicia; complázcome
en reconocerlo y en consignarlo aquí, transcribiendo sus propias palabras.
Después de haber ]lecho notar la diferencia que mediaba entre las leyes de
los visigodos salidas en buena parte de los concilios de Toledo, y las otras
leyes bárbaras, y de haber observado la inmensa superioridad de las ideas
de la Iglesia en materia de legislación, de justicia, y de todo lo concerniente
a la investigación de la verdad y al destino de los hombres, dice: "En
materia criminal, la relación de las penas con los delitos esta determinada
(en las leves de los visigodos) por nociones filosóficas y morales bastante
justas, descúbrense los esfuerzos de un legislador ilustrado que lucha contra
la violencia y la irreflexión de las costumbres bárbaras; hallaremos de esto
un ejemplo muy notable comparando el título De cede et morte hominum con las leyes correspondientes
de los demás pueblos.
En las
otras legislaciones, lo único que parece constituir el delito es el daño,
y el objeto de la pena es la reparación material que resulta de la composición;
pero entre los visigodos se busca en el crimen su elemento moral y verdadero:
la intención.
Los varios
grados de criminalidad: el homicidio absolutamente involuntario, el cometido
por inadvertencia, por provocación, con premeditación o sin ella, son clasificados
y definidos igualmente bien, a poca diferencia, que en nuestros códigos, y las penas
están señaladas en una proporción bastante equitativa.
No satisfecha
con esto la justicia del legislador, intentó abolir, o al memos atenuar,
la diversidad de valor legal establecida entre los Hombres por las otras
leves bárbaras, no conservándose otra distinción que la de libre y de esclavo.
Con respecto a los libres, la pena no varía ni por el origen ni por el rango
del muerto, sino únicamente por los diversos grados de culpabilidad del asesino.
Tocante
a los esclavos, no atreviéndose a quitar enteramente a los dueños el derecho
de vida y. muerte, procuró restringirle, sujetándole a un procedimiento público
y, regular. El texto de la ley merece ser citado.
"Si no debe
quedar impune ningún culpable o cómplice de un crimen, con mucha mas razón
debe ser castigado quien haya cometido un homicidio
con malicia y ligereza. Por lo que, habiendo algunos dueños que en su orgullo dan muerte a sus esclavos, sin
que éstos hayan cometido falta
alguna, conviene extirpar del todo semejante licencia, y ordenar que la
presente ley sea eternamente observada por todos. Ningún dueño ni dueña podrá dar muerte a ninguno de sus esclavos, varones o hembras ni a otro de sus dependientes, sin preceder juicio publico.
Si un esclavo u otro sirviente cometen un crimen que pueda acarrearle pena capital, si, amo, o si, acusador, darán inmediatamente noticia
del suceso al juez del lugar donde se ha cometido el delito, o al conde, o al duque.
Discutido el asunto, si el crimen queda probado, el culpable
sufrirá la pena de muerte merecida, aplicándosela el mismo juez o el propio dueño, pero
haciéndose de tal suerte,
que si el juez no quiere cuidar de la ejecución, extenderá por escrito la sentencia
de pena capital, y entonces el amo será dueño de quitar la vida al esclavo, o de perdonársela.
A la verdad, si el esclavo por una fatal audacia, resistiendo a su señor, ha intentado herirle, con arma, piedra, o de otra suerte, y éste defendiéndose,
mata en su cólera al esclavo, no será reo
de la pena de homicidio, pero será necesario probar que el hecho ha sucedido así, y esto, por el testimonio o el juramento de los esclavos, varones o hembras, que habrán estado presentes,
o por el juramento del autor del hecho.
Cualquiera que por pura malicia
matare a su esclavo por su propia mano
o la de otro sin preceder juicio público,
será declarado infame, incapaz de
ser testigo, y obligado a vivir
el resto de sus días en el destierro y en la
penitencia, pasando sus bienes a sus más próximos parientes llamados por la ley a sucederle".
(Por. Jud. L. VI. Tit. V. L. 12). (GUIZOT, "Historia general de la civilización europea". Lección 6).
Con mucho gusto he copiado
este texto de M. Guizot, por ser una confirmación de lo que acabo de decir
sobre la influencia de la Iglesia con
respecto a suavizar las costumbres, y de lo que llevo asentado en otra
parte, tocante a lo mucho que ella contribuyó a mejorar la suerte de los
esclavos, restringiendo las excesivas facultades de los dueños. Allí dejé
probada esta verdad con abundantes documentos, y- por consiguiente no necesito
insistir aquí en demostrarla, pastando a mi propósito en la actualidad el
hacer observar que M. Guizot está completamente de acuerdo en que la Iglesia
moralizó la legislación de los bárbaros, haciendo que en los delitos no se
considerase únicamente el daño que causaban, sino la malicia que envolvían,
es decir, elevando la acción del orden físico al moral, y dando a las penas
el verdadero carácter de tales,
no permitiendo que quedasen
en la línea de una reparación material.
Por donde se echa de ver que
el sistema criminal de los bárbaros, que a primera vista parecía indicar un
adelanto en la civilización, procedía del escaso ascendiente que entre ellos
tenían los principios morales, y de que las miras del legislador se elevaban
muy poco sobre el orden puramente material.
Todavía
hay otra observación que hacer en este punto, y es que la misma lenidad con
que se castigaban los delitos es la mejor prueba de la facilidad con que
se cometían.
Cuando
en un país son muy raros los asesinatos, las mutilaciones, y otros atentados
semejantes, son mirados con horror, y quien de ellos se haga culpable es
castigado con severidad. Pero cuando el delito se repite a cada paso, pierde
insensiblemente su fealdad y negrura, se acostumbran a su repugnante aspecto,
no sólo los perpetradores, sino también los demás, y entonces el legislador
se siente naturalmente llevado a tratarle con indulgencia.
Esto nos lo demuestra la experiencia
de cada día; y no será difícil al lector el encontrar en la sociedad actual
repetidos delitos a que podría ser aplicable la observación que acabo de
hacer. Entre los bárbaros era común el apelar a las vías de hecho, no sólo
contra las propiedades, sino también contra las personas; por cuya razón
era muy natural que ese linaje de delitos no fuesen mirados con la aversión
y hasta horror con que lo son en un pueblo, donde habiendo prevalecido las
ideas de razón, de justicia, de derecho, de ley, no se concibe siquiera cómo
pueda subsistir una sociedad, donde cada cual se considere facultado para
hacerse justicia
por si mismo.
Así es que las ley en contra
esos delitos debían naturalmente ser benignas, contentándose el legislador
con la reparación del daño, sin cuidar mucho de la culpabilidad del perpetrador.
Esto tiene íntimas relaciones con lo dicho más arriba sobre la conciencia
pública, porque el legislador es siempre, más o menos, el órgano de esta
misma conciencia.
Cuando en una sociedad una
acción es mirada como un crimen horrendo
no puede el legislador señalarle una pena benigna, y, al contrario, no le
es posible castigar con mucho rigor lo que la sociedad absuelve o excusa.
Una que otra vez se alterará esta proporción, una que otra vez desaparecerá
dicha armonía; pero bien pronto las cosas volverán a su curso regular, apartándose
del camino que seguían con violencia.
Siendo las costumbres muy castas y puras, hay delitos que andan cubiertos
de execración e infamia, pero, en llegando a ser muy corrompidas, los mismos
actos, o son mirados como indiferentes, o cuando más, calificados de ligeros
deslices.
En un pueblo donde las ideas
religiosas ejerzan mucho predominio, la violación de todo cuanto está consagrado
al Señor es mirado como un horrendo atentado, digno de los mayores castigos;
pero en otro, donde la incredulidad haya hecho sus estragos, la misma violación
no llegará a la esfera de los delitos comunes, y lejos de atraer sobre el
culpable la justicia de la ley, mucho será si le acarrea una ligera corrección
de la policía.
El lector
no encontrará inoportuna esa digresión sobre la legislación criminal de los
bárbaros, si advierte que tratándose de examinar la influencia del Catolicismo
en la civilización europea, es indispensable atender a los otros elementos
que en la formación de ella se han combinado. De otra suerte sería imposible
apreciar debidamente la respectiva acción que en bien o en mal ha cabido
a cada uno de ellos, y por tanto, no se sacaría en limpio la parte que puede
vindicar como exclusivamente propia la Iglesia, ni resolver la gran cuestión
promovida por los partidarios del Protestantismo, sobre las pretendidas ventajas
acarreadas por éste a las sociedades modernas. Las naciones bárbaras son uno
de esos elementos , y por esta causa es preciso ocuparse de ellas con tanta
frecuencia.
En los
siglos medios, casi todos los monasterios y colegios de canónigos tenían anejo
un hospital, no sólo para Hospedar peregrinos, sino también para el sustento
y alivio de pobres y enfermos.
No cabe
más hermoso símbolo de la religión cubriendo con su velo todo linaje de infortunios,
que el ver convertidas en asilo de miserables las casas consagradas a la oración
y a la práctica de las más sublimes virtudes.
Cabalmente
esto se verifica en aquellas épocas en que el poder público no sólo carecía
de la fuerza y luces necesarias para plantear una buena administración con
que acudir al socorro de los necesitados, sino que ni aun alcanzaba a cubrir
con su égida los más sagrados intereses de la sociedad. Por donde se ve que
cuando todo era impotente, la religión era todavía robusta y fecunda; cuando
todo perecía, la religión no sólo se conservaba, sino que fundaba establecimientos
inmortales.
Y nótese
bien lo que repetidas veces hemos observado ya, a saber, que la religión que
estos prodigios obraba, no era una religión vaga, abstracta, no era el Cristianismo
de los protestantes, sino la religión con todos sus dogmas, su disciplina,
su jerarquía, su pontífice supremo, en una palabra, la Iglesia católica.
Tan lejos
estuvo la antigüedad de imaginar que el socorro del infortunio pudiese encomendarse
a sola la administración civil, o a la caridad individual, que antes bien,
corno se ha indicado ya, se consideró como muy conveniente que los hospitales
estuviesen sujetos a los obispos, es decir, que se procuro que el ramo de
beneficencia pública se entroncase en cierto modo con la jerarquía de la Iglesia;
y es que por antigua disciplina, los hospitales estaban sujetos a los obispos,
en lo espiritual y en lo temporal, sin atenderse al estado clerical o seglar
de las personas que cuidaban del establecimiento, ni tampoco si se había
erigido o no por mandato del obispo.
No es éste
el lugar de referir las vicisitudes que sufrió esta disciplina, ni las varias
causas que las motivaron; bastando observar que el principio fundamental,
es decir, la intervención de la autoridad eclesiástica en los establecimientos
de beneficencia, ha quedado siempre en salvo, y que nunca la Iglesia ha consentido
que se la despojase del todo de tan hermoso privilegio.
Nunca ha
creído que pudiese mirar con indiferencia los abusos que en este punto se
introdujesen en perjuicio de los desgraciados; y así es que se ha reservado
cuando menos el derecho de acudir al remedio de los males que resultasen
de la malicia o indolencia de los administradores.
A este
propósito podernos notar que el concilio de Viena establece que si los administradores
de un hospital, clérigos o legos, se portan con desidia en el desempeño
de su cargo, procedan contra ellos los obispos, reformando y restaurando
el hospital, por autoridad propia, si no fuere exento, y si lo fuere, por
delegación pontificia.
El concilio de Trento otorgó también a los obispos
la facultad de visitar los hospitales, hasta como delegados de la Sede Apostólica,
en los casos concedidos por el derecho, prescribiendo además que los administradores,
clérigos o legos, den cada año cuentas al ordinario del lugar, a no ser
que se hubiese prevenido lo contrario en la fundación, y ordenando que si
por privilegio, costumbre, o estatuto particular, las cuentas debiesen presentarse
a otro que al ordinario, al menos se reúna éste a los que hayan de recibirlas.
Prescindiendo
de las varias modificaciones que en esta parte hayan podido introducir las
leyes y costumbres de diferentes países, queda siempre en claro cuál ha sido
la vigilancia de la Iglesia sobre el punto de beneficencia, y que su espíritu
y sus máximas la han impelido a entrometerse en esta clase de negocios, ora
dirigiéndolos exclusivamente, ora acudiendo al remedio del mal que veía
introducirse.
La potestad
civil reconoció los motivos de esa caritativa y santa ambición, así vemos
que el emperador Justiniano no repara en conceder a los obispos un poder público
sobre los hospitales. Conformándose en esta parte a la disciplina de la Iglesia,
y a lo reclamado por la conveniencia pública.
Hay en este punto un hecho
notable, que es necesario consignar aquí señalando su provechosa influencia;
hablo de haber sido considerados los bienes de los hospitales como bienes
eclesiásticos. Esto, que a primera vista pudiera parecer indiferente, está
muy lejos de serlo, pues de esta manera quedaban esos bienes con los mismos
privilegios de la Iglesia, cubriéndose con una inviolabilidad que les era
tanto mas necesaria, cuanto eran difíciles los tiempos y fecundas las tropelías
y usurpaciones.
La Iglesia que por mucha que fuese la turbación pública, conservaba
no obstante, grande autoridad y ascendiente sobre los gobiernos y los pueblos,
tenía de esta manera un título muy poderoso y expedito para cubrir con su
protección los bienes de los hospitales, salvándolos en cuanto era dable de
la rapacidad de los potentados codiciosos.
Y no se crea que esta doctrina
se introdujera con algún designio torcido, ni que fuese una novedad inaudita
esa especie de mancomunidad entre la Iglesia y los pobres; muy al contrario,
esa mancomunidad se hallaba de tal modo en el orden regular, y tenían tanto
fundamento en las relaciones de aquélla con éstos, que así como vemos que
los bienes de los hospitales eran considerados como eclesiásticos, así por
un contraste notable, los bienes de la Iglesia fueron llamados bienes de
pobres.
En tales términos se expresan
sobre este punto los santos padres, y de tal manera se habían filtrado en
el lenguaje estas doctrinas, que tratándose posteriormente de resolver la
cuestión canónica sobre la propiedad de los bienes de la Iglesia, cuando
unos la atribuían directamente a Dios, otros al Papa, otros al clero, no faltaron
algunos que señalaron como verdaderos propietarios a los pobres.
Ciertamente que esta opinión
no era la más conforme a los principios de derecho, pero el solo verla figurar
en el campo de la polémica da lugar a graves consideraciones.
He procurado,
en cuanto ha cabido en mis alcances, aclarar las ideas sobre la tolerancia
presentando esta importante materia bajo un punto de vista poco conocido; para mayor ilustración
de la misma, diré dos palabras sobre la intolerancia religiosa y la civil,
cosas enteramente distintas, por más que Rousseau afirme resueltamente lo
contrario.
La intolerancia religiosa o teológica
consiste en aquella convicción que tienen todos los católicos de que la única
religión verdadera es la católica.
La intolerancia civil consiste en no sufrir en la sociedad otras religiones
distintas de la católica.
Bastan
estas dos definiciones para dejar convencido a cualquiera que no carezca de
sentido común, que no son inseparables las dos clases de intolerancia, siendo
muy dable que hombres firmemente convencidos de la verdad del Catolicismo,
sufran a los que, o tienen diferente religión, o no profesan ninguna.
La intolerancia
religiosa es un acto del entendimiento, inseparable de la fe, pues que, quien
cree firmemente que su religión es verdadera, necesariamente ha ele estar
convencido de que es la única que lo es, pues que la verdad es una.
La intolerancia
civil es un acto de la voluntad, que rechaza a los hombres que no profesan
la misma religión, y tiene diferentes resultados, según la intolerancia
está en el individuo o en el gobierno.
Al contrario,
la tolerancia religiosa es la creencia de que todas las religiones son verdaderas, lo que bien explicado
significa que no hay ninguna que lo sea, pues que no es posible, que cosas
contradictorias sean verdaderas al mismo tiempo. La tolerancia civil es el
consentir que vivan en paz los hombres que tienen religión distinta, y que,
lo propio que la intolerancia, produce también diferentes efectos, según
está en el individuo o en el gobierno.
Esta distinción que por su
claridad y sencillez está al alcance de las inteligencias más comunes fué,
sin embargo, desconocida por Rousseau, asegurando que era una vana ficción, una quimera irrealizable.
y que las dos intolerancias no podían separarse una de otra.
Si Rousseau se hubiese contentado con
observar que generalizada en un país la intolerancia religiosa, es decir,
como arriba se ha explicado, la firme convicción de que una religión es verdadera,
se ha de manifestar así en el trato particular como en la legislación cierta
tendencia a no sufrir a los que piensan de otro modo, sobre todo cuando éstos
son en número muy
reducido, su observación hubiera
sido muy fundada, y hubiera coincidido con la opinión que llevo manifestada
sobre este punto, cuando me he propuesto señalar el curso natural que siguen
en esta materia las ideas y los hechos; pero Rousseau no mira las cosas bajo
este aspecto, sino que dirigiendo sus tiros al Catolicismo, afirma que las
dos especies de intolerancia son inseparables, porque "es imposible vivir
en paz con gentes a quienes se cree condenadas, y amarlas sería aborrecer
al Dios que las castiga". No es posible llevar más allá la mala fe; en
efecto, ¿quién le ]la dicho a Rousseau que los católicos creen condenado
a nadie mientras vive, y, que amar a un Hombre extraviado sería aborrecer
a Dios? ¿Podía ignorar, que antes al contrario, es un precepto indispensable,
es un dogma, para todo católico, el deber de amar a todos los hombres? ¿Podía
ignorar lo que saben hasta los niños por los primeros rudimentos de la doctrina
cristiana, que estarnos obligados a amar al prójimo como a nosotros mismos,
y que por la palabra prójimo se entienden todos los que han alcanzado el cielo,
o pueden alcanzarle, de cuyo número no se excluye a nadie mientras vive?
Dirá Rousseau, que al menos estarnos en la convicción de que si
mueren en aquel mal estado se condenan, pero no advierte, que lo mismo pensamos
de los pecadores, aunque su pecado no sea el de herejía y, sin embargo,
nadie ha soñado jamás que los católicos justos no puedan tolerar a los pecadores,
y. de que se consideren obligados a odiarlos. No se ha visto religión que
más interés manifieste para convertir a los malos; y tan lejos está la Iglesia
católica de enseñar que se deba aborrecerlos, que antes bien, en los púlpitos,
en los libros, en la conversación se repiten mil veces las palabras con que
Dios nos manifiesta su voluntad de que los pecadores no perezcan, que quiere
su conversión y su vida, que hay más alegría en el ciclo por uno de ellos
que haga penitencia, que por noventa y. nueve justos que no necesitan hacerla.
Y no se crea que este hombre
que así se expresaba contra la intolerancia de los católicos, fuese partidario
de una completa tolerancia; muy al contrario, en la sociedad, tal corno él
la imaginaba, quería que no se tolerasen, no los que no profesasen la religión
verdadera, sino los que se apartasen de aquélla que al poder civil le pluguiese
determinar.
"Mas, dejando aparte, dice, las consideraciones
políticas, vengamos al derecho, y fijemos los principios sobre este punto
importante. El derecho que el pacto social da al soberano sobre los vasallos,
no excede, como ya he dicho, los límites de la utilidad pública.
Los vasallos no deben dar cuenta al soberano de sus opiniones,
sino en cuanto ellas interesan a la comunidad.
Al estado le importa
que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de
esa religión no interesan ni al estado ni a sus miembros, sino en cuanto
se refieren a la moral y a los deberes, que el que los profesa está obligado
a cumplir para con los otros.
Por lo demás, cada uno puede tener las opiniones que le acomoden,
sin que pertenezca al soberano entender sobre esto; porque como no tiene
competencia en el otro mundo, sea cual fuere la suerte de los vasallos
en la otra vida, esto no es asunto del soberano, con tal que en ésta sean
buenos ciudadanos.
Hay, pues, una profesión de fe, puramente civil, cuyos artículos
pertenece al soberano fijar, no precisamente como dogmas de religión, sino
como sentimientos de sociabilidad, sin los que es imposible ser buen ciudadano
y fiel vasallo.
Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del
estado al que no los crea, no como impío sino como insociable, como incapaz
de arriar sinceramente las leyes y la justicia, de sacrificar en caso necesario
la vida a su deber. Si alguno, después de haber reconocido
públicamente estos dogmas, se conduce como si no los creyera, sea castigado
con pena de muerte, porque ha cometido el mayor de los crímenes y mentido
delante de las leyes" (Contr. Soc., L. 4, c. 8).
Tenemos, pues, que en último
resultado viene a parar la tolerancia de Rousseau, a facultar al soberano
para fijar los artículos de fe, otorgándole el derecho de castigar con el
destierro y hasta con la muerte, a los que, o no se conformen con las decisiones
del nuevo Papa, o se aparten de ellas después de haberlas abrazado.
Extraña como parece la doctrina
de Rousseau, no lo es tanto sin embargo que no entre en el sistema general
de todos los que no reconocen la supremacía de un poder en materias religiosas.
Rechazan esta supremacía cuando se trata de atribuirla a la Iglesia católica,
o a su jefe, y por una contradicción la más chocante la conceden a la potestad
civil.
Está curioso Rousseau, cuando
al desterrar o matar al que se aparte de la religión formada por el soberano,
no quiere que estas penas se le apliquen como impío, sino corno insociable;
Rousseau seguía un impulso, en él muy natural, de no querer que sonase en
algo la impiedad, en tratando de la aplicación de castigos; pero al hombre
que sufriese el destierro o pereciese en un cadalso, ¿qué le importaba el
nombre dado a su crimen?
En el mismo capítulo, se le
escapó a Rousseau una expresión que revela de un golpe adónde se enderezaba
con tanto aparato de filosofía. "El que se atreva
a decir: fuera de la Iglesia no hay salud, debe ser echado del estado".
Lo que en otros términos significa, que la tolerancia debe ser para todo
el mundo, excepto para los católicos.
Se ha dicho que el Contrato Social fué el código de la revolución
francesa; y en verdad que ésta no echó en olvido lo que respecto de los católicos
le prescribe el tolerante legislador. Pocos son en la actualidad los que
se atreven a declararse discípulos del filósofo de Ginebra; bien que algunos
de sus vergonzantes sectarios le prodiguen todavía desmesurados elogios;
pero confiados en el buen sentido del linaje humano debemos esperar que
la posteridad en masa confirmará la nota con que todos los hombres de bien
han señalado al sofista trastornador, y al impudente autor de las Confesiones.
Comparado el Protestantismo
con el Catolicismo, me he visto precisado a tratar de la intolerancia, porque
éste es uno de los cargos que con más frecuencia se hacen a la religión católica;
pero en obsequio de la verdad debo advertir que no todos los protestantes
han predicado una tolerancia universal, y que muchos de ellos han reconocido
el derecho de reprimir y castigar ciertos errores.
Grocio, Puffendorf y otros
que rayan muy, alto entre los sabios de que se gloría el Protestantismo,
han estado de acuerdo en este punto, siguiendo el dictamen de toda la antigüedad,
que se conformó siempre con estos principios, así en la teoría corno en la
práctica.
Se ha clamado contra la intolerancia
de los católicos, como si ellos la hubiesen enseñado al mundo, como si fuera
un monstruo horrendo que en ninguna parte se criara sino allí donde reina
la iglesia católica. Cuando no otras razones, al menos la buena fe exigía
que se recordase que el principio de la tolerancia universal no había sido
reconocido en ninguna parte del mundo; y que así en los libros de los filósofos,
como en los códigos de los legisladores, se encontraba consignado con más
o menos dureza el principio de la intolerancia.
Ora se quisiese condenar este
principio como falso, ora se intentase restringirle, o dejarle sin aplicación,
al menos no se debía levantar una acusación particular contra la Iglesia
católica, por una doctrina y conducta en que se ha formado al ejemplo de la
humanidad entera.
Así los pueblos cultos como los bárbaros fueron culpables,
si culpa en esto hubiera, y lejos de recaer exclusivamente la mancha sobre
los gobiernos dirigidos por el Catolicismo, y sobre los escritores católicos,
debiera caer sobre todos los gobiernos antiguos, inclusos los de Grecia y
de Roma; debiera caer sobre todos los sabios de la antigüedad, inclusos Platón,
Cicerón y, Séneca; debiera caer sobre los gobiernos y, sabios modernos, inclusos
los protestantes.
Teniendo
esto presente, no hubieran parecido ni tan erróneas las doctrinas, ni tan
negros los hechos; así se hubiera visto que la intolerancia, tan antigua
como el mundo, no era una invención de los católicos, y que sobre todo el
mundo debía recaer la responsabilidad que de ella resultase.
Al
hablar de la Inquisición de España, no me he propuesto defender todos sus
actos, ni bajo el aspecto de la justicia, ni tampoco de la conveniencia pública.
No desconociendo las circunstancias excepcionales en que se encontró, juzgo
que hubiera procedido harto mejor si, imitando el ejemplo de la Inquisición
de Roma, hubiese ahorrado el derramamiento de sangre, en cuanto le hubiese
sido posible.
Podía
muy bien celar por la conservación de la fe, podía prevenir los males que
a la religión amenazaban de parte de moros y judíos, podía preservar la España
del Protestantismo, sin desplegar ese excesivo rigor, que le mereció graves
reprensiones y amonestaciones de parte de los Sumos Pontífices, que provocó
reclamaciones de los pueblos, que acarreó tantas apelaciones a Roma de los
encausados y condenados, y que suministró pretexto a los adversarios del Catolicismo
para acusar de sanguinaria una religión que tiene horror a la efusión de sangre.
Lo
repito, no es responsable la religión católica de ninguno de los excesos que
en su nombre se hayan podido cometer; y cuando se habla de la Inquisición,
no se deben fijar principalmente los ojos en la de España, sino en la de Roma.
Allí
donde reside el Sumo Pontífice, donde se sabe cumplidamente cómo debe entenderse
el principio de la intolerancia, y cuál es el uso que de él debe hacerse,
allí la Inquisición ha sido en extremo benigna, indulgente, allí es el punto
donde menos ha sufrido la humanidad por motivo de religión; y esto sin exceptuar
ningún país, tanto aquellos donde ha existido la Inquisición como los que carecieron
de ella, tanto donde predominó la religión católica como donde prevaleció
la protestante. Este hecho es indudable; y para todo hombre de buena fe debe
ser bastante para indicarle cuál es en esta materia el espíritu del Catolicismo.
Hago estas reflexiones en prueba de mi imparcialidad, y de que no desconozco
loe males, ni dejo de confesarlos, dondequiera que los vea. Esto no embargante,
deseo que no se olviden los hechos y observaciones que en el texto he aducido,
así sobre la Inquisición en sí misma, en las diferentes pocas de su duración,
como sobre la política de los reyes que la fundaron v sostuvieron. Por lo
mismo copiaré aquí algunos documentos que pueden arrojar mucha luz sobre
tan importante materia. He aquí en primer lugar el preámbulo de
la Pragmática de D. Fernando y D° Isabel, para la expulsión de los judío,
donde se explanan en pocas palabras los agravios que de ellos recibía la
religión, y los peligros que por este motivo amenazaban al estado.
Libro octavo, título segundo, Lei II de la Nueva Recopilación,
"D. Fernando, i D. Isabel en Granada año 1492 a 30 de marzo. Pragmática.
Porque Nos fuimos informados
que en estos nuestros Reinos avía algunos malos Christianos, que judaizaban,
y apostataban de nuestra Santa Fe Cathólica, de lo qual era mucha cansa la comunicación
de los judíos con los Cristianos; en las Cortes que hicimos en la ciudad de
Toledo el año pasado de mil i quatrocientos i ochenta años, mandamos apartar
los dichos Judíos en todas las Ciudades, i Villas, i Lugares cíe los nuestros
Reinos, i Señoríos, en las Juderías, i lugares apartados en donde viviesen,
i morassen, esperando que con su apartamiento se remediaría.. Otro sí avemos
procurado, i dado orden como se Hiciese inquisición en los dichos nuestros
Reinos, la qual, como sabéis, ha más de doce años que se ha hecho, i hace,
i por ello se han hallado muchos culpantes, según es notorio: i según somos
informados de los Inquisidores, i de otras muchas personas Religiosas, i Eclesiásticas,
i Seglares, consta, i paresce el gran daño que a los Christianos se ha seguido,
i sigue de la participación, conversación, i comunicación, que han tenido,
y tienen con los Judíos, los quales se prueba, que procuran siempre por quantas
vías más pueden de subvertir, i substraer de nuestra Santa Fe Cathólica a
los Fieles Christianos, i los apartar della, i atraer i pervertir a su dañada
creencia, i opinión, instruyéndoles en las ceremonias, i observancia de su
lei, haciendo ayuntamientos donde les lean, i enseñen lo que han de creer,
i guardar según su le¡, procurando de circuncidar, a ellos, i a sus hijos,
dándoles libros por donde rezasen sus oraciones, i declarándoles los ayunos
que han de ayunar, i juntándose con ellos a leer, i enseñándoles las Historias
de su lei, notificándoles las Pasquas antes que vengan, i avisándoles lo
que en ellas han de guardar, i hacer, dándoles, i llevándoles de su casa
el pan cenceño, i carnes muertas con ceremonias, instruyéndoles de las cosas
que se han de apartar, assí en los comeres como en las otras cosas por observancia
de su lei, i persuadiéndoles en cuanto pueden que tengan, i guarden la lei
de Moysés haciéndoles entender que no ha¡ otra le¡, i ni verdad salvo aquella;
lo qual consta por muchos dichos, i confesiones, así de los mismos judíos,
como de los que fueron pervertidos, engañados por ellos, lo qual ha redundado
en gran daño, i detrimento, i oprobio de nuestra Santa Fe Cathólica; i como
quiera que de mucha parte destos fuimos informados antes de agora, i conoscimos
que el remedio verdadero de todos estos daños, e inconvenientes, está en
apartar del todo la comunicación de los dichos Judíos con los Christianos,
i echarlos de todos nuestros Reinos, quisímosnos contentar con mandarlos
salir de todas las' Ciudades, i Villas, i Lugares del Andalucía, donde parecía
que avía hecho mayor daño, creyendo que aquello bastaría para que los de las
otras Ciudades i Villas, i Lugares de los nuestros Reinos, y Señoríos cessassen
de hacer, i cometer lo susodicho, i por que somos informados que aquello, ni las justicias que se han hecho en algunos
de los dichos judíos, que se han hallado muy culpantes en los (¡¡ellos crímenes,
i delitos contra nuestra Santa Fe Cathólica, no basta para entero remedio:
para obviar y- remediar como cesse tan gran oprobio, i ofensa de la Fe, i
Religión Cllristiana, i porque cada día se halla, i paresce que los dichos
Judíos creen en continuar su malo, i dañado propósito adonde viven, i conversan,
i porque no aya lugar de más ofender a nuestra Santa Fe Cathólica, assí en
los que hasta aquí Dios ha querido guardar, como en los que cayeron, i se
enmendaron, i reduxeron a la Santa Madre Iglesia, según la flaqueza de nuestra
humanidad, i sujesción diabólica, que continuo nos guerrea, ligeramente podría
acaescer si la principal causa cesto tío se quita, que es echar los diellos
judíos de nuestros Reinos; y porque cuando algún grave, i detestable crimen
es cometido por algunos de algún Colegio, o Universidad, es razón que el
tal Colegio, i Universidad sea disuelto, i aniquilado, i los menores por
los mayores, i los unos por los otros sean desunidos; y aquellos que pervierten
el bien, i honesto vivir de las Ciudades, i Villas por contagio, que pueda
dañar a los otros, sean expedidos de los pueblos, i aun por otras más leves
causas que sean en daño de la República, quanto más por el mayor de los crímenes,
i más peligroso, contagioso, como lo es este: Por ende, Nos, con consejo,
i parecer de algunos Prelados".
No se trata aquí de examinar
si en estas inculpaciones hechas a los judíos pudo haber o no alguna parte
de exageración, en que según todas las apariencias debía de haber en esto
un gran fondo de verdad, atendida la situación en que se encontraban los
dos pueblos rivales. Y nótese que si bien en el preámbulo de la Pragmática
se abstienen los monarcas de achacar a los judíos cien y cien otros cargos
que les hacía la generalidad del pueblo, no dejaba por esto de andar muy
válida la fama de ellos, y que por consiguiente debía influir sobremanera
en agravar la situación de los judíos, y, en inclinar el ánimo de los reyes
a tratarlos con dureza.
Por lo que toca a la desconfianza
con que debían de ser mirados los moros y sus descendientes, a más de los
hechos ya indicados, pueden todavía presentarse otros que manifiestan la
disposición de los ánimos, que hacía mirar a esos hombres como si estuvieran
en conspiración permanente contra los cristianos viejos. Cerca un siglo había
transcurrido desde la conquista de Granada, y vemos que todavía se abrigaban
recelos de que aquel reino era el centro de las asechanzas dirigidas por
los moros contra los cristianos, saliendo de allí los avisos y los auxilios
necesarios para que en las costas pudiesen cometerse contra personas indefensas
toda clase de tropelías. Véase lo que decía
Felipe II, en 1567.
Libro octavo. Título segundo de la Nueva
Recopilación.
Le¡ XX. Que pone graves penas
a los naturales de] Reino de Granada que encubrieren, o acogieren, o favorecicrcn
'Turcos, o ¡Moros, o judíos, o les dieren avisos o se escribieren con ellos.
“ D Phelipe II, en Madrid a 10 de diciembre
de 1567 años.
Porque aveníos sido informados que no embargante
lo que para la defensa, i seguridad de los mares, i costas de nuestros Reinos
tenernos proveído ansí en mar, como en tierra, especialmente en el Reino
de Granada, los Turcos, Moros, Corsarios, i allende han hecho, i hacen en
el dicho Reino en los puertos, i costas, i lugares marítimos, ¡ cercanos
a ellos, los robos, males, i daños, i captiverios de Christianos, que son
notorios, lo cual dix que han podido, i pueden hacer con facilidad, i seguridad,
mediante el trato, e inteligencia que han tenido, i tienen con algunos naturales
de la tierra, los quales los avisan, 1 guían, acogen, i encubren, i les dan
favor, i ayuda, passándose algunos dellos allende con los dellos Moros, i
Turcos, i llevando consigo sus mujeres, hijos, i ropa, i los Christianos,
i ropa dellos que pueden aver, i que otros de los dichos naturales, que han
sido partícipes, i sabidores, se quedan en la tierra, i no han sido, ni
son castigados, ni parece que esto está proveído con el rigor, i tan entera
i particularmente como convendría,; ai mucha dificultad en la averiguación,
e información, i aun descuido, i negligencia en las justicias, i jueces que
lo avían de inquirir i castigar; i aviéndose sobre esto tratado y platicado
en el nuestro Consejo, para que se proveyese en ello, como en cosa que tanto
importa al servicio de Dios nuestro Señor, i nuestro, i bien público: i con
Nos consultado, fué acordado que devíamos mandar dar esta nuestra Carta...
etc., etc."
Pasaban los años, y la ojeriza
entre los dos pueblos continuaba todavía; y a pesar de los muchos quebrantos
sufridos por la raza mahometana, no se daban por satisfechos los cristianos.
Es muy probable que un pueblo que había sufrido, y estaba sufriendo tantas
humillaciones, probaría a vengarse; y, así no se hace tan difícil el creer
la verdadera existencia de las conspiraciones que se les achacaban. Como
quiera, la fama de ellas era general, y el gobierno se hallaba seriamente
alarmado con este motivo. Léase en comprobación, lo que decía Felipe III
en 1609, en la ley- para la expulsión de los moriscos.
Libro octavo. Título segundo de la Nueva
Recopilación.
Lei XXV. Por lo qual fueron
echados los moriscos del Reino; las causas que para ello hubo, i medio que
se tubo en su execución.
"D. Phelipe III, en Madrid
a 9 de diciembre de 1609.
Aviéndose procurado por largo discurso de tiempo
la conservación de los moriscos en estos Reinos, i executádose diversos castigos
por el Santo Oficio de la Santa Inquisición, i concedídose muchos Edictos
de gracia, no omitiendo medio, ni diligencia para instruirlos en nuestra Santa
Fe, sin averse podido conseguir el fruto que se deseaba, pues ninguno se ha
convertido, antes ha crecido su obstinación; i aun el peligro que amenazaba
a nuestros Reinos, de conservarlos en ellos, se Nos representó por personas
mui doctas, muy temerosas de Dios, de que convenía poner breve remedio; i
que la dilación podría gravar nuestra Real conciencia, por hallarse muy ofendido
nuestro Señor de esta gente, asegurándonos que podríamos sin ningún escrúpulo,
castigarlos en las vidas, i en las haciendas, porque la continuación de sus
delitos, los tenía convencidos de herejes, i apóstatas, i proditores de
lesa Magestad Divina i humana; i aunque por esto pudiera proceder contra
ellos con el rigor, que sus culpas merecen, todavía, deseando reducirlos
por medios suaves, i blandos, mandé hacer en la ciudad, i Reino de Valencia
una Junta del Patriarca, i otros prelados, i personas doctas para que viessen
lo que se podría encaminar, i disponer, aviéndose entendido que al mismo tiempo
que se estaba tratando de su remedio, los de aquel Reino, i los de éstos
pasaban adelante con su dañado intento, i sabiéndose por avisos ciertos,
i verdaderos que han enviado a Constantinopla a tratar con el Turco, i a Marruecos
con el Rey Buley Fidón, que enviasen a estos Reinos las mayores fuerzas,
que pudiesen en su ayuda, i socorro, asegurándoles que hallarían en ellos
cientos y cinquenta mil hombres tan Moros como los de Berbería, que los assistirían
con las vidas, i haciendas, persuadiendo la facilidad de la empresa; aviendo
también intentado la misma plática con Herejes, i otros Príncipes enemigos
nuestros; i atendiendo a todo lo susodicho, i cumpliendo con la obligación
que tenemos de conservar, i mantener en nuestros Reinos la Santa Fe Cathólica
Romana, i la seguridad, paz i reposo de ellos, con el parecer, i consejo de
varones doctos, y de otras personas mui zelosas del servicio de Dios, i mío:
mandamos que todos los Moriscos habitantes de estos Reinos, assí hombres,
como mujeres, i niños de cualquier condición, etc."
He dicho que los papas procuraron ya
desde un principio suavizar los rigores de la inquisición de España; ora
amonestando a los reyes y a los Inquisidores, ora admitiendo las apelaciones
de los encausados y condenados.
He añadido también que la política de los reyes, quienes temían que
las innovaciones religiosas no acarreasen perturbación pública, había embarazado
a los papas para que no pudiesen llevar tan allá como hubieran deseado sus
medidas de benignidad e indulgencia: en apoyo de esta aserción escogeré entre
otros documentos uno que manifiesta la irritación de los reyes de España
por el amparo que en Roma encontraban los encausados por la Inquisición.
Lib. 8. Tít. 3. Ley 2 de la Nueva Recopilación.
Que los condenados por la Inquisición,
que están aventados de estos Reinos, no vuelvan a ellos, so pena de muerte,
¡ perdimiento de bienes.
"D. Fernando, i D. Isabel en Zaragoza
a 2 de agosto año 1498. Pragmática.
Porque algunas personas condenadas por Herejes por
los inquisidores se ausentan de nuestros Reinos, i se van a otras partes,
donde con falsas relaciones, i formas indevidas han impetrado subrepticiamente
esenciones, i absoluciones, conmisssiones, i seguridades, i otros privilegios,
a fin de se eximir de las tales condenaciones, i penas en que incurrieron,
i se quedar con sus errores, i con esto tientan de volver a estos nuestros
Reinos; por ende queriendo extirpar tan grande mal, mandamos que no sean ossadas
las tales personas condenadas de volver, ni vuelvan, ni tornen nuestros Reinos,
i señoríos por ninguna vía, manera, causa, ni razón que sea, so pena de muerte
y perdimiento de bienes: en la cual pena queremos, i mandamos que por ese
mismo hecho incurran; y, que la tercia parte de los dichos bienes sea para
la persona que lo acusare i la tercia parte para la Justicia, i la otra tercia
para la nuestra Cámara; i mandamos a las dichas Justicias, i a cada una.
i en cualquier dellas en sus Lugares, i jurisdicciones que cada i cuando supiesen
que algunas de las personas susodichas estuvieren en algún Lugar de su jurisdicción,
sin esperar otro requerimiento, vayan a donde la tal persona estuviere, i
le prendan el cuerpo, y luego sin dilación executen, y hagan executar en su
persona, i bienes las dichas penas por Nos puestas, según que dicho es; no
embargante cualesquier esenciones, reconciliaciones, seguridades, i otros
privilegios que tengan, los quales en este caso, cuanto a las penas susodichas,
no les pueden sufragar: i esto mandamos que hagan, i cumplan assí, so pena
de perdimiento, i confiscación de todos sus bienes: en la qual pena incurran
qualesquier otras personas, que a las tales personas encubrieren, o receptaren,
o supieren donde están, i no lo notificaren a las dichas nuestras justicias:
i mandamos a cualesquier Grandes Concejos i otras personas de nuestros Reinos
que den favor y ayuda a nuestras Justicias, cada i cuando que se la pidieran,
i menester fuere, para cumplir y executar lo susodicho, so las penas, que
las Justicias sobre ellos les pusieren".
Conócese por el documento que se acaba
de copiar, que ya en 1498 habían llegado las cosas a tal punto, que los reyes se proponían sostener
a todo trance el rigor de la Inquisición y que se daban por ofendidos de que
los papas se entrometiesen en suavizarle. Esto indica de dónde procedía la
dureza con que eran tratados los culpables; y revela además una de las causas
por que la Inquisición de España usó algunas veces de sus facultades con excesiva
severidad. Bien que no era un mero instrumento de la política de los reyes,
como han dicho algunos; sentía más o menos la influencia de ella; y, sabido
es que la política, cuando se trata de abatir a un adversario, no suele mostrarse
demasiado compasiva. Si la Inquisición de España se hubiese hallado entonces
bajo la exclusiva autoridad y dirección de los papas, mucho más templada
y benigna hubiera sido en su conducta.
A la sazón el empeño de los
reyes de España era que los juicios de la Inquisición fuesen definitivos,
y sin apelación a Roma: así lo había pedido expresamente al Papa la reina
Isabel; y a esto no sabían avenirse los Sumos Pontífices, previendo sin duda el abuso que podría hacerse
de arma tan terrible el día que le faltase el freno de un poder moderador.
Por los hechos que se acaban
de apuntar queda en claro con cuánta verdad he dicho que si se excusaba la
conducta de Fernando e Isabel por lo tocante a la Inquisición, no se podía
acriminar a la de Felipe II, porque mas severos, mas duros, se mostraron los
Reyes Católicos que no este monarca. Ya llevo indicado el motivo por que
se ha condenado tan despiadadamente la conducta de Felipe II, pero es necesario
demostrar también por qué se ha ostentado cierto empeño en excusar la de
Fernando e Isabel.
Cuando se quiere falsear un
hecho histórico, calumniando una persona o una institución, es menester comenzar
afectando imparcialidad y buena fe; para lo cual sirve en gran manera el manifestarnos
indulgentes con lo mismo que nos proponemos condenar; pero haciéndolo de
manera que esta indulgencia resalte como una concesión hecha gratuitamente
a nuestros adversarios o como un sacrificio que de nuestras opiniones y Sentimientos
hacemos, en las aras de la razón y, de la justicia que son nuestra guía v
nuestro ídolo. En tal caso predisponemos al lector u oyente a que mire la
condenación que nos proponemos pronunciar, como un fallo dictado por la
más estricta justicia, y, en que ninguna parte ¡la cabido ni a la pasión,
ni al espíritu de parcialidad, ni a miras torcidas.
¿Cómo dudar de la buena fe, del amor a la verdad de la imparcialidad
de un hombre que empieza excusando lo que según todas las apariencias, atendidas
sus opiniones, debiera anatematizar?
He aquí la situación de los
hombres de quienes estamos hablando: proponíanse atacar la Inquisición, y,
cabalmente encontraban que la protectora de este tribunal, y en cierto modo
la fundadora, había sido la reina Isabel, nombre esclarecido que los españoles
han pronunciado siempre con respeto, reina inmortal que es uno de los más
bellos ornamentos de nuestra historia. ¿Qué hacer en semejante apuro?
El medio era expedito: nada
importaba que los judíos y los herejes hubiesen sido tratados con el mayor
rigor en tiempo de los Reyes Católicos, nada obstaba que esos monarcas hubiesen
llevado más allá su severidad que los demás que les sucedieron; era necesario
cerrar los ojos sobre estos hechos, y excusar la conducta de aquéllos, haciendo
notar los graves motivos que los impulsaron a emplear el rigor de la justicia.
Así se orillaba la dificultad de echar un borrón sobre la memoria
de una gran reina, querida y respetada de todos los españoles, y se dejaba
más expedito el camino para acriminar sin misericordia a Felipe II. Este monarca tenía
contra sí el grito unánime de todos los protestantes, por la sencilla razón
de que había sido su más poderoso adversario; y así no era difícil
lograr que sobre él recayese todo el peso de la execración. Esto descifra
el enigma, esto explica la razón de tan injusta parcialidad, esto revela la
hipocresía de la opinión, que excusando a los Reyes Católicos, condena sin
apelación a Felipe II.
Sin vindicar en un todo la
política de este monarca, llevo presentadas algunas consideraciones, que
pueden servir a templar algún tanto los recios ataques que le han dirigido
sus adversarios: sólo me falta copiar aquí los documentos a que he aludido,
para probar que la Inquisición no era un mero instrumento de la política de
este príncipe, y que el no se propuso establecer en España un sistema de
oscurantismo.
Don Antonio Pérez en sus, Relaciones, en las notas a una carta
del confesor del rey, fray Diego de Chaves, en la que éste afirma que el
príncipe seglar tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, dice:
"No me meteré en decir lo mucho
que he oído sobre la calificación de algunas proposiciones de éstas, que
no es de mi profesión.
Los de ella se lo entenderán luego, en oyendo el
sonido; sólo diré que estando yo en Madrid, salió condenada por la Inquisición
una proposición que uno, no importa decir quién, afirmó en un sermón en S.
Hierónimo de Madrid en presencia del rey católico: es a saber: Que los reyes tenían poder absoluto sobre
las personas de sus vasallos, v sobre sus bienes. Fué condenado, demás de
otras particulares penas, en que se retractase públicamente en el mismo lugar
con todas las ceremonias de auto jurídico. Hízolo así en el mismo púlpito,
diciendo que él había dicho la tal proposición
en aquel día.
Que él se retractaba de ella,
como de proposición errónea. Porque,
señores (así dijo recitando por un papel), los reyes no tienen más
poder sobre sus vasallos del
que les permite el derecho divino y humano; y no por su libre y absoluta
voluntad. Y aun sé el que calificó la proposición, y ordenó las mismas
palabras que había de referir el reo, con mucho gusto del calificante, porque
se arrancase hierba tan venenosa, que sentía que iba cresciendo. Bien se
ha ido viendo. El maestro fray Hernando del Castillo (este nombraré) fué
el que ordenó lo que recitó el reo, que era consultor del Santo Oficio, predicador
del rey, singular varón en doctrina y elocuencia, conoscido y cstirnado mucho
de su nación y de la italiana en particular.
De éste decía el doctor Velasco,
grave persona de su tiempo, que no había vihuela en manos de Fabricio Dentici
tan suave, como la lengua del maestro fray Hernández del Castillo en los oídos".
Y pág. 47 en texto: "Yo sé que las calificaron por muy escandalosas
personas gravísimas en dignidad, en letras, en limpieza de pecho cristiano,
y entre ellas persona que en España tenía lugar supremo en lo espiritual,
y que había tenido oficio antes en el juicio supremo de la Inquisición".
Después dice que esta persona era el Nuncio de Su Santidad.
(Relaciones de Antonio Pérez). París,
1624.
El notable pasaje de la citada
carta de Felipe II al doctor D. Benito Arias Montano dice así:
"Lo que vos el Dr., etc.,
mi capellán, avéis de hacer en Amberes adonde os enviamos".
Fecha de Madrid, 25 de marzo de 1568. "Demás de hacer al dicho Plantino esta comodidad y buena obra, es bien
que llevéis entendido, que desde ahora tengo aplicados los seis mil escudos
que se le prestan para que como se vayan cobrando dél, se vayan empleando
en libros para el Monasterio de San Lorenzo el Real de la orden de San Gerónimo,
que yo hago edificar cerca del Escorial, como sabéis. Y así habéis de ir
advertido de este mi fin e intención, para que conforme a ella hagáis diligencia
de recoger todos los libros exquisitos, así impresos como de mano, que vos
(como quien también lo entiende) viéredes que serán convenientes, para los
traer y poner en la librería de dicho Monasterio: porque esta es una de las más principales riquezas
que yo querría dejar a los religiosos que en él hubieren de residir, como
la más útil y necesaria.
Y por eso ¡le mandado también a D. Francés de Alaba,
mi embajador en Francia, que procure de haber los mejores libros que pudiere
en aquel reyno; y vos habéis de tener inteligencia con él sobre esto, que
yo le mandaré escribir que haga lo mismo con vos; y que antes de comprarlos
os envíe la lista de los que se hallaren, y de los precios de ellos para que
vos le advirtáis de los que habrá de tomar y, dejar, y lo que podrá dar por
cada uno de ellos; y que os vaya enviando a Amberes los que así fuere comprando,
para que vos los reconozcáis, y enviéis acá todos juntos a su tiempo".
En el reinado de Felipe II,
de ese monarca que se nos pinta como uno de los principales fautores del oscurantismo,
se buscaban en los reinos extranjeros los libros exquisitos, así impresos
como de mano, para traerlos a las librerías españolas; en nuestro siglo que
apellidamos de ilustración, se han despojado las librerías españolas, y,
sus preciosidades han ido a parar a las extranjeras.
¿Quién ignora el acopio que de nuestros libros y manuscritos se
ha hecho en Inglaterra? Consúltense los índices del Museo de Londres, y de
otras bibliotecas particulares: el que escribe estas líneas habla de lo
que ha visto con sus propios ojos, y, de lo que ha oído lamentar a personas
respetables. Cuando tan negligentes nos mostramos en conservar nuestros tesoros,
no seamos tan injustos y, tan pueriles que nos entretengamos en declamar
vanamente contra aquellos mismos que nos lo legaron.