Persecuciones religiosas, ayer y hoy

Desde el mismo momento del nacimiento de la Iglesia, esa tuvo que enfrentarse con enemigos que, gozando del poder temporal, buscaron su aniquilación, primero por la violencia, y más modernamente combinándola con medios más sutiles. En este artículo se hace un breve recorrido por algunos de los hitos de la persecución contra los cristianos, desde Roma a Sudán, pasando por la Inglaterra del XVI o la Francia revolucionaria, para acabar defendiendo la tesis de que hoy en día, en Occidente, también podemos hablar de una persecución religiosa contra los católicos.



1. Introducción

Como sabiamente intuía Platón, la Verdad existe, y es, además, identificable con el Bien y la Belleza. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, así se revela Cristo en el Evangelio de San Juan. Mas la Verdad tiene muchos enemigos, y así se puso de manifiesto desde el mismo comienzo de la andadura de la Iglesia. A lo largo de los siglos el odio se ha manifestado de muchas y variadas formas, y su concreción violenta ha regado de sangre cristiana los cinco continentes. Sea éste un pequeño resumen de una gran epopeya, la epopeya de los mártires que cayeron bajo la espada, la horca o las balas, por el mero hecho de creer en lo que nosotros rezamos cada domingo en el Credo. A algunos de ellos los veneramos en los altares, pero la gran mayoría son desconocidos, son tumbas sin nombre, esqueletos olvidados para la Historia y para los hombres. Para Aquél que todo lo ve, empero, todos ellos sin distinción son los de las vestiduras blancas, los que vienen de la gran tribulación. Que su luz nos guíe si alguna vez debemos transitar los agrestes caminos que ellos desbrozaron, y que su ejemplo nos edifique en los momentos en los que la blandura y el abandono se adueñan de nuestras almas.

2. La Iglesia primitiva: los primeros mártires

Los primeros cristianos eran de procedencia judía, y, como tales, seguían asistiendo al Templo y respetando las normas judías, reuniéndose para escuchar las prédicas de los apóstoles y para la Santa Misa. Imbuidos del Espíritu Santo, los apóstoles iban haciendo crecer esta primera comunidad cristiana de Jerusalén, despertando las iras del Sanedrín y la “ortodoxia” judaica. San Pedro y San Juan fueron los primeros apóstoles encarcelados, liberados al poco tiempo con la condición de que no siguieran predicando, condición que, evidentemente, no cumplieron. Y al ir extendiéndose en espacio y número la comunidad cristiana, surgió de manera natural la figura del diácono, entre cuyas filas encontramos el primer mártir de la Iglesia naciente: San Esteban. Su martirio fue el detonante de la primera persecución abierta contra el Cristianismo, persecución que se tradujo de manera inmediata en la expansión de la Iglesia por Siria y Anatolia. Es esta una constante de estas primeras persecuciones: las obligadas dispersiones no hacían sino acelerar el conocimiento de Cristo y la conversión de gentes cada vez más alejadas del núcleo original. Como vemos, muy pronto empezó la sangre de los mártires a fertilizar la tierra. Supongo que este bien mayor que supuso para la Iglesia la sangre derramada es la razón por la que nuestros “hermanos mayores en la fe” judíos no piden perdón, como se estila últimamente.

3. El Imperio Romano: las grandes persecuciones

Tras la conversión de San Pablo, y la llegada de la Fe cristiana a Roma, comienzan las persecuciones por antonomasia, las ejercidas por el Imperio. Primero fue el pirómano emperador Nerón, que cargó su propia locura sobre las espaldas de los semidesconocidos cristianos. Dicta un edicto de proscripción (Institutum neronianum) contra los cristianos, a quienes deja fuera de la general tolerancia religiosa. Desde ese momento hasta la proclamación del Edicto de Milán, transcurren dos siglos y medio, en los que se sucedieron a la cabeza del Imperio Romano emperadores de muy diverso espíritu y condición. No fue un tiempo de ininterrumpida persecución, pudiendo hablarse en términos generales de tantos años de persecución como de paz precaria para la Iglesia.

En los dos primeros siglos los cristianos, al menos teóricamente, viven siempre en estado de proscripción continua. En el siglo III la suerte de los cristianos depende del capricho de los sucesivos emperadores. Y al comienzo de la cuarta centuria la persecución es al principio general, y después local, según las provincias.

Así, tras Nerón, Trajano suaviza la legislación, con lo que ya no se actúa de oficio contra los cristianos y se exige para su condena el que hagan profesión pública de fe y se nieguen a realizar acto alguno de idolatría o apostasía. En cualquier caso, lo que sí pone de manifiesto esta ley, mantenida intacta hasta la muerte de Marco Aurelio, es el punto clave de toda persecución religiosa: lo que se castiga es el mero hecho de ser católico, pues, ya sin los pretextos neronianos, el delito es simplemente profesar el cristianismo, reconociéndose implícitamente que ningún otro delito o riesgo para la paz social existe en el condenado, por más que algunos autores sostengan como “fundamento jurídico” el hecho de que los cristianos eran perseguidos en realidad por crimen de lesa majestad. Profesando el cristianismo, en efecto, los fieles rehusaban honores religiosos al emperador, considerándolo un acto de idolatría, y de este modo infringían un derecho común, y se hacían reos de la lex majestatis; sin embargo no era esta la motivación última de la persecución.

A partir del siglo III, cada período persecutorio lleva el sello de un edicto específico; es decir, pasamos de la hostilidad latente a la guerra abierta en intervalos cruentos más o menos largos, alternándose con mandatos de emperadores pro-cristianos, como Maximino, sobre el que hay sospechas de que fuese él mismo cristiano.

En el año 250, el emperador Decio desencadena una persecución que por primera vez será universal. Decio ve a los cristianos como innovadores que ponen en peligro la civilización antigua y el orden romano social y religioso. Por eso es preciso acabar con ellos, por la intimidación que les lleve a la apostasía, o por el exterminio, si se resisten a la obediencia. Por norma imperial, todos los cristianos, hombres, mujeres y niños, en las ciudades y en los campos, en un día determinado han de reunirse para ofrecer sacrificios a los dioses, sea ofreciendo víctimas, haciendo libaciones rituales o comiendo de la carne sacrificada a los ídolos. Toda la población es convocada, y más tarde cada uno debe acreditar, por una especie de certificado, que ha participado en el sacrificio. Los que no puedan acreditarlo, son sometidos a persecución. Si alguno huye o se esconde, sufre la confiscación de sus bienes. Las penas aplicadas consisten en destierro, confiscación de bienes o muerte. Decio, al parecer, no era cruel por temperamento; era un fanático frío, que intentaba abolir del Imperio al cristianismo, por pura “razón de Estado”: él quería, en expresión de San Jerónimo, “matar las almas, no los cuerpos”. La persecución de Decio hizo muchos mártires, y quizá aún más renegados. La mayoría de éstos sucumbían ante la primera prueba, accediendo a sacrificar a los dioses. Pero muy pocos de quienes comparecieron ante los jueces renegaron de su fe, pues por fidelidad a ella, precisamente, habían llegado ante el tribunal. Más tarde llegaría la persecución de Valeriano, en la que hubo una llamativa innovación táctica, pues no era indiscriminada, sino que se dirigía primordialmente contra obispos, sacerdotes y diáconos. Este golpe terrible de persecución mató al Papa Sixto II, a San Cipriano en Cartago, a Fructuoso y a sus diáconos en Tarragona. Con el sucesor de Valeriano, Galieno la Iglesia vivió los momentos de mayor paz en el Imperio hasta ese momento, gozando incluso de derecho reconocido a la propiedad. Sin embargo, y a consecuencia de la atribulada política del siglo, aquello no fue más que una corta tregua, pues Aureliano reanudó la persecución.

A comienzos del siglo IV la implantación del cristianismo era ya tan grande en el Imperio que muchos funcionarios y magistrados lo profesaban públicamente. En Occidente y en Oriente se construían grandes iglesias y el emperador Diocleciano se mostraba benévolo con los fieles. Pero de pronto, cambia totalmente el ánimo del emperador por influjo de Maximiano Galerio, uno de sus césares, y el viento de la persecución arrecia de nuevo. En los años 303 y 304, varios edictos imperiales desatan la persecución más sangrienta de cuántas había llevado a cabo Roma. Y esta novedad en el odio tiene su explicación. A mediados del siglo III todavía el perseguidor imperial representaba a la mayoría de los ciudadanos. Pero ahora paganos y cristianos son más o menos iguales en número, y en varias provincias de Asia son más los fieles. El paganismo ya no es más que un partido en el poder. Un partido y un poder que sienten amenazada su propia pervivencia.

Después de la abdicación de Diocleciano, se reparte el Imperio, y cesa la persecución en Occidente. Pero en la Europa oriental, en el Asia romana y en Egipto, donde imperan Galerio y Maximino Daia, sigue produciendo estragos. La persecución finaliza con un emperador joven y victorioso, Constantino, hijo de Santa Elena, quien en 312, firmaba en Milán una carta de paz religiosa definitiva. Más que una carta otorgada, de hecho fue un concordato, pues ya por entonces la Iglesia católica se alzaba fuerte y unida en casi todas partes. Aquella carta constantiniana era una reparación tardía, pero absolutamente necesaria, conveniente para el Estado y exigida por gran parte de los ciudadanos. El edicto de Milán, acatado al principio sólo en Europa y provincias africanas, pronto se extendió también como ley en el Oriente.

La orientación pro-cristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado derecho romano-cristiano.

4. La Alta Edad Media: las herejías

Con Constantino quedaba inaugurada una nueva época para la Iglesia, en la que el poder civil no sólo la iba a respetar, sino que iba a quedar, en muchos casos, como aliado o subordinado. Bien es cierto que el sucesor de Constantino, Julián el Apóstata, restauró el paganismo y retiró momentáneamente el apoyo al cristianismo, pero se trató de una etapa persecutoria efímera y no especialmente sangrienta, pues se trataba fundamentalmente de sanciones de tipo administrativo; a pesar de ello, también hubo algunos mártires, como el obispo Basilio, cruelmente atormentado por orden directa del emperador, cuya muerte predijo al intentar éste convencerle para que apostatara. El fluir de la historia hizo que esta alianza inicial se correspondiese al poco tiempo con la inauguración de una nueva Edad, la Edad Media, en la que la influencia cultural y política del cristianismo alcanzó su mayor cota en Occidente. La escolástica y el Imperio bien podrían simbolizar el ideal cristiano que vertebró en su apogeo bajomedieval la auténtica Europa, muy lejos de la que hoy nos intentan vender: esa Europa que no era sólo Europa, sino que era Cristiandad.

Pero esta primacía europea, no implicó, obviamente una paz universal para la Iglesia en todo tiempo y espacio. Por ejemplo, ya en época de Constantino, se produjeron violentas persecuciones en Persia, contra las que protestó por carta el propio emperador, que consiguiendo detener temporalmente las matanzas.

Además, con la aparición de las sucesivas herejías, se inauguró un nuevo modo de violencia persecutoria, cuando esta era llevada a cabo por los propios herejes en las ocasiones en las que conseguían hacerse con el poder por veleidad o error de los gobernantes. Así sucedió en Oriente, cuando Constantino, hijo de Constantino el Grande, concedió su favor a los arrianos, desterrando al célebre Atanasio y a otros obispos. En el norte de África, la persecución fue especialmente dura, llegando a la cifra de 30 obispos martirizados. La herejía arriana perduró en algunos lugares a lo largo de varios siglos, con especial incidencia en el territorio hispano, que quedó, como sabemos bajo el dominio visigodo. Tenemos el caso de San Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo, martirizado por su propio padre al abjurar del arrianismo para retornar a la verdadera Fe; tres años después, España alcanzaba por primera vez la Unidad Católica en el III Concilio de Toledo, cuando el rey Recaredo renunció definitivamente a la herejía. Nuevamente, la sangre vertida fructificaba rápida y esplendorosamente, haciendo nacer para el mundo una Unidad que debería convertirse con el paso de las centurias en la nación evangelizadora de medio orbe y en el último baluarte de la Cristiandad frente al protestantismo, el liberalismo y el marxismo.

Otras herejías como la eutiquiana o la monotelita también llegaron a causar víctimas en este período de los siglos IV a VI. A partir de entonces, no se puede hablar de persecuciones masivas. Al margen de las guerras, el Islam causó algunos mártires en España, en los Balcanes y en Oriente, al igual que las ocasionales invasiones de pueblos nórdicos todavía paganos, o algunas luchas intestinas en Europa del Este, sobre todo en Hungría y Polonia.

5. La Edad Moderna: vuelven las persecuciones

Llegamos, con la caída de Constantinopla y el descubrimiento de América a la Edad Moderna. En esta época, en la que el racionalismo antropocéntrico inicia su labor de demolición de la Iglesia, aparece el protestantismo, y con él, vuelven las persecuciones, circunscritas hasta ese momento a los lugares de misión, a la Vieja Europa. Entrar en el detalle de las guerras de religión llevaría esta exposición demasiado lejos, pero por lo significativo del ejemplo, por su duración en el tiempo y por sus implicaciones en la Historia universal, consideraremos el caso de la persecución contra los católicos desatada en Inglaterra con el fin de imponer el anglicanismo.

El protestantismo no logró tener éxito inicialmente en Inglaterra, pese a que la semilla de la separación entre Inglaterra y la Iglesia católica había sido sembrada hacía años. El creciente poder de los monarcas ingleses había transformado a la Iglesia en Inglaterra en un instrumento en las manos del rey. Por tanto, cuando Enrique VIII decidió casarse con Ana Bolena, divorciándose de su legítima esposa, Catalina de Aragón, pocas fueron las voces levantadas en contra, sí dejamos aparte las de Tomás Moro y Juan Fisher. Así llegó el cisma; pero todavía no había entrado la herejía.

El protestantismo empezó a calar durante el reinado del joven Eduardo VI, introduciéndose primero entre los ministros del rey y, más tarde, apoderándose, sin mucha oposición, de las grandes ciudades y de los condados del este del país. Cuando llegó al trono la reina María, hija legítima de Enrique VIII y Catalina de Aragón, defensora de la verdadera religión y ferviente católica, el protestantismo tenía mucha fuerza en todo el país. Por esta razón el renacimiento del catolicismo durante su reinado duró muy poco, escasamente cuatro años desde su proclamación oficial hecha por el Parlamento.

Después de la muerte de María, heredó el trono Isabel I en el año 1558, que se rodeó nuevamente de consejeros y ministros protestantes, de quienes Guillermo Cecil puede considerarse el jefe y prototipo. La mayoría de los mártires fueron ejecutados durante estos años, siendo relativamente pocos los que murieron durante el período de Carlos I, Jaime I y el protector Cromwell. Sin embargo, la persecución no empezó de una manera abierta y violenta, sino con dos leyes destinadas a consolidar la herejía protestante: el Decreto de Supremacía y el Acta de Uniformidad, en el año 1559. La reina se declaró monarca, no solamente en cuanto a las cosas civiles del país, sino también de las espirituales y religiosas dentro de su reino. La mayoría de sus súbditos resolvieron el problema aceptando con sumisión los decretos reales, viendo en ellos solamente los deseos del rey de enriquecerse mediante una confiscación de los bienes de la Iglesia en el país, especialmente de los grandes monasterios. Otros, y al principio fueron muy pocos, dieron sus vidas antes de ceder al monarca lo que consideraban una prerrogativa del Romano Pontífice. Es decir, éstos vieron en el problema su aspecto teológico, mientras los otros no vieron más que el aspecto político-social.

El levantamiento en el norte de Inglaterra en el año 1569, por motivos puramente religiosos, hizo a Cecil cambiar su política, y desde entonces la persecución de los católicos fue más dura, tanto que, en el año 1570, el papa San Pío V excomulgó a la reina Isabel. En seguida Cecil tomó su revancha. Identificando el protestantismo con el espíritu nacional, empezó a calificar de traidores a todos los que propagaron las noticias de la sentencia papal, a todos los sacerdotes que continuaron en la verdadera fe, juntamente con los que les ayudaran con dinero y les hospedaran en sus casas. Muchos católicos se exiliaron, y se abrieron seminarios católicos ingleses por toda Europa. España puede tener el merecido orgullo de haber dado refugio a muchos de aquellos seminaristas que, en cuanto se ordenaban, volvían a su patria; el Colegio de Valladolid cuenta entre sus alumnos de aquellos tiempos veintitrés mártires, diecinueve de ellos ya beatificados por la Iglesia.

La persecución llegó a su punto más feroz después del decreto del año 1585 contra la misa y los sacerdotes. Según este decreto todos los sacerdotes de la isla tendrían que salir de ella en un plazo de cuarenta días; el mero hecho de ser sacerdotes era un acto de traición a la nación. Los que estaban estudiando en seminarios fuera del país tendrían que volver a él dentro de un período de seis meses y prestar un juramento de fidelidad a la reina como cabeza de la nación y de la Iglesia. Los que rehusaron cumplir estas condiciones fueron declarados traidores, juntamente con todos los que les ayudaron en cualquiera forma, constituyéndose en reos de pena de muerte.

La persecución duró, como decimos, hasta los tiempos de Cromwell y entre sus mártires contamos en primer lugar, por supuesto, a Santo Tomás Moro, patrón de los políticos católicos, íntimo compañero y amigo del rey Enrique VIII, y asesinado por éste al no aceptar el juramento de sumisión como cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Muchos otros murieron por ayudar a los sacerdotes en su trabajo como misioneros, ocultándoles en sus casas, preparándoles escondites donde podían refugiarse con sus hábitos y con los ornamentos de misa. Los sacerdotes que volvían disfrazados desde los seminarios en el continente eran en muchos casos hechos prisioneros nada más llegar. Otros conseguían pasar desapercibidos durante años, hasta que algún delator les ponía en manos del poder real. Duramente interrogados y torturados para que revelasen nombres de católicos, acababan en la horca si las condiciones del encierro no les habían hecho ya merecedores de la palma del martirio. Hasta el último momento, eran atosigados por pastores protestantes en un intento vano de hacerles apostatar. A estos héroes, olvidados por la mayor parte de nuestros libros de Historia les debemos que aún queden católicos en Gran Bretaña.

El caso anglicano también tuvo graves repercusiones en Irlanda, colonizada por Inglaterra. La creación de la iglesia anglicana fue rechazada por el pueblo irlandés, evangelizado en el siglo V por San Patricio y reserva de la espiritualidad católica durante el largo período de ocupación bárbara en Europa. En 1569 se celebró la conferencia de Munster, en la que el pueblo irlandés acordó defenderse y defender la religión católica frente a la ocupación inglesa. La respuesta inglesa no se hizo esperar y se ordenó el aplastamiento por las armas de los rebeldes; a la par, surgió la idea de constituir un enclave protestante, principalmente con colonizadores escoceses, en la parte norte de la isla que contaba con las tierras más fértiles, desplazando a la población irlandesa hacia el sur. He aquí el origen del actual conflicto del Ulster, que, como se puede ver, tiene tanto que ver con el origen del terrorismo etarra como un huevo con una castaña; en todo caso, no es este el momento de entrar en un análisis serio de la problemática de Irlanda del Norte.

Las concesiones de tierras a los colonos presbiterianos se realizaron bajo la condición de contratar únicamente mano de obra inglesa o escocesa. Las relaciones entre colonos y nativos estaban mal vistas por la comunidad inglesa, llegando a considerar traidor al muchacho que iniciase una relación amorosa con una católica. Las vejaciones y humillaciones provocan la revuelta de 1641, en la que tras una guerra que dura doce años, se produce la victoria de las tropas invasoras con la muerte de cinco sextas partes de la población irlandesa, la pérdida de los más elementales derechos fundamentales y el reparto del suelo irlandés a manos de los colonos presbiterianos. El intento de liberación por parte del derrocado rey Jacobo II junto con la ayuda del rey de Francia, Luis XIV, fue sofocado por Guillermo de Orange, rey de Inglaterra, que dirigiendo a su ejército, aplastó a las fuerzas de oposición el primero de julio de 1690 en la ciudadela de Derry. La colonización continúa su desarrollo con la llegada de hugonotes franceses, mercenarios, funcionarios rapaces, clérigos fanáticos del anglicanismo, lo que supone que se persiga, aún más, a los católicos irlandeses, prohibiéndoseles la celebración de misas sino realizan antes el juramento de lealtad a la Corona protestante. La situación de los católicos no mejoró gran cosa hasta la independencia de los EEUU, pues la Corona inglesa creyó prudente evitar nuevas revueltas, y realizó una serie de concesiones. El conflicto político subsistió, con claras connotaciones religiosas, hasta la independencia de Irlanda en 1949.

6. La Masonería y la Revolución Francesa

Damos otro salto en el tiempo para situarnos en el siglo XVIII. En el primer tercio de esta centuria tuvo lugar un hecho de singular importancia para el devenir de Occidente: la fundación en Inglaterra de la Masonería especulativa a partir de los residuos de la Masonería operativa medieval. Cristiana en un principio, deísta después (e incluso atea en algunas de sus variantes), mas hereje siempre, se convirtió pronto en un instrumento al servicio del Imperio Británico. Tras su expansión por el continente, pasó a ser el ariete del liberalismo contra la Iglesia Católica, y enemiga declarada de los defensores de su fe. En este “siglo de las luces”, como se ha venido en llamar (no sé si de las luces o luciferino), el veneno del enciclopedismo anticristiano y del liberalismo comenzó a operar un cambio en la mentalidad de los pueblos que nos ha llevado hasta la situación que vivimos hoy día, y que al final de la exposición trataré. La Masonería fue el ejército silencioso que socavó poco a poco los cimientos de la Cristiandad, y que hoy, manifestada en unas formas distintas, más depuradas, controla los resortes del poder mundial a través de instituciones que, como muchos de ustedes saben, son el poder real en la sombra que maneja como títeres a los gobiernos “libremente elegidos” en las “grandes fiestas de las democracia”.

Y digo esto porque en clave masónica conviene entender la siguiente de las grandes persecuciones que vamos a considerar aquí, la que ocasionó la Revolución Francesa. Desde 1790, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una actitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la Constitución civil del clero, que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una Iglesia galicana, al margen de la autoridad pontificia, de estructura episcopalista y presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política, dentro de la cual estaba incluida la mencionada constitución civil; el papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran. La Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes “no juramentados”; en septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las matanzas de sacerdotes. Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 21 de enero de 1793.

Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario republicano. La entronización de la “Diosa Razón” en la catedral de Notre-Dame de París, el 10 de Noviembre de 1793 y la institución por Robespierre del culto al “Ser Supremo” fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadota, aún hoy visible en las hermosísimas catedrales francesas, llenas de imágenes descabezadas. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el directorio jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República romana. El papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia. Poco después, en la ciudadela de Valence-sur-Rhone, fallecía a los ochenta y un años de edad; algunos revolucionarios exaltados proclamaron a los cuatro vientos que había muerto el último papa de la Iglesia.

El 9 de noviembre de aquel mismo año, un golpe de Estado elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura de primer cónsul. Cuatro meses después, el 14 de marzo de 1800, el cónclave reunido en Venecia elegía al cardenal Chiaramonti como papa Pío VII. Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato, firmado el 17 de Julio de 1801, sería el instrumento que regularía las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio.

El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón con respecto a las órdenes religiosas fue en cambio muy restrictivo.

Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano.

Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia del papa. El conflicto con Pío VII surgió cuando el emperador quiso que el papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París en 1811, Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el palacio de Fontainebleau. En 1814, el Papa recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma. Once días más tarde, el 18 de junio, acontecía la batalla de Waterloo.

Mas Waterloo llegaba ya demasiado tarde. Las guerras napoleónicas sirvieron para extender por toda Europa las ideas liberales y laicistas. Napoleón no fue la contrarrevolución, al contrario. Fue el asentamiento de la Revolución, y el que posibilitó su desarrollo práctico por el resto de Europa. Como digo, más adelante explicaré cómo esto es germen de la persecución religiosa silenciosa del presente.

7. Una tragedia olvidada: Armenia

En estas pinceladas de las principales persecuciones religiosas contra el Cristianismo, no podemos olvidar una cuya tragedia no comportó ríos de sangre, sino auténticos océanos. La matanza, el genocidio, el auténtico e indiscutible (este sí) holocausto de los cristianos armenios a manos de los musulmanes turcos. Todo comenzó con el fracaso de los esfuerzos de la reforma otomana del Tanzimat de mediados del siglo XIX. Tales reformas, iniciadas por el decadente Imperio Otomano entre 1839 y 1856, presionado intensamente por las potencias europeas, estaban pensadas para suprimir las leyes represivas de la dhimmitud, que habían sometido a las minorías no musulmanas (sobre todo a los cristianos), incluyendo a los armenios, durante siglos. Estas reformas fueron duramente criticadas por importantes sectores de las altas jerarquías turcas, embebidas de superioridad islámica, con desprecio manifiesto hacia los “infieles”.

Dirigidos por su patriarca, los armenios se sintieron animados por el plan de reformas del Tanzimat, y comenzaron a inundar a la Puerta (sede del gobierno otomano) con quejas y peticiones, buscando en primer lugar protección del gobierno frente a una multitud de abusos, sobre todo en las provincias remotas. Entre 1850 y 1870 solamente, 537 notas fueron enviadas a la Puerta por el patriarca armenio describiendo numerosos casos de robo, rapto, asesinato, impuestos confiscatorios y fraude cometidos por funcionarios. Estas quejas fueron ignoradas en gran medida, y perversamente fueron consideradas incluso como signos de rebelión, idea totalmente alejada del pensamiento de los humildes campesinos armenios. Así pues, una reforma inicialmente llevada a cabo para resolver una injusticia contra los cristianos, se transformó en una persecución de intensidad creciente que culminaría décadas después en una matanza de muchísimo cientos de miles de de personas y la deportación de otro millón más.

Durante el reinado del sultán Abdul Hamid, los turcos otomanos aniquilaron más de 200.000 armenios entre 1894 y 1896. La ausencia de consecuencias adversas para las matanzas de Abdul Hamid de esos años permitió a los Jóvenes Turcos proceder más tarde sin limitaciones. En 1909, por ejemplo, ya tuvieron lugar las matanzas de Adana, que ocasionaron 25.000 víctimas.

El régimen de los “Jóvenes Turcos”, bastante lejos de su supuesto ideal modernizador y reformista adoptó pronto una actitud discriminatoria, antirreformista para con los cristianos del Imperio Otomano. Nos llevaría muy lejos, conectando con lo dicho al inicio de la parte referida a la Revolución Francesa, tratar acerca de la filiación masónica de varios de esos “Jóvenes Turcos”, o el curiosísimo hecho de que su revolución fue financiada y promovida, como está históricamente demostrado, por un extraño grupo de judíos falsamente convertidos al Islam en el siglo XVI, y que conservaron en la intimidad de sus hogares la religión mosaica dando al exterior una imagen de perfectos musulmanes. El 24 de abril de 1915, el ministerio turco del interior publicó una orden que autorizaba el arresto de todos los dirigentes políticos y sociales armenios sospechosos de anti-Ittihad (gobierno de los “Jóvenes Turcos”), o de sentimientos nacionalistas armenios. Solamente en Estambul, más de 2000 supuestos dirigentes fueron capturados y encarcelados, y la mayoría de ellos ejecutados posteriormente. La mayoría no eran nacionalistas, ni siquiera eran políticos. Ninguno fue acusado de sabotaje, espionaje ni ningún otro delito, ni juzgados apropiadamente. En el plazo de un mes, la fase definitiva del proceso que redujo a la población armenia a la total impotencia, es decir, la deportación masiva, iba a comenzar. En el primer genocidio formal del siglo XX, fueron ejecutados de 600.000 a 800.000 armenios más.

Así pues la igualdad pregonada por el nuevo régimen se transformó en una turquificación sin paliativos. Los relatos contemporáneos de los diplomáticos europeos precisan que esas brutales matanzas fueron perpetradas en el contexto de una yihad formal contra los armenios, amparada desde un punto de vista islámico por el hecho de que la petición armenia de reformas invalidaba su “estatuto legal”, que implicaba un “contrato” (con sus gobernantes turcos musulmanes). Esta quiebra devolvía a la umma (comunidad musulmana) su derecho inicial de matar a la minoría subyugada, y apoderarse de sus propiedades. Es decir, no cabe hablar de persecución política o de represión de una corriente nacionalista, sino de guerra santa contra los infieles sometidos, por el hecho de ser infieles. Las cuatro fases de la liquidación (deportación, esclavitud, conversión forzosa y matanza) reproducían las condiciones históricas de la yihad llevada a cabo desde el siglo séptimo en adelante. La quema de iglesias, el asesinato preferente de los ministros sagrados, la eliminación de los niños varones de más de doce años y el hecho de que ningún no-musulmán tomase parte en el exterminio, atestiguan el carácter religioso de la persecución. En el fondo fue la realización de una política que ya había intentado seguir el imperio turco contra los cristianos eslavos y griegos, y de la que al final había cedido por presiones de las potencias europeas.

8. En América y en nuestra lengua: los cristeros

Avanzamos ahora un par de décadas en el tiempo, pero cambiamos de continente y llegamos a América, a ese medio mundo evangelizado por España. En el período de 1914 a 1934, el más cruento de la persecución religiosa en México, sacerdotes, laicos, hombres y mujeres, ofrecieron sus vidas al grito de “¡Viva Cristo Rey!” De ahí el nombre de “cristero”, inicialmente despectivo y que ahora resuena en nuestros oídos con un inconfundible aire martirial.

Una tensa conciliación entre la Iglesia y el Estado se había mantenido a partir de la promulgación de la Constitución de 1917. La Iglesia había recuperado el poder espiritual perdido durante la guerra de reforma, y ejercía gran influencia en la formación de sindicatos obreros y campesinos. Durante el gobierno de Álvaro Obregón, tuvo lugar en 1923 el primer conflicto grave que auguraba cómo serían las relaciones en los años posteriores. A la llegada del delegado apostólico Filippi para bendecir el cerro del Cubilete en Silao, donde sería erigido el monumento a Cristo Rey, el pueblo acude en masa para venerarlo; la respuesta del gobierno es expulsar al delegado del país. A partir 1925, con Calles en el poder, a la cabeza de los anticlericales del norte, las posiciones se polarizan. La persecución religiosa tuvo su punto culminante de 1926 a 1929, cuando Calles promulgó una ley sobre el culto, que llevase a la práctica las disposiciones de la constitución de 1917. Estas disposiciones, conocidas como “Ley Calles”, establecían el número de ministros sagrados por localidad, prohibían la presencia de sacerdotes extranjeros en el país, limitaban el ejercicio de los actos de culto y, entre otras disposiciones más, prohibían los seminarios y conventos; salen del país 183 sacerdotes extranjeros y son cerrados 74 conventos. Ante estas restricciones, y tras frustrantes negociaciones por parte de los obispos mexicanos con las autoridades del Gobierno, la Iglesia de México, en señal de protesta, decidió suspender los actos de culto.

Sin embargo, la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa decide asumir la responsabilidad de organizar la resistencia. En los primeros días de enero de 1927, después de brotes espontáneos de rebelión y de violentas represiones por parte del ejército, el pueblo se subleva al grito de “¡Viva Cristo Rey!” en la parte occidental de México (especialmente en Jalisco, Aguascalientes, Michoacán, Guanajuato y Colima). Algunos sacerdotes, aunque en número exiguo, se unieron a ellos; pero la mayor parte optó por una resistencia pacífica.

El número de cristianos que ofrecieron sus vidas a Cristo es amplísimo, con muchos mártires anónimos. Entre todos destacan veintidós sacerdotes diocesanos y tres jóvenes laicos, que ya han sido canonizados. El primero de estos mártires es el párroco don Cristóbal Magallanes. Un caso aparte, pero del mismo período, es el jesuita Miguel Agustín Pro Juárez. Encarcelado después de un atentado contra el general Álvaro Obregón, sucedido el 13 de noviembre de 1927, el sacerdote fue fusilado en la comisaría de policía. Su nombre se encuentra ahora en el elenco de los beatos.

La lucha fue un enfrentamiento desigual. El ejército, bien armado y equipado, se encontraba al mando del Secretario de Guerra y Marina Joaquín Amaro, conocido como el "Comecuras" por su postura anticlerical. En 1927 el ejército contaba con 80000 hombres; pero la desigualdad de hombres y armas no detuvo a los cristeros: donde la insurrección parecía ser aplastada, a los pocos días resurgía. La ferocidad de la milicia y el ensañamiento con la población civil hizo que los cristeros fueran apoyados por la población y las autoridades políticas de las localidades. Tácticamente, el movimiento cristero superaba a las milicias regulares: organizados en pequeños grupos, por falta de medios y armas, atacaban intempestivamente, y después se retiraban a la sierra, en donde su profundo conocimiento del terreno y su condición de excelentes jinetes, les permitía huir rápidamente; el ejército, más desarrollado en la infantería, se veía imposibilitado para proseguir la persecución.

Ante la imposibilidad de controlar la rebelión, el general Amaro organizó las "concentraciones", en las cuales se obligaba a los campesinos de la zona a reunirse en poblados determinados, en una fecha señalada; si esto no sucedía, las gentes que eran encontradas lejos de las zonas de concentración eran fusiladas sin previo juicio, lo que significó pérdida de cosechas, hambre y enfermedades para la población civil. Otro factor importante en el desarrollo de la lucha cristera, fue la formación de las Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco. Su labor consistía en procurar dinero, provisiones, informes, refugio, cura y protección a los combatientes, y guardaban voto de silencio, lo que permitió un trabajo más efectivo. En marzo de 1928, las Brigadas Femeninas se calculaban en 10.000 militantes.

A finales de 1928 la guerra estaba en su apogeo y los cristeros contaban con 30.000 hombres. Las "concentraciones" solo provocaban el aumento de los levantamientos entre la población pacífica, y además los cristeros se organizaron para que los campesinos concentrados no perdieran sus cosechas, recolectando el maíz y guardándolo en espera de sus dueños. La falta de municiones impidió que se obtuvieran mayores victorias, pero la rebelión ya no podía ser contenida y la victoria para los cristeros parecía próxima.

En 1929 la cercanía de las elecciones presidenciales dio lugar a la coyuntura política que resolvió el conflicto. Durante los años de lucha, el Estado y la Iglesia habían mantenido negociaciones secretas. La Santa Sede encargó a monseñor Ruiz y Flores las negociaciones, y por intermedio del embajador norteamericano Morrow, se establecieron una serie de convenios con Calles. En junio de 1929 llega Ruiz y Flores a México y entre el 12 y el 21 de ese mes se conjura la guerra. Morrow redacta el memorándum y al día siguiente se publican los “arreglos”: la ley de Calles era suspendida, pero no derogada; se otorgaba amnistía a los rebeldes; se restituían los templos y la Iglesia podía realizar nuevamente los cultos. Muchos, entre ellos el que había llegado a ser el jefe de los sublevados, el general Gorostieta, muerto en extrañas circunstancias en aquellas fechas, vieron en los “arreglos” una claudicación de la causa cristera. La guerra se daba por terminada sin el consentimiento de los que intervinieron en la lucha, pero que aceptaban las órdenes de la jerarquía eclesiástica. Y la realidad fue que, una vez entregadas las armas, los cristeros inermes y sus familias fueron sistemáticamente aniquilados por las fuerzas gubernamentales. Decenas de miles de gargantas que ya no podían gritar “¡Viva Cristo Rey!” en el campo de batalla lo hicieron de espaldas al paredón.

9. El Comunismo: el ejemplo de Polonia

Y como última consideración histórica, nos queda un recuerdo ineludible: la persecución llevada a cabo por las hordas marxistas. El comunismo ha causado decenas de millones de víctimas en todo el mundo, y en España sufrimos como pocos la ferocidad de sus golpes en el sangriento período de 1931 a 1939. En esta exposición, no entraré en el detalle del caso español, de escaso parangón en la historia por su intensidad y características, y que tantos miles de mártires dio a la Iglesia; el lector medianamente avisado conoce a estas alturas sobradamente los pocos trazos que podría apuntar por razones de espacio.

Hablando genéricamente de la Europa del Este surgida de la Segunda Guerra Mundial, bien podemos decir que fue una tierra sin libertad, donde el Cristianismo y la Iglesia vivieron en un estado de opresión. Los nombres de los cardenales Mindszenty, Stepinac, Wyszynski, Beran o Tomaseck simbolizan el heroísmo de los grandes defensores de la fe en el mundo contemporáneo. La persecución religiosa en los países de régimen comunista ha tenido períodos de abierta violencia; pero de ordinario se ha preferido, por más eficaz, una acción solapada bajo la forma de medidas administrativas, destinada a conseguir, a medio o largo plazo, la extinción de la Religión. Los católicos del este de Europa, fieles a su fe, sufrieron, dentro de su país, una clara discriminación: se convirtieron en ciudadanos de rango inferior y tuvieron que renunciar a cualquier aspiración de mejora en la escala social o política. Y prestemos atención a este dato, porque fundamentará la tesis que voy a mantener a la hora de hablar de la persecución religiosa oculta que existe hoy en día e Occidente.

La expansión del comunismo afectó también a los continentes asiático y africano. En la China comunista, donde el cristianismo tenía una vida floreciente, se prohibió a los católicos toda comunicación con la Santa Sede y se les impuso una iglesia cismática, separada de Roma. Por no mencionar casos como Vietnam, que tantos mártires ha dado, o Cuba, donde aún hoy el pleistocénico régimen castrista continúa acosando a la Iglesia con mil artimañas. Sin embargo, y puestos a tomar un caso pardigmático de esa doble vía persecutoria a través de la violencia y la sutileza legal que nos permita acercarnos brevemente a la realidad de la persecución del comunismo en el poder, consideraremos uno especialmente querido por mí, el de Polonia, por lo que ha representado y representa esa nación, baluarte de la fidelidad a Roma entre el protestantismo y el cisma oriental.

En la Polonia ocupada por el Ejército Rojo, hipócritamente entregada a la URSS por las potencias occidentales en Yalta, tras una guerra iniciada en nombre de su libertad, redactó una nueva constitución el 13 de febrero de 1947. En 1948 el presidente Bierut afianzó la línea dura del comunismo y encarceló a Gomulka, jefe de los comunistas moderados. Ese mismo año, la figura emblemática del cardenal Wyszynski sucedía al anterior jefe de la Iglesia polaca el cardenal Hlond. Monseñor Wyszynski afrontó con realismo la situación: no se opuso a las reformas económicas, ni a la colectivización de la agricultura, ni reaccionó fuertemente contra las limitaciones de la libertad. En la catedral habló con extrema claridad, defendió a los obispos y sacerdotes, animó a los fieles a perseverar en la fe y a preparar tiempos mejores para la patria y para la Iglesia; esa claridad le ocasionó una primera amenaza de arresto.

En 1950 el gobierno comunista desmanteló Cáritas acusándola de socorrer a los pobres con ayudas provenientes de los católicos americanos. A lo largo del año fueron nacionalizadas las propiedades de la Iglesia; el filósofo y obispo de Chelmno fue condenado a 6 semanas de cárcel especial que le llevaron al borde de la muerte. El 14 de abril de 1951, en nombre del episcopado, Monseñor Wyszynski concertó un acuerdo con el gobierno de la República, creando un modus vivendi entre el Estado y la Iglesia, en un intento de encontrar una base legal para defender a los católicos. Papel mojado, pues, poco después, en noviembre de 1952 algunos sacerdotes de Cracovia fueron arrestados por ser "espías del Vaticano y de Estados Unidos". Las sentencias oscilaron entre 10 y 15 años para algunos, para otros cadena perpetua, y para dos la pena de muerte.

El 5 de marzo de 1953 murió Stalin; en el bloque comunista brotó, por un momento, la esperanza de volver a la libertad, mas pronto se recrudeció el terror. La noche del 25 de septiembre el cardenal Wyszynski fue arrestado. En cuatro prisiones distintas permanecería tres años encerrado de forma consecutiva, tras renunciar en una ocasión a la libertad a cambio de la renuncia a su cargo. En febrero de 1956, durante el XX congreso del PCUS, Nikita Kruschev denunció los crímenes cometidos por Stalin. El 28 de junio, en Poznan, 15 mil obreros polacos iniciaron una huelga a la que se sumaron los intelectuales y estudiantes; los tanques aplastaron la manifestación. Poco después, desde la cárcel, el cardenal Wyszynski concibió la idea de celebrar la Gran Novena de Años de preparación a la solemnidad del milenio del bautismo de Polonia. La Gran Novena dio inicio el 26 de agosto cuando el obispo de Klepacz, en calidad de presidente de la Conferencia Episcopal, pronunció en el simbólico santuario mariano de Czestochowa los votos de la nación. El 23 de octubre estalló en Budapest (Hungría) una gran batalla por la libertad. Polonia se hizo eco: en Varsovia, Cracovia y Poznan los estudiantes organizaron una cadena de solidaridad y recogieron víveres, medicinas, plasma y ropa; pronto partieron los vagones hacia Budapest. La agitación antistalinista hizo caer a Ochab y le sucedió Gomulka, que salió de la cárcel. Pero la libertad en Hungría fue sofocada a sangre y fuego y Gomulka recibió un crudo mensaje de Kruschev: si Polonia no obedecía, sería aplastada como Budapest. Para evitar un baño de sangre, Gomulka liberó al cardenal, que serenó los ánimos en su primer discurso público, reconoció los derechos fundamentales de la Iglesia y aceptó hacer una reparación de los daños. Semanas después, Gomulka firmó un acuerdo con los obispos. Sacó de las cárceles a los intelectuales católicos, a los sacerdotes y religiosos; toleró la enseñanza religiosa fuera del horario escolar, y permitió que reaparecieran las publicaciones católicas semanales.

Sin embargo, no era nada más que una colaboración estratégica; en el fondo, la persecución seguía. En 1961, el gobierno detuvo en la frontera los 50 mil ejemplares de la Biblia que Juan XXIII había regalado al pueblo polaco. En 1964 se publicó en Francia un informe secreto del subsecretario de los asuntos religiosos de Polonia donde se recogían los puntos de la táctica anti-católica, puntos de inolcutable raíz gramsciana: aprovechar las divergencias internas para debilitar a la Iglesia y corroer su cohesión, valerse de colaboradores secretos para dificultar las directrices de los obispos, orientar los mayores esfuerzos para debilitar las parroquias, e introducir informadores en cada actividad parroquial para obtener los datos que permitan obstaculizar las principales iniciativas.

En el año del milenario, 3 de mayo de 1966, el cardenal Wyszynski pronunció los solemnes votos por los que Polonia quedaba bajo la protección materna de María. Con tal motivo organizó una serie de magnas celebraciones que movilizaron al país entero. Como signo de gratitud a Dios, durante el novenario de años se levantaron mil nuevas iglesias. Para las conmemoraciones del milenario estaba previsto el viaje de Pablo VI a Polonia, pero el gobierno se opuso.

En 1979 Polonia recibió la visita del Papa Juan Pablo II. Si para los líderes comunistas de la entonces Unión Soviética y de Polonia representó una amenaza, para los futuros líderes del sindicato Solidaridad, serviría como fuente de inspiración y apoyo para poder movilizar a toda la nación. Se calcula que unas dos terceras partes de los polacos salieron a saludar al Papa durante la semana que duró su visita. Diez minutos de aplausos atronadores llenaron la plaza donde su Santidad estaba al pie de una gigantesca cruz, plaza en la que los dirigentes comunistas, que pusieron todos los impedimentos posibles a esa visita, llegaron al mayor de los desprecios volviendo la espalda al Santo Padre en el momento en el que adoró la cruz. Juan Pablo II conocedor a fondo de cómo enfrentar a sus adversarios, no dijo una sola palabra que pudiera llevar a una confrontación directa entre la Iglesia y el Estado comunista. Sin embargo todo cuando dijo significó un giro para su iglesia, no sólo en su Polonia natal, sino en todos los países situados tras Telón de Acero. Su Santidad abogó por un nuevo espacio para la Iglesia y respeto para la autonomía del hombre como individuo, algo imposible dentro de los cánones de la idelogía marxista leninista. En el verano de 1980 comienzan las huelgas que luego dieron lugar al sindicato Solidaridad en los astilleros de Gdansk; esta vez los huelguistas no llevaban los carteles acostumbrados, sino retratos del Papa y de la Virgen. Sacerdotes católicos se encargaban de confesar y dar aliento a los obreros. Una década después, el comunismo caía; pero no se abrió precisamente con ello un horizonte de esperanza para la Iglesia polaca. Como me confesó hace poco tiempo un sacerdote polaco con el que tuve la ocasión de conversar, diez años de régimen liberal han hecho muchísimo más daño a la espiritualidad polaca que cincuenta de comunismo.

10. La persecución violenta hoy: el Islam

Aunque los medios de comunicación masivos corran un tupido y colorido velo en torno a la realidad, y gusten más de emitir documentales sobre las supuestas atrocidades de la Inquisición en el siglo XVI (otro tema del que habría que hablar, y mucho) que de informar sobre la realidad de las persecuciones hoy en día, cabe decir que el odio a Cristo y a su Iglesia sigue manifestándose de modo violento en todo el orbe. He aquí una lista no exhaustiva de lugares del mundo donde hay persecución declarada y violenta contra los cristianos: islas Molucas, China, Sudán, Ruanda, Filipinas, Yemen, Arabia Saudí (un queridísimo aliado de ese gran cristiano que se llama George W. Bush), India (donde se llega a quemar vivos a sacerdotes que trabajan en leproserías), Nigeria, Pakistán, Indonesia, Mauritania, Argelia, Islas Comores, Libia, Egipto, Vietnam, Laos, Corea del Norte y Líbano, país cristiano bajo la bota militar siria. Por no hablar de países con una legislación claramente restrictiva, como nuestros amigos que graciosamente nos perdonan de Israel, o Rusia, Rumanía y Ucrania, que apoyan a la Iglesia Ortodoxa marginando administrativamente a la Católica.

Extendámonos en algún ejemplo, como el sudanés. Sudán es un país de casi 30 millones de habitantes, de los que casi dos millones son cristianos. Desde 1983 el Gobierno ha impuesto la sharia, por presiones de Arabia Saudí y otras naciones, a toda la población, y los cristianos son obligados a convertirse, sus poblaciones bombardeadas, detenidos arbitrariamente, condenados a la hambruna o simplemente convertidos en esclavos. El sur del país, de mayoría cristiana y animista, se levantó en armas, y desde entonces ya han muerto, según Ayuda a la Iglesia Necesitada, alrededor de tres millones de personas y el número de desplazados ronda los cinco millones.

Aunque en la Constitución sudanesa se prevé la libertad religiosa para las confesiones distintas del Islam, el Gobierno sudanés limita gravemente este derecho y tiene en marcha un proceso de radical arabización e islamización de todo el territorio como uno de sus mayores objetivos. Los no musulmanes no pueden hacer proselitismo y la apostasía es considerada un delito gravísimo. Los obispos católicos sudaneses han condenado en repetidas ocasiones al Gobierno por su campaña de islamización impuesta; en Sudán la guerra es una llamada para defender el Islam: es la Yihad, la Guerra Santa, como afirma el obispo de Torit, monseñor Paride Taban.

El jefe del régimen de Jartum, el jeque Hassan el Tourabi, manifestó bien a las claras los motivos que animan a esta cruenta persecución: “La era del cristianismo se acabó. El siglo XXI es la era del Islam”. Y, entre tanto, en España los gobiernos regionales y locales financian la construcción de mezquitas…

Efectivamente, en el principio del nuevo siglo uno de los factores que están detrás del aumento de la persecución es el incremento de la agresividad de los musulmanes. Ha habido un aumento en el número de ataques a las minorías religiosas, en su mayor parte cristianas, a través del cinturón islámico que va desde el este de Marruecos hasta el sur de Filipinas. En países en los que hay una abierta persecución estatal, está prohibida toda expresión religiosa no islámica y cualquier disidencia.

Por ejemplo, las reuniones de cristianos están fuera de la ley en Arabia Saudí y los servicios de culto fuera de las embajadas de los países más poderosos son perseguidos por la mutawa, la policía religiosa. Cualquier saudí que intente abandonar el Islam corre un riesgo real de muerte. Esto vale también para los estados del Golfo y del norte de África. Se ha extendido también la violencia popular contra las minorías, provocada a menudo por líderes radicales islámicos. Es el caso de Egipto, donde la Iglesia Copta es víctima de quemas de iglesias y masacres locales o de Pakistán, donde en 1997, una ciudad cristiana, Shantinagar, fue prácticamente arrasada.

En Marruecos, por ejemplo, la creciente influencia de los radicales islámicos supone una grave presión sobre la monarquía alauita. Yo mismo tuve la oportunidad de comprobar el clima de tensión que se vivía en el país en vísperas del día de Año Nuevo de 2003, con un masivo despliegue policial para evitar que se consumasen los atentados anunciados para aguar las celebraciones correspondientes a un calendario “infiel”; atentados que se consumaron poco después en el ataque a la Casa de España en Casablanca. El ya famoso conflicto del Perejil ha de entenderse precisamente en esa clave política; el gobierno de Mohammed VI dio un giro nacionalista para atraerse el favor de un sector importante de la población susceptible de ser seducido por el integrismo. La contigüidad geográfica del polvorín argelino hace que debamos observar con suma atención cualquier movimiento, que podría convertirse con relativa facilidad en una sublevación a gran escala de consecuencias gravísimas para los cristianos que viven en Marruecos y para España. No duden de que, si este movimiento fuese de la suficiente intensidad, un ataque desesperado sobre Ceuta y Melilla sería el último cartucho del monarca marroquí para preservar el trono.

11. Occidente, siglo XXI: ¿hay persecución?

¿Cabe realmente hablar de persecución religiosa en Occidente o, más concretamente, en España, hoy? En sentido estricto, la respuesta parece que ha de ser negativa. No hay legislación persecutoria, ni hay atentados terroristas contra los católicos por el hecho de serlo, al margen de actos vandálicos esporádicos. Pero toca ahora rescatar los hilos que en el desarrollo que nos ocupa habíamos prometido reunir y relacionar al final. En primer lugar, el daño superior que hace el liberalismo a la espiritualidad respecto al que causa la persecución violenta. Sobre todo, cuando ese liberalismo agrede zafiamente con su mejor arma, los medios de comunicación, a todo lo que huela a sagrado. ¿Quién se extraña hoy en día de ver en la televisión ridiculizada una sotana? ¿Quién se sorprende de ver ninguneado al Papa en artículos de prensa? ¿Quién de que el cine trate al clero con desprecio, crueldad o con los más rancios hedores del anticlericalismo decimonónico y marxistoide? ¿Se pierde en algún momento la oportunidad de recalcar en los noticiarios la “normalidad” de los comportamientos morales condenados por la Iglesia? ¿Se puede o no se puede hablar de persecución cuando los poderes públicos utilizan cuantas artimañas legales son posibles para clausurar, asfixiar o degradar la calidad de la enseñanza de los centros educativos religiosos?

Y en asuntos más corrientes, y que nos pueden afectar a cualquiera de nosotros. ¿No se tiene la sensación de que el hecho de que se le pueda reconocer a uno como católico puede suponer una traba en el desarrollo profesional, por ejemplo? ¿No son corrientes desgraciadamente hoy en día los respetos humanos (más bien inhumanos) a la hora de reconocer abiertamente la condición de católico en un foro en el que no haya una gran confianza? ¿Cuántos católicos reaccionan hoy en día públicamente ante una blasfemia? O simplemente, en una distendida conversación con algún conocido, ¿cuántos son capaces de manifestar su desacuerdo con determinadas palabras o actitudes en clara oposición con la doctrina de la Iglesia? ¡Cuánto silencio! ¡Cuánta autocensura! ¿Cómo explicarlos, si realmente no ocurriese nada por el hecho de ser católico?

En relación directa con esto, veamos otro signo, a mí entender, persecutorio: la insistencia de que las manifestaciones religiosas deben circunscribirse al ámbito privado. Actitud esta que es no sólo asumida, sino promovida, por importantes figuras públicas que se autodenominan católicas, no sé si por autoengaño o por un puñado de votos. Hay que decir alto y claro que esa afirmación es absolutamente contraria a la doctrina de la Iglesia, de ayer, de hoy y de siempre. Invito a revisar la nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe de agosto de 2003 respecto al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, o la encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de gobernantes y políticos de Juan Pablo II de 2001. Y si a alguno le quedasen dudas, le remito a las diáfanas encíclicas Quanta Cura de Pío IX, Immortale Dei y Rerum Novarum de León XIII, o Quas Primas y Divini Redemptoris de Pío XII.

Desde luego la sibilina persecución del sistema liberal, tranquila, callada, constante pero sin estridencias, ha causado mucha más apostasía que la de Decio, la de la Convención o la del Frente Popular. Obvio ha sido para el enemigo: si la sangre de los mártires fertiliza la tierra, no derramemos sangre y la tierra quedará estéril.

Y en cuanto al futuro, intentemos enmarcarlo en la Unión Europea y su Constitución. Me decía hace algunos meses una voz muy sabia: “si Dios sobra en la Constitución europea, entonces los creyentes también sobrarán”. Sinceramente, ¿es impensable suponer, por ejemplo, que en un futuro más o menos próximo el entrañable sonido de los campanarios se convierta en fuente de molestia y escándalo para los ayatollahs de la tolerancia? ¿Y qué es eso de las procesiones, que interrumpen el tráfico de las calles? No, no, las manifestaciones religiosas deben permanecer en un ámbito que no ofendan a quienes no profesen la Fe católica. Claro, el siguiente paso quizás sea la multa si a uno se le escapa la cadena con el crucifijo por el exterior del cuello de la camisa…

Y, entre tanto, la labor de minado de la New Age y el mundialismo continuará. El lavado de cerebro de nuestros niños y adolescentes para que sus esquemas mentales sean incapaces de tolerar algo que no sea el sincretismo aguado a caballo entre el deísmo masónico y el panteísmo spinoziano se hará cada vez más intenso. El pensamiento único se impondrá irremediablemente; este es el panorama más creíble.

¿Aún hay margen de maniobra? En los tiempos de tribulación, la Iglesia convocaba Cruzadas para combatir al infiel. Sin embargo, la táctica masónica-sionista iniciada a finales del XIX y luego cínicamente explicitada por Gramsci ha cambiado radicalmente la situación, anulando buena parte de los reactivos temporales de la Iglesia. ¿Será capaz la Iglesia de hoy, autodemolida, infiltrada, postrada y rota de reaccionar una vez más? Sólo nos queda recurrir al “ora et labora” benedictino para que así sea.

Arturo Fontangordo Arbil.org

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